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jueves, 21 de mayo de 2020

Nueva normalidad, nuevos valores, nueva escuela

¿Te ha ocurrido que despiertas de una pesadilla y necesitas contarla esperando conjurarla, impedir que se haga realidad? Con esa intención comparto una visión sobre la escuela que viene. El texto es oscuro, lo sé, pero busca también ofrecer una chispa de esperanza.

Imagen: Carnet Noir (2014). Cortesía de Antinea Jimena

Estamos a la puerta de despedidas que algunos no esperábamos vivir. Decir adiós a la poca libertad que nos quedaba. Adiós a la pequeña esperanza de confiar en el Otro y reconocernos en su mirada.

Lo peor es que la despedida no es producto de un violento robo en despoblado: nos han convencido con relativa facilidad y lo hemos entregado todo dócilmente. Creímos que sería un resguardo temporal de estas sagradas conquistas. Peor aún: pensamos que lo hacíamos como un acto de responsabilidad y solidaridad: por el bien de los demás. Y ahora no hay marcha atrás. Nos han enseñado a ver con otros ojos aquella libertad, aquella esperanza. Y nos han persuadido de que es mejor dejarlas en prenda, una vez más, por nuestra seguridad. Por nuestra salud.

No estaremos encerrados para siempre, eso es cierto. (Escribo en México, donde teóricamente sigue vigente una Jornada Nacional de Sana Distancia que nos pide quedarnos en casa, aunque millones por necesidad, capricho o ignorancia siguen viviendo igual que antes en el espacio público.) Decía que no estaremos encerrados para siempre. Pero el día que salgamos a recuperar las calles ―como lo hacen ya algunos que llegaron antes que nosotros a la pandemia― lo haremos protegidos por murallas invisibles cuyo grosor será mucho más poderoso que el de las paredes de casa.

No sé si los cubrebocas o las caretas transparentes durarán mucho o poco, pero el distanciamiento social llegó para quedarse. Hoy el término tiene, todavía,  cierta carga negativa. Pero no será por mucho tiempo. El distanciamiento social se revela ya como la virtud vertebral del nuevo aparato que habrá de regir nuestras vidas.

Cada sistema social, político y económico a lo largo de la historia ha necesitado apoyarse en determinados valores para garantizar su funcionamiento. Estos valores se instalan sutilmente, sin grandes cuestionamientos, sin una reflexión crítica de gran alcance. Nunca se habla formalmente de ellos: se dan por hecho. ¿Habrá resistencias? Seguro. Las ha habido, las hay y las habrá. Siempre. En función de la fuerza que tenga el nuevo sistema, esas resistencias ayudarán a equilibrar algunas cosas, pero servirán también para que los defensores del régimen refuercen en sus discursos las estrategias que ocultan las letras pequeñas del nuevo contrato social.

¿Qué papel jugará la escuela en este nuevo orden? El mismo de siempre. Con nuevas reglas, por supuesto. Y no me refiero al debate entre presencialidad y virtualidad que roba las primeras planas y acapara las conversaciones cada vez que se menciona la palabra educación en estos días. Las nuevas reglas tendrán como soporte los mismos principios ideológicos sobre los cuales se ha montado desde siempre la función dominante de la escuela: convencernos de lo que nos toca, ayudarnos a comprender “la realidad” y aceptarla, iluminarnos para encontrar nuestro lugar en el mundo, bajo las nuevas reglas del juego.

Como sucede incluso en la más terrible de las dictaduras, habrá pequeños territorios de resistencia. Marginales, por supuesto. Paradójicamente, muchas personas e instituciones educativas que en los años recientes venían avanzando en la conquista del terreno con un mensaje ―y con experiencias claras― de que otra educación era posible, se entregarán fácilmente al nuevo orden. Porque el sistema de control que emerge usa el mismo idioma de los que sembraban la revuelta: conoce los valores y creencias que movían a estos revolucionarios de la educación y hace tiempo que empezaba a hablarles en su lengua. “Es su momento”, les dirá. Y a muchos los insertará con docilidad en la lógica de su algoritmo.

Otros resistiremos. No sé por cuánto tiempo. No sé con qué alcances. Como en cualquier guerra ―aunque no sé si lo que hoy vivimos pueda describirse como una guerra― la resistencia tendrá que esconderse. Buscar mantener vivo el calor de sus convicciones sin exponerse al exterminio de las últimas brasas.


*

¿Resistir? ¿Frente a qué? Resistir el embate de la escuela que viene. La nueva escuela que nos están ya instalando y que, después de arraigado el miedo y respaldados por los científicos de la salud, madres y padres exigirán para sus hijas e hijos. Serán las familias quienes reclamen a las escuelas más de lo que pedirán los propios gobiernos. Acaso unos cuantos comprenderán el alcance que a largo plazo tendrán esas medidas sanitarias que con bombo y platillo presumiremos, sin detenernos a pensar en los nuevos marcos mentales que estaremos instalando con ellas.

Hace unos días escribía Martín Caparrós que la emergencia le había llevado a experimentar y comprender inesperadamente “la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo”.

Aunque nunca me he considerado conservador, esa actitud paradójica no me es extraña, pues siempre me  ha acechado una incómoda pero vital condición que me hermana con la trágica Casandra griega. Condición que en mis delirios apocalípticos hoy me arrastra a mirar el mundo que vendrá.

La idea misma de "escuela" ya estaba en crisis. Es verdad, sus días estaban contados. La pandemia acabó con ella, aunque seguramente seguirá pataleando y buscando defenderse en su último aliento. Es cierto también que muchos deseábamos que desapareciera. Pero no todos teníamos en mente el mismo anhelo para la escuela que habría de sustituirla.

Poco tenemos para celebrar hoy quienes pugnamos por una educación crítica, humanista, liberadora. Ya era difícil antes convencer sobre la necesidad de derrotar la lógica simplificadora de una escuela orientada por la reproducción y la homogeneidad. Pero había pequeños triunfos. La constancia y el valor de muchos había conseguido derrotar las filas de bancas y las tarimas; poco a poco se apostaba en muchas trincheras por la interacción, el aprendizaje activo, la centralidad del estudiante, el diálogo y el cuestionamiento.

Pero esas conquistas eran pequeñas batallas. Con vestidos semejantes, apropiándose del lenguaje de algunas pedagogías críticas, acechaban las grandes corporaciones de administración de contenidos y los emporios tecnológicos con algoritmos para resolver la vida de profesores, estudiantes y familias. Se imponía poco a poco una vacía pedagogía del entretenimiento disfrazada de habilidades para el siglo XXI.

Hace unas semanas, lleno de esperanza, compartí en distintos espacios un primer vistazo a los escenarios posibles para la educación después de la emergencia. Simplificando un poco las cosas, apuntaba tres posibilidades. En la primera, la vieja y agonizante escuela se repone apoyada en sus inercias y en el miedo, en la necesidad de la gente por refugiarse en lo conocido. En el segundo escenario, ponemos ciegamente la educación en manos de la tecnología digital. La tercera vía, pensaba, estaría en la posibilidad de reimaginar y rediseñar la idea de escuela desde su raíz.

Hoy no soy optimista. Me parece que la pandemia ha terminado de sacudir las piezas en el tablero de juego y algunas han tenido ya la fortuna de salir ganando, mientras otras han rodado al suelo y tendrán difícil levantarse.

Hoy me aterra pensar que veo con claridad el mundo que viene. Y no hablo de los primeros meses, el regreso a clases y la logística sanitaria previa al hallazgo de vacunas o tratamientos para un virus. Me refiero a lo que viene después. Lo que viene para instalarse a largo plazo.

Los nuevos valores dominantes pisotearán a algunos de los que nos inspiraron por muchos años. Solidaridad, generosidad, colaboración, confianza… son palabras que pronto tendrán otro significado en el diccionario moral que servirá de referente en las escuelas. En la raíz de sus nuevas definiciones estará, por supuesto, el miedo. Pronto el miedo se convierte en desconfianza, en sospecha permanente frente al Otro. Y la sospecha en repugnancia.

En la escuela aprenderemos los nuevos mandamientos por el bien de nuestra salud. No tocarás. No compartirás. No mirarás frente a frente sin una careta o dos metros de distancia. No pondrás en duda lo que dice la ciencia por el bien de la salud. Por favor, que mi hijo no se acerque a nadie. No se le vaya a ocurrir prestar la regla o los colores… ¡mucho menos compartir algo del almuerzo!

La ingenua idea de solidaridad que inundó a muchos en las primeras semanas del encierro, se apagará pronto, igual que se apagaron los cantos en los balcones de muchas ciudades europeas. Salimos a comprar unos días al vecino o al productor local con esa idea de ayudarnos durante la crisis. Pero eso se acaba. A algunos nos vencen los caprichos, a otros nos gana la sospecha. ¿Será seguro? ¿No se estará aprovechando de mí? ¿Dónde estará la trampa?

Con la bandera de la solidaridad nos dijeron cuídate tú y así cuidas a los tuyos. Nos cuidamos todos a todos. Creímos que lo hacíamos por los demás, pero en el fondo sabían y sabíamos que lo hacíamos por nosotros. Pronto resucitó Caín en nuestro interior: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Aceptamos cuidarnos renunciando a vernos. Renunciando a la mirada, al rostro, renunciamos a la responsabilidad auténtica por el Otro. Una responsabilidad, cierto, bastante olvidada y por tanto fácil de abandonar de una buena vez.

La nueva colaboración será por definición ajena a la mirada. Colaboración en línea, nunca frente a frente. Colaboración mediada por la distancia, en la que se diluye fácilmente la responsabilidad moral. La misma lógica de cooperación que hizo posible el exterminio nazi ―analizada brillantemente por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto― pero apoyada en el simulacro de cercanía que se produce en las pantallas. Colaborar con mi parte no exige la visión global del sistema. Bastará cumplir con lo que alcanza la mirada en el marco de mi dispositivo. No habrá necesidad de cuestionamiento crítico porque, ¿quién cuestiona la aspiración del gran proyecto de la madre ciencia, la importancia de nuestra seguridad y el cuidado de nuestra salud?

Parafraseando el salmo, Levinas recordaba que la persona libre está consagrada al prójimo: “nadie puede salvarse sin los otros. [...] Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”. Con la distancia se difuminan nuestros rostros. Al romper con el encuentro cara a cara, al distanciarnos de esa mirada que nos interpela desde el rostro del Otro, se resquebraja la responsabilidad ética propia de la relación intersubjetiva.

Las barreras físicas serán temporales, no lo dudo. Desaparecerán un día las caretas, las marcas en el piso, las placas de plástico y cristal. Pero el día en que podamos librarnos de ellas, como el elefante de circo, permaneceremos atados por una fuerza invisible, porque el Otro, desdibujado, sin un rostro en el cual reconocernos, nos provocará asco.


