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martes, 13 de diciembre de 2011

Metiendo mi cuchara

Quisiera decir "a mis lectores" pero, ¿quedará alguno después de tanto no escribir aquí?

Visité la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 27 de noviembre. Era mi primera vez en el celebérrimo encuentro. Naturalmente, me dominó el asombro. Asombro ante el tamaño, sí, pero más ante la multitud. Herta Muller y Vargas Llosa estaban por ahí ese día. Si le sumamos que era domingo, queda más que claro el motivo de todos los estacionamientos abarrotados en la zona, los pasillos del recinto de exposiciones llenos... ¡incluso gente comprando libros!

Vale, lo digo con un poco de sarcasmo pero es que en verdad me asombró ver tantas personas. "¿Toda esta gente lee?", me pregunté al instante.

Me repetí la pregunta varias veces durante la semana. La formulé en voz alta cada que tuve oportunidad, funcionando como un buen pretexto para diálogos con interlocutores que alcanzan cierto mínimo de neuronas en activo. La respuesta definitiva a mi inquietud llegó contundente al domingo siguiente cuando me topé en Twitter con la reacción desatada por el tropiezo de Peña Nieto: "No, no toda esa gente lee. Ni siquiera la que presenta libros que supuestamente escribió."

Como suele suceder, con cada respuesta llegan nuevas preguntas. Y más cuando uno lee ciertas expresiones en el debate que el asunto provocó en Twitter o Facebook: desde las críticas feroces hasta las envalentonadas defensas, tanto de quienes argumentaban que no se requiere ser intelectual para gobernar (¿ser intelectuar es sinómimo de lector?) como de aquellos quienes señalaban a los críticos de hipócritas por ser peores lectores que el objeto de sus burlas (¿entonces no puedo juzgar a alguien de mal compositor si nunca he escrito una sinfonía?, ¿no puedo descalificar a un político si no ejerzo tal vocación?).

Reduccionismos, al fin. De esos que nos encantan. (Esos que incluso quizá se cuelen en estas reflexiones.)

De todo el vaivén que he leído, pongo en la mesa dos reflexiones. Una centrada en el affaire político. Otra, estrictamente literaria.

Va la primera, la trivial. Quienes hasta antes del incidente del priísta en la FIL habíamos escuchado alguna vez una entrevista suya en vivo, sin guión, no resultaba novedad reconocer el cantinflesco estilo del aspirante a presidente. Claro, el incidente de la FIL fue más allá del mero decir nada en muchas palabras, al incorporar en su contenido absolutas estupideces que hacían doblemente evidente que el señor pronunciaba palabras sin emitir ideas. El tropiezo, naturalmente, ha puesto nuevos reflectores sobre el ex-gobernador mexiquense, quien apenas nos dio una semana para bajarle a la euforia de la librería Peña Nieto cuando ya nos ha dado el material de esta semana con aquello de que admite no ser la señora de la casa (signifique lo signifique semejante burrada).

La participación de Peña Nieto en la FIL trajo como sana consecuencia para nuestra sociedad, una provocación para estar más atentos al discurso. Claro, una invitación que no llega a todos los mexicanos y que acaso será aprovechada por ciertas élites, a menos que nos comprometamos todos con mostrar al resto la gravedad del asunto. Pero el incidente trajo a mi parecer una segunda consecuencia, que ligo con mi segunda inquietud. En mi opinión, la ligereza del político al reconocer de alguna manera que ningún libro lo ha marcado, deja claro que para ser poderoso no hace falta leer. Vale, eso podría ser respetable... de no ser porque con ese cinismo se refuerza la resistencia de millones de mexicanos a una tradición que si bien no es la panacea, sí podría ayudar a una sociedad como la nuestra a superarse a sí misma.

Nadie le pidió a Peña Nieto que citara tres joyas de la literatura. El periodista se la puso fácil al acotar la pregunta: libros que hayan marcado su vida personal o política. Si el aspirante no quería apostar por citar un puñado de lugares comunes de la historia de la Literatura (como bien han sugerido algunos), existía la salida de citar algún clásico de la política, la filosofía, la sociología, la economía... o a algún pensador de estas disciplinas vigente en nuestros días. El que esta posibilidad no haya cruzado la mente del futuro candidato me parece alarmante. Nadie le pide que sea un intelectual, pero si el sujeto ostenta un título universitario y aspira a conducir el destino de una nación, no deberían sonarle títulos como El Príncipe de Maquiavelo o la República de Platón. ¿Habrá oído hablar de Hobbes, de Rosseau, de Voltaire. (¿Recuerdan cómo se vendieron ejemplares de Galeano cuando se supo que Obama estaba leyendo Las venas abiertas de América Latina?

Regreso al centro de mi inquietud: la ligereza con que terminó su participación en el evento y la futilidad con que lo defienden algunos alegando que los criticones somos poco menos que fariseos acusando a otros de nuestros pecados, solo termina por denostar el acto de leer... una costumbre de por sí vapuleada en nuestros días.

Termina de surgir así mi otra interrogante. ¿Por qué nos hemos aferrado en convertir a la lectura en una especie de imperativo moral? Espero no se me lea como un incongruente. Mi crítica a Peña Nieto no es una crítica al respetable acto de no-leer, el cual, siempre que sea libre, será legítimo. Hace más de una década que di mi primer clase de Lengua en el nivel de Secundaria, década que he dedicado a promover la lectura partiendo de un principio fundamental: nadie está obligado a leer nada. Lo digo convencido. Nada me enferma más (al menos en este terreno), que esa manía de insistir en que existen “lecturas obligadas”. ¿No leer a tal o cual clásico es malo? ¿Soy mejor persona si leo a sutano que si me privo de ese placer?

Nuestra férrea tradición de moralizar con todo, ha hecho que defendamos el acto de leer como si se tratara de un décimo primer mandamiento. ¿Y qué hay del derecho a no leer, magistralmente defendido por Juan Domingo Argüelles hace tiempo? No pretendo agotar aquí este tema que, a diferencia del primero, sí me entusiasma. Así que dejo aquí solo la primera piedra para dialogar conmigo mismo al respecto. (Por supuesto que son bienveidos otros interlocutores. Nomás es cosa de anotar un comentario o mandar algún tipo de mensaje.)

En una siguiente entrada quisiera compartir algo de lo que justamente en maestro Argüelles me ayudó a comprender hace unos años leyendo ¿Qué leen los que no leen? (Paidós, 2003). Justamente en la FIL compré Del libro, con el libro, por el libro... pero más allá del libro (mismo autor, Ediciones El Ermitaño, 2008), junto con otros ensayos construidos en torno al asunto de la lectura que espero estar comentando pronto.

jueves, 26 de mayo de 2011

A favor de la indignación y contra la indiferencia

«Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivos de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa gran corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero.»
Stéphane Hessel, ¡Indignaos!

No es casual que los manifestaciones en las plazas de España hayan encontrado en el adjetivo de "indignados" su común denominador. La indignación ha sido siempre el motor de la resistencia, como señala Hessel en su alegato en contra de la indiferencia, publicado originalmente en Francia hace apenas unos meses y que en castellano ha merecido al menos ya cinco impresiones desde su publicación inicial en febrero pasado.

No voy a extenderme aquí todo lo que quisiera. Pero sí quiero retratar —consciente de toda mi subjetividad, derivada de la empatía que he sentido con los indignados en Barcelona— mi breve experiencia al recorrer el domingo 22 de mayo la acampada que lleva ya varios días en Plaça Catalunya.

Es probable que la primera impresión al acercarse a la plaza sea de cierto rechazo ante la saturación de mantas y consignas colocadas por doquier; es posible que cierta sensación de suciedad o desorden 'contamine' la percepción inicial. Sin embargo, basta dar unos pasos, sumergirse en el espíritu de la denuncia, para sentirse identificado con más de una frase. Inicia así el camino hacia el reconocimiento de cuando menos una parte de uno mismo entre los manifestantes. Una vez iniciado ese proceso, no hay marcha atrás.

"Aquesta és la plaça del poble!", reza una de las primeras consignas con las que me he topado. Y la historia de Plaça Catalunya lo corrobora. Sí: su explanada ha sido testigo de mucho más que las celebraciones de los triunfos del Barça.

Acostumbrado a las manifestaciones que suelen darse en México, una de las primeras cosas que me llama la atención es que nadie se ha apropiado del movimiento. "Lo han intentado algunos", me dice uno de los indignados, "pero no los han dejado. Esta lucha no es una sola lucha, son todas las luchas, y no es la de un grupo o persona. Ya se han reunido las agrupaciones socialistas y trosquistas de Barcelona para ver cómo beneficiarse de esto, pero no es posible, no los van a dejar. Algunos han intentado subir sus discursos, pero en cuanto la gente detecta eso, los callan, los abuchean. No dejan que nadie se apropie del movimiento o hable en nombre de todos con consignas particulares." Uno tiene la impresión de estar ante un tipo diferente de manifestación. El testimonio de uno de los que se han sumado a los jóvenes ayuda a corroborar esa idea: "Yo que estoy siempre en las manis, veo que esto es otra cosa. Ha salido el pueblo. En las manis somos siempre los mismos, aquí no, esto es distinto."

