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sábado, 27 de agosto de 2011

Veinte años

1. EXT. TARDE - JARDINES DEL TEC DE MONTERREY CCM. ÉPOCA ACTUAL.

ERNESTO atraviesa los jardines del Campus, desde el estacionamiento techado hacia los Salones de Congresos. Pasa a un costado de la Biblioteca. La mirada se detiene unos segundos en la escultura del Rey del Ajadrez Cervantino diseñado por el maestro Miguel Peraza. Continua la marcha alrededor del "cenote sagrado" al centro de la explanada. Llega al edificio del Centro Estudiantil.

ERNESTO (V.O.)
Mi amor por el Tec no es un amor ciego.
Mucho menos un amor rosa.
Tampoco se trata del amor filial o
fraternal, aunque sin duda comparte
con éstos algunos elementos.
Mi amor por el Tec se parece
más al amor que siento por mis amigos,
aunque tampoco es idéntico.
En todo caso, diría que es un amor crítico.
Que se resiste a la tentación de idealizar
el objeto de su afecto, pero lo defenderá
siempre como propio sin serlo.
Un amor agradecido siempre.
Un amor que busca la manera de devolver
lo recibido aún cuando el ser amado se
resiste a ello. Un amor que aspira a construir.
Un día lejos. Otro, quizá más cerca.


2. INT. TARDE - VESTÍBULO DE LOS SALONES DE CONGRESOS DEL TEC CCM.

ERNESTO ingresa al vestíbulo, decorado con una alfombra roja a la usanza de los festivales de cine. Una mampara anuncia "XX Aniversario Licenciatura en Comunicación"; con ella de fondo, un grupo de personas posa para una serie de fotografías; entre ellos: JESÚS MEZA, ARMÍN GÓMEZ, MIGUEL NÁJERA, ENRIQUE TAMÉS, ANA LUISA FONTES, JOSÉ ANTONIO UGALDE. ERNESTO se detiene y contempla un momento esa escena. Reconoce los rostros de los que son fotografiados y sonríe.

ERNESTO (V.O.)
Difícil resistirse a los clichés cuando
contamos con tantos para describir
momentos como éste.
Un "Parece que fue ayer", me viene a la
mente por más que le cierre la puerta
del pensamiento. Y es que así es.
La única evidencia contundente de que
han pasado más de quince años es el
cúmulo de experiencias vividas
desde entonces. Porque ni las arrugas
ni las canas por sí mismas son prueba
de nada que no sea pura biología.
Es lo que nos ha pasado y hemos sido
lo que no deja lugar a dudas...
Ha pasado un tiempo.


3. INT. NOCHE - SALÓN DE CONGRESOS I DEL TEC CCM.

Veinte mesas arregladas para una cena de gala. Ocupadas todas por entre 6 y 8 personas cada una. Un escenario tiene como fondo el mural "El hombre, la palabra y la técnica", pintado por Raúl Anguiano a finales de los años 1990 para el propio campus. A un costado una pantalla donde se proyecta una semblanza de 30 cortometrajes.

ERNESTO está sentado en una mesa acompañado de ALBA (LCC98) y FERNANDO (LCC99). También están a la mesa un EGRESADO JOVEN (LCC07)acompañado de dos jóvenes más. Al finalizar la proyección, conversan.

ERNESTO (a ALBA y FERNANDO)
¿Se imaginan cómo sería estudiar hoy LCC?
La mitad de mi carrera edité trabajitos
con dos videocaseteras VHS. Suena a viejito
pero "en nuestros tiempos" todavía
revelábamos e imprimíamos nuestras fotos
en el Laboratorio, ¿se acuerdan?

EGRESADO JOVEN
Algunos todavía llevan Foto Artesanal.

ERNESTO
¿Foto Artesanal?
¿Así le llaman ahora a eso?

(Ríen)

Podría seguir y casi reproducir línea por línea lo vivido anoche. Un recordatorio de tantas cosas. Más allá de las anécdotas del mundo digital contra el analógico que separa a algunas de nuestras generaciones, se trató de una renovación de mi declaración de amor por mi alma máter, en esa relación crítica que nos ha caracterizado estos 17 años, contando a partir de mi entrada a sus aulas. (Relación sobre la que hace un año algo escribí aquí, a raíz de la salida del Dr. Rafael Rangel.)

De todas las emociones de anoche, subrayo ahora dos. La primera: ver los rostros de maestros que significan tanto en mi biografía, muchos de ellos seguro sin saberlo. Eran pocos quizá, pero de alguna manera verlos fue contemplar también las miradas de muchos otros.

La segunda: ser testigo de una excelente muestra de producción de cortometrajes producidos en el campus a lo largo de dos décadas. Han sido sin duda cientos de cortos en esta historia. 30 fueron enviados para participar en una premiación "a lo mejor de la cinematografía" de 20 años de la licenciatura. La pequeña pero significativa semblanza permite identificar una importante curva de aprendizaje en el área de cine del campus. Como es natural, el lenguaje y las técnicas evolucionan. Pero al final, viendo tres cortos producidos en semestres recientes, queda claro que las inquietudes y el interés por explorar diferentes dimensiones de nuestra condición humana, las ganas de contar historias, son tan poderosas hoy como ayer.

Sin duda me hubiese gustado que el encuentro fuera más amplio y durara más tiempo. Pero a pesar de esos límites, se trató de una noche para el recuerdo. Y para el presente.

domingo, 10 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (I)

Hace unas semanas un amigo me preguntó, auténticamente intrigado, sobre el origen de mi afición por la ópera. Al responderle, noté que se trata de uno de tres géneros musicales que nunca sonaron en mi casa y a los que ningún amigo cercano me empujó (los otros son el jazz y el tango). Al reflexionar sobre ello, resultó curioso encontrar que en los tres casos, la semilla para explorar sus territorios se sembró desde el cine (y curiosamente los tres en mis años de universitario).

En el caso particular de la ópera, dos bandas sonoras produjeron la chispa que poco a poco me llevaría a adentrarme en ese mundo que a ratos se me antojaba distante pero que siempre terminaba conservando mi curiosidad por alguna razón. Las grabaciones a que me refiero pertenecen a Age Of Inocence y The Fifth Element, dirigidas por Martin Scorsese y Luc Besson respectivamente. Dos películas que no podrían ser más dispares entre sí pero que algo tienen en común: en ambas hay un momento decisivo para la trama que tiene como fondo la partitura de una ópera. En el primer caso, una brevísima escena del Fausto de Gounod; en el segundo, la primera parte de la escena de locura de Lucia de Lammermoor de Donizetti. Los dos momentos aparecen en las respectivas bandas sonoras de las citadas películas. Desde mi absoluta ignorancia del mundo del bel canto, me fascinaba escuchar esos fragmentos una y otra vez.

