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miércoles, 9 de noviembre de 2016

El problema no es Trump

Para mis amigos y familia que viven en Estados Unidos.

Y para Amaya Marichal: tu voz hubiese sido un referente para muchos en estos días y en estos territorios de la virtualidad digital. Sigues con nosotros.

El problema, pienso, no es que el señor Trump haya sido elegido presidente de los Estados Unidos de América. Entiendo los enojos, los temores, la incertidumbre, pero me desconcierta la forma en que lo estamos procesando en este lado de la frontera. Para mí el problema (por el momento) no es Trump, pero sí hay muchos problemas que la coyuntura (una vez más) nos restriega en la cara.

Escuchando (y leyendo) a muchos amigos, conocidos y personas en general me sorprende una suerte de “malinchismo” dominante en nuestras reacciones. Y es que parece que nos gusta debatir con intensidad los problemas de afuera pero nos cuesta entrar a la reflexión sobre los asuntos internos. Supongo que es natural ser selectivo al decidir de qué problemas queremos quejarnos y entiendo que vivimos en un mundo global, pero me impresiona lo intensos que andamos con descalificar y juzgar al electorado gringo con su elección presidencial en contraste con muchas otras cosas que lamentablemente enmarcan nuestra cotidiana tragedia (¿tragicomedia?) nacional.

Lo sucedido nos afecta. Cierto. Apela a nosotros. Sin duda. Tenemos derecho a decir y quejarnos, no lo cuestiono. Lo que me sacude es la forma en que nos clavamos en eso y nos desvinculamos de lo que tenemos más cerca. No es la primera vez. Ya nos hemos criticado unos a otros por ponernos de luto ante atentados en Europa y no sumarnos ante las tragedias cotidianas en nuestro territorio. Y ahí vamos otra vez. Insistimos en ver las tragedias como excluyentes. Me hago (con seriedad, con inquietud) varias preguntas. ¿Por qué no somos capaces de emprender con la misma pasión acciones en lo inmediato? ¿Por qué reaccionamos con el hígado? ¿Por qué soltamos juicios tan ligeros y no nos detenemos a pensar en lo que está en el fondo de los tropiezos que los seres humanos estamos cometiendo en todas las latitudes?

Me gusta la idea de hablar del tema (como de casi cualquier otro, aunque eso también suela ser causa de descalificación para algunos). No pienso que por ser asuntos de otro país debamos quedarnos callados, pero si vamos a hablar del tema, sugiero dos cosas: no banalizar la conversación y no desvincularnos de ella.

Lo primero: no podemos quedarnos en los juicios fáciles, conformarnos con replicar las opiniones de la “comentocracia”. Los memes están bien para reírnos un rato y desahogar un poco las tensiones, pero a través de memes y frases sueltas producto de reacciones viscerales en nuestras redes sociales poco construímos. Discutimos y nos espantamos con el muro de Trump, pero poco hacemos por derribar los muros que nos dividen en el día a día. Nos quedamos con discusiones superficiales sobre las frases y ocurrencias más estridentes de éste como de cualquier otro candidato, pero poco hacemos para desmenuzar y desarmar las bases de una estructura que nos tiene postrados ante la banalidad. Insultamos a los votantes de un candidato (a mi juicio un candidato impresentable, cierto), pero con la misma falta de pensamiento crítico idealizamos a la señora que “pudo ser la primera presidenta de Estados Unidos”. No votar por ella ha sido señalado como sinónimo de misoginia. ¿En serio? ¿Significa que me debo ir preparando para votar por la Zavala en 2018 si realmente creo en la equidad de género? No sé qué hubiese hecho yo en caso de haber sido elector gringo. Seguro hubiera sufrido. Como he sufrido todas y cada una de las elecciones en las que he participado desde que cumplí 18 años. Sé también que conozco poco de la realidad norteamericana y de su historia, por lo que lejos de juzgar de "imbecilidad" o no la decisión de millones, quisiera entender qué lo hizo posible.

De lejos y de cerca tendemos a trivializar las cosas. Nos gusta reducir las cosas a blanco y negro y dejamos de lado la posibilidad de examinar los grises y explorar las raíces de los problemas. El problema no es Trump. Para entender (y nombrar) el problema sería necesario examinar qué ha sucedido en la humanidad para que un personaje así pudiera presentarse a una elección de esta naturaleza y haya encontrado eco en la mitad de los votantes de su país. ¿Qué problemas, qué temores, qué malestares viven quienes encontraron posibles respuestas en su estridencia? El sistema es macabro. Con Trump y sin él, las inercias de la maquinaria estructural sobre la que gira el sistema nos están llevando al diantre.

La banalidad facilita que nos desvinculemos de las reflexiones críticas. Aunque esto resulta más evidente en nuestra lectura de los problemas “ajenos”, sucede también con los propios. Algo anda mal. Lo decimos pero no nos lo tomamos tan en serio. Ahí están esos británicos “suicidas” que deciden abandonar la Unión Europea. Y esos colombianos “irracionales” que no aceptan la paz a pesar de todo lo que han sufrido. O esos europeos que insisten en elegir o reelegir a políticos para los cuales se nos han acabado los adjetivos después de Trump. Personalmente no coincido con las decisiones reflejadas por los mil veces citados procesos de Gran Bretaña o Colombia, ni con lo que sucede en España o lo que se esboza ya en Francia. Para mí la gran pregunta es qué hay detrás de todos esos procesos. Insisto: algo anda mal. Y cuando algo mal no es sencillo encontrar la manera adecuada de reaccionar.