*

Escribo anhelando equivocarme. Lo pongo sobre la mesa seguro de no ser el único que lo anticipa. Lo escribo, como apuntaba Vilém Flusser, proyectando escenarios consciente de que estos no describen catástrofes ―que por definición son imprevisibles― sino “algo previsible que ―al menos en teoría― puede impedirse”.

Lanzo estas palabras porque, a pesar de las sombras, creo firmemente y hoy más que nunca, que otra escuela es posible.

*

Referencias
  • Bauman, Zygmunt. (1974). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
  • Caparrós, Martín. (2020). La nueva normalidad. New York Times, Mayo 7, 2020.
  • Flusser, Vilém. (2011). Hacia el universo de las imágenes técnicas. México: UNAM / ENAP.
  • Levinas, Emmanuel. (1974). Totalidad e Infinito. Salamanca: Sígueme.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El problema no es Trump

Para mis amigos y familia que viven en Estados Unidos.

Y para Amaya Marichal: tu voz hubiese sido un referente para muchos en estos días y en estos territorios de la virtualidad digital. Sigues con nosotros.

El problema, pienso, no es que el señor Trump haya sido elegido presidente de los Estados Unidos de América. Entiendo los enojos, los temores, la incertidumbre, pero me desconcierta la forma en que lo estamos procesando en este lado de la frontera. Para mí el problema (por el momento) no es Trump, pero sí hay muchos problemas que la coyuntura (una vez más) nos restriega en la cara.

Escuchando (y leyendo) a muchos amigos, conocidos y personas en general me sorprende una suerte de “malinchismo” dominante en nuestras reacciones. Y es que parece que nos gusta debatir con intensidad los problemas de afuera pero nos cuesta entrar a la reflexión sobre los asuntos internos. Supongo que es natural ser selectivo al decidir de qué problemas queremos quejarnos y entiendo que vivimos en un mundo global, pero me impresiona lo intensos que andamos con descalificar y juzgar al electorado gringo con su elección presidencial en contraste con muchas otras cosas que lamentablemente enmarcan nuestra cotidiana tragedia (¿tragicomedia?) nacional.

Lo sucedido nos afecta. Cierto. Apela a nosotros. Sin duda. Tenemos derecho a decir y quejarnos, no lo cuestiono. Lo que me sacude es la forma en que nos clavamos en eso y nos desvinculamos de lo que tenemos más cerca. No es la primera vez. Ya nos hemos criticado unos a otros por ponernos de luto ante atentados en Europa y no sumarnos ante las tragedias cotidianas en nuestro territorio. Y ahí vamos otra vez. Insistimos en ver las tragedias como excluyentes. Me hago (con seriedad, con inquietud) varias preguntas. ¿Por qué no somos capaces de emprender con la misma pasión acciones en lo inmediato? ¿Por qué reaccionamos con el hígado? ¿Por qué soltamos juicios tan ligeros y no nos detenemos a pensar en lo que está en el fondo de los tropiezos que los seres humanos estamos cometiendo en todas las latitudes?

Me gusta la idea de hablar del tema (como de casi cualquier otro, aunque eso también suela ser causa de descalificación para algunos). No pienso que por ser asuntos de otro país debamos quedarnos callados, pero si vamos a hablar del tema, sugiero dos cosas: no banalizar la conversación y no desvincularnos de ella.

Lo primero: no podemos quedarnos en los juicios fáciles, conformarnos con replicar las opiniones de la “comentocracia”. Los memes están bien para reírnos un rato y desahogar un poco las tensiones, pero a través de memes y frases sueltas producto de reacciones viscerales en nuestras redes sociales poco construímos. Discutimos y nos espantamos con el muro de Trump, pero poco hacemos por derribar los muros que nos dividen en el día a día. Nos quedamos con discusiones superficiales sobre las frases y ocurrencias más estridentes de éste como de cualquier otro candidato, pero poco hacemos para desmenuzar y desarmar las bases de una estructura que nos tiene postrados ante la banalidad. Insultamos a los votantes de un candidato (a mi juicio un candidato impresentable, cierto), pero con la misma falta de pensamiento crítico idealizamos a la señora que “pudo ser la primera presidenta de Estados Unidos”. No votar por ella ha sido señalado como sinónimo de misoginia. ¿En serio? ¿Significa que me debo ir preparando para votar por la Zavala en 2018 si realmente creo en la equidad de género? No sé qué hubiese hecho yo en caso de haber sido elector gringo. Seguro hubiera sufrido. Como he sufrido todas y cada una de las elecciones en las que he participado desde que cumplí 18 años. Sé también que conozco poco de la realidad norteamericana y de su historia, por lo que lejos de juzgar de "imbecilidad" o no la decisión de millones, quisiera entender qué lo hizo posible.

De lejos y de cerca tendemos a trivializar las cosas. Nos gusta reducir las cosas a blanco y negro y dejamos de lado la posibilidad de examinar los grises y explorar las raíces de los problemas. El problema no es Trump. Para entender (y nombrar) el problema sería necesario examinar qué ha sucedido en la humanidad para que un personaje así pudiera presentarse a una elección de esta naturaleza y haya encontrado eco en la mitad de los votantes de su país. ¿Qué problemas, qué temores, qué malestares viven quienes encontraron posibles respuestas en su estridencia? El sistema es macabro. Con Trump y sin él, las inercias de la maquinaria estructural sobre la que gira el sistema nos están llevando al diantre.

La banalidad facilita que nos desvinculemos de las reflexiones críticas. Aunque esto resulta más evidente en nuestra lectura de los problemas “ajenos”, sucede también con los propios. Algo anda mal. Lo decimos pero no nos lo tomamos tan en serio. Ahí están esos británicos “suicidas” que deciden abandonar la Unión Europea. Y esos colombianos “irracionales” que no aceptan la paz a pesar de todo lo que han sufrido. O esos europeos que insisten en elegir o reelegir a políticos para los cuales se nos han acabado los adjetivos después de Trump. Personalmente no coincido con las decisiones reflejadas por los mil veces citados procesos de Gran Bretaña o Colombia, ni con lo que sucede en España o lo que se esboza ya en Francia. Para mí la gran pregunta es qué hay detrás de todos esos procesos. Insisto: algo anda mal. Y cuando algo mal no es sencillo encontrar la manera adecuada de reaccionar.

Por algún lado hay que empezar y creo que lo más cercano es lo que más nos conviene. ¿De qué nos sirve a nosotros todo este panorama? ¿Qué nos dice de nosotros mismos? ¿Es posible construir una ciudadanía participativa, responsable, informada, crítica? Lo vivimos en 2000, en 2006, en 2012: confrontación visceral, descalificación irracional, ruptura… ¿Y el pensamiento crítico? ¿Y la capacidad de ver más allá de nuestras narices? Lo hemos vuelto a ver este año con la iniciativa por el llamado matrimonio igualitario (recién rechazada, por cierto, con la bandera de la "movilización de la sociedad civil"): la polarización alimentada desde la raíz y la aparente imposibilidad del razonamiento crítico, de la deliberación auténticamente democrática.

El problema no es exclusivamente Trump, pero me interesa hablar del problema que Trump representa si eso nos ayuda a dejar atrás la conversación banal y a vincularnos con los problemas que tenemos en lo más inmediato, sin ignorar los demás que por supuesto no son pocos.


¿Qué haremos diferente en México de cara 2018? ¿Y qué haremos diferente hoy, aquí y ahora, en nuestro radio de acción más inmediato?

*

PD. Hoy más que nunca recomiendo una lectura de Zygmunt Bauman: Modernidad y Holocausto. Se los dejo de tarea para sumar a la reflexión y el debate crítico. Aquí las primeras páginas para abrir boca.

PD 2. Vaya paradojas. Leo a muchos mexicanos que insultan a Trump y celebran que no se aprobara hoy miércoles 9 de noviembre la iniciativa en favor de los matrimonios igualitarios: si vivieran en Estados Unidos hubieran votado probablemente por el candidato al que desde este lado insultan. A veces conviene revisar nuestro regulador de creencias políticas si no queremos caer en esta doble moral.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Lectura inspiradora y urgente

Crear hoy la escuela de mañana: la educación y el futuro de nuestros hijosCrear hoy la escuela de mañana: la educación y el futuro de nuestros hijos by Richard Gerver

My rating: 4 of 5 stars


Absolutamente inspirador. Lo de siempre: el libro te elige, escoge el mejor momento. Hace varios meses que compré este volumen y desde entonces intenté empezar a leerlo. Sin embargo, cansado de lecturas ligadas a mi trabajo, opte por la ficción que felizmente me ha dado grandes momentos en este año. Y ahora, en lo más profundo de una de mis más severas crisis pedagógicas, lo retomé para felizmente encontrar un libro de gran sencillez que bien puedo asumir casi como credo. Cansado de encontrar sentido al trabajo que se hace hoy en las escuelas, no encontré aquí respuestas, pero sí recordatorios importantes y detonadores poderosos.

Ubicado en el contexto británico de hace 5 años (que seguramente no ha cambiado en lo sustantivo), el texto ofrece pautas muy útiles para sacudirnos la inercia y cuestionar qué diantres vamos a hacer con nuestros sistemas educativos. Me duele profundamente reconocer que en esto México vive un profundo retraso. Vamos décadas atrás y además seguimos queriendo imitar modelos que claramente no están funcionando en sociedades más "desarrolladas". Naturalmente, como se advierte en el libro, hay mucho de política haciendo eso posible. Y justamente por eso es necesario pensar medidas más radicales. No estoy aún claro de cómo sería eso en mi contexto inmediato, pero en esas ando.

No se resuelve mi crisis con este libro, pero recupero elementos para enfrentarla y asumir algunas acciones. Lo más urgente por ahora es compartir esta lectura con mi equipo. Ojalá hubiera forma también de compartirlo con todos los padres de la escuela donde trabajo. Buscaré el modo de hacerlo, aunque sea por fragmentos. Necesitamos un destino compartido si vamos a andar más tiempo esta aventura juntos.



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viernes, 25 de mayo de 2012

Pensando en voz alta

Para Amaya, que sigue estando aquí 

Mucho ajetreo y efervescencia en las dichosas "redes sociales" y en los medios de comunicación estos días. A ratos uno se satura y desearía renunciar a la condición de ciudadano, o al menos a calificar como un ciudadano involucrado en la dinámica de su comunidad. A ratos, también, uno encuentra provocaciones atractivas para sumarse a la vorágine de opiniones. Esta semana, tras acumular en la intimidad un sinfín de reflexiones, me sumo a ese cúmulo de reacciones y decido pensar un rato en voz alta. Lo hago animado por la convicción de que, si bien soy un sujeto autónomo cuyo andar por la vida transcurre como si fuese un ente individual, soy parte de un colectivo que se construye con los otros. Lo hago también —lo admito desde ahora— porque la "desaparición" imprevista de mi credencial de elector me impedirá cumplir el 1 de julio con mi deber de acudir a las urnas a hacer lo que me venga en gana con la boleta electoral a la que tendría derecho.