Hasta que en 1998 una obra de teatro terminó empujándome a romper mis miedos. Me refiero a Master Class, pieza del dramaturgo Terrence McNally que narra magistralmente un oscuro fragmento de la biografía de Maria Callas, que en México fue interpretada la primera actriz Diana Bracho. Durante el montaje, se escuchaban algunos fragmentos de piezas del repertorio tradicional de la Diva. Al día siguiente fui a una tienda de discos a comprar una antología de la llamada Voz del Siglo y empecé a explorar sus grabaciones poco a poco.

Por fin meses después terminé asistiendo por primera vez a una función de ópera en el Palacio de Bellas Artes. Se trataba de La Boheme, de Puccini. Imposible describir lo que viví. Con el tiempo vinieron ya las investigaciones, la adquisición de grabaciones, la asistencia cuando era posible a una función en vivo.

Hace un par de años, la posibilidad de seguir adentrándome en este fascinante mundo llegó nuevamente a través de una pantalla, esta vez cuando supe de las transmisiones que la Metropolitan Opera de Nueva York estaba realizando en vivo y alta definición hacia diferentes recintos del mundo, entre ellos, el Auditorio Nacional en la Ciudad de México. Mi primera función en HD fue otra obra de Puccini: Madama Butterfly, en la bellísima producción de Anthony Mingela. Meses después, en el verano, pude ver la retransmisión de La Boheme en la mítica producción de Franco Zeffireli para el Met.

Ambas transmisiones me condujeron a un par de conclusiones contundentes. Primero, corroborar la maestría de Giacomo Puccini para musicalizar emociones y hacer que lo invadan a uno desde los oídos hasta recorrer el sistema circulatorio por completo. Segundo, la maravillosa oportunidad que ofrece la tecnología para acercarnos a manifestaciones artísticas que usualmente las limitaciones materiales y temporales nos impiden disfrutar como quisiéramos. Me propuse entonces no perderme en lo posible las futuras transmisiones desde el Met. Se anunció la temporada 2009-2010 y de inmediato compré boletos para 4 funciones.

Y entonces, semanas antes del arranque de la temporada... me fui a vivir a León, Guanajuato.

En la siguiente entrega: un breve relato de mis frustraciones con la temporada 2009-2010 y el poderoso reencuentro con la temporada 2010-2011 del Met de Nueva York, además de un apunte acerca de las transmisiones de la Royal Opera House de Londres.

jueves, 17 de junio de 2010

Inspiración (II)

Claudia: Io non capisco, incontra una ragazza che lo può far rinascere, che gli ridà vita e lui la rifiuta?
Guido: Perché non ci crede più.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Guido: Perché non è vero che una donna possa cambiare un uomo.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Guido: E perché soprattutto non mi va di raccontare un'altra storia bugiarda.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Hace ya más de dos semanas que anticipé una serie de reflexiones en torno a 8 1/2 y mi actual falta de inspiración. No tengo idea de qué pretendía entonces. Es decir, en varias ocasiones he intentado recuperar el asunto y simplemente no consigo recordar cuál era mi intención cuando pretendía hablar de 8 1/2. Lo cierto es que en aquellos días recuperé este clásico del cine italiano para darme cuenta de los enormes paralelismos entre mi actual crisis y la encarnada por Mastroniani en el memorable personaje de Guido, un director de cine que no consigue hacer una película cuando su potencial creativo se atasca en medio de las expectativas que todos desarrollan en torno a él. Del mismo modo que esta crisis creativa desencadena un viaje de introspecciones y proyecciones en Guido, durante semanas he estado yendo y viniendo a mi niñez e intentando reconstruir ciertos episodios de mi vida en busca de esos momentos que pudieran representar puntos de inflexión en la gráfica de mi vida. No he encontrado mucho, pero he encontrado algo. Particularmente, he conseguido recuperar alguno que otro destello en la mirada del pequeño Ernesto que terminaba la primaria, otro más en el rostro del adolescente que sin saber bien cómo sobrevivió a la adolescencia temprana y alguno más en los ojos del soñador que estudiaba la licenciatura cargado de ilusiones. No sé bien qué hacer con todos esos rastros. Algunos acontecimientos paralelos, además de una severa saturación de compromisos laborales, me tienen aún estancado. Pero voy encontrando la luz al final del túnel, sea lo que sea que eso signifique. Quiero decir que pese a todo, empiezo a trazar planes. Falta acaso la voluntad.

PD. Decía también hace un par de entradas que quería hablar de Nine, adaptación cinematográfica de una obra musical inspirada en 8 1/2. La obra de teatro no es una joya, pero tiene algunas piezas que desde hace años se incorporaron a mis playlists de cabecera. La que más me entusiasma, "Be on your own", fue eliminada de la película. Otras dos sobrevivieron en la versión fílmica: "I can't make this movie" y "Unusual Way". La película no es ninguna obra maestra, pero me parece que consigue un buen guión a partir de un mal libreto. Rob Marshall se equivoca quizá al usar un lenguaje muy semejante por momentos al que tan bien le funcionó en Chicago, pero al menos yo se lo perdono por un par de razones. Primero, me encanta la estética que consigue en varios de sus cuadros tanto en lo visual como en el acompañamiento de arreglos musicales que construyen melodías memorables a partir de canciones mediocres. Segundo, un elenco extraordinario con destellos cautivadores. El cast está plagado de estrellas, la mayoría galardonadas justamente con el Oscar en algún momento de su carrera. Daneil Day-Lewis consigue un genial retrato de otro Guido, con un perfil muy lejano al de Mastroniani, pero efectivo en su desparpajado personaje. Judi Dench y Marion Cotillard aparecen soberbias a través de sendas interpretaciones caracterizadas por la mesura reflejada en la contención de sus personajes. Nicole Kidman, Sofía Loren y Penélope Cruz completan el elenco de oscareadas actrices. La película retoma la anécdota de 8 1/2 y la carga de edulcorantes, creándose así algo absolutamente distinto pero nada desdeñable. El 8.5 se redondea a 9 y pierde por supuesto la genialidad y complejidad de la obra de Fellini. Pero regala un par de momentos que, siendo sincero, me encantaron y dejaron en mí una huella significativa. Quizá sea por el momento en que Nine vino a ponerme en la cabeza a 8 1/2. Por lo que sea, confieso que la disfruté.

martes, 1 de junio de 2010

Inspiración

«Una crisi di ispiration?
E se non fosse per niente passeggera signorino bello?
Se fosse il crollo finale di un bugiardaccio senza più estro né talento?»
Tal es el sentimiento que me domina desde hace semanas. Una absoluta y profunda crisis de inspiración. Tan profunda que, como Guido en la inmortal cinta de Fellini, me pregunto si no será más bien la contundente evidencia de que nunca hubo genialidad alguna, de que todos los aparentes destellos han sido casualidades. Engaños.

Vale. Estoy siendo muy duro. Y ya sabes que de vez en cuando me da por serlo. Pero es que la crisis se ha extendido a terrenos que solían ser neutrales: ámbitos donde uno podía encontrar refugio y salir con una ocurrencia para demostrar que alguna chispa andaba aún encendida por ahí.