La acampada se ha organizado en comisiones permanentes cuyos miembros son todos los que quieran cuando quieran. Nadie tiene monopolio de nada. Si uno quiere ser parte de algo se apunta y ya está. Los más involucrados son quienes terminan hacia la tarde organizando la Asamblea General que sesiona todas las noches. Durante la jornada, subcomisiones y comisiones sesionan democráticamente, formando círculos en diferentes áreas de la plaza. Se proponen contenidos, se debaten, se llevan registros. Se votan las propuestas y se llevan al siguiente nivel, hasta la Asamblea General.

Recorro algunas de las sesiones y encuentro constantes. La mayoría de los participantes son jóvenes, pero hay también personas mayores que emocionados piden la palabra para decir lo que siempre quisieron decir y para lo que nadie les había prestado oídos en mucho tiempo. Algunos de los mayores dicen lo que tienen que decir y se marchan sonriendo, con una peculiar satisfacción en el rostro, como diciendo "he puesto mi parte" o agradeciendo la posibilidad de que los jóvenes les escuchen realmente. Otros se quedan durante las sesiones completas. Algunos más van de paso y, tras observar la dinámica de los indignados, se acercan a ellos para felicitarlos, para animarlos a seguir, para manifestarles una suerte de solidaridad y respaldo que en todo momento es acogida con entusiasmo multiplicador por los manifestantes.

En una de las comisiones no me han dejado hacer una foto. Una señora se me ha acercado respetuosamente: "Los chicos han pedido que no se tomen fotos en la sesión, temen que las fotos se usen después para identificarlos y tomar medidas de represión en su contra", explica para justificar la restricción que carece de sentido. De igual modo acepto su petición y una señora a mi lado es quien reacciona alegando a la primera que debería haber libertad de hacer esas fotos: "Si no están haciendo nada malo, ¿qué temen? Nadie los va a reprimir." La primera trata de insistir en su argumento sin éxito.

Decido ir a otra sesión y la segunda mujer me acompaña durante unos metros: "Esta gente no tiene trabajo porque no quiere. Deberían estar estudiando, además. Ahora son los exámenes y aquí están. Han acondicionado un lugar para estudiar y solo había tres chicos". Tiene razón, al menos en parte. Pero estos chicos no reclaman trabajo a secas. Es otra cosa. Les indigna un sistema injusto que les ofrece trabajo a cambio de valores que ellos —o al menos algunos, con quienes me identifico plenamente— consideran superiores. ¿Estudiar? La argumentación de la mayoría de ellos en las comisiones y asambleas demuestra que estudian bastante. No sé si sea en la universidad o dónde, pero estos chicos leen y piensan, discuten, debaten, proponen. En la comisión de economía se ha debatido con seriedad sobre la filosofía del decrecimiento, mientras en educación me ha tocado escuchar —además de todo el romanticismo propio de los educadores— propuestas concretas con miras a garantizar una revisión de la orientación de la currícula y una mínima continuidad en los programas del sector.

Cierto, también hay otros que han querido hacer de la acampada una fiesta. "La Revolución no es Botellón", dice una manta en la parte centra de la plaza. Otros carteles son más claros: "Esto no es un puto botellón". Pese a ello, los paquis se pasean entrada la tarde con su inconfundible pregón de "Cerveza, Beer... Cerveza, Beer...".

Algunas pinceladas más de la jornada. Espacios para que los niños jueguen y hagan manualidades. "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar", reza una manta gigantesca de cara al Corte Inglés. Presentaciones culturales para todas las edades. "Democracia Real, Ya" se lee en varios carteles. La impecable organización de los voluntarios en el área de cocina. "Yes, we camp", es el lema que han ido adoptando con miras a dar proyección global al movimiento. Alrededor de las fuentes se ha empezado a trabajar con el pasto y se ha cercado ya un huerto. "La vida la marcan las oportunidades, y ésta es una." El micrófono en la plaza centra está siempre abierto; quien tiene algo que decir va y lo dice. "El conocimiento nos hace responsables." Una pequeña zona de biblioteca ha ido creciendo durante la jornada; ya se van catalogando los libros donados. Llega gente a donar también alimentos. Una camioneta trae equipos diversos: impresoras, escritorios... un refrigerador que es aplaudido a su paso. La comisión de difusión tiene, además de los portales en internet, estaciones de radio transmitiendo en la red y en tres frecuencias de radio libre. La logística es casi impecable. Más importante aún, es una logística espontánea, surgida de las necesidades y la indignación. Esa logística ha ido improvisando el equipo para las asambleas generales. Se mezclan altavoces, consolas, micrófonos. No hay equipos profesionales. Con lo que se tiene a la mano se logra improvisar algo suficientemente digno para que la asamblea se lleve a cabo cada noche con éxito.

A las nueve de la noche en punto, la cacerolada. Veinte minutos de cacerolas, botes, llaves, aplausos. Después, la gente se empieza a sentar para la Asamblea General. Han trazado con cinta pasillos de emergencia que van dejando libres para el tránsito de las personas. Se presentan las propuestas. Se definen siguientes pasos. Se decide que la acampada se prolonga indefinidamente.

El movimiento crecerá, sin duda. Me cuesta trabajo saber en qué dirección. He escuchado muchas lecturas e interpretaciones. Muchas tiene lógica, pero admito que pocas me convencen. Los ejercicios de democracia real que se viven hoy en las plazas son una lección para el mundo. ¿Cuánto tiempo más podrán mantenerse con ese carácter? Ya surgen las primeras complicaciones logísticas y, de ellas, derivan poco a poco dificultades ideológicas. Parece que en algún momento harán falta liderazgos formales. Si llega a ser ese el caso, el movimiento enfrentará serias dificultades. Hay quien sugiere que los indignados lograrán mantener su democracia de consensos sin necesidad de cabezas visibles. Cuando una lucha es por todas las luchas, el riesgo está en lo que de incompatible pudiera haber entre algunas de ellas. Son todas las luchas, pero debe haber un factor común. ¿La indignación? Sí, pero la indignación concreta ante algo.

Yo también estoy indignado. Y como la gente que hoy acampa en diferentes plazas de España, encuentro el origen de mi indignación en un modelo perverso que, basado en el consumo y el crecimiento económico como valores supremos, ha dejado de lado la vida misma. No estoy seguro de cuál sea la mejor solución, pero coincido por completo con Hessel cuando afirma que la peor actitud es la indiferencia, pues solo de la indignación puede surgir el compromiso auténtico. Por ahí empiezan las cosas, pues, por indignarse.

Nota. En este álbum público en mi perfil de Facebook puedes encontrar algunas imágenes de mi recorrido por la acampada el 22 de mayo.

domingo, 15 de mayo de 2011

León no merece este Teatro

[Nota. He leído con calma lo que escribí y admito que puede molestar cierta pose elitista en mi texto. Es posible que alguien encuentre en mis palabras, además de una postura sibarita, un desprecio por la gente de esta ciudad en la que hoy paso los más de mis días. Admito que hay en mis afirmaciones ciertas generalizaciones que bien admiten excepciones. Mi única intención es dar salida a una inquietud personal que, seguramente, bien puede rebatirse o ponerse en duda.]

Triste, dolorosamente, anoche volví a pensarlo: esta ciudad no se merece su Teatro del Bicentenario.

Pasé prácticamente todo el sábado en el Forum Cultural Guanajuato, en León. Un espacio que siempre me ha parecido pertenece a otra dimensión.

En la mañana llegué al Auditorio Mateo Herrera para la transmisión de La Valquiria, cerrando la temporada 2010-2011 de el Met en vivo y HD. Un detalle técnico en la complicada máquina sobre la que se construye la nueva producción del Ciclo del Anillo dirigida por Robert lapage para el Met de NY, provocó el retraso de la función, que inició poco antes del medio día. Cinco horas y veinte minutos en los que la obra de Wagner me condujo por todos los rincones del alma. Debora Voigt, Eva-Maria Wesbroek, Stephanie Blythe, Jonas Kaufmann, Hans-Peter Köing y Bryn Terfel, bajo la conducción del maestro James Levine, imprimieron a la partitura de Wagner la fuerza necesaria con una dosis de realidad y emotividad que solo los grandes consiguen.

Fue mi primera vez en el Mateo Herrera, y quedé gratamente complacido. Sus terrazas y salas tipo lounge resultan cómodas alternativas para los intermedios, que pueden completarse con vino y bocadillos que ofrece la cafetería.

En el público de una sala para 260 personas, menos de un centenar —varios de ellos extranjeros— disfrutaba la transmisión. Así es: en una ciudad con casi un millón y medio de habitantes y cuya zona metropolitana disputa con Toluca la quinta posición entre las más grandes del país, menos de cien personas decidieron esa mañana ir a la ópera. Mi sorpresa se acentuó, quizá, al estar acostumbrado a las abarrotadas transmisiones que esta misma temporada presencié en el Auditorio Nacional.

Pero mi sorpresa —mi tristeza— aumentó en la noche, al asistir al Teatro del Bicentenario a un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, cuyo programa incluyó la Suite Orquestal de "El Cid" de Massenet, selecciones de "Carmen" de Bizet y las "Danzas Sinfónicas" de "West Side Story" de Bernstein.

