sábado, 30 de abril de 2011

Hasta siempre, tocayo

Dicen que la primera página de un libro es pieza clave para que el lector decida el tipo de relación con lo que vendrá después. Sabato debía tenerlo tan claro que no se arriesgaba a que el lector acabara la primera página: bastaba el primer párrafo, a veces la primera frase, para saber que el texto que uno tenía entre manos valdría la pena.
«Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.»
Así inicia el relato de El túnel, novela que mostró al mundo la genialidad de su pluma cuando el siglo XX casi completaba su primera mitad. No puedo ser objetivo al referirme a esta obra: quienes mejor me conocen saben bien que es mi novela de cabecera y que de cuando en cuando vuelvo a ella para recordarme el significado de vivir atravesando mi propio túnel.

Es de sobra conocido el reconocimiento público de Albert Camus a esa primer novela de Sabato. No es gratuito que el autor de El extranjero y La peste reconociera de inmediato el angustioso existencialismo contenido en el relato del argentino. En la novela y en el ensayo, Sabato supo explorar la condición humana como pocos: con claridad, profundidad, contundencia y belleza.
«Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo Mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia Alejandra. Luego (aunque, lógicamente, no se puede precisar el lapso transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego.»
Así inicia Sobre héroes y tumbas, una novela que en muchos aspectos no podría ser más distinta a El túnel y, sin embargo, refleja las mismas inquietudes universales ligadas a la existencia del hombre.

El pesimismo que algunos descubren en su narrativa, suele compensarse con el optimismo de muchos de sus ensayos. Como evidencia de ello, baste citar el bellísimo párrafo que abre La resistencia, publicado en 2000:
«Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días.»
Líneas más adelante escribe una de las frases más sencillas y poderosas que he leído jamás:
«Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre.»
Suelo usar esas primeras páginas de La resistencia en mis clases, igual con chicos de secundaria o bachillerato como con estudiantes de maestría. El llamado de esas palabras me resulta siempre tan urgente.

El 19 de septiembre de 2008 publiqué en mi primer blog un texto titulado "Valentía y Resistencia". Hoy lo releo y trato de buscarle nuevo sentido en medio del dolor que sigue —en muchos modos con más fuerza— aquejando a mi País. [Y mientras recupero la urgencia de esa capacidad para resistir y crear encuentro la nota que entonces dejó Jake en mi entrada, relatando el envidiable mensaje mecanografiado que recibió de Sabato ante la declaración de "amor intelectual" que ella le había enviado previamente.]

Otro ejemplo de la urgencia de ese llamado contenido en La resistencia: el 24 de junio de 2009, cuando Sabato cumplía 98 años, tomé un fragmento de su ensayo como núcleo de mi mensaje de graduación a la generación que terminaba la preparatoria en el colegio donde trabajaba entonces.
«Cada hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para siempre. Aquí reside la tensión de la vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se colme de instantes absolutos...»
En una de esas horas de esta madrugada murió Sabato a los 99 años. Hacía unos cuantos que esa muerte se volvía cada vez más impostergable y él lo sabía. Se reconocía decepcionado del mundo que le rodeaba y en su hogar, en Santos Lugares, se dedicaba a pintar. Santos Lugares. No se me ocurre mejor nombre de un lugar para morir. Poco debe sorprender una muerte a los 99 años. Y aún así, la muerte aunque no sorprenda siempre duele.

Tocayo, se te echará de menos.

sábado, 16 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (II)

La temporada perdida

Tosca, Aída, Turandot, Carmen y Hamlet fueron las producciones del Met que, pese a contar con entradas pagadas, me perdí durante las transmisiones de la temporada 2009-2010, como consecuencia de mi traslado al Bajío. Algunas porque tenía que impartir clase en Salamanca, otras porque tenía que atender como alumno a mi Diplomado en Filosofía para Niños. Repartí los boletos a gente cercana que sabía podría disfrutar de las transmisiones y me conformé con sus reseñas.

Llegó entonces el anuncio de la temporada 2010-2011 y el calendario para las emisiones en HD. Para el primer semestre mis clases sabatinas impedían nuevamente cualquier intento, pero mi firme decisión de descansar de las aulas los fines de semana durante un semestre me permitían aventurarme a comprar boletos para algo entre enero y abril. Y así lo hice, comprando para las tres producciones que tenía certeza podría atender con relativa seguridad, lo cual afortunadamente se logró sin contratiempos. Aquí, las micro-reseñas de estas tres experiencias con un bonus: una referencia a la transmisión 3D de Carmen producida por la Royal Opera House de Londres.


