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domingo, 16 de abril de 2023

Ayudándonos a decir adiós

Fue uno de los inviernos con más nieve en Manhattan. O al menos eso recuerdo que decían. Eran los primeros días de febrero en 1993. En mi memoria, la nieve comenzó a caer justo el día de nuestra llegada a la isla. Revisando registros de prensa, veo que fueron días de intensas nevadas que precedieron a una de las "tormentas del siglo", registrada a mediados de marzo.

Mi papá iba a una reunión de trabajo y había visto la oportunidad de llevarnos a mi hermano y a mí. Yo estaba justo a la mitad del bachillerato y visitar la gran manzana era una de mis máximas ilusiones. De los muchos motivos que hacían de aquel viaje un sueño estaba un hecho que me marcaría profundamente. Mi papá había conseguido entradas para 'The Phantom of the Opera', que se encontraba en su quinto año en cartelera. Eran los primeros años de una larguísima temporada que haría de esta producción la más longeva en la historia de Broadway hasta ahora. 

Sí, ese soy yo en aquel febrero del 93. La foto la tomó mi papá; a unos metros a mi derecha -fuera de la imagen, claro- está mi hermano.


El musical de Andrew Lloyd Webber se había convertido en una obsesión para mí desde un par de años antes, cuando compré su primer gran recopilatorio de canciones de distintos trabajos. Mi entusiasmo por el teatro musical era ya evidente y había logrado contagiarlo a mi papá. 

El caso es que en aquel febrero del 93 tuve la dicha de asistir al Majestic y quedar abrumado por la espectacularidad de la producción dirigida por Harold Prince con diseño escénico de Maria Björnson. No tiene sentido intentar contar todo lo que desde entonces ha significado el fantasma en mi vida. Sin duda la banda sonora de mi existencia mortal no tendría sentido sin esta obra, pero esto es así en buena medida gracias a la brillante producción original que hoy baja el telón para siempre en el 245 de la 44 Oeste. 

El programa de aquella función. Se entenderá que lo atesoro en condiciones especiales. Curiosamente no encuentro el boleto que también guardé por muchos años.

Por mucho tiempo pensé que los recuerdos de aquella función a la que asistí en el 93 eran probablemente exagerados o producto de mi adolescente romanticismo. Había visto un par de veces la producción que se presentó en México a finales de los noventa y dos la alucinante y espectacular versión que se diseñó para Las Vegas a inicios de este siglo. Siempre la disfruté, pero en mi memoria el fantasma de Nueva York era distinto. 

Consciente de que aquel recuerdo adolescente probablemente era una quimera, regresé al Majestic casi veinte años después, en el otoño de 2012. El fantasma estaba por cumplir un cuarto de siglo en ese escenario. Y yo volví a tener 17 años. Como con la primera, nunca olvidaré esa última experiencia. 


Dato curioso: el nombre de un actor, Hugh Panaro, destacaba tanto en mi Playbill de 1993 como en el de 2012; en el primero interpretando a Raoul y en el último al Fantasma.


Hoy el mítico candil cae por última vez en aquella sala. Es evidente que 'The Phantom of the Opera' vivirá siempre y que más pronto que tarde volverá a estar en las marquesinas de Broadway. No termina la música de la noche; sin embargo, es evidente que nunca será lo mismo. Hoy muchos necesitamos ayuda para decir adiós. 

lunes, 10 de mayo de 2010

Sueños realizados en la Gran Manzana (II)

«To flirt with rescue when one has no intention of being saved...
Do try to forgive me.»
[Fredrik Egerman a Desireé Armfeldt en A Little Night Music,
mientras ella interpreta "Send in the clowns"]

Aquí voy, finalmente, intentando reconstruir con palabras una experiencia más. Una de esas que se graban en la piel y el corazón y que después descubrimos son imposibles de transmitir fielmente, pues por más poesía de la que sea uno capaz —y no es mi caso, además— no creo que exista un traductor capaz de convertir íntegramente en frases las emociones.

Contaba hace unos días que de improviso y sin la planeación que suele caracterizar a mis viajes, estaba yo en Nueva York. Contaba que la premura hizo imposible programar algo de teatro y contaba que dejé a la suerte la posibilidad de entrar a alguna producción en el mítico distrito teatral de la isla.

Recién desempacado en Manhattan, di un recorrido para reencontrarme con la ciudad que hace 17 años había capturado un pedazo de mí. Aquel primer viaje se había dado en circunstancias radicalmente distintas: mi hermano y yo acompañábamos a mi papá en un viaje de negocios y, por nuestras edades y por las condiciones que caracterizaban al Nueva York pre-Giuliani, habíamos recorrido la ciudad de los rascacielos en una absoluta relación de dependencia con mi padre. [Fue un viaje breve pero extraordinario, sobre el que quizá debería volver aquí un día de estos.] El caso es que ahora, en circunstancias insisto muy diferentes, me encontraba el primer día por mi cuenta explorando los rincones de una ciudad que hasta hace poco era sólo mezcla de recuerdos adolescentes con escenas de un sinfín de películas. No tardé en llegar a Times Square y quedar atrapado por las marquesinas de los teatros y sus grandes anuncios espectaculares. Mi pasión por el teatro —todo el teatro, el clásico, el de búsqueda, pero también ese, el musical, que tantos acérrimos enemigos tiene— provocó de inmediato una aceleración en mi ritmo cardiaco. Ahí, en medio de Times Square, me daba cuenta de la infinita gama de posibilidades y a la vez lamentaba no sólo el no haber conseguido entradas para algo desde el siempre infalible internet, sino también mi triste situación financiera, que me impedía convertir esa semana en una estancia permanente en las salas de teatro.