Hace un par de meses tuve oportunidad de asistir a un concierto con la Orquesta Filarmónica de Jalisco en el mismo recinto, entonces casi recién inaugurado. Me sorprendió entonces el casi lleno total. En cambio, anoche estaban ocupadas quizá la mitad de las 1,500 butacas del que ha sido presumido por el Estado como "el mejor teatro del País en 100 años". Recordé entonces que los leoneses tienden a abarrotar todo lo que es nuevo... claro, mientras es nuevo.

La OSUG ofreció una destacada interpretación de Massenet, mientras la batuta de Eduardo Álvarez, director huésped, alternaba entre dirigir a los músicos y contener los aplausos de parte del público que insistía en celebrar cada movimiento. Apareció después la soprano mexicana Violeta Dávalos para ofrecer un aria de "El Cid" y, tras un interludio de "Carmen", dos de las piezas más representativas de esta ópera de Bizet: la Seguidilla "Préz de ramparts de Séville..." y la Habanera "L'amour est un oiseau rebelle...".

Dávalos, Álvarez y los músicos de la OSUG lograron cautivar a pesar de los teléfonos celulares —que no solo sonaban, sino que ¡eran contestados! durante la función—, aunque la acústica del teatro no fuera suficiente para lidiar con los espectadores que encontraban cualquier momento propicio para comentar el programa, sus impresiones o cualquier otra inquietud que al instante atravesara su mente.

Tras el intermedio vino el momento que yo más ansiaba: las "Danzas Sinfónicas" que Leonard Bernstein estructuró a partir de los principales temas de su tragedia "West Side Story". La interpretación de la OSUG fue intensa y emotiva, destacando su sección de vientos —maderas y metales— y sus percusiones. En una variación a la presentación tradicional de las Danzas, Violeta Dávalos se incorporó en el adagio "Somewhere" para interpretar una versión vocal de la pieza. En general, la OSUG consiguió provocar todas las emociones que transitan a lo largo de la partitura de Bernstein. El movimiento final me atrapó ya con las lágrimas. El aplauso general me hace pensar que no fui el único emocionado.

Admito que, más allá de lamentar la falta de audiencia, por momentos me molestó mucho el ruido que hacía el público y el cinismo con el que alargaba sus conversaciones a pesar de los gestos de incomodidad que manifestábamos algunos. Quizá con cierta de soberbia, pero no sin convicción, llegó un momento en que recordé que nadie da lo que no tiene. ¿Por qué sorprenderme de las butacas vacías o de los celulares a media función, si estoy en la misma ciudad donde hace una semana, tras días de largas filas para conseguir entradas, la afición abarrotó su estadio de fútbol para terminar dando una de las más lamentables muestras de incivilidad deportiva? Para eso sí estamos buenos. O para invertir millones en la construcción y remodelación de un nuevo palenque que bien remite a una suerte de circo romano del siglo XXI. Ni el futbol ni el palenque tienen nada en sí mismos que los hagan denostables, pero no solo de futbol y palenque vive el hombre.

"Esta ciudad no merece este Teatro", volví a pensar mientras caminaba por la explanada del Forum al salir del concierto. "O quizá sí, quizá lo necesita justamente para que algún día los leoneses vean más allá del estadio y del palenque".

sábado, 16 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (II)

La temporada perdida

Tosca, Aída, Turandot, Carmen y Hamlet fueron las producciones del Met que, pese a contar con entradas pagadas, me perdí durante las transmisiones de la temporada 2009-2010, como consecuencia de mi traslado al Bajío. Algunas porque tenía que impartir clase en Salamanca, otras porque tenía que atender como alumno a mi Diplomado en Filosofía para Niños. Repartí los boletos a gente cercana que sabía podría disfrutar de las transmisiones y me conformé con sus reseñas.

Llegó entonces el anuncio de la temporada 2010-2011 y el calendario para las emisiones en HD. Para el primer semestre mis clases sabatinas impedían nuevamente cualquier intento, pero mi firme decisión de descansar de las aulas los fines de semana durante un semestre me permitían aventurarme a comprar boletos para algo entre enero y abril. Y así lo hice, comprando para las tres producciones que tenía certeza podría atender con relativa seguridad, lo cual afortunadamente se logró sin contratiempos. Aquí, las micro-reseñas de estas tres experiencias con un bonus: una referencia a la transmisión 3D de Carmen producida por la Royal Opera House de Londres.


El hallazgo de Gluck

Sí. Quizá confesarlo evidencie lo realmente lejos que estoy de ser un experto, pero debo admitir que hasta hace unos meses ignoraba la genialidad de Gluck y su cercanía con músicos cuyas partituras admiro inmensamente. El atractivo para asistir a la trasmisión de Iphigénie en Tauride era el cartel encabezado por Susan Graham acompañada de Plácido Domingo. La experiencia fue casi mística, tanto por la fascinante música como por las portentosas interpretaciones de Graham y Domingo —quienes, según nos advertían al inicio de la función, atravesaban sendos resfriados ese medio día—. Un apunte sobre el tenor español: no imaginé que pudiese resultar tan convincente la interpretación que un septagenario en el papel de un personaje con la juventud y la fuerza de Orestes; sorprendente la frescura que conserva su voz después de tantos años. Una auténtica leyenda viva.


La locura encarnada

Natalie Dessay siempre me ha parecido el rostro del desequilibrio mental. Lo digo en serio. Desde que la vi por primera vez en alguna grabación, quedé cautivado por su forma de interpretar globalmente a sus heroínas. Sé que los más ortodoxos suelen criticar algunos de sus atrevimientos y tropiezos vocales. Sin embargo, la manera en que la soprano francesa encarna sus personajes me parece realmente única. La producción de Mary Zimmerman para Lucia Di Lammermoor es soberbia. En su temporada de estreno, fue parte de las transmisiones HD con Anna Netrebko. En aquella versión, además del montaje impecable, engalanaba la función también el excelente tenor Piotr Beczala. La Lucía de la Dessay no consigue, por supuesto, la sensualidad que le imprimía la soprano rusa, pero sí atrapa con un magistral recorrido desde la frágil Lucía enamorada y temerosa de su entorno hasta la pérdida de la razón y su desenlace fatal.


Paréntesis: Sexy-Carmen-3D

No recuerdo con claridad cómo supe de las funciones de la producción Carmen 3D que la Royal Opera House lanzaba a diferentes recintos cinematográficos. Lo cierto es que fui, compré mi boleto y fui uno de los menos de 30 que ocupamos la sala de Cinépolis en León destinada a tal fin. La producción muy bien lograda en lo general. A destacar, el carisma y la interpretación —vocal y sobre todo histriónica— de los protagonistas. La heroína que da título al clásico de Bizet nunca antes me había parecido tan convincente. Quizá fuera la sensualidad desbordada de la pantalla a través de las gafas que juegan con nuestros sentidos para hacernos creer que los objetos proyectados realmente tienen volumen. Y ahí quizá mi única objeción para esta transmisión: ¿realmente hacía falta la tercera dimensión? Personalmente me sigo resistiendo al cine en 3D, no consigue atraerme ni motivarme lo suficiente, me parece engorroso, incómodo y me suele provocar jaquecas. Supongo que el sello 3D llevaría la intención de acercar a un público más joven a la Ópera. No sé si tal propósito se cumpla en otros lares, porque en León, no.


El Conde Flórez

Para El Conde Ory, mi principal motivación era el cartel. La ópera cómica de Rossini me resultaba completamente ajena, pero Juan Diego Flórez, Joyce DiDonato y Diana Damrau eran suficiente pretexto para asistir. ¡Y vaya que valió la pena! Por más de una razón, por supuesto. Valió por la bella producción imitando un escenario medieval y una obra dentro de la obra. Valió por la frescura de una gran comedia en medio de tanta muerte y engaño al que uno suele acostumbrarse en la ópera. Valió por la ingeniosa manera de proponer algunas escenas que, sin duda, demandaban una gran precisión vocal y actoral a los protagonistas, que en todo momento enfrentaron con éxito. Y valió, claro está, por el talento de todos los que se pararon sobre el escenario. Damrau interpretando al paje de Ory, con quien pelea el amor de la condesa Adèle, excelente. La química que además consigue con esta última, interpretada impecablemente por DiDonato, es maravillosa. Y el carisma que envuelve la portentosa voz del tenor peruano Juan Diego Flórez es muy difícil de describir. Durante casi tres horas reí y disfruté inmensamente la calidad en todos los sentidos de una producción que ya ansío se distribuya en video para poder disfrutarla una vez más.


Y...

Quedan tres transmisiones de la temporada en HD. Capriccio, de Staruss y protagonizada por Renée Fleming me la perderé inevitablemente pues andaré de vago. En el caso de Il Trovatore de Verdi, ya planeo comprar entradas para el Fórum Cultural en León. Y para cerrar, en el caso de La Valquiria, en su nueva producción para el Met, no me decido aún, pues me hubiera encantado ver hace unos meses la transmisión de estreno de la primera parte de la tetralogía Wagneriana. De cualquier modo, se ha anunciado ya el programa de la temporada 2011-2012. Promete. Y bastante.

domingo, 10 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (I)

Hace unas semanas un amigo me preguntó, auténticamente intrigado, sobre el origen de mi afición por la ópera. Al responderle, noté que se trata de uno de tres géneros musicales que nunca sonaron en mi casa y a los que ningún amigo cercano me empujó (los otros son el jazz y el tango). Al reflexionar sobre ello, resultó curioso encontrar que en los tres casos, la semilla para explorar sus territorios se sembró desde el cine (y curiosamente los tres en mis años de universitario).