Por algún lado hay que empezar y creo que lo más cercano es lo que más nos conviene. ¿De qué nos sirve a nosotros todo este panorama? ¿Qué nos dice de nosotros mismos? ¿Es posible construir una ciudadanía participativa, responsable, informada, crítica? Lo vivimos en 2000, en 2006, en 2012: confrontación visceral, descalificación irracional, ruptura… ¿Y el pensamiento crítico? ¿Y la capacidad de ver más allá de nuestras narices? Lo hemos vuelto a ver este año con la iniciativa por el llamado matrimonio igualitario (recién rechazada, por cierto, con la bandera de la "movilización de la sociedad civil"): la polarización alimentada desde la raíz y la aparente imposibilidad del razonamiento crítico, de la deliberación auténticamente democrática.

El problema no es exclusivamente Trump, pero me interesa hablar del problema que Trump representa si eso nos ayuda a dejar atrás la conversación banal y a vincularnos con los problemas que tenemos en lo más inmediato, sin ignorar los demás que por supuesto no son pocos.


¿Qué haremos diferente en México de cara 2018? ¿Y qué haremos diferente hoy, aquí y ahora, en nuestro radio de acción más inmediato?

*

PD. Hoy más que nunca recomiendo una lectura de Zygmunt Bauman: Modernidad y Holocausto. Se los dejo de tarea para sumar a la reflexión y el debate crítico. Aquí las primeras páginas para abrir boca.

PD 2. Vaya paradojas. Leo a muchos mexicanos que insultan a Trump y celebran que no se aprobara hoy miércoles 9 de noviembre la iniciativa en favor de los matrimonios igualitarios: si vivieran en Estados Unidos hubieran votado probablemente por el candidato al que desde este lado insultan. A veces conviene revisar nuestro regulador de creencias políticas si no queremos caer en esta doble moral.

martes, 10 de mayo de 2011

¿A qué estamos jugando?

Ayer León Karuze soltó en Twitter un par de preguntas que pronto se instalaron en mi cabeza y la pusieron a dar vueltas. La pregunta de León derivaba a su vez de una nota publicada por Animal Político en la que se relataba el modo en que una familia capitalina jugaba en el parque a “los ejecutados”. A partir de ahí, León preguntó a sus seguidores en Twitter si la violencia había formado parte de sus juegos de infancia. El tema también fue parte de su pregunta del día en Hora 21 de Foro TV, indagando si uno observa cambios en los juegos de los niños en el contexto que hoy vivimos.

El tema me rondó tanto que sentí la necesidad de volcar algunas ideas por escrito.

Primero, una reflexión lingüística. Toda lengua tiene sus límites al momento de intentar abarcar la realidad. Algunos idiomas resultan a veces más adecuados que otros para referirse a ciertas ideas. Del mismo modo, ciertas cuestiones resultan con frecuencia más allá de las fronteras de cualquier código lingüístico, obligándonos a esfuerzos a veces francamente inútiles para lograr producir una mínima imagen común de ellas.

Al hablar del juego, la lengua española, como otros idiomas sin duda, encuentra una de esas peculiares limitantes. La acción de jugar y el juego como hecho son dos realidades que muchas veces coinciden en una misma definición, pero no necesariamente. No siempre jugar significa participar en un juego, pero las palabras para ambas ideas tienen la misma raíz.

En inglés no sucede lo mismo: la acción de jugar (to play) se distingue lingüísticamente del juego en el que se participa (a game). Esta distinción tiene pocas implicaciones en el caso específico que me ocupa, pero me ayuda a introducir una variante importante que existe en el término anglosajón play.

En castellano, si bien la Real Academia Española de la Lengua admite una amplia cantidad de acepciones para el verbo jugar, su uso tiende a centrarse en la connotación lúdica o en otras cercanas a ésta. En la lengua inglesa, el verbo to play tiene, además de la connotación ligada al juego, acepciones ligadas estrechamente al ámbito de la acción y la representación, en particular a la representación teatral. Play, como sustantivo, refiere, entre otras cosas, al texto y a la representación teatral.

Es este sentido de la palabra el que me interesa para de examinar el papel del juego.

Jugar es, en buena medida, representar una parte de la realidad. El juego es representación simbólica de un fragmento del mundo. Cuando juega, el niño interpreta un personaje, asume un rol al amparo de ciertas reglas que ordenan y dan sentido a su representación.

El juego implica en lo general un mínimo de reglas, incluso cuando una de éstas puede ser la negación de las mismas. Al jugar, suponemos una serie de condiciones que dan significado a las acciones de quienes participan en el juego. Algunos juegos son explícitamente simbólicos: cuando jugamos a “la escuelita”, a “policías y ladrones”, con muñecas, estamos representando ciertos roles y relaciones que recrean y transforman la realidad. Lo anterior es válido en prácticamente cualquier variante del juego: un encuentro deportivo, un juego de mesa, un video-juego, una ronda infantil.

A través del juego el niño —y la persona en general— desarrolla diversas dimensiones de su humanidad. La complejidad del juego está ligada con la inteligencia, la motricidad, la sociabilidad, la afectividad… Entre las muchas implicaciones y consecuencia del carácter simbólico del juego, tres me parecen altamente significativas al momento de reflexionar sobre los juegos de nuestros niños en el contexto que hoy vivimos.

Primero. Como representación de la realidad, el juego se enraíza en la cultura. Nuestros juegos viven una relación dialéctica con la realidad, son causa y consecuencia se la realidad en donde se desarrollan. Bajo esa premisa, considero estéril discutir bajo un limitado esquema de causa y efecto si la violencia del medio (y la violencia “pre-cargada” en ciertos juegos) hace violentos a los niños. El juego del niño nace y se produce en y con la comunidad a la que pertenece, y este hecho influirá necesariamente en las características del juego mismo.

Segundo. Durante siglos se ha debatido la naturaleza de la violencia en el ser humano. Ridículo de mi parte sería pretender resolver esa cuestión en unas cuantas líneas. Natural o cultural, la violencia existe y el juego ha sido históricamente una vía de expresión de la misma. Desde que en sus reglas aparece la idea de triunfo de unos y derrota de otros, la lucha se vuelve elemento constitutivo de no pocos juegos. En este sentido, el juego puede ser señalado como una vía cultural y socialmente legítima para canalizar nuestra violencia.