El fin de semana viajé con Guido a su niñez esperando que su travesía me ayudaría a explorar mi propio bloqueo creativo. Y me atrapó irremediablemente en su introspección. La aventutra quedó a medias. Vuelvo una y otra vez a ciertos diálogos de la película, descubriendo cómo hay un pedazo de mí en cada palabra del director en crisis.

¿Qué tal si para salir de este atolladero comparto algunas ideas sobre 8 1/2? Y, aunque los puristas y algunos amigos entrañables me linchen, quisiera compartir también una serie de manías y exploraciones que sembró en mí la versión fílimica de Nine hace unas semanas. Van ambas patra la siguiente entrega en este espacio.

viernes, 16 de abril de 2010

12 monos, 2 pianistas y una cursi canción enamorada

... o de "cómo las películas han traído a mi vida buena música".

La tarde cayó con todo su peso y sin piedad sobre mí. El cansancio acumulado a lo largo de una intensa y extraña semana, caracterizada en buena medida por noches de insomnio y despertares de madrugada, intentó pasarme una primera factura y me quedé dormido unos treinta o cuarenta minutos mientras escuchaba un poco de música.

Y desperté con ganas de explorar aquí una idea que he tenido en el tintero durante largos meses y que una experiencia fílmica reciente me puso en la cabeza de nuevo: la forma en que cierta música aparece en nuestras vidas y se convierte en fundamental. La música siempre ha sido parte de mí. Desde pequeño mis padres nos rodearon de sonidos a veces consciente y estratégicamente, otras tantas sin darse cuenta. Sin duda muchos de mis gustos musicales se cultivaron así, en familia. Pero otros aparecieron de forma absolutamente inesperada. Me refiero al gusto por sonidos que no existían habitualmente en casa: el jazz, la ópera, el tango. Estos, entre otros, llegaron a mí casi invariablemente a través de películas. Comparto dos casos que, curiosamente, se dieron en la misma época, hará cosa de 15 años.

12 monkeys, impecable película de ciencia ficción, me permitió por ejemplo conocer a Astor Piazzolla, hoy uno de mis compositores fundamentales. La partitura de la Suite Punta del Este que funciona como tema recurrente en la cinta de Terry Gillian me hipnotizó. ¿Qué era ese sonido? Desde entonces a la fecha he acumulado en mi biblioteca musical poco más de horas de música del genial compositor argentino, y muchas de sus composiciones resultan hoy indispensables para explicarme.


Más intrincado resultó mi camino hasta el mundo del jazz. Poco antes de los 12 monos, vi por accidente en algún canal de televisión The Fabulous Baker Boys, película protagonizada por Michelle Pfeiffer y los hermanos Jeff y Beau Bridges, interpretando ellos a un par de pianistas de jazz y ella a una sensual vocalista. La banda sonora original es compuesta por Dave Grusin, y a lo largo de la película se escucha uno que otro clásico. Fue curiosamente en voz de Pfeiffer como conocí una cursilería que desde entonces me fascina: "My Funny Valentine". [Acepto, por supuesto, que lo suyo lo suyo no es la cantada.] A partir del disco de la película, todo fue cuestión de ir escarbando hasta armar mi colección de jazz en permanente evolución gracias a las sabias recomendaciones de conocedores del género y las extraordinarias casualidades que me siguen enfrentando igual con clásicos que con absolutos pero maravillosos desconocidos.


En los mismos años conocí a Madredeus gracias a la Historia de Lisboa de Win Wenders, y descubrí el mundo de Zbigniew Preisner mientras descubría el cine de Kieslowski. También tuve uno de mis primeros tímidos contactos con la ópera gracias a The Age of Innocence, de Martin Scorsese, basado en la novela de Edith Wharton. (De hecho, creo que gracias a Scorsese he descubierto muchas cosas, como me sucedió apenas hace unas semanas con el hallazgo de Kryzstof Pendereki vía Shutter Island.)

Esta divagación podría ser interminable. Pero al menos he tenido chance de sacarme una espina guardada hace tiempo y, a la vez, seguir mi proceso de recuperación de la escritura en este espacio. Si todo marcha bien, pronto regreso con los pendientes anticipados aquí hace un par de días, para seguir compartiendo algunas alegrías y exploraciones de las últimas semanas.

domingo, 7 de febrero de 2010

Problemillas

Desde hace varias semanas tengo esta entrada pendiente. Algo había dicho ya sobre mi entusiasmo ante el Sherlock Holmes de Guy Ritchie, encarnado por Robert Downey Jr. Mucho he escuchado y leído sobre la lectura que esta versión cinematográfica hace del legendario detective imaginado por Sir Arthur Conan Doyle; más de uno se ha rasgado las vestiduras acusando al realizador por atreverse a degenerar a tan distinguido personaje o al actor por banalizarlo con su interpretación.

He escuchado y leído argumentos a favor y en contra emitidos tanto por neófitos como por supuestos avezados, comparando supuestamente al Holmes del celuloide contra el Holmes del papel. En el fondo, la mayoría de estos contrastes juzgan al protagonista de la nueva franquicia cinematográfica con el mito de Sherlock Holmes, ese que a través de décadas de representaciones caricaturescas —y, esas sí, banales— han hecho creer a cualquier que conoce a Sherlock Holmes sin haber leído una página de las crónicas relatadas por Conan Doyle en la voz del Dr. Watson —igualmente mitificado por la cultura de masas—. Así, más allá de las geniales secuencias de combate, más de uno se ha espantado ante las conductas de un Holmes al que esperaban un auténtico gentlemen.

No voy a mentir ni hacerme pasar por erudito: seguramente si esta película se hubiese exhibido hace dos años, mi sorpresa hubiese sido semejante. Pero hace dos años —sí, apenas dos años— tuve mi primer encuentro directo con el Holmes literario, leyendo Estudio en Escarlata, la primer novela protagonizada por el detective de Baker Street. Y de ahí pasé a otros divertidos misterios, todos ellos recomendables para quien busca una lectura ágil y entretenida. En el primero de las Aventuras de Sherlock Holmes, la descripción de Watson no deja lugar a interpretaciones erróneas:

«... mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza.»

A raíz de la película, he vuelto a las páginas de esa primera colección de relatos breves publicados a finales del siglo XIX, con ganas de recuperar lo que en esas primeras lecturas me cautivó del protagonista. Sin afán de compararme con las habilidades de Holmes —que sin duda están lejos de asemejarse a las mías—, tanto la película como mi reencuentro con las narraciones originales reiteran una faceta en la que me identifico claramente con el personaje. Me refiero a esa mezcla se orgullo aderezada por un insoportable desprecio hacia lo que le rodea. Un comentario del detective a su incondicional Watson, tras resolver uno de sus tantos misterios, ilustra esta idea con claridad:

«Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo para escapar a las vulgaridades de la existencia. Y esos problemillas me ayudan a conseguirlo.»