En el caso particular de la ópera, dos bandas sonoras produjeron la chispa que poco a poco me llevaría a adentrarme en ese mundo que a ratos se me antojaba distante pero que siempre terminaba conservando mi curiosidad por alguna razón. Las grabaciones a que me refiero pertenecen a Age Of Inocence y The Fifth Element, dirigidas por Martin Scorsese y Luc Besson respectivamente. Dos películas que no podrían ser más dispares entre sí pero que algo tienen en común: en ambas hay un momento decisivo para la trama que tiene como fondo la partitura de una ópera. En el primer caso, una brevísima escena del Fausto de Gounod; en el segundo, la primera parte de la escena de locura de Lucia de Lammermoor de Donizetti. Los dos momentos aparecen en las respectivas bandas sonoras de las citadas películas. Desde mi absoluta ignorancia del mundo del bel canto, me fascinaba escuchar esos fragmentos una y otra vez.

Hasta que en 1998 una obra de teatro terminó empujándome a romper mis miedos. Me refiero a Master Class, pieza del dramaturgo Terrence McNally que narra magistralmente un oscuro fragmento de la biografía de Maria Callas, que en México fue interpretada la primera actriz Diana Bracho. Durante el montaje, se escuchaban algunos fragmentos de piezas del repertorio tradicional de la Diva. Al día siguiente fui a una tienda de discos a comprar una antología de la llamada Voz del Siglo y empecé a explorar sus grabaciones poco a poco.

Por fin meses después terminé asistiendo por primera vez a una función de ópera en el Palacio de Bellas Artes. Se trataba de La Boheme, de Puccini. Imposible describir lo que viví. Con el tiempo vinieron ya las investigaciones, la adquisición de grabaciones, la asistencia cuando era posible a una función en vivo.

Hace un par de años, la posibilidad de seguir adentrándome en este fascinante mundo llegó nuevamente a través de una pantalla, esta vez cuando supe de las transmisiones que la Metropolitan Opera de Nueva York estaba realizando en vivo y alta definición hacia diferentes recintos del mundo, entre ellos, el Auditorio Nacional en la Ciudad de México. Mi primera función en HD fue otra obra de Puccini: Madama Butterfly, en la bellísima producción de Anthony Mingela. Meses después, en el verano, pude ver la retransmisión de La Boheme en la mítica producción de Franco Zeffireli para el Met.

Ambas transmisiones me condujeron a un par de conclusiones contundentes. Primero, corroborar la maestría de Giacomo Puccini para musicalizar emociones y hacer que lo invadan a uno desde los oídos hasta recorrer el sistema circulatorio por completo. Segundo, la maravillosa oportunidad que ofrece la tecnología para acercarnos a manifestaciones artísticas que usualmente las limitaciones materiales y temporales nos impiden disfrutar como quisiéramos. Me propuse entonces no perderme en lo posible las futuras transmisiones desde el Met. Se anunció la temporada 2009-2010 y de inmediato compré boletos para 4 funciones.

Y entonces, semanas antes del arranque de la temporada... me fui a vivir a León, Guanajuato.

En la siguiente entrega: un breve relato de mis frustraciones con la temporada 2009-2010 y el poderoso reencuentro con la temporada 2010-2011 del Met de Nueva York, además de un apunte acerca de las transmisiones de la Royal Opera House de Londres.

sábado, 2 de abril de 2011

Volver al Circo

When I grow up, I will run away and join the circus.

Una peculiar curiosidad aderezada de entusiasmo se adueñó de mí hace unas semanas cuando, sobre una de las principales avenidas de esta ciudad, vi que se anunciaba el inicio de una “corta temporada” del Circo Atayde. Al instante consideré que debería darme oportunidad de ir. Compartí mi propósito con algunos pero debieron pensar que no hablaba en serio. Terminé desistiendo de divulgar mis intenciones, que pese a ellos permanecieron intactas en mi interior.

Hace poco más de una semana ese deseo de aceleró de repente cuando al pasar por el terreno donde el mítico circo se había instalado vi la lona que sentenciaba: “Lunes, última función”. ¡Diablos! ¡Y justo es fin de semana estaba lleno de compromisos en la agenda! Me resigné y me prometí que la próxima vez no lo pensaría tanto.

El domingo pasado, sin embargo, después de un gran fin de semana, cuando ya mis compromisos estaban cubiertos, pasé por la avenida en cuestión y vi en el otro lado de la calle a la gente que ya hacía fila para entrar a la última función del día —y una de las últimas en la visita de los Atayde en la ciudad—. ¿Y si lo intentaba? La función era a las 7:30 de la tarde y en ese momento eran… ¡las 7:30 de la tarde! Tardé en dar vuelta sobre el bulevar y, justo cuando ingresaba al terreno que funcionaba como estacionamiento, caí en cuenta de que solo llevaba 150 pesos en efectivo. ¿Cuánto costaría la entrada? ¿Aceptarían tarjetas de crédito?

Me estacioné y mientras la fila de gente ingresaba a la carpa por una pequeña división en los tráilers que hacen las veces de fachada, me dirigí hacia la ventanilla de la taquilla. Mientras caminaba, sentía que me hacía más joven. Vi el cartel que anunciaba los precios: 400, 300, 200 y 100 pesos. “¿Acepta tarjeta?”, pregunté a la mujer tras la rejilla. Nada, solo efectivo. “Me da entonces uno de 100 pesos, por favor”. A cambio de mi dinero recibí un pequeño boleto de cartón, de esos que solían usarse también en el cine hace años y que aún se utilizan en los juegos de algunas ferias.

Fui de los últimos en ingresar a la carpa. El cartoncito me daba acceso a la sección de luneta general. Subí una pequeña escalera y… ¡ya estaba ahí! ¡La pista, los pequeños palcos a su alrededor, los trapecios en lo alto, la cortina al fondo anticipando la entrada de los artistas! A esas alturas yo ya tendría unas 7 u 8 años. Y, aunque la carpa me parecía enorme, la pista estaba a solo unos metros, la visibilidad era perfecta. Agradecí que los cien pesos hubieran valido lo mismo que cuatro veces eso. Pasó un chico ofreciendo golosinas y gasté el poco dinero que me quedaba en unas palomitas y una botella de agua. (Creo que esa botella evidenciaba que aunque me sentía de siete años tenía en realidad cinco veces esa cantidad.)

Mi entusiasmo no tenía límites. Ansiaba el inicio de la función. Solo una cosa lamentaba: la poca cantidad de espectadores que me acompañaban. Acaso la cuarta parte de las butacas estaban ocupadas. Y, sin embargo, la gente que estaba se veía igual de emocionada que yo. Sobre todo, por supuesto, los niños. Pero había también parejas y algunos grupos de jóvenes que habían caído en la tentación de pasar el ocaso del domingo contemplando las gracias y piruetas de los cirqueros. ¿Acaso somos solo unos cuantos nostálgicos los que nos aferramos todavía a una tradición que se aferra a la vida después de haber sido testigo de dos cambios de siglo?

Mientras divagaba en estas ideas, se apagaron las luces y la música anunció el inicio de una presentación que resultó mágica, inesperadamente inolvidable.

Difícil, si no imposible, transmitir con palabras lo que viví. Las risas acompañando a un músico payaso que fue nuestro guía durante la noche; las miradas expectantes ante las hazañas de malabaristas y acróbatas que con un ritmo imparable iban llenando la carpa con sus aros, sus bolos, sus trapecios, sus trampolines, sus piruetas, sus contorsiones; los rostros incrédulos que siguieron paso a paso la rutina de los mentalistas, intentando descifrar su truco en algún momento; la fascinación ante caballos y elefantes realizando suertes y bailes con inmejorable precisión… Al final, el inevitable desfile de todos los artistas hasta llenar el círculo en torno al cual los espectadores volcamos nuestras risas y aplausos —y, al menos en mi caso, alguna lágrima—.

Salí con una sonrisa que tardó varios días en disolverse. Mientras me alejaba del lugar, recuperaba mis años, pero conservaba intocable el espíritu de ese pequeño de 7 u 8 años que fui durante dos horas gracias a los 100 pesos mejor invertido en mucho tiempo.

El martes por la tarde recorrí la avenida donde se había instalado la carpa. Cuando vi el terreno baldío nuevamente vacío resultó inevitable un profundo suspiro.

martes, 31 de agosto de 2010

Ir y venir

Fui y vine en cuestión casi de horas. Hace ya más de una semana de esto, pero no había tenido el espacio para venir a decir algo al respecto. En mi ruta del Bajío al norte del estado de Nueva York y de regreso, tuve oportunidad de parar unas horas en la gran manzana por segunda vez durante este año.