Tercero. El carácter simbólico y representacional del juego nos permite que éste se convierta en un terreno para poner a prueba ciertas conductas, ideas y valores. El territorio del juego es fértil para experimentar las diferentes dimensiones de la condición humana en circunstancias relativamente controladas. Por supuesto, esta experimentación tienen sus límites, de modo que extender el experimento fuera de ellos puede tener consecuencias terribles, de ahí la relevancia de las reglas que ayudan a delimitar y separar el juego de la “realidad”.

Concluyendo, al menos provisionalmente: a la luz de estas reflexiones, me parece que el juego como representación puede considerarse, en términos generales, un espacio adecuado y legítimo para la construcción del futuro. De ahí que minimizar o soslayar el papel cultural del juego sería lamentable, mientras que asumir conciencia de sus posibilidades, nos ayudaría sin duda a construir un mundo más humano.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Bajando la cortina...

Durante el fin de semana, charlando con buenos y queridos amigos, me di cuenta del abandono tremendo en que tengo este espacio de reflexión —y a veces de confrontación conmigo mismo—. Un abandono que no deriva de la falta de cosas por decir. Al contrario, se han acumulado tantas experiencias y sensaciones que me ha hecho muchísima falta contar con un espacio para liberar, para dejar fluir, para dialogar, para explorar… simplemente para poner en blanco y negro alguna palabra que ayude a seguir completando el rompecabezas.

Y pese a tanta necesidad, nuevamente acabó un mes en el que apenas vine a decir un par de cosas. ¿Por qué tanto silencio si las palabras han estado por ahí, esperando con ansiedad ser arrojadas al mundo?

El abandono de mi “vida pública” en la red se ha visto equilibrado por un constante desahogo en la Moleskine y en la aplicación de notas del teléfono móvil. Anotaciones sin ton ni son, en las que he procurado dejar algún rastro que más adelante me permita reconstruir las transformaciones que estoy atravesando. Pero aunque esas notas me vienen bien, cierto es que echo de menos la extraña experiencia de exponerme. Quizá por ello he comenzado a buscar hacerlo por algunas vías paralelas, dejando este espacio en blanco por semanas.

Una de las personas a quienes vi el fin de semana suele leerme aquí con regularidad. Y a ella le decía yo que quizá el abandono del blog se produzca porque éste empieza a quedar sin sentido. No me refiero a los blogs en general, sino a éste en particular. Y lo compruebo mientras escribo esta nota. Por alguna extraña circunstancia siento que este lugar ha cumplido su función y agotado sus posibilidades. Como si perteneciera a un pasado entrañable pero carente ya de sentido.

Aparece entonces un deseo de comenzar de nuevo. Bajar otra vez la cortina y empezar a escribir una nueva página. De hecho es algo que paulatinamente ha ido sucediendo: ciertas huellas de los últimos meses han quedado plasmadas ya en playas paralelas. Y quizá esa sea la ruta a seguir: formalizar el final de ernesto-bcn como en su momento sucedió con su antecesor ernestoenbarcelona. No sé si el nuevo sucesor serán las Palabras liberadas que empecé a arrojar hace unos meses o si vendrá una nueva plataforma para compartir mis pequeñas soledades. Tampoco tengo claro si ese nuevo inicio llegará pronto o si tardará en darse, ni si el cierre de la cortina aquí sea definitivo o si se conservará esta arena para algunas divagaciones posteriores. Según sea, es probable que los más cercanos a este espacio lo sepan a tiempo y, si así lo deciden, me sigan acompañando un rato más.

jueves, 7 de enero de 2010

Cruda realidad

Hoy pintaba como un buen día para retomar mis recuentos del 2009, pero una vez más las circunstancias me lo impiden. Esta vez dolorosamente. Y no sólo eso. Me provocan también la necesidad de violar una de las reglas-no-escritas que han regido buena parte de mi vida. Ante la impotencia, ante la frustración que me produce la injusticia, rompo el silencio.

Advierto: no quisiera cansar con una historia que, para ser completa, me obligaría a escribir varios tomos, así que arriesgando un poco la claridad intentaré ser breve. Pero no garantizo nada.

Cuando hace ya varios meses decidí renunciar a mi empleo anterior, lo hacía motivado por mi propio cansancio, mi desgaste y mi crisis vocacional, pero también decepcionado, fastidiado del hedor que desprendía la forma en que se tomaban ciertas decisiones a mi alrededor y pasando por alto mi supuesta jerarquía. El hartazgo pronto alcanzó otro nivel: mi impresión era que, al mantenerme en el sitio que ocupaba, era cómplice y responsable del maltrato, la humillación, que recibían determinadas personas, incluyendo, ¿por qué no decirlo?, aunque fuese de modo indirecto, quienes se suponía habían de beneficiarse de mi trabajo y el del equipo a mi cargo.

No quiero parecer ingenuo. Tras una década en el 'negocio' de la educación privada en nuestro país, tengo claro que lo último que mueve a ese aparato son las ganas de sacar adelante cualquier cosa distinta a los intereses particulares —muchas veces, aunque afortunadamente no todas, mezquinos— de quienes emprenden en el ramo. Pero también soy un convencido de que estos intereses podrían ser compatibles, como en cualquier otra industria, con una vocación de servicio y una cultura de respeto hacia sus empleados. Tristemente no siempre se aprovecha esa oportunidad.

Seis veces en diez años he dejado un trabajo. En dos ocasiones fue con dolor pero creyendo que al hacerlo accedía a una oportunidad superior de hacer algo en lo que creía. Una más, lastimado por tres años y medio que concluyeron en una larga cadena de frustraciones y confusiones internas, creyendo que al despedirme hacía lo mejor para todos. Las dos últimas, en diferentes momentos pero en la misma institución, cansado de creer. En medio de todas, cuento también la única despedida involuntaria, cuando la incomodidad que provocaba en algunas personas en mi alma mater terminó en una gentil invitación a firmar una renuncia, sin conseguirlo pero sí logrando el efecto esperado de mi salida —muy escoltado y a la fuerza, eso sí—.