El hallazgo de Gluck

Sí. Quizá confesarlo evidencie lo realmente lejos que estoy de ser un experto, pero debo admitir que hasta hace unos meses ignoraba la genialidad de Gluck y su cercanía con músicos cuyas partituras admiro inmensamente. El atractivo para asistir a la trasmisión de Iphigénie en Tauride era el cartel encabezado por Susan Graham acompañada de Plácido Domingo. La experiencia fue casi mística, tanto por la fascinante música como por las portentosas interpretaciones de Graham y Domingo —quienes, según nos advertían al inicio de la función, atravesaban sendos resfriados ese medio día—. Un apunte sobre el tenor español: no imaginé que pudiese resultar tan convincente la interpretación que un septagenario en el papel de un personaje con la juventud y la fuerza de Orestes; sorprendente la frescura que conserva su voz después de tantos años. Una auténtica leyenda viva.


La locura encarnada

Natalie Dessay siempre me ha parecido el rostro del desequilibrio mental. Lo digo en serio. Desde que la vi por primera vez en alguna grabación, quedé cautivado por su forma de interpretar globalmente a sus heroínas. Sé que los más ortodoxos suelen criticar algunos de sus atrevimientos y tropiezos vocales. Sin embargo, la manera en que la soprano francesa encarna sus personajes me parece realmente única. La producción de Mary Zimmerman para Lucia Di Lammermoor es soberbia. En su temporada de estreno, fue parte de las transmisiones HD con Anna Netrebko. En aquella versión, además del montaje impecable, engalanaba la función también el excelente tenor Piotr Beczala. La Lucía de la Dessay no consigue, por supuesto, la sensualidad que le imprimía la soprano rusa, pero sí atrapa con un magistral recorrido desde la frágil Lucía enamorada y temerosa de su entorno hasta la pérdida de la razón y su desenlace fatal.


Paréntesis: Sexy-Carmen-3D

No recuerdo con claridad cómo supe de las funciones de la producción Carmen 3D que la Royal Opera House lanzaba a diferentes recintos cinematográficos. Lo cierto es que fui, compré mi boleto y fui uno de los menos de 30 que ocupamos la sala de Cinépolis en León destinada a tal fin. La producción muy bien lograda en lo general. A destacar, el carisma y la interpretación —vocal y sobre todo histriónica— de los protagonistas. La heroína que da título al clásico de Bizet nunca antes me había parecido tan convincente. Quizá fuera la sensualidad desbordada de la pantalla a través de las gafas que juegan con nuestros sentidos para hacernos creer que los objetos proyectados realmente tienen volumen. Y ahí quizá mi única objeción para esta transmisión: ¿realmente hacía falta la tercera dimensión? Personalmente me sigo resistiendo al cine en 3D, no consigue atraerme ni motivarme lo suficiente, me parece engorroso, incómodo y me suele provocar jaquecas. Supongo que el sello 3D llevaría la intención de acercar a un público más joven a la Ópera. No sé si tal propósito se cumpla en otros lares, porque en León, no.


El Conde Flórez

Para El Conde Ory, mi principal motivación era el cartel. La ópera cómica de Rossini me resultaba completamente ajena, pero Juan Diego Flórez, Joyce DiDonato y Diana Damrau eran suficiente pretexto para asistir. ¡Y vaya que valió la pena! Por más de una razón, por supuesto. Valió por la bella producción imitando un escenario medieval y una obra dentro de la obra. Valió por la frescura de una gran comedia en medio de tanta muerte y engaño al que uno suele acostumbrarse en la ópera. Valió por la ingeniosa manera de proponer algunas escenas que, sin duda, demandaban una gran precisión vocal y actoral a los protagonistas, que en todo momento enfrentaron con éxito. Y valió, claro está, por el talento de todos los que se pararon sobre el escenario. Damrau interpretando al paje de Ory, con quien pelea el amor de la condesa Adèle, excelente. La química que además consigue con esta última, interpretada impecablemente por DiDonato, es maravillosa. Y el carisma que envuelve la portentosa voz del tenor peruano Juan Diego Flórez es muy difícil de describir. Durante casi tres horas reí y disfruté inmensamente la calidad en todos los sentidos de una producción que ya ansío se distribuya en video para poder disfrutarla una vez más.


Y...