El motivo de ir y venir tan lejos en un abrir y cerrar de ojos fue la oportunidad de acompañar a una pareja de amigos que decidieron registrar su amor en las bitácoras eclesiásticas. Lo hicieron y lo hicieron con todo, incluyendo una buena dosis de amor, que esperamos opere su mágico poder sobre ellos por muchos años y, en una de esas, para toda la vida.

No pretendo restarle importancia al acontecimiento que me hizo recorrer miles de kilómetros en cuestión de horas, pero como sucede siempre, lo trascendente estuvo en el camino, no en la meta. Un camino que recorrí un poco saturado de pendientes y otro tanto de inquietudes que me han ido sacudiendo las entrañas y el alma al alimón. Una nube a través de la ventanilla. Una ardilla en Central Park. Alguna mirada perdida en la estación del tren. Una canción arrojada sin anticipación desde el reproductor de MP3. Y de pronto la mente empieza a encontrar fragmentos de la inspiración perdida o a quitar un poco de polvo a las dudas enterradas tiempo atrás. No es fácil enfrentarse a uno mismo. Pero viajar siempre ha sido para mí una extraordinaria forma de hacerlo. Durante uno de los trayectos del viaje, saqué el ordenador portátil y escribí algunas líneas...

Viernes 20 de agosto

Quizá porque la vida en sí misma es un viaje, salir y recorrer largas distancias me resulta tan apasionante. Y cuando uso la palabra apasionante no estoy seguro de si sea la palabra correcta. Me viene a la mente simplemente porque asocio la pasión con compromiso, con entrega, con emociones. La pasión puede manifestarse a través de las más sutiles expresiones, aunque entiendo que sea más sencillo asociarla con reacciones explosivas, de grandes dimensiones.

Voy a bordo de un tren, dejando atrás Penn Station en Manhathan, rumbo a un lugar llamado Albany. Origen y destino son, en este caso como en tantos otros, irrelevantes. Son un punto de referencia para dar sentido formal a la idea de viajar en tren, idea de la que estoy partiendo. Pero digo que es irrelevante porque lo que cruza mi mente va más allá de Nueva York o del propósito que me ha conducido hoy a recorrer el citado trayecto. No sólo va más allá. Diría que nada tiene que ver.

Decía, pues, que voy a bordo de un tren. Los trenes, como los aviones, producen un sentido muy peculiar en mí. Seguro éste es producto de la acumulación de experiencias personales mezcladas con las millones de imágenes que seguramente mi mente inconsciente ha acumulado con el paso de los años a través de películas, libros y programas de televisión. (Esto podría explicar por que los viajes en autobús, si bien tienen su componente atractivo y aportan cierta dosis de inspiración, nunca podrían compararse con un viaje en tren o en avión... O en barco.)

Claro, se supone que tendría que estar escribiendo los libros que tengo que enviar este fin de semana. O revisando los avances de tesis de mis alumnos de maestría. O ya de plano preparando algunas de las cosas que tendría que tener listas para el colegio esta semana. Pero no. Estoy escribiendo sobre mí otra vez. Estoy una vez más evadiendo la realidad que me he impuesto a lo largo de no sé cuántos años, intentando emigrar hacia esa otra realidad que abandoné en algún momento de mi vida, haciendo que los pocos rastros de ella que hoy sobreviven sean acaso pinceladas de una fantasía, convirtiendo ese otro mundo en una auténtica ficción.

Vuelvo a hoy, martes 31 de agosto. Cerrando una entrada que empecé a escribir el viernes 27. Tengo ya en fila una nota que escribí anoche. De una vez la dejo programada para mañana en la tarde. Anticipo por lo pronto que se trata de una entrada que puede resultar inesperada. O quizá no tanto. (Ya ves, nomás ganas de intrigar un poquito.)

lunes, 10 de mayo de 2010

Sueños realizados en la Gran Manzana (II)

«To flirt with rescue when one has no intention of being saved...
Do try to forgive me.»
[Fredrik Egerman a Desireé Armfeldt en A Little Night Music,
mientras ella interpreta "Send in the clowns"]

Aquí voy, finalmente, intentando reconstruir con palabras una experiencia más. Una de esas que se graban en la piel y el corazón y que después descubrimos son imposibles de transmitir fielmente, pues por más poesía de la que sea uno capaz —y no es mi caso, además— no creo que exista un traductor capaz de convertir íntegramente en frases las emociones.

Contaba hace unos días que de improviso y sin la planeación que suele caracterizar a mis viajes, estaba yo en Nueva York. Contaba que la premura hizo imposible programar algo de teatro y contaba que dejé a la suerte la posibilidad de entrar a alguna producción en el mítico distrito teatral de la isla.

Recién desempacado en Manhattan, di un recorrido para reencontrarme con la ciudad que hace 17 años había capturado un pedazo de mí. Aquel primer viaje se había dado en circunstancias radicalmente distintas: mi hermano y yo acompañábamos a mi papá en un viaje de negocios y, por nuestras edades y por las condiciones que caracterizaban al Nueva York pre-Giuliani, habíamos recorrido la ciudad de los rascacielos en una absoluta relación de dependencia con mi padre. [Fue un viaje breve pero extraordinario, sobre el que quizá debería volver aquí un día de estos.] El caso es que ahora, en circunstancias insisto muy diferentes, me encontraba el primer día por mi cuenta explorando los rincones de una ciudad que hasta hace poco era sólo mezcla de recuerdos adolescentes con escenas de un sinfín de películas. No tardé en llegar a Times Square y quedar atrapado por las marquesinas de los teatros y sus grandes anuncios espectaculares. Mi pasión por el teatro —todo el teatro, el clásico, el de búsqueda, pero también ese, el musical, que tantos acérrimos enemigos tiene— provocó de inmediato una aceleración en mi ritmo cardiaco. Ahí, en medio de Times Square, me daba cuenta de la infinita gama de posibilidades y a la vez lamentaba no sólo el no haber conseguido entradas para algo desde el siempre infalible internet, sino también mi triste situación financiera, que me impedía convertir esa semana en una estancia permanente en las salas de teatro.

Pronto me di cuenta que además de las obras que había visto en internet antes de partir, otras me seducían con sus coloridos carteles. Pero un espectacular en lo alto de la esquina de Broadway con la calle 47 me paralizó: la imagen anunciaba una nueva producción de A Little Night Music, un mítico musical de 1973 compuesto por Stephen Sondheim a partir de una película de Ingmar Bergman. Confieso que sabía poco de la obra y que no me considero además fan de Sondheim. Sin embargo, el reparto anunciado en el cartel me dejó helado: la legendaria Angela Lansbury y la mismísima Catherine Zetha-Jones.

Ubiqué el teatro y descubrí en su entrada un pequeño letrero donde se anunciaba que en la función de ese día el personaje de Zetha-Jones sería interpretado por otra actriz. Sin embargo, todo indicaba que el resto de la semana la esposa de Michael Douglas estaría en forma regular. ¿Sería posible conseguir entradas?

Los días siguientes el viaje siguió su curso y traté de no pensar ya en esto. Pero a media semana decidimos que era momento de apostar a la suerte en el módulo de boletos con descuento ubicado en Times Square. Era miércoles, día en que la mayoría de los teatros de Broadway tienen una función adicional entre una y dos de la tarde. Decidí formarme y esperar qué sucedía. Si no conseguía nada digno, habría chance de intentarlo en la tarde para la función de la noche y, si no, elegir otra de las diversas alternativas que había. No fue necesario: en el primer intento conseguí entradas con 40% de descuento en la sección de Orquesta para la primera función. Casi fue salir de la taquilla del módulo para entrar al teatro Walter Kerr, en la calle 48.

De nuevo, como me sucedió con la crónica de mi experiencia en el Met, no sabría cómo describir la función. Puedo decir que la producción del genial Trevor Nunn es de una precisión absoluta, sin más. En ese sentido, el diseño de sonido fue quizá algo de lo que más me impactó, de ahí que no me sorprendiera en absoluto la nominación que recibió hace unos días para el Tony en esa categoría.

La música, como me sucede siempre con Sondheim, me resulta casi indiferente. La genialidad de A Little Night Music nace, sin duda, del material en que está inspirada. La película de Bergman es extraordinaria y el relato está cuidadosamente trasladado al lenguaje del musical para sorpresa de propios y extraños. Si a un buen libreto se suman una dirección impecable y un elenco de talento superlativo, donde no hay un solo actor ni actriz por debajo del resto, el resultado solo puede ser genial.

Y hablando justamente del elenco, tanto Lansbury como Zeta-Jones resultan arrolladoras. La primera, una auténtica leyenda que jamás imaginé llegaría alguna vez a ver en vivo; a sus casi 85 años la mujer tiene una proyección sobre el escenario como pocas actrices en el mundo. Su interpretación de Madame Armfeldt encierra una acidez divertida y entrañable difícil de alcanzar. De Catherine Zeta-Jones, ¿qué puedo decir? Primero, reconozco que mi conocida debilidad por esta mujer puede hacerme perder objetividad. Y no me importa. Con una frescura impresionante retrata a una Desireé Armfeldt con la que uno se involucra desde el primer momento. Cuando llega el momento climático en que interpreta "Send in the clowns", uno permanece al borde de la butaca, queriendo inevitablemente acercarse para consolarla.