Pero regreso a hace un año, en mi empleo anterior. En diciembre de 2008 me notificaban la necesidad de un absurdo —y en sentido estricto, innecesario— recorte de personal en diferentes áreas del colegio. En aquel entonces, recién desembarcado del viejo mundo, logré aprovechar el valor de mis bonos con los jefes para encontrar una salida que, si bien implicaba algunos costos —incluyendo el sacrificio de la mitad de mis ingresos en aquel entonces—, permitía dejar intactas a otras personas y seguir adelante con el sueño que intentaba recuperar tras mi primer renuncia, en 2007.

No pasaron más de tres o cuatro meses para que me diera cuenta de la realidad: las cosas no mejoraban, muy al contrario; empezaban las decisiones a mis espaldas. Comenzaba el ataque para desmembrar, sutilmente todavía, el equipo que paulatinamente veníamos consolidando. Quizá no éramos los mejores. Cierto que no habíamos logrado resultados espectaculares en los estados de cuenta, pero no tengo duda de que estábamos colocando a la institución en una posición que difícilmente habrían imaginado quienes conocieron el "proyecto" en vías de putrefacción que había recibido yo tres años atrás.

Vuelvo a los hechos: tomé una decisión convencido de que mi visión radical de las cosas era incompatible con lo que sucedía a mi alrededor, pero creyendo —otra vez, creyendo, vaya ingenuidad— que los demás, desde sus trincheras a nivel de cancha, desde sus aulas, desde sus pequeños territorios, podían mantener viva una delicada lucha, como sucede en tantas y tantas aulas a lo largo y ancho del país. No contaba con que el grado de ambición de unos cuantos podía cegarles al grado de asfixiar esos brotes de pequeñas pero significativas posibilidades.

Apenas un mes después de mi salida empezaron las señales de que no habría empacho en pisotear lo poco o mucho que se había cultivado. Pero las noticias que recibo esta semana rebasan cualquier límite. "Quisiera no hubiera terminado así", me escribía esta mañana uno de los caídos. Nadie quiere que las cosas acaben así. Y desde aquí solo puedo decir que los abrazo. Diré una tontería, pero quiero decirla: me siento incluso responsable; quizá si no hubiéramos formado un equipo tan sólido hoy no dolería tanto. Vale, no pretendo cargar con esto. Suficiente cargo ya que no me corresponde. Pero es una forma de decir que me duele su dolor, que desde acá les acompaño.

No sé qué hago ventilando esto aquí. Decía que estoy rompiendo una de mis propias reglas. Quizá lo hago porque escribir esto aquí es lo más cercano que conozco a dar un grito en la calle, a los cuatro vientos. Total, igual y nadie se entera.

martes, 3 de noviembre de 2009

Sugerencias para mi funeral

Debo advertir que no ando muy inspirado, pero realmente tengo ganas de cumplir un segundo reto de la Semana Mortuoria 2009. Poco inspirado y muy cansado. De pronto se me olvida que el día comenzó a las tres y media de la mañana con tres horas y media de carretera para llegar a mi trabajo. Los ojos pesan. La ardilla del cerebro cuando mucho trota a paso lento. Quizá este estado entre vigilia y sueño sirva para hablar de algo tan poco ordinario como mi propio funeral.

El reto sonaba divertido de entrada. Pero mientras se acercaba el día propuesto para publicar mis expectativas sobre el asunto, las cosas se fueron complicando. Cierto que en mi adolescencia el tema de mi muerte y el consecuente sepelio fueron un tema recurrente en sueños y divagaciones más o menos conscientes. Sin embargo, hacía mucho que no me planteaba el tema. Ya advertía hace unos días que tiendo a evadir el hablar de la muerte. Quizá más en tiempos recientes. Pero la provocación lanzada este año con motivo del día de muertos me obliga una vez más a plantearme el asunto. Esta vez con el pretexto de "qué hacer y qué no hacer en mi funeral".

Mientras intento arrancar mi lista de indicaciones, descubro que las complicaciones derivan de no estar seguro de querer un funeral. Pero entiendo que al final eso me rebasa. Ya decidirán otros por mí y, siendo francos, muy en su derecho. En cierto modo, a mí qué más me da. Vale: algo me importa, se trata de mí, pero en cierto modo se trata de la forma en que otros querrán "despedirse" de mí.

Como suele suceder con tantas cosas, pensé que sería más fácil comenzar con lo que NO ha de hacerse. Pero me doy cuenta que, como suele suceder en tantas facetas de mi vida, me cuesta trabajo prohibir. Descubro después que casi todas mis restricciones van asociadas a una afirmación en positivo. En cualquier caso, dado que no me gusta mucho la idea de dar órdenes, tómense estas ideas como sugerencias, propuestas que ya en su momento decidirán los involucrados cumplir o no.

Imagino mi "funeral" en un espacio poco común. No me imagino en una agencia funeraria. Me gusta pensar en un espacio más o menos abierto, donde el aire circule, donde sea posible ver el cielo; un espacio en donde la energía que liberen los asistentes pueda liberarse, no acumularse y reciclarse infinitamente. [De pronto, me gustaría pensar en un pueblo, algo ajeno al contexto urbano. Me gustaría tener un pueblo favorito como para decir, "llévenme ahí para velarme". Pero no lo tengo, al menos hasta ahora.]