Decido pensar en voz alta porque estoy convencido de que poner nuestra palabras en diálogo es construir y eso me parece un deber moral, sobre todo en un entorno dominado por los diálogos de sordos o monólogos disfrazados de diálogo en que unos y otros tienden a asumirse como poseedores de verdades absolutas. No son pocos los que exigen o aseguran asumir una actitud democrática cuando sólo están dispuestos a reafirmar sus posiciones, cuando el diálogo auténtico implica estar dispuestos a poner nuestras verdades en duda, conscientes de que esa apertura podrá derivar en reforzar nuestras convicciones pero también en transformarlas. (Sobre esta falsa actitud de disposición al diálogo escribía aquí mismo hace un par de meses.)

Reconozco que me animo a pensar en voz alta motivado en cierta medida por las movilizaciones de jóvenes en los últimos días. No estoy seguro de compartir todas sus inquietudes pero me identifico al menos con varias de las que declaran como sustantivas. Sin imaginar lo que vendría después, el viernes 11 de mayo seguí a través de la transmisión en línea la visita de Enrique Peña Nieto a la Universidad Iberoamericana. Hice incluso notas sobre algunas de sus intervenciones, con la idea de analizarlas un poco aquí, pero postergué mis intenciones esperando un mejor momento que nunca llegó. Insisto: nunca imaginé que lo sucedido aquel día tendría repercusiones del nivel que hoy todos conocemos. 

Me atrevo a pensar el voz alta porque me inquieta observar a quienes hoy aspiran a gobernar mi País. Intentando dejar de lado la cuestión de las personalidades de cada uno, me inquieta aún más pensar en los partidos que postulan a estos aspirantes y lo que esos partidos representan. Pienso en la decisión de millones de jóvenes que por primera vez tienen la oportunidad de participar en la elección de su Presidente y me indigna que esas sean las opciones que podemos ofrecerles. Un pri que gobernó por décadas basado en prácticas corruptas, de espalda a la sociedad, alimentando la ambición de unos cuantos con absoluto cinismo, y que hoy se presenta con banalidad como un partido renovado que nos salvará de las tragedias que se gestaron bajo su sombra. Un pan que tras la euforia inicial desatada por la alternancia, ha renunciado en los hechos a los ideales que le dieron origen; partido, éste, que en la entidad donde vivo va en alianza con el que fundó la líder del sindicado de maestros, mientras en sus spots la candidata presidencial la acusa de pactar con el contrario. Un prd que ante la urgencia de crecer en rincones dominados por los oponentes, ha incorporado a sus filas a personajes de triste memoria, llegando al extremo de postular para el senado a quien como secretario de gobernación en 1988 declarara la caída del sistema en perjuicio de las izquierdas de entonces. Y un panal que... bueno, un panal. [Todas las mayúsculas que hagan falta y que en justicia gramatical correspondían en este párrafo, fueron omitidas intencionalmente.] 

Volviendo a mi intención de pensar en voz alta...

Lo que sucede hoy entre muchos jóvenes (y no tan jóvenes), en las calles y en medios sociales digitales, me interesa desde dos ángulos que propongo como interrogantes: ¿Qué nos dice este llamado "despertar" de los jóvenes mexicanos acerca de nuestro presente? ¿Puede un movimiento como éste aportar algo realmente trascendente a nuestra sociedad?


§

Hace exactamente un año me encontraba en Barcelona. Habían pasado solo unos días desde que miles de jóvenes españoles decidieran ocupar las plazas más representativas de sus ciudades. El domingo 22 de mayo de 2011 me dediqué a recorre la acampada de la Plaça Catalunya y publiqué aquí una crónica personal de aquella jornada. Recupero algo de lo que escribí entonces:
No es casual que los manifestaciones en las plazas de España hayan encontrado en el adjetivo de "indignados" su común denominador. La indignación ha sido siempre el motor de la resistencia, como señala Hessel en su alegato en contra de la indiferencia [...].
La indignación en el origen. Y no debería sonar extraño que la indignación es parte de la condición del ser joven. Desde que somos adolescentes, el mundo en que hemos crecido es sometido a un duro juicio: cuestionar lo establecido en esos momentos se vuelve parte de nuestra naturaleza. En octubre de 2011, National Geographic dedicó su artículo de portada a los cerebros adolescentes con un revelador subtítulo: "neurobiología de la rebeldía". La publicación afirma que la adolescencia es mucho más que un producto de la cultura, sino que tiene firmes bases biológicas.

Cultura o genética, lo cierto es que la inconformidad con el entorno es nota distintiva de quienes recién ingresan a la condición oficial de ciudadanos. Y cierto es también que en la escena política de México esa condición no había tenido a fechas recientes manifestaciones colectivas que nos lo recordaran. Quizá por ello los acontecimientos de estos días han suscitado entusiasmo en tantos de nosotros.

Si la juventud se asocia con rebeldía es porque también está caracterizada por los sueños, las aspiraciones. La indignación y la inconformidad surgen cuando lo que anhelamos no corresponde con la realidad que percibimos. Y si nuestra situación genética es favorable para desencadenar los mecanismos y procesos de adaptación necesarios, las condiciones están dadas.

A menudo asociamos juventud con inmadurez, pero por paradójico que suene me parece que es posible hablar de una juventud madura: una juventud que con todas las limitaciones y condicionantes que pueda imponer su fragilidad y su inexperiencia, se asume con consciencia de sí y de los demás, y actúa en consecuencia. Esa fue mi impresión cuando escuché a los jóvenes de la acampada de Barcelona: podían estar equivocados o no, podía uno compartir o no sus convicciones ideológicas, pero sus acciones se sustentaban en procesos de racionalidad crítica impecables.

Aprovechando las ventajas comunicativas que la tecnología pone hoy al alcance de nuestra sociedad, hoy tenemos oportunidad de escuchar a ese colectivo "juventud". No todos, naturalmente, se expresarán con la misma elocuencia, no todos actuarán en un marco de respeto definido en los mismos términos que las generaciones que les hemos precedido, pero ni una ni otra cosa son suficientes para descalificar su discurso.

¿Estamos ante un despertar? Quizá. Me gusta pensar que sí. Pero todos sabemos que despertar no es suficiente. Cuando recién abrimos los ojos y nos levantamos, las cosas se ven de un modo que puede traicionarnos con facilidad. Una vez despiertos, corresponde asumir con nosotros mismos el compromiso que ese ser y estar en el mundo nos exige.

§

Y ahora, ¿qué? Demandar de los medios ciertas conductas, basados en nuestros anhelos e ideales, muy bien. Pero, ¿para qué? Formula la pregunta en los mismos términos en que suelo cuestionar el papel de las escuelas y de todo el sistema educativo —en el cual participo profesionalmente desde hace más de una década—. ¿Educación? Sí, muy bien, pero ¿para qué? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Qué nos mueve, qué nos orienta? ¿Podemos responder esto sin acudir a clichés o ideales vacíos o cuando mucho coyunturales?

Exigir democracia. Excelente. ¿Y para qué? ¿Tenemos claros los valores que orientan nuestra indignación? ¿O se trata solo de caprichos inmediatos?

Seguir despierto exige también dar continuidad a la lógica que nos ha puesto en vigilia. Y ahí las cosas se ponen difíciles. El movimiento de estudiantes que hoy recorren las calles en México, como el movimiento de los indignados españoles o el de los árabes que ha ido alcanzando la democratización en sus tierras, han surgido siguiendo una lógica muy distinta a las de las primaveras que vieron movilizarse a los jóvenes en el siglo XX.

Hoy la lógica de la electricidad materializada en las redes sociales provoca que los movimientos de esta naturaleza sean más horizontales, en la lógica de red los liderazgos se diluyen. Eso da una particular legitimidad a las expresiones pero la vez que complica su análisis. Esta ausencia de una cabeza fue una de las peculiaridades del movimiento 15-M en España. Para muchos de nosotros, acostumbrados a esperar identificar un rostro al frente —o detrás— de una movilización, puede parecer extraño o incluso imposible, pero los hechos parecen mostrar que sucede.

En México no habíamos vivido algo semejante. Por momentos, algunos creímos hace un año que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad sería nuestro primer ejemplo. Hoy, sin embargo, es mejor conocido como el Movimiento de Javier Sicilia, lo cual ya nos dice algo al respecto. Es natural: se trata de un movimiento que opera con la lógica del siglo pasado y, como tal, pese al respaldo de muchos, ha tenido difícil que la juventud se vuelque a las calles para hacerlo suyo.

En mayo de 2011, a propósito de la Marcha Nacional convocada por ese movimiento, escribí en este mismo blog:

[...] me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido. [...] Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.
Hoy estamos ante un riesgo semejante, aunque reconozco y agradezco que los alumnos de la Iberoamericana que han tenido oportunidad de salir a los medios, han sabido pintar su raya intentando dejar claro que ellos no hablan por todos los jóvenes de México, ni siquiera a nombre de quienes simpatizan con sus ideas. 


El riesgo está latente. En su momento el movimiento de Sicilia dividió a muchos ciudadanos, pues su discurso se empezó a compartir en términos de "conmigo o contra mí", de modo que quien no estuviese de acuerdo con sus exigencias terminaba siendo visto por muchos como un "mal ciudadano". Del mismo modo, ¿qué pasa hoy con los jóvenes que, de manera legítima y racional, decidan votar y actuar en favor del candidato que provocó estas movilizaciones?

¿Qué traerá consigo este movimiento de estudiantes? Difícil de anticipar. Si bien en los países árabes el contexto favorecía que las manifestaciones condujeran a derrocar a gobiernos considerados antidemocráticos,  en España la indignación terminó ayudando indirectamente a que el Partido Popular —que nada tiene en común con los ideales de los indignados— regresara al poder.

¿Está en la naturaleza de estos movimientos ser coyunturales? Si su función es simplemente sacudir instituciones o proyectos delimitados, se entiende que a veces deriven en la caída de estos y otras en su fortalecimiento. ¿Será posible que uno de estos movimientos termine por gestar las bases de una civilización distinta? ¿Habrá posibilidad de que la lógica red genere una nueva racionalidad y deje de ser simplemente una lógica transitoria que termina regresándonos a la linealidad vertical y unidireccional? Me gusta pensar que sí.