Pronto me di cuenta que además de las obras que había visto en internet antes de partir, otras me seducían con sus coloridos carteles. Pero un espectacular en lo alto de la esquina de Broadway con la calle 47 me paralizó: la imagen anunciaba una nueva producción de A Little Night Music, un mítico musical de 1973 compuesto por Stephen Sondheim a partir de una película de Ingmar Bergman. Confieso que sabía poco de la obra y que no me considero además fan de Sondheim. Sin embargo, el reparto anunciado en el cartel me dejó helado: la legendaria Angela Lansbury y la mismísima Catherine Zetha-Jones.

Ubiqué el teatro y descubrí en su entrada un pequeño letrero donde se anunciaba que en la función de ese día el personaje de Zetha-Jones sería interpretado por otra actriz. Sin embargo, todo indicaba que el resto de la semana la esposa de Michael Douglas estaría en forma regular. ¿Sería posible conseguir entradas?

Los días siguientes el viaje siguió su curso y traté de no pensar ya en esto. Pero a media semana decidimos que era momento de apostar a la suerte en el módulo de boletos con descuento ubicado en Times Square. Era miércoles, día en que la mayoría de los teatros de Broadway tienen una función adicional entre una y dos de la tarde. Decidí formarme y esperar qué sucedía. Si no conseguía nada digno, habría chance de intentarlo en la tarde para la función de la noche y, si no, elegir otra de las diversas alternativas que había. No fue necesario: en el primer intento conseguí entradas con 40% de descuento en la sección de Orquesta para la primera función. Casi fue salir de la taquilla del módulo para entrar al teatro Walter Kerr, en la calle 48.

De nuevo, como me sucedió con la crónica de mi experiencia en el Met, no sabría cómo describir la función. Puedo decir que la producción del genial Trevor Nunn es de una precisión absoluta, sin más. En ese sentido, el diseño de sonido fue quizá algo de lo que más me impactó, de ahí que no me sorprendiera en absoluto la nominación que recibió hace unos días para el Tony en esa categoría.

La música, como me sucede siempre con Sondheim, me resulta casi indiferente. La genialidad de A Little Night Music nace, sin duda, del material en que está inspirada. La película de Bergman es extraordinaria y el relato está cuidadosamente trasladado al lenguaje del musical para sorpresa de propios y extraños. Si a un buen libreto se suman una dirección impecable y un elenco de talento superlativo, donde no hay un solo actor ni actriz por debajo del resto, el resultado solo puede ser genial.

Y hablando justamente del elenco, tanto Lansbury como Zeta-Jones resultan arrolladoras. La primera, una auténtica leyenda que jamás imaginé llegaría alguna vez a ver en vivo; a sus casi 85 años la mujer tiene una proyección sobre el escenario como pocas actrices en el mundo. Su interpretación de Madame Armfeldt encierra una acidez divertida y entrañable difícil de alcanzar. De Catherine Zeta-Jones, ¿qué puedo decir? Primero, reconozco que mi conocida debilidad por esta mujer puede hacerme perder objetividad. Y no me importa. Con una frescura impresionante retrata a una Desireé Armfeldt con la que uno se involucra desde el primer momento. Cuando llega el momento climático en que interpreta "Send in the clowns", uno permanece al borde de la butaca, queriendo inevitablemente acercarse para consolarla.

Quizá suena exagerado lo que escribo pero en verdad, mientras lo hago, revivo esa tarde en el Walter Kerr y vuelvo a emocionarme como no te imaginas. Desde ese miércoles, "Send in the clowns" dejó de ser una melodía más de Sondheim para convertirse en un auténtico himno para las tardes de melancolía.

jueves, 29 de octubre de 2009

Estampas Cervantinas

Parece que tenía que estar viviendo en el Bajío para poder estar alguna vez en el Festival Cervantino. Más de una vez estuve tentado a lanzarme, pero nunca he sido lo suficientemente aventurero. Quien me conoce sabe, además, que si bien no estoy negado a la fiesta, tampoco es que me entusiasme sobre manera. Mis repentinos deseos de viajar a Guanajuato estaban más relacionados con una que otra presentación artística que con las ganas de callejeonear de marcha hasta el amanecer. Insisto: no estoy peleado a muerte con la pachanga, pero es claro que he sido medio abuelo desde siempre.