Siempre he creído que mi funeral debería tener música. Sin embargo, me cuesta trabajo decir qué música. A veces digo que me gusta de todo, pero ciertamente hay cosas que no imagino mientras me despido de este mundo. Si yo pudiera escoger la lista de complacencias, elegiría sin duda temas que ayudaran a acompañar las emociones de quienes estuvieran reunidos. [Escribo esto y pienso en música que pudiera casi inducir esas emociones. No en un afán de chantaje afectivo, pero sí música capaz de producir imágenes asociadas a ciertos momentos compartidos y reproducir así ciertos estados anímicos.] Ejemplos: Handel, Morricone, Piazzolla, Tiersen, Preisner, Gershwin. Ok, igual y suena de flojera para algunos, pero pienso sobre todo en música sin letra. No sé por qué. Creo que puede inducir menos la conducción de las ideas. Vale, ya estoy alucinando; paso mejor a otro punto.

Creo que si estuviera en mis manos, me gustaría evitar que la gente estuviera toda vestida de negro. Preferiría que cada quien llegase vestido como le diese la regalada gana. Esta cuestión de la vestimenta dictada por normas sociales me pone nervioso. Me incomoda. Entiendo que a muchos les podrá brindar seguridad. En esos casos, comprenderé —es un decir, creo— que lleguen vestido según la regla. Pero, en lo posible, preferiría que nadie se sintiera condicionado por semejante mandato. [Quizá este anhelo sea sólo una proyección de mi propia dificultad e incomodidad para responder a los dictados en la materia. Insisto: tampoco se sienta nadie limitado por mí en este sentido.]

Y después, ¿qué hacer con mis átomos? ¡Diantres! No sé qué responder. En conversaciones de familia sobre nuestros respectivos destinos al morir es un tema que siempre genera debates. A muchos [¿les? ¿nos?] importa que exista un lugar para visitar al que se ha ido. Y parece una inquietud razonable. Sin estar seguro de que mi respuesta sea definitiva, se me ocurre que me repartan en diversos lugares —incinerado, por favor, no anden arrojando extremidades por ahí nada más—. Sonará cursi o un poco a pose, pero en la lista de sitios me gustaría que se incluyera Catalunya: particularmente, arrojar un poco desde la cima de Montserrat, sitio que, como es bien sabido por algunos, marcó para mí un particular renacimiento. Ya estando para tales fines en el Viejo Mundo, otro poco me gustaría que fuera lanzado al Mediterráneo, para reencontrarme con algunos de los secretos que deposité en sus olas. Acá, en México, son muchos los sitios donde podría quedar algún rastro. Me viene a la cabeza un árbol en particular en el Parque México, de la colonia Condesa. Es una burrada, quizá, pero ese sitio encierra significados muy poderosos. Hay más lugares, sin duda, pero lo poco que me queda de claridad esta noche está por extinguirse. Lo dicho aquí seguro es suficiente para expresar el planteamiento central.

Ea, pues. Me marcho a descansar que la semana apenas inicia. A ti, que te detienes aquí una vez más a leer mis divagaciones, gracias. Sé que de uno u otra manera estarás presente el día que inevitablemente esa muerte me llegue. Estarás porque eres parte de mi historia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Sobre la muerte

«Hoy que Dios me deja de soñar...»
Horacio Ferrer

Me cuesta tanto trabajo pensarte, muerte. No sé si decir que tengo miedo fuese la forma más adecuada de referirme a ti. Es sólo que, cuando se da la ocasión, prefiero no pensarte. Te siento tan lejana y tan cerca, siempre. Quizá porque al mantenerte tan distante todos estos años, me recuerdas inevitablemente que estás allí.

Cuando Jacka y Rodo convocaron este año a la segunda edición de la Semana Mortuoria, decidí que quería sumarme nuevamente. Diversas circunstancias me hicieron creer que esta vez no lograría siquiera cumplir uno de los retos. Pero aquí estoy. Comenzando con el que más trabajo me significa. Reflexionar sobre ti, que tanto me cuestas.

Hace unos minutos que me decidía a escribir unas líneas sobre ti, vinieron a mi memoria unos versos de Sabines en el largo y entrañable poema que escribe a la muerte de su padre... «Morir es retirarse, hacerse a un lado / ocultarse un momento, estarse quieto / pasar el aire de una orilla a nado / y estar en todas partes en secreto».

Hace poco más de diez años que un par de colegas y yo preparamos un video documental/experimental sobre la forma en que has sido vista desde la poesía mexicana. Viajábamos desde textos míticos de poetas nahuas, hasta uno que otro autor contemporáneo. En ese entonces me topé en la biblioteca de mi padre con un puñado de libros de Elías Nandino, que pronto me cautivó; en uno de ellos escribe: «Morir es / alzar el vuelo / sin alas / sin ojos / y sin cuerpo».

Ya se ve que, ante mi incapacidad para referirme directamente a ti, muerte, he terminado acudiendo a otros, que han sabido acercarme un poco a ti.

Curiosamente en estos días me ha rondado una pieza de Piazzolla con letra del poeta Horacio Ferrer: Balada para mi muerte. Dice ahí que la muerte le llegará de madrugada, «que es la hora en que mueren los que saben morir». En eso creo estar de acuerdo.

martes, 21 de julio de 2009

Intento fallido

¿Existe realmente algo así como lo que solemos llamar "vocación"? ¿Existen realmente esos llamados en los que se revela una misión personal que sólo en manos de uno encontraría su efectiva realización? ¿Tiene sentido eso de "escuchar al corazón"? ¿Qué códigos utiliza el alma y cómo se aprende a descifrarlos? ¿Las decisiones que tomamos tienen algún sentido o son sólo parte de una simulación en la que ingenuamente —y aprovechando sus beneficios— participamos? ¿Esos "llamados", si es que existen, son consistentes o caprichosos como nuestros deseos? ¿Cuando el corazón dice "qué", por qué no dice con igual claridad "cómo"?