§

P.S. Amaya, sigues estando aquí. Y mientras observo las imágenes de los estudiantes en las calles, te veo marchando con ellos. Y aunque extraño leer lo que sin duda tienes para decirnos de lo que piensas de todos esto, echo un vistazo a lo que nos dejaste y me atrevo a decir que sé lo que piensas. Sigues aquí, pero nos haces falta, ni cómo negarlo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Dos columnas

El "Panteón de los Ingleses", en el pueblo de Real del Monte —muy cerca de Pachuca, Hidalgo—, es un lugar que cautiva desde el primer momento. Uno puede recorrerlo a voluntad y disfrutar de sus recónditos rincones o apostar por la visita guiada. Cuando hace unos meses visité el lugar, vencí mi acostumbrada tendencia a la autonomía y acepté participar en el recorrido que ofrece Doña Carmen, hija mayor de Don Inocencio. "Don Chencho" —como lo conocía la gente del pueblo— cuidó del panteón durante más de cuatro décadas y hasta su muerte, sucedida apenas un par de meses antes de mi estancia en el poblado. Doña Carmen cumple hoy la labor que otrora ejercía su padre, y puede hacer las explicaciones tan completas o veloces, como uno esté dispuesto a escuchar. Nosotros visitábamos el sitio sin prisas, por lo que la invitábamos a contar tantas historias como fuera posible y descifrar tantos símbolos como ella se sintiera capaz. Fue ahí donde escuché por primera vez el sentido de las columnas y obeliscos que coronan algunas tumbas: en los casos donde éstas figuras se elevan cabalmente, se celebra que quien ahí yace vivió una vida plena y cumplió su misión en el mundo como era deseable; por el contrario, cuando la columna o el obelisco se truncan, señalan que la vida en ese caso fue interrumpida repentina y prematuramente.

El viernes hacia medio día recibí una noticia que de inmediato trajo a mi mente la imagen de una de esos mausoleos donde la ruptura del pilar cimbra aún sin saber su significado. César, una gran persona muy cercana a mi corazón y a los corazones de mi familia, había muerto horas antes en un terrible accidente. No viene a cuento aquí entrar en mayores detalles. Sin embargo, desde ese momento no han cesado las ganas (¿la necesidad?) de escribir y compartir lo que uno siente. Tuve la fortuna de viajar ocho horas hasta la ciudad donde parte de la familia se iba reuniendo necesitando un abrazo. Poco más de 12 horas estuve ahí, compartiendo la tristeza y buscando sentido a la tragedia.

Regresé a casa y después a mi tierra, para pasar un par de días cerca de gente que pudiera extender los abrazos en horas como estas. El viaje en carretera en compañía de mi padre me había hecho no revisar ninguna red social en internet desde esa madrugada. Llegando a la ciudad recibí un mensaje de Liz, quien apenas hace unas semanas descubrimos es vecina de mi papá. Liz es también prima de Amaya, y en su mensaje me compartía la triste noticia de su fallecimiento apenas horas antes. Llegué a dejar a mi papá y aproveché la cercanía para conocer por primera vez a Liz y darle un abrazo. Sentí que en ese abrazo estaban presentes muchos otros que jamás hemos visto ella o yo y que a pesar de todo nos sentimos cerca desde hace cuatro años. Sí, gracias a Amaya.


Muchas cosas han pasado por mi cabeza en estos días. Y descubro que solo viniendo a escribirlas consigo darme un poco de claridad. Se me ocurre así que al compartir lo que voy escribiendo, pueda completar significados o, ¿por qué no?, ayudar incluso a otros a construir los propios.


En las historias de César y Amaya hay mucho en común, a pesar de que en uno caso la partida haya sido brutalmente inesperada y en el otro haya sido resultado de un doloroso proceso que en el fondo todos sabíamos tenía cerca su final. De nuevo, no sé si éste sea un lugar para hablar sobre todo esto. Lo cierto es que la ausencia de ambos es irreparable y, si bien reconozco que ambos gozan hoy de una vida distinta y admito que los que acá andamos encontraremos tarde o temprano la manera de confortar nuestras almas, todos sabemos que no es tarea fácil.

Es evidente que el consuelo no se encuentra siempre a la misma velocidad, que cada ser humano vive sus duelos a su manera y que las almas se reconfortan siguiendo muchas veces rutas que para algunos serán incomprensibles. Aquí sí, todo se vale. Aunque para mí ese todo es mejor si el camino que buscamos nos conduce a vivir el presente con la plenitud que merecemos, con el sentido al que tenemos legítimo derecho. En estos días escribí en alguna otra parte que, en estas circunstancias, a los que aquí seguimos nos toca estar a la altura y ser testimonio vivo del amor y la alegría que los que hoy no están nos predicaron con sus acciones. Lo reitero: nos toca vivir, y viviendo honrar a quienes nos acompañaron en parte de este andar.

Ayer, pensando en todo esto, recordé un pequeño texto que escribí hace poco más de tres años, intentando que fuera un cuento. En ese entonces lo compartí solo con una persona, pues el texto cumplía un objetivo que poco tiene que ver con lo que hoy me trae aquí. Y, sin embargo, al leerlo en estas horas, encontré ahí un mensaje que me ayudaba a dar sentido a la ausencia. Se me ocurrió entonces soltarlo por primera vez al resto del mundo. En las horas siguientes se dieron reacciones de todo tipo, varias completamente insospechadas para mí.

El fin de semana, cada vez que me descubría llorando —lo cual sucedía sobre todo con cada abrazo—, pensaba para mis adentros: "Lloramos por nosotros. Lloro por mí. Ellos están bien. Mi llanto no suma ni resta para ellos. Estas lágrimas son mías, porque me hacen falta." Sí, mucho de egoísmo hay en nuestras reacciones cuando alguien nos deja. Supongo que es un egoísmo natural, parte de nuestra naturaleza. Y ahí las lágrimas están bien. Lo que sigue es encontrar en el fondo de nuestra tristeza la fortaleza para seguir adelante. En ese camino andamos.

martes, 13 de diciembre de 2011

Metiendo mi cuchara

Quisiera decir "a mis lectores" pero, ¿quedará alguno después de tanto no escribir aquí?

Visité la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 27 de noviembre. Era mi primera vez en el celebérrimo encuentro. Naturalmente, me dominó el asombro. Asombro ante el tamaño, sí, pero más ante la multitud. Herta Muller y Vargas Llosa estaban por ahí ese día. Si le sumamos que era domingo, queda más que claro el motivo de todos los estacionamientos abarrotados en la zona, los pasillos del recinto de exposiciones llenos... ¡incluso gente comprando libros!

Vale, lo digo con un poco de sarcasmo pero es que en verdad me asombró ver tantas personas. "¿Toda esta gente lee?", me pregunté al instante.

Me repetí la pregunta varias veces durante la semana. La formulé en voz alta cada que tuve oportunidad, funcionando como un buen pretexto para diálogos con interlocutores que alcanzan cierto mínimo de neuronas en activo. La respuesta definitiva a mi inquietud llegó contundente al domingo siguiente cuando me topé en Twitter con la reacción desatada por el tropiezo de Peña Nieto: "No, no toda esa gente lee. Ni siquiera la que presenta libros que supuestamente escribió."

Como suele suceder, con cada respuesta llegan nuevas preguntas. Y más cuando uno lee ciertas expresiones en el debate que el asunto provocó en Twitter o Facebook: desde las críticas feroces hasta las envalentonadas defensas, tanto de quienes argumentaban que no se requiere ser intelectual para gobernar (¿ser intelectuar es sinómimo de lector?) como de aquellos quienes señalaban a los críticos de hipócritas por ser peores lectores que el objeto de sus burlas (¿entonces no puedo juzgar a alguien de mal compositor si nunca he escrito una sinfonía?, ¿no puedo descalificar a un político si no ejerzo tal vocación?).

Reduccionismos, al fin. De esos que nos encantan. (Esos que incluso quizá se cuelen en estas reflexiones.)

De todo el vaivén que he leído, pongo en la mesa dos reflexiones. Una centrada en el affaire político. Otra, estrictamente literaria.

Va la primera, la trivial. Quienes hasta antes del incidente del priísta en la FIL habíamos escuchado alguna vez una entrevista suya en vivo, sin guión, no resultaba novedad reconocer el cantinflesco estilo del aspirante a presidente. Claro, el incidente de la FIL fue más allá del mero decir nada en muchas palabras, al incorporar en su contenido absolutas estupideces que hacían doblemente evidente que el señor pronunciaba palabras sin emitir ideas. El tropiezo, naturalmente, ha puesto nuevos reflectores sobre el ex-gobernador mexiquense, quien apenas nos dio una semana para bajarle a la euforia de la librería Peña Nieto cuando ya nos ha dado el material de esta semana con aquello de que admite no ser la señora de la casa (signifique lo signifique semejante burrada).

La participación de Peña Nieto en la FIL trajo como sana consecuencia para nuestra sociedad, una provocación para estar más atentos al discurso. Claro, una invitación que no llega a todos los mexicanos y que acaso será aprovechada por ciertas élites, a menos que nos comprometamos todos con mostrar al resto la gravedad del asunto. Pero el incidente trajo a mi parecer una segunda consecuencia, que ligo con mi segunda inquietud. En mi opinión, la ligereza del político al reconocer de alguna manera que ningún libro lo ha marcado, deja claro que para ser poderoso no hace falta leer. Vale, eso podría ser respetable... de no ser porque con ese cinismo se refuerza la resistencia de millones de mexicanos a una tradición que si bien no es la panacea, sí podría ayudar a una sociedad como la nuestra a superarse a sí misma.

Nadie le pidió a Peña Nieto que citara tres joyas de la literatura. El periodista se la puso fácil al acotar la pregunta: libros que hayan marcado su vida personal o política. Si el aspirante no quería apostar por citar un puñado de lugares comunes de la historia de la Literatura (como bien han sugerido algunos), existía la salida de citar algún clásico de la política, la filosofía, la sociología, la economía... o a algún pensador de estas disciplinas vigente en nuestros días. El que esta posibilidad no haya cruzado la mente del futuro candidato me parece alarmante. Nadie le pide que sea un intelectual, pero si el sujeto ostenta un título universitario y aspira a conducir el destino de una nación, no deberían sonarle títulos como El Príncipe de Maquiavelo o la República de Platón. ¿Habrá oído hablar de Hobbes, de Rosseau, de Voltaire. (¿Recuerdan cómo se vendieron ejemplares de Galeano cuando se supo que Obama estaba leyendo Las venas abiertas de América Latina?

Regreso al centro de mi inquietud: la ligereza con que terminó su participación en el evento y la futilidad con que lo defienden algunos alegando que los criticones somos poco menos que fariseos acusando a otros de nuestros pecados, solo termina por denostar el acto de leer... una costumbre de por sí vapuleada en nuestros días.

Termina de surgir así mi otra interrogante. ¿Por qué nos hemos aferrado en convertir a la lectura en una especie de imperativo moral? Espero no se me lea como un incongruente. Mi crítica a Peña Nieto no es una crítica al respetable acto de no-leer, el cual, siempre que sea libre, será legítimo. Hace más de una década que di mi primer clase de Lengua en el nivel de Secundaria, década que he dedicado a promover la lectura partiendo de un principio fundamental: nadie está obligado a leer nada. Lo digo convencido. Nada me enferma más (al menos en este terreno), que esa manía de insistir en que existen “lecturas obligadas”. ¿No leer a tal o cual clásico es malo? ¿Soy mejor persona si leo a sutano que si me privo de ese placer?