Soy consciente de que digo una barbaridad y que puede ser interpretada como un exceso de soberbia. Pero confieso que hay días en que es lo único en que puedo pensar, hasta que un problemilla consigue entretenerme y me permite seguir adelante. Lástima que últimamente semejantes problemillas se me esconden.

lunes, 25 de enero de 2010

Varia

Llevo muchos días sin detenerme aquí. Días anotando frases por doquier y grabándome mensajes de voz recordatorios para posibles entradas. Son cerca de las once de la noche y, aunque estoy exhausto —como cada lunes de estos que comienzan a las tres y media de la mañana— me decido a soltar algunas cosas aunque sea en formato de telegrama.

- De libros y moralinos... En esta zona del país hablar de venta de libros es referirse a Librerías Gonvill. El viernes escuchaba una entrevista con Elena Sevilla, quien relataba que en esta cadena se negaban a vender sus novelas De chica quería ser puta y De princesa a perra, por considerar que sus títulos no eran aptos para la gente decente que frecuenta sus establecimientos. Cuando preguntó por qué sí vendían Memoria de mis putas tristes de García Márquez le dijeron que cómo se comparaba con el Nobel. En fin, Gonvill sería algo así como la versión en librería de la Farmacia Guadalajara.

- Del camino... Durante seis meses he recorrido más de 20,000 kilómetros de carretera. Dos cosas me vienen a la mente cada fin de semana que vengo o voy. Primero, este país entero está en obras, en reconstrucción permanente; no deja de ser una potente metáfora de los tiempos que vivimos. Segundo, ¿por qué demonios nadie en México se siente digno del carril de la extrema derecha? (Y hablo literalmente, sin connotaciones ideológicas, por supuesto.) Sucede que cuando uno tiene tres o hasta cuatro carriles de autopista para transitar, el carril destinado a tránsito pesado va siempre vacío: trailers, autobuses y carcachas se rebasan unos a otros ignorando la existencia de ese virgen carril. Y luego se quejan de que uno se desespere y termine rebasando por la derecha.

- De cine... Este fin de semana me eché doble función de cine, con ganas de recuperar el promedio después de un año en que inexplicablemente me mantuve lejos de las pantallas. Gocé plenamente Up in the air: una de esas delicias para recordar que el cine puede ser divertido, inteligente, original y artesanal a la vez. Inevitable por momentos verme reflejado en el solitario protagonista sin hogar para luego volcarse sobre la metáfora de lo que uno lleva en su back-pack. Excelente, pues. Y luego repetí la de Sherlock y me divertí nuevamente como enano, qué le vamos a hacer, esas son las pelis que me gustan. [Por si quieren buscar Up in the air en la cartelera, se exhibe como Amor sin escalas, pero, por favor, hagan como si nunca hubieran leído semejante bodrio de título, simplemente porque no tiene sentido.]

- ... Y de retrogradas... En general, no me gusta meterme en política. Al menos no en este espacio. No me identifico con ninguna corriente en particular y a veces me califican de volátil o inconsistente. Pero hay cosas que de plano me prenden. Como ésta. En días recientes el Partido Acción Nacional del Distrito Federal organizó un sondeo que —sin ningún rigor metodológico, por supuesto— pretende demostrar que la gente se opone a los matrimonios entre personas del mismo sexo y a la posibilidad de que estos adopten hijos. Más allá de lo que la gente opina —cosa que, por cierto, se puede analizar con más seriedad en numerosos sondeos— me encabrita la tercera pregunta de su ridículo ejercicio: "¿Cree usted que un niño adoptado por homosexuales sería víctima de discriminación por parte de sus compañeros de escuela?" Podrán estar a favor o en contra del asunto, y seguro tendrán sus razones. Pero lo que me enoja de la pregunta es que parte de un criterio absurdo: evitar que un niño sea adoptado es evitar que lo molesten sus compañeros. Siguiendo ese criterio, no deberíamos evitar sólo que las parejas del mismo sexo adopten, sino prohibir también que los niños sean gorditos, que a un niño no le guste jugar soccer, que los niños usen lentes... ¡Imagínate! ¡Si permites que tu hijo use gafas corre el riesgo de ser acosado por cuatro-ojos! Me explico: detrás de una pregunta tan pendeja (creo que es la primer "palabrota" en mi blog) está una concepción que niega el respeto a la diversidad y propone en su lugar promover la homogenidad: ¡que todos sean iguales para que nunca los molesten por diferentes!

Me quedo con algunas para más adelante en la semana: algo más de cine, algo más de lecturas... En una de esas, algo más sobre mí.

lunes, 18 de enero de 2010

Algo de cine

El arranque de este año ha sido particularmente vertiginoso. Demasiadas cosas. Muchas notas acumuladas. Poca voluntad para dedicarme a lo que oficialmente resulta prioritario. Y a ratos incluso falta de energía para un poco de solaz y esparcimiento. Pero estoy ya en proceso de auto-rehabilitación, recetándome una que otra ida al cine, recuperación de alguna peli de mis pendientes en DVD y ratos para leer algunos de los libros acumulados a la lista de espera. También como parte de mi tratamiento para evadirme de las penas y los corajes que me hace pasar el mundo, me he indicado hacer aquí una pseudo-micro-reseña colectiva de algunas pelis del 2009, con el pretexto de la recién entrega de los Globos de Oro, que para variar —y como sucede siempre con este tipo de premios— han desatado las eternas polémicas sobre lo "justo" o "injusto" de los fallos, como si se pudiera esperar de semejantes entregas algo así como el auténtico veredicto definitivo sobre lo que es el "buen" cine.

Así que me voy directo: ni me sorprende ni me enfurece que Avatar ganara como mejor película. (¿Como por qué habría alguien de enfurecerse si no es en todo caso el que se quedó literalmente sin algún premio?) No digo que necesariamente se trate de "la" película, pero ¿realmente es una basura llena de efectos que no merecía ni la nominación? Vamos, estos premios son para lo que son, y esperar mucho más de ellos a estas alturas es por lo menos ingenuo.

De las cinco que competían para mejor película "dramática", sólo he visto dos: la ganadora y la de Tarantino; y ciertamente la segunda me parece una joya. Desde diversos criterios puede incluso calificarse de superior. Y, sin embargo, resulta difícil negar que Avatar ha reinventado al cine como industria del entretenimiento. Y eso es en buena medida lo que reconocen estos premios, como en unos meses harán lo propio los de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas —que más allá de las ciencias y las artes ha dedicado legítimamente su historia a los estados de cuenta—.

Inglourious Basterds me estremeció. Me divirtió. Me reconcilió con Brad Pitt. Me encantó, pues. Y hubiera estado chido que Tarantino se llevara algún trofeo —aunque el de Christoph Waltz representa una suerte de justo reconocimiento a la película—. Quentin se quedó con las ganas, ni hablar. ¿De plano está eso como para quemar la "Meca" del cine o crucificar a los periodistas que dieron el premio a Cameron?