Quedan tres transmisiones de la temporada en HD. Capriccio, de Staruss y protagonizada por Renée Fleming me la perderé inevitablemente pues andaré de vago. En el caso de Il Trovatore de Verdi, ya planeo comprar entradas para el Fórum Cultural en León. Y para cerrar, en el caso de La Valquiria, en su nueva producción para el Met, no me decido aún, pues me hubiera encantado ver hace unos meses la transmisión de estreno de la primera parte de la tetralogía Wagneriana. De cualquier modo, se ha anunciado ya el programa de la temporada 2011-2012. Promete. Y bastante.

domingo, 10 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (I)

Hace unas semanas un amigo me preguntó, auténticamente intrigado, sobre el origen de mi afición por la ópera. Al responderle, noté que se trata de uno de tres géneros musicales que nunca sonaron en mi casa y a los que ningún amigo cercano me empujó (los otros son el jazz y el tango). Al reflexionar sobre ello, resultó curioso encontrar que en los tres casos, la semilla para explorar sus territorios se sembró desde el cine (y curiosamente los tres en mis años de universitario).

En el caso particular de la ópera, dos bandas sonoras produjeron la chispa que poco a poco me llevaría a adentrarme en ese mundo que a ratos se me antojaba distante pero que siempre terminaba conservando mi curiosidad por alguna razón. Las grabaciones a que me refiero pertenecen a Age Of Inocence y The Fifth Element, dirigidas por Martin Scorsese y Luc Besson respectivamente. Dos películas que no podrían ser más dispares entre sí pero que algo tienen en común: en ambas hay un momento decisivo para la trama que tiene como fondo la partitura de una ópera. En el primer caso, una brevísima escena del Fausto de Gounod; en el segundo, la primera parte de la escena de locura de Lucia de Lammermoor de Donizetti. Los dos momentos aparecen en las respectivas bandas sonoras de las citadas películas. Desde mi absoluta ignorancia del mundo del bel canto, me fascinaba escuchar esos fragmentos una y otra vez.

Hasta que en 1998 una obra de teatro terminó empujándome a romper mis miedos. Me refiero a Master Class, pieza del dramaturgo Terrence McNally que narra magistralmente un oscuro fragmento de la biografía de Maria Callas, que en México fue interpretada la primera actriz Diana Bracho. Durante el montaje, se escuchaban algunos fragmentos de piezas del repertorio tradicional de la Diva. Al día siguiente fui a una tienda de discos a comprar una antología de la llamada Voz del Siglo y empecé a explorar sus grabaciones poco a poco.

Por fin meses después terminé asistiendo por primera vez a una función de ópera en el Palacio de Bellas Artes. Se trataba de La Boheme, de Puccini. Imposible describir lo que viví. Con el tiempo vinieron ya las investigaciones, la adquisición de grabaciones, la asistencia cuando era posible a una función en vivo.

Hace un par de años, la posibilidad de seguir adentrándome en este fascinante mundo llegó nuevamente a través de una pantalla, esta vez cuando supe de las transmisiones que la Metropolitan Opera de Nueva York estaba realizando en vivo y alta definición hacia diferentes recintos del mundo, entre ellos, el Auditorio Nacional en la Ciudad de México. Mi primera función en HD fue otra obra de Puccini: Madama Butterfly, en la bellísima producción de Anthony Mingela. Meses después, en el verano, pude ver la retransmisión de La Boheme en la mítica producción de Franco Zeffireli para el Met.

Ambas transmisiones me condujeron a un par de conclusiones contundentes. Primero, corroborar la maestría de Giacomo Puccini para musicalizar emociones y hacer que lo invadan a uno desde los oídos hasta recorrer el sistema circulatorio por completo. Segundo, la maravillosa oportunidad que ofrece la tecnología para acercarnos a manifestaciones artísticas que usualmente las limitaciones materiales y temporales nos impiden disfrutar como quisiéramos. Me propuse entonces no perderme en lo posible las futuras transmisiones desde el Met. Se anunció la temporada 2009-2010 y de inmediato compré boletos para 4 funciones.

Y entonces, semanas antes del arranque de la temporada... me fui a vivir a León, Guanajuato.

En la siguiente entrega: un breve relato de mis frustraciones con la temporada 2009-2010 y el poderoso reencuentro con la temporada 2010-2011 del Met de Nueva York, además de un apunte acerca de las transmisiones de la Royal Opera House de Londres.

sábado, 2 de abril de 2011

Volver al Circo

When I grow up, I will run away and join the circus.

Una peculiar curiosidad aderezada de entusiasmo se adueñó de mí hace unas semanas cuando, sobre una de las principales avenidas de esta ciudad, vi que se anunciaba el inicio de una “corta temporada” del Circo Atayde. Al instante consideré que debería darme oportunidad de ir. Compartí mi propósito con algunos pero debieron pensar que no hablaba en serio. Terminé desistiendo de divulgar mis intenciones, que pese a ellos permanecieron intactas en mi interior.