Nuestra férrea tradición de moralizar con todo, ha hecho que defendamos el acto de leer como si se tratara de un décimo primer mandamiento. ¿Y qué hay del derecho a no leer, magistralmente defendido por Juan Domingo Argüelles hace tiempo? No pretendo agotar aquí este tema que, a diferencia del primero, sí me entusiasma. Así que dejo aquí solo la primera piedra para dialogar conmigo mismo al respecto. (Por supuesto que son bienveidos otros interlocutores. Nomás es cosa de anotar un comentario o mandar algún tipo de mensaje.)

En una siguiente entrada quisiera compartir algo de lo que justamente en maestro Argüelles me ayudó a comprender hace unos años leyendo ¿Qué leen los que no leen? (Paidós, 2003). Justamente en la FIL compré Del libro, con el libro, por el libro... pero más allá del libro (mismo autor, Ediciones El Ermitaño, 2008), junto con otros ensayos construidos en torno al asunto de la lectura que espero estar comentando pronto.

jueves, 21 de julio de 2011

¡Feliz cumpleaños Mac-Lujan!

Una inesperada sesión fuera de programa vino a coronar tres días de reflexiones aquella última semana de mayo. La gente abandonaba la sala del CCCB tras finalizar el panel "McLuhan, art and media", último evento oficial de la Conferencia McLuhan Galaxy: Understanding Media, Today, organizada por la Universitat Pompeu Fabra y el IN3.

Mientras el recinto quedaba vacío, permanecí unos minutos para intercambiar ideas con Sergio Roclaw, de Brasil, quien esa mañana había presentado un interesante trabajo sobre las ligas entre el pensamiento de McLuhan y la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. A punto de despedirnos, se acercó Robert Logan y con la espontaneidad a la que nos había acostumbrado en esos días preguntó si queríamos “acompañarlos” a cenar. No estaba claro quiénes formarían la comitiva, pero cenar con Bob, como lo llamaban todos en la conferencia, era en sí mismo una oportunidad difícil de rechazar.

Pero, ¿quién es Bob Logan? Físico de formación inicial, Logan conoció a Marshall McLuhan a finales de la década de 1960, iniciando entonces una etapa de colaboración con el afamado profesor canadiense en torno a la ecología de medios y la evolución del lenguaje. Esa relación marcó para siempre la vida de Bob. O al menos eso se deduce de la forma en que evoca las memorias de poco más de una década compartida, etapa que concluyera con la muerte de McLuhan en 1980.

Pero el “nosotros” con el que compartiría la mesa esa noche resultaba más amplio: Cristina Miranda (de IN3), Steven Kovats (de Transmediale Berlin), Janine Marchessault y Bruce W. Powe (ambos de la Universidad de York) —así como las hijas de Bruce y Bob, quienes habían acompañado a sus padres en la travesía catalana—.

Mientras el peculiar grupo seguía a Bob a través del barrio del Raval, me preguntaba cómo se había producido semejante oportunidad. Llegamos a un acogedor restaurante en el que nuestro “guía local” —Logan— había cenado en visitas previas. Durante la noche, mientras se desarrollaban conversaciones cruzadas, paralelas, integradas y demás, no dejaba de sorprenderme la suerte de estar sentado a la mesa con mentes tan portentosas, entre ellas dos discípulos directos de McLuhan (Bob y Bruce).

Hablamos de comida: de tapas, gazpachos, vinos y membrillo (descubrí entonces que no existe traducción posible para describir con precisión el tradicional postre); hablamos de México: su magia y su inseguridad, de los siempre entusiastas deseos de los extranjeros por conocerlo, de los barrios de la Ciudad de México que Bob describió con gran precisión, refrendando la lucidez de genio que había mostrado en los días previos; por supuesto, hablamos de McLuhan, desde las anécdotas personales hasta algunos de sus conceptos célebres, incluido el tétrade, con el que jugamos un rato aplicándolo a fenómenos como Lady Gaga, aprovechando la oportunidad de explicar el funcionamiento de la propuesta Mcluhaniana a la hija de Bruce.

En un momento de la noche, Janine Marchessault hizo notar que, según nuestra lengua materna, los ahí reunidos pronunciábamos el apellido McLuhan de diferentes maneras, subrayando que le gustaba la fuerza que le imprimíamos los hispanoparlantes.
“Mac-Lujan”, expresó, marcando la /j/ con fuerza. Comenzó la ronda de pronunciaciones y de intentos por imitar a los demás. Al final, la mayoría coincidió con la apreciación de Janine y la atracción del /mac-lujan/ frente al contraído /mcluhn/ canadiense.

Esa noche de miércoles se cerraban tres días de intensas reflexiones y al mismo tiempo iniciaban muchas cosas. De camino a la residencia donde me hospedaba, me puse a reflexionar sobre el camino que me había conducido a McLuhan Galaxy.

A pesar de mi formación en Ciencias de la Comunicación, iniciada en 1994, tuvieron que pasar muchos años y muchos accidentes para que mi mente se ocupara de las ideas de Marshall McLuhan. El encuentro nació, curiosamente, desde la Pedagogía, y no en mi formación universitaria. A lo largo de la licenciatura el nombre del pensador canadiense surgió más de una vez, pero nunca profundizamos en él más allá de los lugares comunes, mismos que en la última década se han acrecentado en cantidad e intensidad. A veces pienso que McLuhan es de esos personajes a los que se les cita con exagerada frecuencia. Y se le cita sobre todo para afirmar que “adivinó el futuro”: internet, la globalización, las llamadas “redes sociales”. Se usan sus aforismos para describir una realidad que hoy es evidente y que hace tres décadas a muchos les sonaba a ciencia ficción.

Cierto es que McLuhan describió elementos de un mundo que no alcanzó a conocer en plenitud. Pero, ¿adivino? Al término de McLuhan Galaxy, Carlos Scolari, anfitrión del evento, publicó en su blog Hipermediaciones una contundente reflexión contra la "futurología" o el "McLuhan Nostradamus".

Puede sonar divertido y hasta a homenaje eso de calificar a alguien como profeta o adivino, pero resulta también un juego peligroso. Porque el adivino hace eso: adivina, sabe porque tiene un don o porque le ayuda la magia. Y sus dones no están al alcance del resto, los mortales comunes y corrientes. Por eso algunos preferimos pensar en McLuhan como un visionario que hizo mucho más que imaginar el futuro: leyendo el presente, construyó herramientas para que otros fuéramos capaces de hacer lo mismo que él. Claro: para igualarlo se requiere sensibilidad y talento. Pero no magia.

Pese a los argumentos de muchos de sus detractores, en el pensamiento de McLuhan hay una lógica innegable, una manera de aproximarse a la realidad. Verlo como profeta nos ata las manos: uno solo puede acreditar sus aciertos o criticar sus yerros. En cambio, asumirlo como el visionario que supo registrar sus ideas y construir con ellas pautas para mantenernos vigentes en la lectura del presente, nos obliga a asumir la responsabilidad de recuperar sus ideas, ponerlas a prueba, reformularlas cuando nos parezca necesario. Nos lleva a la acción.

Hoy, a cien años del nacimiento de McLuhan, me emociona retomar e imprimir fuerza a mi Tesis Doctoral, en la que sus ideas juegan un papel clave. Espero pronto estar escribiendo aquí algo de eso. Mientras, celebro a mi manera y comparto mi texto “Educación y Lenguaje de las Pantallas”, con reflexiones detonadas por mi lectura de Understanding Media hace un par de años y publicado hace unos meses en Virtualis, revista electrónica del Tec de Monterrey dedicada a la Sociedad de la Información y del Conocimiento.

¡Feliz centenario, Mac-Lujan!

jueves, 26 de mayo de 2011

A favor de la indignación y contra la indiferencia

«Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivos de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa gran corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero.»
Stéphane Hessel, ¡Indignaos!

No es casual que los manifestaciones en las plazas de España hayan encontrado en el adjetivo de "indignados" su común denominador. La indignación ha sido siempre el motor de la resistencia, como señala Hessel en su alegato en contra de la indiferencia, publicado originalmente en Francia hace apenas unos meses y que en castellano ha merecido al menos ya cinco impresiones desde su publicación inicial en febrero pasado.

No voy a extenderme aquí todo lo que quisiera. Pero sí quiero retratar —consciente de toda mi subjetividad, derivada de la empatía que he sentido con los indignados en Barcelona— mi breve experiencia al recorrer el domingo 22 de mayo la acampada que lleva ya varios días en Plaça Catalunya.

Es probable que la primera impresión al acercarse a la plaza sea de cierto rechazo ante la saturación de mantas y consignas colocadas por doquier; es posible que cierta sensación de suciedad o desorden 'contamine' la percepción inicial. Sin embargo, basta dar unos pasos, sumergirse en el espíritu de la denuncia, para sentirse identificado con más de una frase. Inicia así el camino hacia el reconocimiento de cuando menos una parte de uno mismo entre los manifestantes. Una vez iniciado ese proceso, no hay marcha atrás.

"Aquesta és la plaça del poble!", reza una de las primeras consignas con las que me he topado. Y la historia de Plaça Catalunya lo corrobora. Sí: su explanada ha sido testigo de mucho más que las celebraciones de los triunfos del Barça.

Acostumbrado a las manifestaciones que suelen darse en México, una de las primeras cosas que me llama la atención es que nadie se ha apropiado del movimiento. "Lo han intentado algunos", me dice uno de los indignados, "pero no los han dejado. Esta lucha no es una sola lucha, son todas las luchas, y no es la de un grupo o persona. Ya se han reunido las agrupaciones socialistas y trosquistas de Barcelona para ver cómo beneficiarse de esto, pero no es posible, no los van a dejar. Algunos han intentado subir sus discursos, pero en cuanto la gente detecta eso, los callan, los abuchean. No dejan que nadie se apropie del movimiento o hable en nombre de todos con consignas particulares." Uno tiene la impresión de estar ante un tipo diferente de manifestación. El testimonio de uno de los que se han sumado a los jóvenes ayuda a corroborar esa idea: "Yo que estoy siempre en las manis, veo que esto es otra cosa. Ha salido el pueblo. En las manis somos siempre los mismos, aquí no, esto es distinto."

La acampada se ha organizado en comisiones permanentes cuyos miembros son todos los que quieran cuando quieran. Nadie tiene monopolio de nada. Si uno quiere ser parte de algo se apunta y ya está. Los más involucrados son quienes terminan hacia la tarde organizando la Asamblea General que sesiona todas las noches. Durante la jornada, subcomisiones y comisiones sesionan democráticamente, formando círculos en diferentes áreas de la plaza. Se proponen contenidos, se debaten, se llevan registros. Se votan las propuestas y se llevan al siguiente nivel, hasta la Asamblea General.