Quizá suena exagerado lo que escribo pero en verdad, mientras lo hago, revivo esa tarde en el Walter Kerr y vuelvo a emocionarme como no te imaginas. Desde ese miércoles, "Send in the clowns" dejó de ser una melodía más de Sondheim para convertirse en un auténtico himno para las tardes de melancolía.

sábado, 8 de mayo de 2010

Sueños realizados en la Gran Manzana

Esta entrada debió ser escrita haca ya un mes, cuando los recuerdos estaban frescos, cuando la experiencia que pretendo relatar apenas había sucedido. Hoy, un mes y no-sé-cuántos-acontecimientos después, corro el riesgo de ser infiel a los hechos y dejarme llevar por la imaginación, la cual con frecuencia suele aderezar nuestros recuerdos sin respetar lo que haya sucedido en realidad.

Ya anticipaba en mis dos divagaciones más recientes que hace unas semanas tuve oportunidad de materializar un par de sueños. Ambos sucedieron durante mi reciente e inesperada escapada a Nueva York. Cuando de último minuto tomamos la decisión de pasar unos días en la Gran Manzana, lo primero que lamenté fue que, ante lo repentino de la idea, sería muy difícil conseguir buenas entradas para al menos un par de espectáculos. El lapso entre la decisión de hacer el viaje y hacer la fila para abordar el avión, duró apenas 5 días.

Lo primero que hice fue revisar —según yo "a fondo"— qué novedades había en el mítico Broadway. Vi que aún permanecían ciertos éxitos de la última década, como Wicked o más recientemente Billy Elliot. Ambos, misiones imposibles. En mis breves revisiones de cartelera, me atrajo la posibilidad de clásicos recién repuestos como West Side Story o South Pacific. Consideré también la posibilidad de encontrarme en el Majestic con el Fantasma de la Ópera, como sucedió hace 17 años. Al final, no encontraba ninguna fórmula que ajustara mi interés con mis posibilidades financieras y la disponibilidad de lugares. De las cosas más nuevas, pese a mi amor por el teatro musical confieso que había escuchado poco y no me había dado el tiempo de explorar con calma qué había de nuevo en el distrito teatral de la isla. Me di por vencido y decidí dejarlo a la suerte, esperando ver cómo estarían las posibilidades de algo que valiera la pena en el módulo de entradas con descuento para el mismo día, ubicado en Times Square.

Una vez descartado el teatro, intenté otra idea, más descabellada aún. ¿Sería posible encontrar algo accesible para la Metropolitan Opera House? Mi presupuesto era realmente limitado, pero tenía fe en la posibilidad de presenciar alguna producción del mítico Met. En las 6 noches que pasaría en la isla, no había muchas alternativas. No conseguí ya nada para aplaudir a Angela Gheorghiu en La Traviata. Sí encontré de último minuto un par de entradas en precio razonable para escuchar La Flauta Mágica desde un balcón superior. Oportunidad extraordinaria: ir al Met, escuchar una gran obra de Mozart, gozar la creativa producción de la genial Julie Taymor... Y así fue.

Me emociona relatar cómo se fue dando todo. Pero si me piden reseñar la función, me voy quedando ya sin palabras. ¿Qué puede decirse? La experiencia completa fue única. Una energía particular flota en la sala del Met: tantas leyendas han engalanado su escenario; el eco de privilegiadas voces ha ido impregnándose en sus paredes. Cuando los candiles laterales comenzaron a elevarse sobre las cabezas de los espectadores, casi lloro de emoción. Tantas veces había visto imágenes en video de esos segundos previos al inicio de una presentación... Apenas podía creer que estaba yo ahí.

Dije que fueron dos sueños. Este fue el primero. Intenso. Único. Mágico. Los siete días que pasaron desde que compré las entradas hasta que entré a la sala, fueron alimentando una ilusión que se vio no sólo satisfecha, sino ampliamente rebasada, convirtiendo la experiencia en combustible para los días por venir.

¿Y el segundo? Sucedió al día siguiente. Fue aún más inesperado. Y lo dejo para mañana. Prometido.

miércoles, 14 de abril de 2010

iPad

Cuando, hace más de dos meses, se hizo el anuncio oficial sobre el lanzamiento del iPad, mi primera reacción fue de entusiasmo. El artefacto sonaba por demás atractivo, como bien saben hacer los de la manzana mordida. Me gustó pero desde el inicio dije que, si caía, sería ante la salida de una segunda generación de la dichosa tableta. Eran también días en los que dudaba entre animarme o no a comprar un lector de e-books, y el iPad sólo vino a alimentar mi incertidumbre.

De pronto, pasaron dos meses y llegó el 3 de abril. Nunca imaginé que la aparición en el marcado del iPad me agarraría cerca de una de las más famosas tiendas de la manzana: sí, la que, valga la redundancia, está en la Gran Manzana. Un día antes, haciendo conexión en conocido aeropuerto texano, me llamaron la atención las portadas de Time y Newsweek, ambas dedicadas al mentado invento. La segunda se mostraba especialmente optimista: "What's so great about the iPad?", se preguntaba en la portada para responder en una palabra: "Everything".

No compré ninguna de las publicaciones, pero aproveché mi primer conexión a la red para consultar los artículos en línea. El de Newsweek me llamó mucho la atención, pero no logró cambiar la opinión que me venía formando en los días previos, a saber: está padrísimo pero, ¿para qué diablos lo querría? El texto de Time se mostraba, al menos de entrada, con un poco más de escepticismo, aunque al final reconocía que las cualidades de la tableta terminarían cautivando al consumidor. Este segundo texto me hizo dudar. ¿Y si de verás me atrapa?

Dejé pasar unos cuantos días para acercarme a una tienda Mac. Los primeros días las filas eran impresionantes y la gente se arremolinaba en torno a las mesas que exhibían el artilugio. En conocida esquina de la 5a Avenida, decenas de personas sonreían para tomarse fotos frente a la cristalina fachada con su nueva adquisición para de inmediato sentarse en las aceras y ponerse a explorar el nuevo juguete.

Finalmente fue en un Best Buy donde, sin proponérmelo al inicio, logré mi primer contacto directo con el iPad. Igual alguien dirá que mi valoración está viciada por mi falta de 500 dólares para comprar aquello, pero creo que no es el caso. La imagen que me hice del iPad está lejos de lo que significó mi interacción con él (¿ella?) un rato. Me pareció demasiado grande, incómodo de manipular. Poco ergonómico, diría. ¿Cómo se acomoda uno con esa cosa? Todo indica que es necesario sentarse con los pies sobre algo y colocarlo en el regazo si uno quiere usar su teclado. "La idea es que no se use tanto el teclado", me dirán. Y eso puede ser cierto. Habrá para ello que esperar que la experiencia de navegar (y la de los libros y aplicaciones que se diseñen para el iPad) evolucione en los próximos meses, haciendo innecesario apoyar la tableta en las piernas o colocarla en una posición tal que el usuario tenga que elegir entre una tortícolis o una sexy joroba. Un último asunto que no ayudó a convencerme es la luminosidad de su pantalla, cosa que temía de entrada y que pude corroborar con las reacciones de algunos de esos que jugueteaban con su iPad en las aceras.

Todo terminaba nuevamente en la misma pregunta, ¿para qué quiero eso? ¿Qué puedo hacer con un iPad más allá de presumir que ya lo tengo? Igual en un par de meses tengo otra respuesta pero, por el momento, mi respuesta es "nada".

PD. Una cosa más. Pese a mi percepción, ha sido evidente el éxito comercial del iPad de acuerdo con todos los reportes oficiales. En su primera semana se rebasaron las estimaciones proyectadas por Apple en los medios, aunque el lanzamiento internacional ha seguido retrasándose y ya se anuncian cambios en el sistema operativo para permitir que se puedan usar algunas aplicaciones simultáneas. El tiempo dirá.

martes, 16 de febrero de 2010

Omara

Para variar, el cansancio y el exceso de pendientes compiten y me arrebatan el tiempo de venir y contar todo lo que quisiera. Para salvarle de morir en el tintero digital de mis buenas intenciones, apuesto por compartir aquí la experiencia del sábado por la noche en la Calzada de las Artes de León, Gto., donde estuvo la mismísima Omara Portuondo.

A sus 79 años, la mujer es una auténtica diosa. Ya un par de veces la había visto en vivo, acompañada primero por la alineación original del Buena Vista Social Club y después en una gira del mismo colectivo cuando éste ya mostraba algunas bajas. Esta vez era ella sola, con toda su inmensidad. En un foro abierto —al aire libre y con entrada libre—. Llenando la noche con nostalgia y energía.

La mezcla de su sangre cubana con el espíritu del jazz que la habita, hizo de la velada una experiencia única. La primera hora se la echó sin descanso, con un repertorio dominado por su más reciente producción, Gracias. Cedió luego unos minutos el escenario a sus maravillosos músicos para regresar una última media hora con un par de encores incluidos.

No me alcanzan las palabras para describir lo que me provocó su voz, su presencia. Baste decir, como escribí al día siguiente en Twitter, que si llego a los 80 con la mitad de esa energía, me doy por bien servido.