Son sólo preguntas. No esperan respuestas. No creo sinceramente que las tengan. Pero el hecho es que una mil circunstancias se han ido acumulando en torno a mi ya de por sí atribulado camino. No ha habido de mi parte mucha voluntad para venir aquí y vaciar los pensamientos. El juego se ha mantenido oculto en la mano de este novato e ingenuo jugador. Pero las cartas se han ido poniendo sobre la mesa y no podré mantener la apuesta mucho tiempo más. Se requieren decisiones. Y, como sugería, la voluntad no se ve precisamente sólida. Más bien al contrario. Le noto flaquear. Temerosa. A ratos con suficiente claridad sobre los llamados que la interpelan. Pero incapaz de definir rutas o caminos para materializar aquello que anhela o cree anhelar.

Vaya manos caprichosas. Una vez más, en complicidad con la mente inconstante, se han encargado de desviar las cosas y han enredado todo esto, alejándome de mi intención original. En las últimas semanas he anunciado intermitentemente uno que otro tema. Reseñas. Ocurrencias. Inquietudes. Y curiosamente anoche me di cuenta de que ese material que originalmente habría derivado en al menos tres o cuatro entradas, podía conjuntarse en una sola. Una entrada introspectiva que podría ayudar a canalizar lo que corre aquí dentro.

Vano intento. Ya se ve que la ansiedad ha decidido hacer de las suyas y me ha llevado a enredar las cosas a grado tal que contar aquí lo que pretendía hace unas horas, ya no viene a lugar. Lo empezaré a armar, desde fuera, en un archivo del procesador de textos. Para evitar así cualquier golpe de estado del capricho o la incertidumbre. Y, en una de esas, igual logro ir poniendo orden. Y tomando decisiones.

viernes, 8 de mayo de 2009

Umbral

Quienes me conocen saben bien que el umbral de mi sensibilidad es bajo. Y lo saben pues, aunque usualmente procuro ocultarlo, con frecuencia suele evidenciarse claramente. Quizá debería ser más preciso. Hablo de sensibilidad en general, pero sobre todo de la que se da frente a las más esenciales emociones. Alegría, tristeza, dolor, rabia. Y hoy son sobre todo estas tres últimas las que por diversas razones se mezclan en el coctel de mi mente.

A lo largo de ya un par de semanas he venido resistiendo en lo posible la tentación de hablar aquí sobre la contingencia que vivimos. En un par de momentos he cedido y he lanzado una que otra idea al aire, pero nada más. Hoy, sin embargo, la acumulación de cosas es ya muy grande. Pide una salida. Y a falta de mejor espacio, este parece ser el que conserva mejor el equilibrio entre la intimidad y la posibilidad de poner en común, entre lo público y lo privado, entre la necesidad de lanzar un grito y las ganas de permanecer en silencio.

Tristeza, dolor, rabia. Porque, pese al escepticismo y más allá de todo lo que se ha dicho y escrito sobre lo que sin duda terminará siendo el uso político del tema, lo poco o mucho que hay de cierto en todo esto ahí queda, circulando, aprovechando por enésima vez nuestras divisiones, pasando por alto la urgencia de transformar un sistema de salud que —con virus nuevo o sin él— clama por una reinvención o refundación o como quiera uno llamarla. Porque me duele que, sin ser de los que exigían “conocer a los muertos” como prueba para creer, me ha tocado estar cerca de lo que puede la enfermedad —ésta, aunque si hubiese sido cualquier otra pudo ser otra, igual hubiese sido terrible—. Porque aún no soy capaz de encontrar la manera de reaccionar ante lo que ya se avecina sobre aquellos que hoy merecen consuelo y están, en cambio, en la víspera del vituperio colectivo y el escarnio público, si no es que de la burla descorazonada.

Tristeza, dolor, rabia. Porque la intolerancia vuelve a ser la gran triunfadora. Esa intolerancia que desde siempre he vivido como mi gran enemiga, enemiga de todos. Esa que oculta el rostro tras el disfraz de la libertad de hacer y decir lo que nos venga en gana. Esa que se viste de verdad y seduce con egoístas promesas a olvidarnos del Otro, el que piensa distinto, el que actúa distinto, el que cree distinto. Esa que igual enarbolan los intolerados de cada bando para exigir lo que no están dispuestos a dar: oídos abiertos y amorosos a la diferencia. Cierto que las acciones de algunos frente a lo que hoy vivimos, sea lo que sea —virus, complot, exageración, estrategia política o económica—, se antojan intolerables. Pero igual de intolerable me parece la reacción de quienes, a partir de lo que uno o unos hacen o dicen, actúan contra todos los que algo tienen en común con esos pocos, así sea ese algo sea una nacionalidad o un color de piel. 

Tristeza, dolor, rabia. Porque lo que falta no es uso de la razón —quizá al contrario, hemos abusado mucho últimamente de ella y de sus trampas—. Lo que brilla por su ausencia es compasión. Mucho instinto ahogado en racionalizaciones. Y poco sentimiento humanamente auténtico. Mucho miedo jugando a las vencidas con la soberbia del conocimiento racional. Y poco respeto por el espíritu y el reconocimiento de uno mismo en los ojos del otro. Al final, como siempre, la serenidad, la calma, la prudencia, son las grandes ausentes del banquete.

No tengo idea de si se entiende una sola frase de lo aquí escrito. Quisiera a veces ser capaz de transmitir las cosas en una imagen. Y no sé decir las cosas así de claras, así de directas. No sé decir que el azul es azul, pues termino siempre describiendo para ello alguna interpretación del cielo o del mar. Quizá porque en el fondo nada me parece tan claro como para decirlo “como es”, sino simplemente como pasa por mi cabeza.

miércoles, 29 de abril de 2009

Contra mi voluntad...