Recorro algunas de las sesiones y encuentro constantes. La mayoría de los participantes son jóvenes, pero hay también personas mayores que emocionados piden la palabra para decir lo que siempre quisieron decir y para lo que nadie les había prestado oídos en mucho tiempo. Algunos de los mayores dicen lo que tienen que decir y se marchan sonriendo, con una peculiar satisfacción en el rostro, como diciendo "he puesto mi parte" o agradeciendo la posibilidad de que los jóvenes les escuchen realmente. Otros se quedan durante las sesiones completas. Algunos más van de paso y, tras observar la dinámica de los indignados, se acercan a ellos para felicitarlos, para animarlos a seguir, para manifestarles una suerte de solidaridad y respaldo que en todo momento es acogida con entusiasmo multiplicador por los manifestantes.

En una de las comisiones no me han dejado hacer una foto. Una señora se me ha acercado respetuosamente: "Los chicos han pedido que no se tomen fotos en la sesión, temen que las fotos se usen después para identificarlos y tomar medidas de represión en su contra", explica para justificar la restricción que carece de sentido. De igual modo acepto su petición y una señora a mi lado es quien reacciona alegando a la primera que debería haber libertad de hacer esas fotos: "Si no están haciendo nada malo, ¿qué temen? Nadie los va a reprimir." La primera trata de insistir en su argumento sin éxito.

Decido ir a otra sesión y la segunda mujer me acompaña durante unos metros: "Esta gente no tiene trabajo porque no quiere. Deberían estar estudiando, además. Ahora son los exámenes y aquí están. Han acondicionado un lugar para estudiar y solo había tres chicos". Tiene razón, al menos en parte. Pero estos chicos no reclaman trabajo a secas. Es otra cosa. Les indigna un sistema injusto que les ofrece trabajo a cambio de valores que ellos —o al menos algunos, con quienes me identifico plenamente— consideran superiores. ¿Estudiar? La argumentación de la mayoría de ellos en las comisiones y asambleas demuestra que estudian bastante. No sé si sea en la universidad o dónde, pero estos chicos leen y piensan, discuten, debaten, proponen. En la comisión de economía se ha debatido con seriedad sobre la filosofía del decrecimiento, mientras en educación me ha tocado escuchar —además de todo el romanticismo propio de los educadores— propuestas concretas con miras a garantizar una revisión de la orientación de la currícula y una mínima continuidad en los programas del sector.

Cierto, también hay otros que han querido hacer de la acampada una fiesta. "La Revolución no es Botellón", dice una manta en la parte centra de la plaza. Otros carteles son más claros: "Esto no es un puto botellón". Pese a ello, los paquis se pasean entrada la tarde con su inconfundible pregón de "Cerveza, Beer... Cerveza, Beer...".

Algunas pinceladas más de la jornada. Espacios para que los niños jueguen y hagan manualidades. "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar", reza una manta gigantesca de cara al Corte Inglés. Presentaciones culturales para todas las edades. "Democracia Real, Ya" se lee en varios carteles. La impecable organización de los voluntarios en el área de cocina. "Yes, we camp", es el lema que han ido adoptando con miras a dar proyección global al movimiento. Alrededor de las fuentes se ha empezado a trabajar con el pasto y se ha cercado ya un huerto. "La vida la marcan las oportunidades, y ésta es una." El micrófono en la plaza centra está siempre abierto; quien tiene algo que decir va y lo dice. "El conocimiento nos hace responsables." Una pequeña zona de biblioteca ha ido creciendo durante la jornada; ya se van catalogando los libros donados. Llega gente a donar también alimentos. Una camioneta trae equipos diversos: impresoras, escritorios... un refrigerador que es aplaudido a su paso. La comisión de difusión tiene, además de los portales en internet, estaciones de radio transmitiendo en la red y en tres frecuencias de radio libre. La logística es casi impecable. Más importante aún, es una logística espontánea, surgida de las necesidades y la indignación. Esa logística ha ido improvisando el equipo para las asambleas generales. Se mezclan altavoces, consolas, micrófonos. No hay equipos profesionales. Con lo que se tiene a la mano se logra improvisar algo suficientemente digno para que la asamblea se lleve a cabo cada noche con éxito.

A las nueve de la noche en punto, la cacerolada. Veinte minutos de cacerolas, botes, llaves, aplausos. Después, la gente se empieza a sentar para la Asamblea General. Han trazado con cinta pasillos de emergencia que van dejando libres para el tránsito de las personas. Se presentan las propuestas. Se definen siguientes pasos. Se decide que la acampada se prolonga indefinidamente.

El movimiento crecerá, sin duda. Me cuesta trabajo saber en qué dirección. He escuchado muchas lecturas e interpretaciones. Muchas tiene lógica, pero admito que pocas me convencen. Los ejercicios de democracia real que se viven hoy en las plazas son una lección para el mundo. ¿Cuánto tiempo más podrán mantenerse con ese carácter? Ya surgen las primeras complicaciones logísticas y, de ellas, derivan poco a poco dificultades ideológicas. Parece que en algún momento harán falta liderazgos formales. Si llega a ser ese el caso, el movimiento enfrentará serias dificultades. Hay quien sugiere que los indignados lograrán mantener su democracia de consensos sin necesidad de cabezas visibles. Cuando una lucha es por todas las luchas, el riesgo está en lo que de incompatible pudiera haber entre algunas de ellas. Son todas las luchas, pero debe haber un factor común. ¿La indignación? Sí, pero la indignación concreta ante algo.

Yo también estoy indignado. Y como la gente que hoy acampa en diferentes plazas de España, encuentro el origen de mi indignación en un modelo perverso que, basado en el consumo y el crecimiento económico como valores supremos, ha dejado de lado la vida misma. No estoy seguro de cuál sea la mejor solución, pero coincido por completo con Hessel cuando afirma que la peor actitud es la indiferencia, pues solo de la indignación puede surgir el compromiso auténtico. Por ahí empiezan las cosas, pues, por indignarse.

Nota. En este álbum público en mi perfil de Facebook puedes encontrar algunas imágenes de mi recorrido por la acampada el 22 de mayo.

domingo, 22 de mayo de 2011

¿A qué vine a Barcelona?

Marshall McLuhan fue un visionario investigador que, entre muchas ideas, acuñó la idea de los medios como extensiones del ser humano. A él debemos también una anticipada lectura de lo que hoy es nuestra aldea global, además de un gran número de aforismos que han alcanzado el título de "clásicos" entre los estudiosos de la comunicación, como aquel de "El medio es el mensaje". Dos de sus obras clave son The Guntenberg Galaxy y Understanding Media, publicados originalmente en 1962 y 1964, respectivamente. En unas horas inicia en Barcelona la conferencia internacional McLuhan Galaxy 2011 — Understanding Media, Today.

McLuhan es uno de los pensadores clave en mi propuesta para la tesis doctoral. De ahí mi entusiasmo por asistir a este evento durante los próximos tres días. La ocasión sirve también para ver en persona a mi directora de Tesis y comentar con ella algo sobre mis primeros pasos en el proyecto.

Mi estancia ha coincidido además con la acampada de "indignados" en Pl. Catalunya. Estuve este domingo ahí prácticamente toda la jornada. Muchas imágenes y, sobre todo, muchas ideas para poner aquí, sobre mi humilde mesa digital.

Ambos temas (McLuhan y la #acampadabcn) tienen conexiones importantes. Sobre ambas cosas estaré comentando aquí y en Twitter en los siguientes días.

martes, 10 de mayo de 2011

¿A qué estamos jugando?

Ayer León Karuze soltó en Twitter un par de preguntas que pronto se instalaron en mi cabeza y la pusieron a dar vueltas. La pregunta de León derivaba a su vez de una nota publicada por Animal Político en la que se relataba el modo en que una familia capitalina jugaba en el parque a “los ejecutados”. A partir de ahí, León preguntó a sus seguidores en Twitter si la violencia había formado parte de sus juegos de infancia. El tema también fue parte de su pregunta del día en Hora 21 de Foro TV, indagando si uno observa cambios en los juegos de los niños en el contexto que hoy vivimos.

El tema me rondó tanto que sentí la necesidad de volcar algunas ideas por escrito.

Primero, una reflexión lingüística. Toda lengua tiene sus límites al momento de intentar abarcar la realidad. Algunos idiomas resultan a veces más adecuados que otros para referirse a ciertas ideas. Del mismo modo, ciertas cuestiones resultan con frecuencia más allá de las fronteras de cualquier código lingüístico, obligándonos a esfuerzos a veces francamente inútiles para lograr producir una mínima imagen común de ellas.

Al hablar del juego, la lengua española, como otros idiomas sin duda, encuentra una de esas peculiares limitantes. La acción de jugar y el juego como hecho son dos realidades que muchas veces coinciden en una misma definición, pero no necesariamente. No siempre jugar significa participar en un juego, pero las palabras para ambas ideas tienen la misma raíz.

En inglés no sucede lo mismo: la acción de jugar (to play) se distingue lingüísticamente del juego en el que se participa (a game). Esta distinción tiene pocas implicaciones en el caso específico que me ocupa, pero me ayuda a introducir una variante importante que existe en el término anglosajón play.

En castellano, si bien la Real Academia Española de la Lengua admite una amplia cantidad de acepciones para el verbo jugar, su uso tiende a centrarse en la connotación lúdica o en otras cercanas a ésta. En la lengua inglesa, el verbo to play tiene, además de la connotación ligada al juego, acepciones ligadas estrechamente al ámbito de la acción y la representación, en particular a la representación teatral. Play, como sustantivo, refiere, entre otras cosas, al texto y a la representación teatral.

Es este sentido de la palabra el que me interesa para de examinar el papel del juego.

Jugar es, en buena medida, representar una parte de la realidad. El juego es representación simbólica de un fragmento del mundo. Cuando juega, el niño interpreta un personaje, asume un rol al amparo de ciertas reglas que ordenan y dan sentido a su representación.

El juego implica en lo general un mínimo de reglas, incluso cuando una de éstas puede ser la negación de las mismas. Al jugar, suponemos una serie de condiciones que dan significado a las acciones de quienes participan en el juego. Algunos juegos son explícitamente simbólicos: cuando jugamos a “la escuelita”, a “policías y ladrones”, con muñecas, estamos representando ciertos roles y relaciones que recrean y transforman la realidad. Lo anterior es válido en prácticamente cualquier variante del juego: un encuentro deportivo, un juego de mesa, un video-juego, una ronda infantil.

A través del juego el niño —y la persona en general— desarrolla diversas dimensiones de su humanidad. La complejidad del juego está ligada con la inteligencia, la motricidad, la sociabilidad, la afectividad… Entre las muchas implicaciones y consecuencia del carácter simbólico del juego, tres me parecen altamente significativas al momento de reflexionar sobre los juegos de nuestros niños en el contexto que hoy vivimos.