Aquí dos pequeños ejemplos de lo que vivimos esa noche. Los videos corresponden a su participación en el Northsea Jazz Festival en 2008; así estuvo aquí el sábado y así cantó ambas canciones: con esa calidad, con esos músicos, con ese entusiasmo.


jueves, 29 de octubre de 2009

Estampas Cervantinas

Parece que tenía que estar viviendo en el Bajío para poder estar alguna vez en el Festival Cervantino. Más de una vez estuve tentado a lanzarme, pero nunca he sido lo suficientemente aventurero. Quien me conoce sabe, además, que si bien no estoy negado a la fiesta, tampoco es que me entusiasme sobre manera. Mis repentinos deseos de viajar a Guanajuato estaban más relacionados con una que otra presentación artística que con las ganas de callejeonear de marcha hasta el amanecer. Insisto: no estoy peleado a muerte con la pachanga, pero es claro que he sido medio abuelo desde siempre.

El caso es que, viviendo ahora donde vivo, ya era el colmo que dejara pasar algunos eventos de la cartelera cervantina de este año.

Ya en la entrada anterior reseñaba Sin Sangre, mi primera incursión oficial al festival. El fin de semana la experiencia siguió con Nebbia, una co-producción del Cirque Éloize con Teatro Sunil. De nuevo, las palabras no me alcanzan. El brillante Daniele Finzi Pasca crea un espectáculo lleno de poesía en movimiento; una provocación tras otra: del asombro a la carcajada, de la reflexión al suspiro, de la sorpresa a una que otra lágrima. Hace ya varios años que me crucé por vez primera con el trabajo de este director-creador-clown suizo, a través de Ícaro, maravilloso montaje que presentó en México. En Nebbia, se repite uno de sus temas recurrentes: la frontera entre cordura y locura, entre fantasía y realidad. Los actos circenses se mezclan con la lírica en un delicado viaje rodeado de neblina. Viaje que invita a mirar al cielo como una forma de mirar hacia adentro y hacia el Otro. El resultado es de una elegancia magistral.

Y siguiendo con las artes escénicas, esta semana rematé con una de las piezas cumbre del drama occidental: la compañía lituana Meno Fortas presentó su galardonada puesta en escena de Hamlet, de Shakespeare. Hamlet siempre ha sido una de mis obras predilectas. Más allá de la fuerza que encierran forma y fondo de esta tragedia, la identificación que siempre he sentido con el joven príncipe de Dinamarca no deja de intensificarse con el tiempo. Durante tres horas y media, la propuesta del director Eimuntas Nekrošius permite adentrarnos en una lectura inusual de personajes tan míticos que uno creería conocerlos a la perfección. En particular, me impresionó el papel que juega el asesinado Hamlet padre, que se nos presenta más allá del mero espectro. La atemporal propuesta de Meno Fortas deja en evidencia una vez más la innegable vigencia y universalidad de una obra que, bien trabajada, no puede dejar de sorprender.

Entre una cosa y otra, se intercalaron escapadas musicales a la Calzada de las Artes, en el Fórum Cultural de León, pasando del Carmina Burana al son cubano, pasando por el tango de la Orquesta Típica Fernández Fierro. Pero quizá el momento más poderoso con el que asociaré mi primera incursión al Cervantino, será el café que me bebí anoche a un costado del imponente Teatro Juárez de Guanajuato. Quiso el azar que se alinearan los astros para que Howard Gardner viniera esta semana a León, y convocará a tres millares de personas vinculadas con la educación, entre quienes estaban tres amig@s y ex-colaboradores querid@s. Todo se conjuntó inmejorablemente y quizá las energías desatadas por la música, las letras y la buena charla, desencadenaran una racha de entusiasmo que hoy me tiene mirando el futuro con más optimismo. La posibilidad de la que hablaba hace poco se reafirma y me decido a hacer frente a lo que viene. Sea lo que sea.

jueves, 22 de octubre de 2009

Sin Sangre

Se me acaba la semana y tengo una deuda importante; no quiero dejarla pasar. Contaba recién mi escapada al teatro: mi primera incursión en una actividad del Festival Cervantino, que celebra en León parte de su programación.

La obra: Sin Sangre. Adaptación y montaje de la compañía chilena TeatroCinema a partir de una novela del italiano Alesandro Baricco. Aunque suene a lugar común, creo que las palabras no alcanzan para describir lo que estos impresionantes creadores logran generar sobre el escenario. Como bien anticipa el nombre del grupo, se trata de un extraño cruce entre el lenguaje teatral y el cinematográfico, de una calidad y precisión técnicas inusuales. Extraordinarias, impecables, para decirlo claramente.

En el sitio de internet de TeatroCinema puede apreciarse un breve trailer de la producción; también en YouTube pueden verse algunos fragmentos, como el que inserto al pie de esta entrada. No se trata de una edición que agregue efectos digitales o imágenes logradas con procesos de post-producción. No. Lo que se ve en los videos es lo que se ve en el teatro. Así de simple. Así de contundente. Por momentos uno no sabe si está viendo una película o si realmente se trata de gente que interpreta en vivo, en tiempo real, una desgarradora historia tan estremecedora como universal.

100 minutos non-stop de magistral trabajo escénico, con una escenografía 90% digital que, aprovechando un juego de proyecciones 2D sobre dos planos, construye un mundo con el que los personajes interaccionan como salidos de un carrete de celuloide. Al final, uno tiende a reaccionar como si hubiese acabado la proyección de un film. Pero entre el desenlace y los créditos (que también corren sobre la pantalla mientras los espectadores abandonan la sala), la presencia de los actores para sus caravanas finales nos recuerda que se trataba de otra cosa. Que ahí estaban ellos todo el tiempo. Que eso que hemos contemplado no podrá venderse en DVD o Blue-Ray. Que hemos sido testigos de algo que no se repetirá igual nunca más. Que hemos visto teatro. Efímero y auténtico. Como solo puede ser el teatro de verdad.

domingo, 7 de junio de 2009

Terapias

Muchas cosas me funcionan como terapia: leer, escribir, escuchar música, ver una película, caminar sin rumbo, contemplar el cielo... conducir en carretera. Dentro de la ciudad, el automóvil me enferma; fuera de ella, me sana. No importa mucho a dónde me dirija, la oportunidad de tomar una carretera o autopista me resulta siempre de lo más atractivo. Cuando los viajes son para visitas cortas y el regreso es el mismo día, la parte fuerte de la terapia está en el segundo trayecto, cuando el cansancio vence al resto de los pasajeros y el camino queda despejado para mis divagaciones. 

Hoy la terapia resultó más que oportuna. Cuando JuanPa convocó desde Querétaro para celebrar anticipadamente su cumpleaños, supe que tenía que aprovechar la ocasión. Había pensado ir desde anoche a la primera etapa del festejo, pero me ganó la carga de trabajo. Aún así, hoy no podía dejarlo pasar. Como a M. la enviaron fuera de la ciudad en una comisión de trabajo, me lancé solo a la bella capital queretana. De la puerta de mi casa al punto de la celebración hay 210 kilómetros. En total, 420 kilómetros de terapia.

Hay muchas cosas trabajando en mi cabeza. Varias cosas exigen mi atención; es necesario darles orden y enfrentar algunas decisiones, particularmente en el ámbito laboral. Tiempo al tiempo, lo sé. Serenidad. Y atención.

Entre tanto, el festejo de JuanPa fue una oportunidad más para compartir un rato con La Diva Cordero y Pixie G. Zejel, además de conocer, entre otros bloggers y twitters, a la mismísima Jacka. Mi presencia en el encuentro fue breve y confieso que estuve un tanto ausente, quizá como resultado de la terapia que me venía propinando en el camino. Pese a mi desconexión mental, la ocasión fue más que agradable... Un nuevo recordatorio de que, si bien los bits funcionan como extensiones de nuestras funciones, no dejamos de ser átomos.

Al margen. Al inicio, citaba al cine como otra vía de tratamiento. En los últimos días me dien casa varias dosis, que ya estaré reseñando. 

miércoles, 27 de mayo de 2009

Ideas sueltas

Días intentando escribir unas cuantas cosas. Por aquí y por allá han quedado algunos apuntes, pero mis acostumbrados desórdenes me han impedido venir aquí y poner un poco de lógica a algo de lo mucho por decir y arrojar al aire.

La descarga emocional que recibí el viernes ha tenido sus secuelas. No ha sido fácil lidiar con tantas cosas. Sigo buscando la forma de canalizar tantas dichas y asignarles un lugar en la estructura de mi mente, de mi proyecto pedagógico, de mis nociones de educación. Y eso está resultando fascinante. Aunque confronta. (Quizá de ahí la fascinación.)

Siguiendo con la intensidad, el sábado las catarsis encontraron una excelente salida: el concierto de la Quinta Estación en el Auditorio Nacional. De inicio a fin, una delicia. Una tormenta de energía. No hay una canción de esta banda que no me guste; la que sea, me enloquece. Unas más que otras, por supuesto, pero todas geniales. Dos horas de cantar, gritar, brincar, bailar. Extraordinario sonido. Y una vibra indescriptible. 

El inicio y el final fueron apoteóticos. Arrancaron con "Que te quería", del nuevo disco; la página oficial en YouTube no deja insertar el video, pero no dejes de echar una oída por acá. Cerraron con dos canciones que hace tiempo se hicieron míticas: "Me muero" y "El sol no regresa".