Hace poco más de una semana ese deseo de aceleró de repente cuando al pasar por el terreno donde el mítico circo se había instalado vi la lona que sentenciaba: “Lunes, última función”. ¡Diablos! ¡Y justo es fin de semana estaba lleno de compromisos en la agenda! Me resigné y me prometí que la próxima vez no lo pensaría tanto.

El domingo pasado, sin embargo, después de un gran fin de semana, cuando ya mis compromisos estaban cubiertos, pasé por la avenida en cuestión y vi en el otro lado de la calle a la gente que ya hacía fila para entrar a la última función del día —y una de las últimas en la visita de los Atayde en la ciudad—. ¿Y si lo intentaba? La función era a las 7:30 de la tarde y en ese momento eran… ¡las 7:30 de la tarde! Tardé en dar vuelta sobre el bulevar y, justo cuando ingresaba al terreno que funcionaba como estacionamiento, caí en cuenta de que solo llevaba 150 pesos en efectivo. ¿Cuánto costaría la entrada? ¿Aceptarían tarjetas de crédito?

Me estacioné y mientras la fila de gente ingresaba a la carpa por una pequeña división en los tráilers que hacen las veces de fachada, me dirigí hacia la ventanilla de la taquilla. Mientras caminaba, sentía que me hacía más joven. Vi el cartel que anunciaba los precios: 400, 300, 200 y 100 pesos. “¿Acepta tarjeta?”, pregunté a la mujer tras la rejilla. Nada, solo efectivo. “Me da entonces uno de 100 pesos, por favor”. A cambio de mi dinero recibí un pequeño boleto de cartón, de esos que solían usarse también en el cine hace años y que aún se utilizan en los juegos de algunas ferias.

Fui de los últimos en ingresar a la carpa. El cartoncito me daba acceso a la sección de luneta general. Subí una pequeña escalera y… ¡ya estaba ahí! ¡La pista, los pequeños palcos a su alrededor, los trapecios en lo alto, la cortina al fondo anticipando la entrada de los artistas! A esas alturas yo ya tendría unas 7 u 8 años. Y, aunque la carpa me parecía enorme, la pista estaba a solo unos metros, la visibilidad era perfecta. Agradecí que los cien pesos hubieran valido lo mismo que cuatro veces eso. Pasó un chico ofreciendo golosinas y gasté el poco dinero que me quedaba en unas palomitas y una botella de agua. (Creo que esa botella evidenciaba que aunque me sentía de siete años tenía en realidad cinco veces esa cantidad.)

Mi entusiasmo no tenía límites. Ansiaba el inicio de la función. Solo una cosa lamentaba: la poca cantidad de espectadores que me acompañaban. Acaso la cuarta parte de las butacas estaban ocupadas. Y, sin embargo, la gente que estaba se veía igual de emocionada que yo. Sobre todo, por supuesto, los niños. Pero había también parejas y algunos grupos de jóvenes que habían caído en la tentación de pasar el ocaso del domingo contemplando las gracias y piruetas de los cirqueros. ¿Acaso somos solo unos cuantos nostálgicos los que nos aferramos todavía a una tradición que se aferra a la vida después de haber sido testigo de dos cambios de siglo?

Mientras divagaba en estas ideas, se apagaron las luces y la música anunció el inicio de una presentación que resultó mágica, inesperadamente inolvidable.

Difícil, si no imposible, transmitir con palabras lo que viví. Las risas acompañando a un músico payaso que fue nuestro guía durante la noche; las miradas expectantes ante las hazañas de malabaristas y acróbatas que con un ritmo imparable iban llenando la carpa con sus aros, sus bolos, sus trapecios, sus trampolines, sus piruetas, sus contorsiones; los rostros incrédulos que siguieron paso a paso la rutina de los mentalistas, intentando descifrar su truco en algún momento; la fascinación ante caballos y elefantes realizando suertes y bailes con inmejorable precisión… Al final, el inevitable desfile de todos los artistas hasta llenar el círculo en torno al cual los espectadores volcamos nuestras risas y aplausos —y, al menos en mi caso, alguna lágrima—.

Salí con una sonrisa que tardó varios días en disolverse. Mientras me alejaba del lugar, recuperaba mis años, pero conservaba intocable el espíritu de ese pequeño de 7 u 8 años que fui durante dos horas gracias a los 100 pesos mejor invertido en mucho tiempo.

El martes por la tarde recorrí la avenida donde se había instalado la carpa. Cuando vi el terreno baldío nuevamente vacío resultó inevitable un profundo suspiro.