Primero. Como representación de la realidad, el juego se enraíza en la cultura. Nuestros juegos viven una relación dialéctica con la realidad, son causa y consecuencia se la realidad en donde se desarrollan. Bajo esa premisa, considero estéril discutir bajo un limitado esquema de causa y efecto si la violencia del medio (y la violencia “pre-cargada” en ciertos juegos) hace violentos a los niños. El juego del niño nace y se produce en y con la comunidad a la que pertenece, y este hecho influirá necesariamente en las características del juego mismo.

Segundo. Durante siglos se ha debatido la naturaleza de la violencia en el ser humano. Ridículo de mi parte sería pretender resolver esa cuestión en unas cuantas líneas. Natural o cultural, la violencia existe y el juego ha sido históricamente una vía de expresión de la misma. Desde que en sus reglas aparece la idea de triunfo de unos y derrota de otros, la lucha se vuelve elemento constitutivo de no pocos juegos. En este sentido, el juego puede ser señalado como una vía cultural y socialmente legítima para canalizar nuestra violencia.

Tercero. El carácter simbólico y representacional del juego nos permite que éste se convierta en un terreno para poner a prueba ciertas conductas, ideas y valores. El territorio del juego es fértil para experimentar las diferentes dimensiones de la condición humana en circunstancias relativamente controladas. Por supuesto, esta experimentación tienen sus límites, de modo que extender el experimento fuera de ellos puede tener consecuencias terribles, de ahí la relevancia de las reglas que ayudan a delimitar y separar el juego de la “realidad”.

Concluyendo, al menos provisionalmente: a la luz de estas reflexiones, me parece que el juego como representación puede considerarse, en términos generales, un espacio adecuado y legítimo para la construcción del futuro. De ahí que minimizar o soslayar el papel cultural del juego sería lamentable, mientras que asumir conciencia de sus posibilidades, nos ayudaría sin duda a construir un mundo más humano.

El error el discurso de la Marcha Nacional

Tres breves apuntes previos.

Uno. El título de este texto, lo admito, pretende provocar. De ninguna manera me considero juez válido para calificar lo que es correcto y lo que no en el discurso de nadie. Me valgo de esta provocación para presentar mi opinión sobre algo que —desde mi entera subjetividad— no comparto con el discurso del movimiento encabezado por Javier Sicilia.

Dos. Pese a mi divergencia con el poeta en una de las premisas que encuentro en su llamado, comparto ampliamente su sentir —y buena parte de su pensar— con respecto a la realidad que hoy vive nuestro País. Tener una diferencia no significa que descalifique o mucho menos que me oponga a la necesidad de honrar a nuestros muertos y, sobre todo, actuar a favor de nuestros vivos.

Tres. Si algo ha vuelto a poner en evidencia la Marcha Nacional encabezada por Sicilia la semana pasada, es la dolorosa fragmentación de nuestra sociedad, el triste maniqueísmo con el que seguimos reaccionando ante las opiniones que difieren de las propias. Asumo, no sin lamentarlo, que esas divisiones harán que mi opinión sea descalificada a priori por muchos y rebatida —espero al menos con cierta racionalidad— por algunos. Es mi deseo que, de haber alguna respuesta, entre en ese terreno cada vez más olvidado donde gobiernan la argumentación y el diálogo.

Entrando, pues, en materia.

Diré primero que no estuve en la marcha. Desde que supe de los preparativos me pareció loable, pero nunca tuve intención de asistir. Admito que con el paso de los días —sobre todo una vez iniciada la caminata en Morelos, ciertas declaraciones de Javier Sicilia y el posterior entusiasmo de muchos a través de Twitter— estuve tentado a incorporarme al menos en algún tramo. Sin embargo, fueros las mismas reacciones desde Twitter las que terminaron haciendo que desistiera y, por el contrario, prefiriera dejar de estar pendiente del avance del movimiento y su conclusión final en el Zócalo capitalino.

El “movimiento ciudadano” de Javier Sicilia pronto desató en las redes sociales digitales un agitado debate entre los pros y los contras de la marcha. En ambos lados encontré argumentos razonables, expuestos con también razonable actitud, pero pronto fue evidente que esos razonables eran los menos. Las descalificaciones reduccionistas, los maniqueísmos y los insultos, pronto dominaron mi línea de tiempo virtual. Cuando los argumentos mesurados empezaron a ser respondidos sistemáticamente sin mayores razones e incluso con violencia, me pareció evidente que más me convenía desconectarme. Y eso hice.

Al día siguiente leí y escuché los discursos pronunciados en la Plaza de la Constitución. Simpaticé con algunos planteamientos y disentí con otros. De cualquier modo, en términos generales, al promediar las crónicas emocionadas de muchos participantes con los discursos de los organizadores, mi balance fue positivo. No obstante, algo me incomodó. No fue una afirmación concreta, sino de algo más genérico detrás de la manifestación. Algo casi abstracto, me atrevería a decir.

Intentaré explicar ese algo en las siguientes líneas, partiendo de una convicción personal que asumo como premisa en mi argumentación: considero que cada persona percibe y construye la realidad desde su propia experiencia. Esto implica que no me atreva a afirmar que las cosas son de tal o cual modo, y menos ante una realidad tan compleja como el fenómeno de la aborrecible inseguridad que padece hoy este País.

Desde ese supuesto, me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido.

Muchas ideas en el discurso promovido por la Marcha Nacional son suficientemente abiertas y plurales como para que cualquier buen ciudadano pueda identificarse con ellas. Sin embargo, esa misma amplitud imprime al discurso un carácter de ambigüedad que permite a cualquiera incorporar adjetivos (y sustantivos y verbos) derivados de visiones concretas y específicas (y subjetivas) de la realidad.

Nada de malo habría en que todos los sectores de nuestra sociedad pudieran agregar al discurso de Sicilia sus propias visiones… siempre y cuando todas esas visiones pudieran coexistir en armonía. Sicilia, me parece, ha sido cuidadoso en términos generales al definir los alcances de su propuesta, pero ese mismo cuidado ha abierto la puerta para que muchos se cuelguen de su movimiento y busquen naturalmente réditos para satisfacer determinados intereses personales.

[En este sentido, una excepción en los planteamientos de Sicilia, desde mi punto de vista, fue la inesperada —al menos para algunos— solicitud de remoción del Secretario de Seguridad Pública. A diferencia de otros planteamientos que bien podían dirigirse a toda la clase política del país, en ese caso Sicilia hizo un señalamiento que, al identificar un nombre, alimenta la rentabilidad política para ciertos sectores o grupos políticos específicos.]

Al final, creo que son muchos los bonos que la Marcha Nacional suma a favor de la sociedad civil. Pero son también muchos los riesgos. Apunto dos, que de alguna manera ya han quedado sugeridos líneas arriba.

Uno, el lucro que ciertos actores políticos buscarán hacer a partir del discurso del domingo. Tengo la impresión de que más de uno de los destinatarios del mensaje de Sicilia, se colgará de sus palabras para enarbolar la bandera de la “ciudadanía”. Y Sicilia y los suyos se verán obligados a desmentir o desmontar de su tren a alguno que otro.

El segundo riesgo, mucho más delicado —me parece—, es la manera en que se procesa un discurso como el de la Marcha Nacional en una sociedad cuyo tejido social se ha descompuesto a través de los años y tiende cada vez más a la fragmentación. Para los defensores radicales del discurso de Sicilia, quien lo cuestione puede ser identificado como un mal ciudadano; concordar con alguna pieza —por mínima que sea— de la “estrategia del Presidente”, lo convierte a uno en traidor, en vendido, en poco inteligente. ¿Así de simple? Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.

Javier Sicilia lo ha dicho más de una vez, y en ello concuerdo con él por completo: es urgente reconstruir el tejido social en nuestro País. La alternativa de la descalificación sistemática abona poco en ese camino. En mi perspectiva, el diálogo razonable es la única alternativa viable.

jueves, 24 de marzo de 2011

Neo-Positivismo

Reflexiones en torno al fanatismo del pensamiento positivo

Hace tiempo que siento la urgente necesidad de escribir sobre esto. Asumo el riesgo de condenar a mi alma a arder en el fuego eterno del infierno de esas caritas felices amarillas y redondas. Acepto también —aunque esto sí con cierto dolor— la posibilidad de que personas por quienes siento auténtico aprecio y afecto pudieran encontrar en mis palabras una ofensa o consideraran que asumo una posición cerrada. Sobre esto último, mi única advertencia: intento aquí compartir mis reflexiones a partir de experiencias concretas, sin embargo, como cualquier pensamiento crítico, lo que aquí digo está abierto a reformularse a partir del diálogo generoso de quien quisiera contribuir a ello. Dicho lo cual, paso al asunto.

¿Cómo empezar? Quizá señalando que nunca me he considerado un positivista. (Quiero decir, por supuesto, que nunca he sido un partidario de la doctrina impulsada por Comte, et. al..) Sin embargo el término positivismo nunca me molestó. Hasta hace un par de años, cuando empecé a toparme con una extraña distorsión del lenguaje cuyo origen no termino de entender. Sucedió cuando una persona, ante las quejas y reclamos de un grupo de colaboradores, volteó y exclamó entre sonriendo y regañando: “¿Dónde está su positivismo, caray?” Tardé en reaccionar y comprender que el individuo en cuestión intentaba apelar al optimismo de mis quejumbrosos compañeros, ignorando por completo que la palabra que había elegido hace referencia a una forma de racionalidad específica y bastante más compleja que el simple llamado a pensar en positivo. Pronto descubrí que tal sujeto no era el único que usaba el término “positivismo” para referirse a la conveniencia de tener una actitud optimismo ante las cosas. Jugando con las palabras, es de ese neo-positivismo del que pretendo escribir aquí.

Por respeto a los filósofos de la ciencia dejaré a un lado el nombre de esa escuela filosófica que, si bien me parece cuestionable, me merece todo el respeto intelectual del que soy capaz. Tampoco quiero usar la palabra optimista que, si bien se acerca a lo que aquí denuncio, tampoco me parece corresponda con precisión a ello. Menos todavía me atrevería a usar el término que a mucho les gusta y que dolorosamente han querido poner en boga: metafísica. Y la escribo con minúscula pues ni por accidente y menos en broma me atrevería a sugerir siquiera cierto parentesco entre ese movimiento ecléctico de la llamada Nueva Era con la rama de la Filosofía a la que el buen Aristóteles dedicara invaluables volúmenes en su tiempo.

¿Cómo referirse entonces a ese fanatismo de las actitudes y los pensamientos positivos? Parece que ni siquiera un nombre merece. Y es que quienes lo defienden lo consideran tan “obvio”, tan “natural”, que ni siquiera se cuestionan que eso tendría que recibir una denominación. Y sin embargo a sus detractores nos parece indispensable bautizarlo, pues resulta un primer paso necesario para combatirlo. A falta de una palabra capaz de encerrar lo que intento describir, me referiré a ello con la expresión fanatismo del pensamiento positivo. Un fanatismo cuyo dogma central se resume en un mandamiento: piensa positivo y todo será como deseas.