O al menos casi contra mi voluntad... pero los cierto es que me resulta ya inevitable. Lo reconozco: no quería escribir sobre el tema. Ingenuamente esperaba que el asunto se fuese diluyendo y, mientras eso sucedía, guardaría mis palabras, dejaría descansar este espacio. Suficientes cosas tengo que ponerme a hacer. Y es quizá esa presión la que hoy me trae aquí. Porque mientras intento escribir las páginas —las muchas, muchísimas páginas— que me faltan para enviar a Barcelona, en mi mente revolotea el mutado virus y resulta complicado dejar de pensar en él, en su origen, en su amenaza... en las una y mil teorías conspiradoras, tanto las que ocultan una tragedia aún más letal, como las que alertan de estar ante una epidemia más ficticia que todas las creadas por Hollywood juntas. A ratos comprar esas posibilidades ayuda, como ayuda también seguir con pleno convencimiento las nuevas normas sociales (evitar el saludo, ocultar el rostro). Pero he de confesar que contra todo lo que uno se convence en privado, pasar un momento en el espacio público termina por cimbrarlo a uno. Flaquear resulta inevitable. Al menos para quienes somos más débiles de lo que parecemos. Y el miedo nos habita a ratos. Tanto el miedo ante el virus como el miedo ante el complot universal... y más ante, lo que cada vez me parece más viable, una casual y desafortunada coincidencia entre ambos. 

Y mientras escribo me doy cuenta de que hablar aquí era quizá algo que me hacía falta. Inicié estas divagaciones con la firme convicción de no decir nada. Quería dejar las palabras a otros, a voces que he leído y que en su ingenuidad, su insensatez, su optimismo, su catastrofismo, su desconexión, o cualquiera que sea su perspectiva, han dicho cosas que, sin ayudar en principio gran cosa, sin aportar demasiado quizá a la solución —si es que la hay— de la situación que atravesamos, simplemente me han gustado. 

Como José Saramago, quien, esta mañana en su blog, reconociendo no saber «nada del asunto», moraliza sutilmente sobre la industrialización de la naturaleza, con una verdad que más allá de su posible o no validez, como él admite, «no puede ser ignorada».

O Ángeles Mastreta, cuya colaboración con el diario El País recupera con su delicada voz de cronista, la imprudencia de quienes, sintiéndonos inmunes, nos negamos a «imaginar el espanto» y nos hacemos «el favor de no temer». Y gracias a ese artículo, citado en la primera plana de la edición digital del diario español, encontré el blog de Mastreta, que también ya me consuela a ratos en este encierro.

En fin. Que he dicho ya algo y mejor es eso que nada. Y al menos habrá de servir para exigirme ponerme a trabajar en el resto de mis obligaciones, que ellas no saben de virus ni epidemias. Sólo saben de mis ansias por seguir explorando, aunque sea poco a poco, algunos de los tantos misterios y posibilidades que me rodean.

martes, 31 de marzo de 2009

Pausa

Is this a blessing or is it a curse?
Does it get any better? Can it get any worse?
Will it go on forever? Or is it over tonight?
Does it come with the darkness? Does it bring out the light?
It's a stairway to heaven or a subway going down to the pits
I don't know what it is but it just won't quit

Jim Steinman, It just won't quit

Tres meses que se han esfumado así, de pronto. Y por momentos pareciera que uno caminara sobre una ciénaga. Falta tiempo, falta espacio, falta aire. El tiempo corre dejando a su paso un sinfín de luces con sus respectivas sombras. Preguntas. Preguntas. Preguntas. Seguro las respuestas andan por ahí, vagando. Vagando yo, incapaz de hallarlas, de hacerles frente. Por momentos las ganas de arrojar todo por la borda se apoderan de mi débil voluntad. No todo, miento... exagero. Pero sin duda hay piezas del equipaje cuyo valor y necesidad uno se cuestiona. Y más cuando el destino por momentos resulta tan difuso.  Ea, pues. Andemos que, según dice el poeta, se hace camino al andar.


jueves, 5 de febrero de 2009

Memoria

¿Cómo se construye la memoria? ¿De qué están compuestos los recuerdos? ¿Cómo un mismo estímulo puede convertirse en detonador de las más diversas evocaciones? Resulta apasionante el modo en que un mismo acontecimiento, al ser filtrado a través de distintas mentes, puede originar imágenes de la más variopinta naturaleza. 

viernes, 16 de enero de 2009

Señales (II)

Hay de señales a señales. Y en estos días he recibido muchas. La más contundente apunta a algo incontestable, al menos desde mi experiencia. Se trata de una clara señal que indica que las señales no existen. Al menos no las señales a las que hacía alusión hace unos días. No existen esas señales que uno invoca con desesperación. Cuando uno clama por un signo que dicte lo que ha de hacerse, lo más que puede suceder es que todo sea interpretado según convenga.

Ahora bien. Decía que hay de señales a señales. Al tiempo que descubrí que ciertas señales no existen, comprobé que otras están a la orden del día. Hablo de esos signos que uno no pide, esos que llegan sin avisar y se revelan ante la mirada atenta de la que tanto he hablado en otras ocasiones. 

Resumiendo: ponernos a esperar señales forzadas nos lleva a correr el riesgo de no identificar las verdaderas. [Es la historia del sujeto que ante la inundación de su pueblo se niega a recibir la ayuda de todos cuanto se la ofrecen, aduciendo que Dios lo salvará; cuando muere ahogado reclama a Dios que no le haya rescatado de la tragedia, y Éste se limita a recordarle cómo rechazó todas las vías de auxilio que le envió a través de los demás.]

martes, 13 de enero de 2009

Señales

«Oh, I am fortune's fool!»
Romeo, en Romeo and Juliet de Shakespeare

Hace unos años, una persona muy querida me contaba las emociones y pensamientos que le habían ocupado durante los meses previos a casarse. Ella esperaba, según me relató, alguna señal divina que le dijera si al contraer nupcias con quien se lo había propuesto estaba haciendo lo correcto. Según recuerdo, esa señal nunca llegó. La lección, que entonces me parecía lógica y razonable, era que eso de las señales no necesariamente existe. 

Pese a la contundencia de semejante moraleja, desde aquella conversación a la fecha han sido numerosas las ocasiones en que me he propuesto a mí mismo esperar un signo del destino que me ayude a tomar tal o cual decisión. En muchas de ellas he terminado creyendo ver tal o cual señal en favor o en contra de la deliberación en juego. 