¿Y qué con Avatar? Como le he dicho a los pocos que aún no la han visto: todo lo que escuchen de Avatar es cierto, lo bueno y lo malo. Y al final, con todo eso, para mí la película sigue valiendo la pena. ¿Que la historia es un remix de todos los lugares comunes habidos y por haber? Quizá. ¿Que el guión es un refrito de una trama trillada contada mil veces? No lo dudo. Al fin y al cabo, la historia de la literatura y en general la historia del arte están llena de cosas así. Calma... No quiero entrar en un debate inútil sobre qué es arte y qué no es, ni comparar la obra de James Cameron con alguna pieza de museo —piezas que por cierto no siempre han llegado ahí por la aclamación de sus contemporáneos—. No, no es la obra definitiva en la historia de la cinematografía (¿desde cuándo estos premios reconocen eso?). Simplemente me parece que todos los defectos de la película no alcanzan para restarle brillo a sus pocas —poquísimas si se quiere— pero invaluables aportaciones. Vale, que tampoco pretendo sobrevalorar la película, pero creo que tiene importantes méritos, algunos difíciles de recuperar ante la parafernalia de sus efectos especiales.

Sólo por seguir poniendo desorden, recupero dos categorías más de lo que premiaron los periodistas extranjeros en Hollywood: mejor actor de comedia y mejor película animada.

El premio al payaso de Robert Downey Jr. por Sherlock Holmes me encantó. Me encantó porque su personaje ha sido de lo más divertido y cautivador que he visto en el cine en mucho tiempo. Odio las comparaciones literatura-cine porque me parecen siempre absurdas, sin sentido. Me encanta el personaje que he leído en Conan Doyle y no veo por qué tenga que ser el mismo que sale en el cine. Así que me evité la desgarrada de vestiduras y disfruté de las ocurrencias del detective en la pantalla. Y me la pasé como hace mucho no me la pasaba viendo una película. ¿Acaso el cine no se trata también de eso?

Y en lo de las pelis animadas, como me sucedió en 2008, creo que lo mejor del cine estuvo en manos de dibujos, computadoras y monitos. Mis dos películas favoritas de aquel año fueron Wall•E y Persépolis; esta vez Up y Coraline me cautivaron con secuencias magistrales y guiones impecables que le hacen a uno recuperar el sentido del lenguaje cinematográfico. Y tristemente me perdí Fantastic Mr. Fox, que espero ver pronto.

De lo demás que se premió no he visto casi nada. Independientemente del descenso en mi promedio anual de películas —como en el de libros—, me quedé también con la impresión de que no fue un año muy bueno en las carteleras. Y las pocas que quise ver se me escaparon sabrá Dios a qué hora. Ya habrá chance de irlas viendo aunque sea en video unas, y cuando lleguen a algún cine en este pueblo, otras.

sábado, 15 de agosto de 2009

Apuntes sonoros

Aquí sigo. Con el blog nuevamente empolvándose, pero aquí sigo. Con las ideas procesándose a mil por hora, pero con la conexión entre ideas y palabras un tanto trabada. Al ritmo que voy, este mes terminará generando un nuevo récord mínimo de entradas publicadas, a menos que me ponga las pilas y en serio.

Lo paradójico es que este lapso poco fértil en el blog coincide con mi primer periodo como desempleado en mucho tiempo. Cierto, en sentido estricto no estoy desempleado del todo (ahí está el módulo que imparto los fines de semana y que refería en la entrada más reciente). Y cierto es también que mientras estuve en Barcelona pasé al menos los primeros meses catalogado como parte de las filas del paro. Pero de alguna manera las dos últimas semanas han sido distintas, particularmente por la coincidencia de dos variables: la inmensa incertidumbre en torno al panorama laboral en el corto plazo y un buen número de contactos en diferentes ámbitos y con diferentes alcances, con miras a generar nuevas oportunidades de empleo.

En medio de este escenario, he aprovechado para ponerme a mano con una que otra lectura y una que otra película de mis célebres listas de espera. Y también para empezar a navegar un nuevo mundo de tentaciones llamado iTunes Store México. ¿Por dónde empiezo a contar?

Hace un par de semanas se inauguró la versión para México de la tienda digital de música más grande del planeta. Y, ya se imaginarán quienes me conocen, no tardé en abrir la cuenta. El hecho es arriesgado desde donde se mire, pero más estando la situación financiera y laboral de un servidor en las circunstancias actuales. El caso es que me dije, ¿por qué no experimentar? Si ya ordinariamente entrar a una tienda de discos representa una amenaza para mis bolsillos, imagine ahora usted una tienda donde los inventarios son casi infinitos. El catálogo puede no serlo —todavía— pero las existencias de aquello que se incluye, no se agotan.

Ahí me tienen, navegando en busca de una que otra ganga. Esos fueron mis primeros pecados. Pero de pronto se ilumino mi cerebro: ¿por qué no, en vez de buscar novedades u ofertas, te pones Ernesto a buscar eso que nunca encuentras físicamente en las tiendas de discos o eso que, de aparecer por ahí en los anaqueles, te cuesta un ojo de la cara? Cierto, muchas cosas podrán no conseguirse. Pero las que están bastan y sobran para tenerlo a uno con la ansiedad de comprar o no cierto material. Una cosa es cierta, a diferencia de lo que sucede cuando uno encuentra el disco físicamente en la tienda, aquí uno podría postergar la compra pues no necesariamente le van a arrebatar a uno el hallazgo. Y, sin embargo, la comodidad, la posibilidad de acceder al producto con un par de clicks, resulta extremadamente provocadora.

El reto es hoy el autocontrol, si no quiero acabar con el agua hasta el cuello. Sólo pido comprensión. Y para que se compadezcan de este melómano comprador compulsivo, platico dos de mis adquisiciones de la semana (mismas que materialmente serían impensables o significativamente más costosas en el mundo de los átomos). Se trata de las bandas sonoras de dos películas que vi mientras estuve en España y que inútilmente busqué durante meses.

Primero, la música de Nocturna, una película animada producida por un estudio catalán. La cinta es un encanto reforzado por una mágica partitura que, hasta donde mis pesquisas me permitieron averiguar, no se ha editado ni siquiera en España. Pero iTunes tiene en su tienda para México la edición francesa de la banda sonora. Un sueño.

El segundo caso pertenece a una película argentina que reseñé en su momento, La Antena. Gracias a las amables diligencias de A, mi querida sobrina postiza, quien viajó al cono sur hace unos meses, me hice de la peli en DVD... y torpemente no pensé en encargarle el soundtrack. Pero, oh maravilla, iTunes lo puso a mi alcance, al igual que en el caso anterior, por un precio que difícilmente hubiese encontrado en caso de conseguir aquí alguna edición importada.

Aquí una muestra de cada caso, a través de los trailers de las pelis en cuestión.



viernes, 7 de agosto de 2009

Varia

Se ha ido la semana y yo sin cumplir mis compromisos en este espacio. Sé que esto no le quita el sueño a nadie, pero confieso que me enoja un poco conmigo mismo. Porque en cierto modo el abandono es reflejo de una desidia que me incomoda; este pequeño territorio virtual se ha venido convirtiendo en representación de mí mismo a tal modo que descuidarlo ejemplifica en buena medida el olvido del que soy.