El caso es que, viviendo ahora donde vivo, ya era el colmo que dejara pasar algunos eventos de la cartelera cervantina de este año.

Ya en la entrada anterior reseñaba Sin Sangre, mi primera incursión oficial al festival. El fin de semana la experiencia siguió con Nebbia, una co-producción del Cirque Éloize con Teatro Sunil. De nuevo, las palabras no me alcanzan. El brillante Daniele Finzi Pasca crea un espectáculo lleno de poesía en movimiento; una provocación tras otra: del asombro a la carcajada, de la reflexión al suspiro, de la sorpresa a una que otra lágrima. Hace ya varios años que me crucé por vez primera con el trabajo de este director-creador-clown suizo, a través de Ícaro, maravilloso montaje que presentó en México. En Nebbia, se repite uno de sus temas recurrentes: la frontera entre cordura y locura, entre fantasía y realidad. Los actos circenses se mezclan con la lírica en un delicado viaje rodeado de neblina. Viaje que invita a mirar al cielo como una forma de mirar hacia adentro y hacia el Otro. El resultado es de una elegancia magistral.

Y siguiendo con las artes escénicas, esta semana rematé con una de las piezas cumbre del drama occidental: la compañía lituana Meno Fortas presentó su galardonada puesta en escena de Hamlet, de Shakespeare. Hamlet siempre ha sido una de mis obras predilectas. Más allá de la fuerza que encierran forma y fondo de esta tragedia, la identificación que siempre he sentido con el joven príncipe de Dinamarca no deja de intensificarse con el tiempo. Durante tres horas y media, la propuesta del director Eimuntas Nekrošius permite adentrarnos en una lectura inusual de personajes tan míticos que uno creería conocerlos a la perfección. En particular, me impresionó el papel que juega el asesinado Hamlet padre, que se nos presenta más allá del mero espectro. La atemporal propuesta de Meno Fortas deja en evidencia una vez más la innegable vigencia y universalidad de una obra que, bien trabajada, no puede dejar de sorprender.

Entre una cosa y otra, se intercalaron escapadas musicales a la Calzada de las Artes, en el Fórum Cultural de León, pasando del Carmina Burana al son cubano, pasando por el tango de la Orquesta Típica Fernández Fierro. Pero quizá el momento más poderoso con el que asociaré mi primera incursión al Cervantino, será el café que me bebí anoche a un costado del imponente Teatro Juárez de Guanajuato. Quiso el azar que se alinearan los astros para que Howard Gardner viniera esta semana a León, y convocará a tres millares de personas vinculadas con la educación, entre quienes estaban tres amig@s y ex-colaboradores querid@s. Todo se conjuntó inmejorablemente y quizá las energías desatadas por la música, las letras y la buena charla, desencadenaran una racha de entusiasmo que hoy me tiene mirando el futuro con más optimismo. La posibilidad de la que hablaba hace poco se reafirma y me decido a hacer frente a lo que viene. Sea lo que sea.

jueves, 22 de octubre de 2009

Sin Sangre

Se me acaba la semana y tengo una deuda importante; no quiero dejarla pasar. Contaba recién mi escapada al teatro: mi primera incursión en una actividad del Festival Cervantino, que celebra en León parte de su programación.

La obra: Sin Sangre. Adaptación y montaje de la compañía chilena TeatroCinema a partir de una novela del italiano Alesandro Baricco. Aunque suene a lugar común, creo que las palabras no alcanzan para describir lo que estos impresionantes creadores logran generar sobre el escenario. Como bien anticipa el nombre del grupo, se trata de un extraño cruce entre el lenguaje teatral y el cinematográfico, de una calidad y precisión técnicas inusuales. Extraordinarias, impecables, para decirlo claramente.

En el sitio de internet de TeatroCinema puede apreciarse un breve trailer de la producción; también en YouTube pueden verse algunos fragmentos, como el que inserto al pie de esta entrada. No se trata de una edición que agregue efectos digitales o imágenes logradas con procesos de post-producción. No. Lo que se ve en los videos es lo que se ve en el teatro. Así de simple. Así de contundente. Por momentos uno no sabe si está viendo una película o si realmente se trata de gente que interpreta en vivo, en tiempo real, una desgarradora historia tan estremecedora como universal.

100 minutos non-stop de magistral trabajo escénico, con una escenografía 90% digital que, aprovechando un juego de proyecciones 2D sobre dos planos, construye un mundo con el que los personajes interaccionan como salidos de un carrete de celuloide. Al final, uno tiende a reaccionar como si hubiese acabado la proyección de un film. Pero entre el desenlace y los créditos (que también corren sobre la pantalla mientras los espectadores abandonan la sala), la presencia de los actores para sus caravanas finales nos recuerda que se trataba de otra cosa. Que ahí estaban ellos todo el tiempo. Que eso que hemos contemplado no podrá venderse en DVD o Blue-Ray. Que hemos sido testigos de algo que no se repetirá igual nunca más. Que hemos visto teatro. Efímero y auténtico. Como solo puede ser el teatro de verdad.