Parece sencillo e incluso es posible que a la mayoría nos suene razonable, si no es que obvio. Pero es un mandamiento con implicaciones peligrosas. No tengo aquí el espacio ni gozo del tiempo y la claridad discursiva para desmontar en una entrada de blog todos los peligros que encuentro en este fanatismo, pero sí me propongo aquí tres cosas: primero, señalar algunos peligros concretos del fanatismo del pensamiento positivo; segundo, por si lo anterior fuera insuficiente, puntualizar algunos peligros generales de los fanatismos en sentido amplio, y; tercero, sugerir un par de lecturas que pueden ayudar a por lo menos poner en duda algunos de los dogmas derivados de la creencia central del fanatismo que me ocupa.

i.

Me cuesta trabajo explicar en pocas palabras mis argumentos en contra de la exaltación del pensamiento positivo. Esta dificultad se subraya en buena medida ante las dificultades que he enfrentado en largas charlas con diversas personas al intentar abordar el tema. Con el tiempo he aprendido a resignarme y guardarme lo que pienso, pues no me quedan muchas ganas o ánimos para enfrascarme en ciertas discusiones. Intentaré sin embargo aprovechar que me he animado a escribir estas líneas para esbozar mis principales inquietudes al respecto.

Experimento por una parte la sensación de que el optimismo desbordado tiende a convertirse en una especie de droga que termina alejándonos de la experiencia humana que, sin duda, abarca el dolor y la melancolía como dos de sus notas constitutivas. No digo que la vida deba ser un valle de lágrimas, pero sí creo que éstas son parte de lo que nos hace humanos y negarse a ellas es cerrarse a una dimensión de nuestra naturaleza. Consideremos por ejemplo en qué forma una humanidad que apostara por privarse de toda señal de tristeza o melancolía, terminaría negándose la posibilidad de experimentar muchas de las más grandes manifestaciones de belleza producidas por el ser humano.

Por otro lado, me inquieta descubrir que la vida de las caritas amarillas sonrientes resulta sospechosamente aséptica, a un grado tal que parece por momentos que esos rostros son solamente máscaras de quienes, obligados a reconocer que la vida es bella y todo es maravilloso, terminan viviendo una vida falsa, una mentira que ellos mismos se creen y en la que no terminan de asumir su completa humanidad.

Habrá quien responda ante esto que semejante actitud ante la vida es absolutamente válida. En una perspectiva individual —egoísta, me atrevo a decir— puede serlo, o al menos hasta cierto punto. Y es lo que queda después de ese límite lo que me parece lamentable. La creencia absoluta en el pensamiento positivo conduce con facilidad a negarnos la existencia del sufrimiento del otro. Nos vuelve insensibles ante el dolor de los demás y tranquiliza nuestra conciencia con una creencia que me parecería ingenua si no me resultara terriblemente macabra: el que sufre es responsable de su sufrimiento.

Para la religión del pensamiento positivo, el pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente en pensar que podría ser rico y tener todo cuanto deseara; los enfermos de cáncer deben sentirse culpables si no consiguen curarse, pues no han generado suficientes dosis de pensamiento positivo para vencer a su enfermedad; quienes han padecido una catástrofe natural deberían reflexionar sobre las acciones negativas que han producido su tragedia, pues si hubieran sonreído lo suficiente sus casas bien habrían superado el desastre; y qué decir de las víctimas de la guerra o la violencia en general, seguro sus mentes están llenas de pensamientos negativos que atraen irremediablemente el odio de los demás. ¿Acaso ninguna de estas personas ha escuchado hablar de las leyes de la atracción y la sincronicidad? Si lo tomaran más en serio, seguro su vida sería otra.

¡Un momento! ¿De verdad no alcanzamos a ver la trampa en estas explicaciones? Antes de solicitar mi ex-comunión a Deepak Chopra o a "Su Santidad" Paulo Coelho, permítanme un par de reflexiones. Reconozco que pensar positivamente tiene consecuencias positivas en nuestras vidas. Admito que una actitud orientada a lo que consideremos nuestra felicidad, facilitará el camino para acceder a ella. Pero, ¿es esto suficiente para argumentar que nuestra mente construye la realidad a nuestro antojo? No puedo -ni pretendo- negar que nuestras acciones colaboran a hacer de nuestra realidad lo que es. El problema de la exaltación de ese falso "positivismo" es que, al asumirse como principio dogmático, termina generando las mismas consecuencias que cualquier otra convicción religiosa llevada al reduccionismo del todo o nada, entre ellas: la culpa.

Y así, debajo de muchas de esos rostros redondos amarillos sonrientes, se encuentran profundos vacíos existenciales, lamentables culpabilidades o —duele hasta escribirlo— una absoluta desconexión con el papel que cada uno juega ante las posibilidades que tiene el otro de ser feliz. Sí, porque si es tarea de cada uno pensar bonito para alcanzar lo que desea, resulta fácil perder la conexión con el papel fundamental de nuestras acciones y perder de vista la dimensión comunitaria de la naturaleza humana.

¿De veras creemos que si todos quienes vivimos sobre la faz de la Tierra deseamos con suficiente fuerza tener una pantalla HD de 40 pulgadas y un automóvil último modelo, podremos conseguirlo? Ni siquiera trabajando firmemente por ello sería posible conseguirlo. A estas alturas debería ser claro que no afirmo lo anterior por ser un pesimista cargado de pensamientos negativos, sino porque basta un poco de racionalidad y sensibilidad para reconocer que material y humanamente tal cosa resulta imposible. Sin embargo, creer que sí se puede es una maravillosa forma de mantener operando el sistema.

No pretendo alargar mucho más este apartado. Solo quisiera subrayar mi inquietud con el impacto que este sistema de creencias en torno al pensamiento positivo y las buenas vibras tiene en el ámbito de la salud. Es innegable que una dosis de optimismo será en general más sana que una carga de derrotismo. Sin embargo, creo que bastante sufre un enfermo las manifestaciones físicas de su padecimiento como para agregar la terrible carga moral de ser culpable de sus males. Hace siglos uno enfermaba por pecar contra Dios; hoy enfermamos por violar el mandamiento único que sentencia: pensarás en buenas vibras sobre todas las cosas.

ii.

Supongamos que los argumentos precedentes resultan insuficientes. Asumamos por un momento que cuanto he dicho le resulta al lector simplemente insostenible y que cuenta con suficientes razones para convencerme de lo contrario. ¿Sería tal convencimiento suficiente para asumir una posición dogmática? El problema con el dogmatismo es que al asumir cierta verdad como única e incuestionable, conduce casi irremediablemente al fanatismo. (Ojo partidarios del pensamiento positivo, escribí “casi”.)

Las actitudes fanáticas son aquellas que no se permiten dudar de lo que afirman y asumen que están destinadas a imponer su verdad a costa de lo que sea, descalificando de entrada cualquier idea que sea contraria —y en ocasiones incluso simplemente distinta— a la que se enarbola como bandera. Con el fanático el diálogo nunca es auténtico, pues el intercambio de ideas termina siendo siempre una búsqueda de imposición de esa verdad que el radical se siente llamado a tatuar en los demás.

El fanatismo resulta reprochable porque termina traicionando hasta a la mejor intencionada de las ideas. De ahí que al convertirse en fanatismos, ciertas doctrinas se definan en los hechos a partir de una terrible contradicción en sus términos. Cuando el fanático fracasa en su intento evangelizador (ya sea tanto en nombre de una divinidad, como en nombre de un axioma económico o una afirmación científica), termina simplemente anulando la argumentación del otro —el diferente, el raro— y opta por descalificarlo como interlocutor, cuando no incluso como persona.

Así, toda la legitimidad —que la tiene— de la filosofía del pensamiento positivo, termina desvaneciéndose cuando se excluye —y se señala— al pesimista o al melancólico, acusándoles y condenándoles sin más a ese infierno en que habrá de pagar su actitud negativa con todos los males imaginables —esos males que se habrá ganado a pulso por no pensar en positivo—.

iii.

Ignoro qué tan lúcido he sido en los apartados previos. Desearía que las palabras respondieran con justicia a lo que intenta transmitir mi pensamiento, pero asumo la posibilidad de haber sido confuso o haber hecho suposiciones que no pasen los filtros de quienes, razonable y perseverantemente, han llegado hasta aquí con la convicción de que me equivoco o simplemente no encuentran lógica o ilación en mis palabras.

Para ellos, no me queda sino dar crédito y proponer dos lecturas que me han ayudado a dar cierta estructura a mi argumentación en contra del fanatismo de las caritas amarillas y sonrientes. Se trata de dos textos con los que me sentí plenamente identificado en algún momento. Esos libros que uno lee y dice con sorpresa: “¡Esto es lo que quería decir!” Como es natural, con ambos libros tengo también diferencias, pero sus tesis centrales me parecen sólidas y atendibles para abordar el tema.

El primero se titula Contra la Felicidad. En defensa de la melancolía, de Eric C. Wilson y editado en México por Taurus. El segundo es de Barbara Ehrenreich y se llama Bright-Sided. How the relentless promotion of positive thinking has undermined America (la edición es de Metropolitan Books y, hasta donde sé, no existe una traducción al castellano). No me detengo a reseñarlos pues los títulos me parecen suficientemente provocadores.

· · ·

Quizá la pasión con que he terminado plasmando mis argumentos me lleve al borde de la actitud del fanático. Ofrezco disculpas si ese ha sido el caso y dejo abierta de par en par la puerta de mi razón para discutir el tema siempre que mi interlocutor esté dispuesto a reformular su propio razonamiento. A cambio, no puedo sino ofrecer lo mismo. Es a partir del diálogo sensato, prudente, respetuoso, que puede evolucionar nuestro pensamiento. Igual y a nadie interesa meterse en semejante embrollo. Y se vale. Ojalá incluso en ese caso estemos —desde nuestras propias trincheras y en el diálogo permanente que entablamos con nosotros mismos— dispuestos a someter nuestras certezas a la duda y así fortalecer algunas convicciones, transformar algunas creencias y permitirnos acercarnos a los otros otorgando justo reconocimiento a sus verdades.

PD. Releo mi texto y pienso en una voz que inconscientemente está sin duda presente en mis argumentos: Susan Sontag y dos textos que, sin referirse a este culto del optimismo que he venido denunciando, aportan luces a los temas que más me cuesta ilustrar: la carga moral que asociamos con la enfermedad y el reconocimiento del dolor del otro como dimensión fundamental de nuestra humanidad. Me refiero a La enfermedad y sus metáforas y Ante el dolor de los demás. Después de escribir lo que he escrito, me siento obligado a volver a leer ambas obras que por ahí están arrinconadas en el librero.