Y para cerrar con estas divagaciones emotivas, vengo llegando de continuar mi reencuentro con el pasado, en nuevo intento por hacer de él parte del presente. Nos reunimos algunos de los chicos de la cena del viernes, con otras sonrisas que aquel día no pudieron estar presentes. Ya ni reseña escribo, porque me pongo a llorar otra vez. 

Una última sonrisa: ya están enviados a Barcelona mis dos proyectos de cierre de semestre. Uno ya incluso está calificado. Quedo en espera de la evaluación del segundo, para respirar un rato y después arrancar el artículo que debo presentar en septiembre. :)

En fin, cierro esta entrada sin lógica y cargada de emociones con aquello de "... y tras varios tequilas...". 

viernes, 15 de mayo de 2009

Reflejos

En las últimas 48 horas el sol que venía aquejando a esta ciudad ha brillado por su ausencia. (Vaya paradoja.) A diferentes horas, el cielo se ha convertido en escenario perfecto para filmar alguna secuencia para las películas apocalípticas que se avecinan. Las tormentas eléctricas en la madrugada han resultado una aterradora banda sonora para una que otra de mis pesadillas. 

En medio del gris panorama, hay momentos de indescriptible luminosidad. Salir a caminar un rato después de un chaparrón resulta una experiencia siempre reconfortante. Los charcos evidencian el paso de un Tláloc enfurecido, o quizá la catarsis de un Indra que ya cargaba demasiado, o tal vez la celebración de un Chaak eufórico. Pese a su oscuridad, el agua acumulada en ellos permite que uno lancé una mirada apurada y encuentre algún rastro de su propio reflejo. 

En una de estas tardes, justo la tarde que las lluvias de mayo comenzaron a dejarse sentir, salí a caminar un rato por el barrio. Me topé con un parque de aquellos que se "amueblaron" en la década de los 1970 a lo largo y ancho de la Delegación Benito Juárez. Me refiero a pequeñas plazas en las que se instalaron juegos infantiles y piezas de concreto representando animales, todo ello entre caminos de piedras y círculos de colores. En un parque de estos R y yo jugábamos los domingos en que tocaba ir a misa cerca de la casa de abuelita. Aquellos gigantes de acero y concreto se convertían en toda clase de escenarios para nuestros juegos. 

La nostalgia se apoderó de mí por enésima vez en la semana. Saqué el móvil y tomé tres fotos para colgarlas aquí. No es el parque de mi infancia, pero sí son tres de las piezas que formaban parte de nuestra escenografía dominical. El paso previo de la tormenta por el barrio, acentúa sin duda el tono melancólico de las imágenes. Se parecen a mi reflejo en las charcas. Las observo. Cierro los ojos. Y me pongo a soñar unos cuantos juegos.



viernes, 10 de abril de 2009

All you need is...

Hace más de una década, mis hermanos y yo esperábamos cada año la oportunidad de asistir al Auditorio Nacional convertido en cine para atestiguar el estreno de las entonces más recientes producciones veraniegas de Disney. Eran las épocas de El Jorobado de Notre Dame o Hércules. La experiencia era divertida y memorable por muchas razones; a la distancia, creo que una de las más poderosas era la experiencia cinematográfica de casi diez millares de espectadores reunidos en un mismo foro. Algo semejante me emocionó recientemente con las transmisiones desde el Met de Nueva York, con el añadido de que se trataba de emisiones en vivo. 

Ahora, el Auditorio y la Cineteca Nacional desarrollaron la idea de proyectar estas vacaciones un par de ciclos en la pantalla gigante del coloso de Reforma, con el título Cine a todo volumen. Por las mañanas, cintas animadas de los últimos años. Por la tarde, "Musicales del Siglo XXI", que ayer arrancaron con Across the Universe. La experiencia fue genial. Por $25 pesos de entrada general (y $20 pesos de tiempo ilimitado de estacionamiento), uno puede disfrutar una proyección de gran calidad con sonido impecable y "a todo volumen". 

Yo no había visto la película de la extraordinaria Julie Taymor. Había escuchado sobre la misma, sabía que se había vuelto para muchos en una cinta casi de culto y estaba al tanto de que su banda sonora, hilvanada con canciones de The Beatles, se había convertido en un acontecimiento. Y ayer pude corroborar el porqué de todo ello. Una película para gozar una y otra vez, explorando el universo visual y musical fabricado casi artesanalmente por la visionaria directora, recordándonos por enésima ocasión que "todo lo que necesitas es amor..." ¡Y contemplada además en compañía de miles de personas! (Cierto, ni de chiste las 10 mil que caben en el Auditorio Nacional, pero los suficientes como para sentir la magia de compartir con un sinnúmero de desconocidos la catarsis fílmica.) La imagen y el sonido del recinto, me hicieron comprobar una vez más —como si acaso me hiciera falta— por qué el cine siempre será el cine, por más alta definición que uno pueda tener en el televisor de casa. 


Para quienes tengan oportunidad, en los próximos días se proyectarán The Phantom of the Opera, Chicago, Mamma Mia!, Hairspray, Dreamgirls y —¡oh sí!— Moulin Rouge. El programa exacto para ambos ciclos (animación y musicales), disponible aquí

sábado, 28 de marzo de 2009

"... the deeper I go..."

when i allow it to be
there’s no control over me
i have my fears
but they do not have me

Peter Gabriel, Darkness

Más allá de la desorganización de Ocesa y el Foro Sol. Más allá de las reubicaciones originadas por la baja entrada. Más allá de la mala sonorización hacia las gradas laterales. Más allá de los borrachos inoportunos y la ausencia de vigilantes o guardias de seguridad. Más allá de la larga espera para que iniciara el concierto. 

Más allá de eso y de lo mucho que digan, a mí, Peter Gabriel anoche me encantó. Hipnótico. Delirante. Sublime.

domingo, 8 de marzo de 2009

Un bello día...

Es casi un cliché afirmar que la música de Giacomo Puccini habla directamente al corazón. Un cliché comprensible, legítimo, pero insuficiente. Las notas del compositor toscano sacuden el alma, acarician la piel, encantan la mente. Hace poco menos de una década que escuché por primera vez en vivo la interpretación de una ópera de Puccini. Desde entonces, no he dejado de explorar y maravillarme descubriendo el mundo del bel canto. Pero en medio de todas mis expediciones operísticas, Puccini permanece como mi favorito. No importa qué tan trilladas puedan juzgarse algunas de sus arias más representativas, estoy convencido de que su popularidad es más que justificada.

Ayer, gracias a los avances de la tecnología en el mundo del entretenimiento y la cultura, tuvimos oportunidad de presenciar en vivo la representación de Madama Butterfly en el Met de Nueva York. Las casi tres horas y media que duró la transmisión —vía satélite, con audio y video de alta definición, auténticamente impecables— constituyeron una experiencia maravillosa.

La producción del fallecido Anthony Minghella y su esposa Carolyn Choa, es una auténtica joya visual, acompañamiento perfecto para la magistral partitura de Puccini. La pantalla gigante HD instalada en el Auditorio Nacional nos permitió ser testigos de una producción inmaculada con las interpretaciones de un magnífico elenco. La Cio-Cio San que nos regaló Patricia Racette, resulta de una potencia indescriptible: de la risa al llanto, de la esperanza a la tragedia, termina siendo imposible contener las lágrimas. La declaración de amor entre Butterfly y Pinkerton al cierre del primer acto, así como el final de la segunda parte dominado por el esperanzado silencio de Cio-Cio San y su hijo, a lado de Suzuki, son dos de los momentos de mayor contundencia, reforzados por imágenes de una fuerza descomunal. 

Por supuesto, las dos secuencias más poderosas resultan la ingenua fe de Cio-Cio San en "Un bel di..." —en una de las mejores interpretaciones que he visto y escuchado— y la escena final, a partir de la despedida de la madre hacia su hijo. Y aquí otra de las genialidades de esta producción del Met (estrenada en 2007): el empleo de títeres siguiendo una de las tradiciones del teatro japonés. El hijo de la desafortunada pareja es interpretado por una marioneta manipulada por tres actores: resulta increíble la forma en que, segundos después de su primera intervención, uno olvida a los hombres que manipulan esas extremidades, para involucrarse emocionalmente con ese niño de madera.

Para redondear la experiencia, antes de que se levantara el telón y en los dos intermedios, la soprano Renée Fleming hacía las veces de anfitriona, entrevistando a parte de la producción y haciendo algunas referencias al montaje que presenciábamos. ¡Y todo esto por entradas que iban desde los 40 hasta los 160 pesos!

Al entrar, junto con el programa de mano, nos entregaron la programación de transmisiones HD para la temporada 2009-2010; mientras no sea posible ir directamente al Met, es maravilloso saber que uno podrá estar desde acá. 

Apunte. No me canso de preguntarme: ¿por qué en México somos tan conservadores al momento de montar una producción de ópera? Seguimos jugando a los montajes acartonados, como de set de televisión, que pretenden imprimir un sello pseudo-realista a las historias, terminando por volvernos terriblemente repetitivos y monótonos. En contraste, el montaje de Minghella es una muestra de auténtica creatividad y genialidad artística.