Ya decía en la entrada anterior que mi ausencia no está relacionada con la falta de ideas. En buena medida ha sido al contrario. Y ahora, nada más llegar y abrir una nueva entrada, es polemizar conmigo sobre qué ha de entrar hoy y qué puede esperar a mi próxima visita. Esta tarde tengo poco tiempo para divagar aquí, pero aprovecho que ya empecé para soltar entonces algunos apuntes varios.
  • En los últimos días el Gobierno de la Ciudad de México ha estado inaugurando nuevas rutas y modalidades en la red de transporte colectivo. Algunas de esas decisiones me han entusiasmado, al menos de inicio, por una razón: avanzar en ese ámbito es generar posibilidades en muchos otros para una ciudad que vive en el caos permanente y donde muchos invertimos largas horas para trasladarnos de un lugar a otro. El tema tiene que ver con vialidad, sí, pero también con medio ambiente, con corrupción, con respeto de la legalidad, con educación. Los intentos de las autoridades son insuficientes, por supuesto, pero casi cualquier cosa que se haga en el escenario actual lo es. La clave para que esto tenga futuro y abra realmente nuevos escenarios, está en nuestras manos. Las nuevas rutas expreso y los transportes eléctricos suponen paralelamente la construcción de una cultura vial distinta para los usuarios de estos medios. En la medida que demos preferencia a estas alternativas, perderán peso específico las opciones desordenadas. Como en tantos otros temas, es cuestión de dejar sentir el peso real de los ciudadanos.
  • Después de un par de semanas de lectura intermitente terminé de leer La Catedral del Mar, de Idelfonso Falcones. Ya muchos me habían señalado que era casi una herejía no haber leído esa novela después de vivir más de un año en Barcelona. Y reconozco que tenían razón. No por los méritos literarios de la obra, que sin duda pueden ser cuestionables. Pero sí por su reconstrucción de una atmósfera que por muchas razones me resultó entrañable. La iglesia de Santa María del Mar, en el barrio gótico de Barcelona, tiene sin duda un poder especial sobre mí. Lo tuvo desde la primera vez. Cada ocasión que tuve oportunidad de pasear amigos o familiares en plan de turista, ese templo tenía que estar en la ruta. En su interior pasé varias tardes. Y de cara a su altar viví el inicio de algunas de las transformaciones que todavía operan en mí. La historia de Arnau Estanyol es una telenovela, sin duda. Pero eso no le resta poder a las experiencias que evocó en mi interior. Dios mediante, en poco más de un mes estaré viajando nuevamente a Barcelona. Y, una vez en tierras catalanas, sin duda una jornada estará dedicada a recorre los escenarios donde Arnau se transformó una y otra vez, sin dejar de ser él mismo.
  • Tiene un buen rato que no voy al cine. Pero ese déficit ha sido cubierto con una buena dosis de cine en casa y unas cuantas salidas al teatro. La única salida reciente a una sala cinematográfica fue hace una semana a la Cineteca Nacional, para presenciar la proyección de un clásico del expresionismo alemán, Metrópolis, musicalizado en vivo por Yokozuna. El recinto era un hervidero de gente, pero la inmensa fila y la lucha por una butaca bien valieron la pena. Metrópolis ha sido siempre una de mis películas favoritas. La proyección utilizó la versión más limpia y completa disponible hasta ahora (editada en DVD por KinoVideo). Una joya por un sinfín de razones. Verla por primera vez en una pantalla de cine fue muy poderoso. Si no me canso de verla es porque siempre resulta una experiencia nueva en donde las conexiones con las incontables herencias que Fritz Lang legó al cine que hoy tanto maravilla a los espectadores del séptimo arte. Por un momento, me puse a imaginar cuántas películas de nuestros días están en deuda —algunas con plena consciencia, otras sin siquiera imaginarlo— con el maestro del cine alemán —como con tantos otros, claro está—.
  • Entre pelis en video, funciones de teatro, lecturas... y crisis laborales. La crisis vocacional sobre la que inútilmente he intentado explayarme aquí, está cruzándose ya con vaivenes inesperados en mis proyectos profesionales. El futuro es incierto. Pero en medio de la incertidumbre, una que otra roca para no quedar a la deriva. Por lo pronto, los viernes por la noche y sábados por la mañana estoy impartiendo una asignatura en el programa de Maestría de Ciencias de la Educación para directivos de la Universidad ICEL. Como siempre, toparse con un grupo demandante y exigente es uno de los mejores incentivos para quienes nos gusta esto de la docencia. Y en el marco de tantas decepciones, las sesiones están resultando un oasis en el desierto.

miércoles, 22 de julio de 2009

Nuevo intento (mejor logrado... creo)

Veremos si esta vez lo logro. La idea es armar un texto que contenga al menos un fragmento de lo mucho que me viene revoloteando en la cabeza desde hace semanas, cuando sin previo aviso una serie de eventos comenzaron a conspirar contra mi estabilidad emocional. Vale, quizá no sea esa la mejor expresión; lo cierto es que en tres o cuatro semanas se desencadenó una serie de reflexiones sobre todo a partir de mi encuentro —y en ocasiones reencuentro— con determinados textos fílmicos.

Creo que todo empezó con Harvey, una película de 1950, protagonizada por James Stewart y basada en una obra de teatro por la que Mary Chase ganare el Pulitzer en 1945. Elwood P. Dowd es un tipo genial, que debe lidiar con un mundo incapaz de reconocer a Harvey, un pooka que ha tomado la forma de conejo gigante. Quizá la única manera de entender lo que esa película me produjo sea verla. Hasta hace unas semanas yo ignoraba la existencia de la cinta, pero en una de mis idas al súper se me atravesó en su formato DVD por algo así como cincuenta pesos.

Cuando acabé de ver la película, muchas cosas se apoderaron de mi interior. Pero una sobre todas: ¿qué tal sería montar —y protagonizar— alguna vez el extraordinario texto de Chase sobre el escenario? Creo que semejante ocurrencia se entendía sobre todo ante mi reciente participación emergente con los chicos del grupo teatral del colegio, con quienes la hice de viejo avaro en una versión corta de “Los enredos de Scapin”. El caso es que durante días me la pasé imaginando mi propia versión de Harvey.

Por las mismas fechas me di espacio en casa para ver algunas de mis películas en lista de espera; las elegidas para arrancar la puesta a mano fueron un puñado de cintas de Hitchcock. Hará poco más de un mes que aquí escribí sobre la segunda versión de The man who knew too much (1956); siguieron en mi muestra de cine la versión inicial de la misma (1934) y To catch a thief (1955), con Cary Grant y Grace Kelly. El ciclo siguió todavía ayer con Stage Fright (1950), una delicada mezcla de misterio con humor inglés, aderezado con la impresionante presencia de Marlene Dietrich. La cinta es un despliegue de genialidad en el uso de la cámara cuyos movimientos y desplazamientos pueden parecer ordinarios si se olvida que hace medio siglo no existían los dispositivos mecánicos y digitales que hoy hacen posibles la mayoría de los trucos que construyen los mundos del celuloide.