Si lo pienso con calma, es evidente que esas "señales" fueron más producto de mi propia sugestión, mi necesidad de encontrar un punto de apoyo en una dirección que ya se prefiguraba en el fondo de mi ser. A final de cuentas, las dichosas "señales" terminaban siendo los pretextos que me faltaban. Me parece que en cada caso la verdadera señal se hallaba siempre al explorar con serenidad mis más profundas sensaciones. 

Sin embargo, la magia de pensar que una señal desde fuera terminará por confirmar la legitimidad de mis ocurrencias suele brotar de vez en cuando. Asoma así la extraña  curiosidad por transformar mis pasos en el producto de un plan que me es ajeno. Quizá no sea más que una forma de desprenderme en cierto grado de la responsabilidad que habita en cada una de mis decisiones. Pero también es posible que sea mi reconocimiento intermitente de que la energía o el destino se mueven siguiendo entramados mágicamente desconocidos.

El caso es que hoy es uno de esos días en que quisiera ver una señal.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

I get wings to fly...

Otra noche memorable. Hace un mes, cuando se anunció el concierto y las entradas se pusieron en venta, me costaba trabajo creerlo. Era una de esas presentaciones que yo daba por hecho nunca sucederían en México por ene mil razones. Y evidentemente me equivocaba. El caso es que compré cuatro entradas para el gallinero, la sección más alta del Palacio de los Deportes. Fuimos M y yo con mis papás, a quienes invité como parte de sus regalos de cumpleaños (aprovechando que el evento caía entre uno y otro aniversario). La noche fue simple y sencillamente maravillosa.

Hace un par de años cumplí uno de mis anhelos asistiendo al impecable A New Day que se presentó a lo largo de cinco años en el Colosseum del Caesars Palace. En aquella ocasión salí fascinado. Esta vez esperaba un buen concierto y pasar un buen rato, dándome el gusto de ser parte de este "acontecimiento". Pero algo inesperado sucedió anoche. 

Desde que la introducción en las pantallas gigantes anunciaba "Tonight... Mexico City", la piel se me puso de gallina y así se mantuvo el resto del concierto. Canté, grité, bailé... y lloré. Interpretaciones que me enloquecen como I Drove All Night, Taking Chances o It's All Coming Back; algunas que me emocionan hasta las lágrimas por diversos motivos, como Because You Loved Me; otras que simplemente no me esperaba como All By Myself, I'm Your Angel o The Prayer; y, por supuesto, el mágico himno que representa I'm Alive. Vamos, ¡hasta la trilladísima My Heart Will Go On me motivó! (El repertorio cubrió tantos momentos de mi vida, que le perdoné que el set de canciones para México no incluyera su homenaje a Freddie Mercury con The Show Must Go On.) 

En fin: una noche extraordinaria. Lo sé: soy un cursi. Y me encanta.


Interrogante. ¿Por qué la gente se empeña en racionalizar todas sus percepciones y emociones? ¿Por qué la gente se aferra a analizar cualquier tipo de experiencia y no se limita simplemente a abrir los sentidos y atender? No deja de sorprenderme la paradoja en que nos encierra la lógica racional del mercado, cuyos imperativos terminan haciendo que la gente valore sus experiencias más subjetivas a la luz de criterios económicos o dictados por la "objetividad" de las mayorías, marginando o incluso silenciando la voz de sus interior.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Gran noche

La catarsis fue absoluta. No fue difícil dejar que la euforia colectiva se apoderara de uno. Y gritar. Y saltar. Y perderse en la multitud. Liberar energía y recargar energía. Emocionarse. Vivir.

Fue inevitable recordar la experiencia vivida hace 15 años. Sin duda aquel concierto fue uno de los más divertidos y emocionantes de mi vida. Y el de anoche evidentemente se le une por méritos propios, pero también por el simbolismo que encierra. El recinto era el mismo, pero diferente: en aquel entonces las gradas eran una estructura desmontable, temporal. Eran también tiempos de crisis. Se acercaban el levantamiento del EZ, los magnicidios y un año después el error de diciembre. Y, como he contado en otras ocasiones, el fin de la inocencia. Pero en noviembre de 1993, yo no alcanzaba a ver señales de nada de eso. En aquel entonces, yo cursaba el último año de preparatoria y la pequeña Monch tenía poco más de un año: ayer, con mis más de tres décadas a cuestas, saltaba eufórico a su lado, cuando ella atraviesa ya la mitad de la prepa.

Percepciones y opiniones las habrá por montones. Yo lo disfruté como enano cantando, bailando, gritando y saltando en medio de la zona de entrada general del Foro Sol. Gozando de cada segundo. En especial, del Borderline y el You Must Love Me que hasta hace poco nunca imaginé escuchar en directo, y del Like a Prayer y el Ray of Light que me hicieron sentir literalmente en la caída más pronunciada de una montaña rusa.

Cada centavo gastado y cada segundo de espera valieron la pena. Habrá quiénes crean que exagero. Que no es para tanto. Que pudo ser mejor. Que ha tenido mejores giras. Y quizá sea cierto. Pero lo que sentí la noche de anoche, es mío... y lo demás me importa poco.


Interrogante. ¿Por qué la gente se obstina en vivir a través de un pequeño display? Parece que la vida "en directo" se convierte en una cuestión marginal, algo que es necesario atravesar para llegar a la vida que importa, la que queda registrada en la memoria del teléfono móvil o cualquier otro dispositivo capaz de almacenar unos minutos de video. Parece que dejamos de vivir con todos los sentidos las experiencias... todo con tal de dejar registro de que "estuvimos ahí". Nos aferramos a la necesidad de conservar para siempre cada instante. Ignoramos el placer que hay detrás de la naturaleza efímera de una experiencia. Y en ese afán por conservarlo todo, dejamos de disfrutarlo mientras sucede. O al menos esa es la impresión que me queda.