Entre una y otra película, alterné en mis sesiones de cine en casa un ciclo de cine musical, revisitando muchas de mis all-time-favorites, como My Fair Lady, Chicago, The Phantom of the Opera, entre otras. Este ciclo se originó en buena medida tras ver el montaje de The Sound of Music que se presenta actualmente en el Teatro de los Insurgentes. El musical de Rodgers y Hammerstein ha sido siempre uno de mis imperdibles. Sería imposible contar la cantidad de veces que he visto la película a lo largo de mi vida. A eso habría que sumar las veces que uno ha escuchado la grabación original de Mary Martín en Broadway o las infinitas versiones que se han hecho a clásicos como “My favorite things” o el espléndido himno a la esperanza que hay en “Climb ev’ry mountain”.

A la dosis de suspenso y música habría que sumar mi encuentro con otro par de clásicos del cine: Rebel without a cause (1955) —con el incomparable James Dean y la bellísima Natalie Wood—y The Agony and the Extasy (1965) —con el siempre imponente Charlton Heston como Miguel Ángel y el extraordinario Rex Harrison como el Papa Julio II—.

Venga. Póngase pues esta combinación de talentos en el centro de mis crisis existenciales. ¿El resultado? El caos en el que ando. Y sobre el cual escribiré en la siguiente entrada, intentando explicar cómo se relacionan todas las piezas. Por ahora, dejo los avances de algunas de las joyas mencionadas.









jueves, 11 de junio de 2009

The future's not ours to see

Ante la genialidad, las ganas de decir son muchas, pero las palabras precisas suelen ser pocas. Así me pasa cuando intento referirme a alguna película de Alfred Hitchcock. La filmografía del maestro del suspenso supera el medio centenar de películas, de las cuales tengo unas cuantas, y entre ellas, aún muchísimas pendientes de ver. De cuando en cuando me regalo la oportunidad de descubrir alguna de ellas, así como de regresar a las ya conocidas. En ambos casos la experiencia es siempre más que grata. 

Hace unos días vi por primera vez The man who knew too much (1956), remake de una película que el mismo Hitchcock dirigiera en sus primeras épocas. Esta segunda versión —que el cineasta consideraba ampliamente superior a la primera— es protagonizada por el siempre eficiente Jimmy Stewart, acompañado por Doris Day, y narra la aventura de un matrimonio que, para recuperar a su hijo, debe desarmar un complot internacional en una travesía que les lleva de Marruecos a Londres.

¿Por dónde empezar a compartir mis entusiasmos en torno a esta película? El suspenso es magistralmente sostenido por Hitchcock de principio a fin. Yo no sé qué diablos tienen sus películas pero, pese al paso del tiempo, el ritmo es prácticamente impecable y la tensión es tal que uno olvida lo acartonado de algunos montajes técnicos o los saturados contrastes de aquel incipiente Techincolor. Los conflictos planteados por el maestro son de una precisión absoluta, y el mundo que crea en torno a ellos resulta siempre de una congruencia impecable.

El trabajo de James Stewart es quizá otra de las grandes maravillas de cintas como esta. Otras tres colaboraciones de este entrañable actor con Hitchcock me vienen a la mente: la clásica Rear Window (1954), la magistral Rope (1948), y una de las —para mí— mejores películas de todos los tiempos, Vertigo (1958).

Se me ocurren también dos maravillosas razones musicales para ver The man who... Una, la partitura de Bernard Herrmann —quien además aparece en el papel de sí mismo y dirigiendo a la London Symphony Orchestra en la climática escena del Royal Albert Hall—. La otra, Doris Day interpretando la mítica "Que sera, sera", misma que ganara en su momento el Óscar a mejor canción original.

En fin que motivos sobran para volver a pelis como ésta una y otra vez. Alabado sea el cine (y los reproductores de cine en casa).

lunes, 8 de junio de 2009

Re-visitando pelis

Volver a nuestros textos de referencia —libros amarillentos (o no tanto), películas de antaño (o de hace menos), canciones archivadas en un rincón (o simplemente marginadas en el iTunes)— constituye siempre una aventura cuyas consecuencias difícilmente pueden ser anticipadas. Uno puede prever sólo repercusiones genéricas. "Esa rola me pone de buenas." "Con esa peli siempre lloro." "Ese libro me deja pensando en esto o en aquello." Hay cosas que siempre pueden anticiparse. Pero también existen reacciones impredecibles. Una nueva lectura trae siempre nuevas posibilidades, todo es cuestión de atender cuidadosamente a nuestros latidos. Está claro que no digo nada nuevo. Ninguna revelación desconcertante, vale. Es simplemente que durante la semana pasada tuve oportunidad de re-visitar un par de películas y la idea de explorar esos nuevos acercamientos con sus descubrimientos revolotea desde entonces en esta cabeza.

Entre semana fue Cronos (1993), la ópera prima de Guillermo del Toro. Recuerdo que la primera vez que la vi fue en la televisión y por accidente. Mientras cambiaba de canal alguna imagen del siempre impecable Guillermo Navarro me atrapó. En la escena aparecía Ron Perlman. Pocos segundos después entraría a cuadro Claudio Brook hablando en inglés. ¿Qué era todo eso? La curiosidad me hizo suspender el zapping e intentar descifrar qué estaba mirando. Fue así que descubrí la versión mexicana del mito vampírico construida por Del Toro. Alguna vez más tuve oportunidad de toparme con la cinta en televisión. Y nada más. Pasaron los años y los éxitos del cineasta mexicano fueron llegando. El DVD pronto entró en escena y las producciones norteamericanas (Hellboy, Mimic, Blade II) y españolas (El Espinazo del Diablo, El Laberinto del Fauno) de Del Toro se añadieron a los infinitos catálogos de las distribuidoras. ¿Y Cronos? Nada. El año pasado, viviendo en Barcelona, mis frecuentes visitas a la FNAC dejaron ante mi una edición especial de la cinta mexicana que en su momento consiguió 8 premios Ariel, así como el reconocimiento a mejor guión en el Festival Internacional de Sitges, dedicado al cine fantástico. La edición es una auténtica joya, cuyo segundo disco incluye documentales, entrevistas y galerías para deleitarse un rato. Y en México, ¿alguien se acuerda de Cronos? Ni siquiera el éxito internacional de El Laberinto... sirvió para pensar en lanzar al mercado esta cinta.


Y siguiendo con películas a las cuales la historia no ha hecho suficiente justicia, comencé el fin de semana viendo una vez más Dark City (1998) de Alex Proyas. La cinta siempre me ha parecido impecable. Cada encuadre es de una precisión inmejorable. La visión de Proyas hace de cada fotograma una pieza digna de admiración, rindiendo homenaje a un sinfín de cintas míticas de la primera mitad del siglo XX. Las referencias a clásicos del expresionismo alemán son poderosas (ahí están las calles de Metrópolis de F. Lang y "los Extraños" evocando al Nosferatu de Munrau), así como la herencia de la cámara de Orson Wells en encuadres y secuencias extraordinarios. Vale. Más de uno dirá que exagero. Que mi entusiasmo es desbordado. Y quizá sea cierto. Pero así pasa cuando a uno algo le gusta. Recuerdo que poco después llegó Matrix a las pantallas. Me enfurecía la euforia entorno al mundo creado por los Wachowski. Con el tiempo he valorado con mayor justicia la franquicia de la matriz, pero mi corazón se queda con Dark City como metáfora de este mundo que con frecuencia se nos antoja sin duda a creación de alguien que sólo juega con nosotros y nuestros destinos. 

lunes, 1 de junio de 2009

Varia

  • Aquí vamos. Arrancando un mes más. En el trabajo, la recta [casi] final del ciclo escolar. Algunos andan más inquietos que otros. Todos esperando ya el último día. La cercanía del verano pone sobre la mesa la necesidad de revisar algunos planes a corto y mediano plazo. Hay varias ideas en juego. En un par de semanas habrá que recuperar también los proyectos para el doctorado. Muchas ideas siguen trabajando en la cabeza. Muchas ilusiones en torno a ello. Entre que uno se traza planes y vive el día a día, algunas cosas valen la pena tenerse presentes. Una de éstas me la recordaba mi tío H. el sábado con palabras de Machado que alguna vez decoraron mi blog barcelonés: «se hace camino al andar». Y en este hacer camino, como siempre, la belleza es una estupenda compañía. Ayer le dejé acercarse a través de algunas imágenes de Miyazaki y algunos sonidos de Gorecki. 
  • En el primer caso, después de muchísimo tiempo, he ido acercándome a los mundos animados de este creador japonés. No hace muchas semanas que por primera vez me regalé un par de horas para explorar Sen to Chihiro no Kamikakushi (El viaje de Chihiro). Siguiendo con el entusiasmo generado en esa primera aproximación, ayer gocé de Hauru no Ugoku Shiro (El increíble castillo vagabundo). Ya me daré chance para reseñar ambas cosas con calma.
  • Y en la música, he aprovechado algunos ratos de organización de mi audioteca para viajar con la delicada Sinfonía de las Canciones Tristes de H. Gorecki. Tengo claro que en general no se reconoce particularmente por ser una pieza para levantar los ánimos en tiempos difíciles, pero es sin duda una de esas partituras que elevan el espíritu. Como sucede con este tipo de obras, es una sinfonía que debe escucharse serenamente, de principio a fin. Sin embargo, para introducirse en el mundo de Gorecki, ayuda el segundo movimiento de la sinfonía, que sin duda es lo más conocido del compositor.

domingo, 3 de mayo de 2009

Atrapar el tiempo (III)

Desde que mi hermano y yo éramos todavía muy pequeños... Bueno... Desde que éramos más pequeños, el cine se hizo pronto parte de nuestras historias. A unas cuadras de casa estaba el imponente Cine Bella Época —en donde hoy está la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica—. En esa sala llegamos a ver infinidad de películas. Recuerdo en particular, Travesuras de una bruja (Bedknobs and Broomsticks me entero que es su título original) y puedo vernos caminando con mi papá de regreso a casa, planeando la forma en que habríamos de recrear las escenas que más nos habían gustado. 

Un día, a través de unos vecinos, descubrimos un peculiar invento: los videocasetes. Nosotros aún no disponíamos de semejante tecnología, pero en la casa de enfrente pudimos, por ejemplo, descubrir y disfrutar varias veces Willy Wonka y la fábrica de Chocolate, otro clásico de nuestra infancia. Llegó cierto día la ocasión de tener nuestro propio reproductor beta en casa, lo cual no confinó la experiencia fílmica al cuarto de papás, pues las invitaciones a ver películas seguían teniendo anfitriones en sedes externas: la extravagante vecina de atrás de la casa, con quien vimos una y otra vez la versión animada de Robin Hood, y mi tía Y., con quien ir a quedarse un fin de semana era toda una aventura —era necesario ir "hasta" Tlalpan—. (Por cierto, en su casa vimos un montón de veces otra de mis all-time-favorites, The Sound of Music o La Novicia Rebelde, como le conocemos en México.) 

La videocasetera iba ligada a otra creación de aquellos tiempos: el video club. Además de alquilar películas en Video Centro, éramos socios en un video club más austero, cerca de casa de abuelita. Ahí encontrábamos con frecuencia películas menos conocidas, al menos para nosotros. En ambos casos, lo cierto es que llegábamos a rentar la misma película en varias ocasiones. (Eso cambió un poco cuando, ya entrando en la adolescencia, un compañero del colegio lograba copiar películas de un casete a otro, iniciando tempranamente su negocio de piratería.)

Pero más allá de la experiencia del cine en casa, siempre estuvo la asistencia a las grandes salas, para presenciar desde los taquilleros estrenos de aquellos días, hasta películas que a veces ya no sé si existieron o si fueron imaginadas por mí. 

Lo cierto es que algunas películas, ya fuese en la pantalla grande o en el televisor de casa, marcaron especialmente nuestra infancia. (Y digo "nuestra" pues aunque las huellas dejadas seguramente han sido distintas, estoy seguro que en algunos casos esa marca es igual de significativa.) Mientras escribo, vienen a mi mente muchos títulos por distintas razones. Desde hits ochenteros tan míticos como Cazafantasmas, hasta películas casi de culto en la historia de nuestra infancia, como F/X Efectos Especiales; producciones fantásticas como Regreso a Oz o íntimas como Milagro en la Calle 8; producciones atrevidas como Las aventuras del Barón Munchaussen o entretenidas a morir como Los Muppets toman Nueva York; clásicos como La Historia Sin Fin, o cintas hoy olvidadas, que no lograron ese registro en la historia y cuyos títulos ahora no soy capaz de evocar (¿te acuerdas una de extraterrestres?). 

Papá y mamá fueron obviamente responsables de todo esto en buena medida. Siempre estimularon mucho nuestro interés en cualquier cantidad de cosas, entre ellas el cine. 

Y toda esta cascada de recuerdos viene hoy porque ayer vi después de muchos años una de esas películas de nuestra infancia. Una que recuerdo sobre todo porque le encantaba (y seguramente él me pedirá que lo diga en presente: le encanta) a papá: Los dioses deben estar locos. La compré en DVD hace tres navidades, pensando en regalársela... y por alguna razón me la quedé. Nunca la abrí. Y ayer se dio la oportunidad de revivir la locura de esos dioses que arrojaron una botella de Coca-Cola al profundo desierto del Kalahari. Recordaba imágenes. Pero al mismo tiempo dudaba si realmente la había visto o sólo creía haberlo hecho. Lo cierto es que ayer sentí que la veía por primera vez. Y me encantó. Una película vista con otros ojos. Vista desde otra historia. Vista a ratos con nostalgia, casi escuchando al pequeño Ernesto a un lado, compartiendo ingenuos recuerdos. 

Una película que tiene un poco de todas las nostalgias que aquí he referido. Y que me deja con ganas de viajar en busca de muchas otras en las que permanece atrapado el tiempo.