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jueves, 21 de mayo de 2020

Nueva normalidad, nuevos valores, nueva escuela

¿Te ha ocurrido que despiertas de una pesadilla y necesitas contarla esperando conjurarla, impedir que se haga realidad? Con esa intención comparto una visión sobre la escuela que viene. El texto es oscuro, lo sé, pero busca también ofrecer una chispa de esperanza.

Imagen: Carnet Noir (2014). Cortesía de Antinea Jimena

Estamos a la puerta de despedidas que algunos no esperábamos vivir. Decir adiós a la poca libertad que nos quedaba. Adiós a la pequeña esperanza de confiar en el Otro y reconocernos en su mirada.

Lo peor es que la despedida no es producto de un violento robo en despoblado: nos han convencido con relativa facilidad y lo hemos entregado todo dócilmente. Creímos que sería un resguardo temporal de estas sagradas conquistas. Peor aún: pensamos que lo hacíamos como un acto de responsabilidad y solidaridad: por el bien de los demás. Y ahora no hay marcha atrás. Nos han enseñado a ver con otros ojos aquella libertad, aquella esperanza. Y nos han persuadido de que es mejor dejarlas en prenda, una vez más, por nuestra seguridad. Por nuestra salud.

No estaremos encerrados para siempre, eso es cierto. (Escribo en México, donde teóricamente sigue vigente una Jornada Nacional de Sana Distancia que nos pide quedarnos en casa, aunque millones por necesidad, capricho o ignorancia siguen viviendo igual que antes en el espacio público.) Decía que no estaremos encerrados para siempre. Pero el día que salgamos a recuperar las calles ―como lo hacen ya algunos que llegaron antes que nosotros a la pandemia― lo haremos protegidos por murallas invisibles cuyo grosor será mucho más poderoso que el de las paredes de casa.

No sé si los cubrebocas o las caretas transparentes durarán mucho o poco, pero el distanciamiento social llegó para quedarse. Hoy el término tiene, todavía,  cierta carga negativa. Pero no será por mucho tiempo. El distanciamiento social se revela ya como la virtud vertebral del nuevo aparato que habrá de regir nuestras vidas.

Cada sistema social, político y económico a lo largo de la historia ha necesitado apoyarse en determinados valores para garantizar su funcionamiento. Estos valores se instalan sutilmente, sin grandes cuestionamientos, sin una reflexión crítica de gran alcance. Nunca se habla formalmente de ellos: se dan por hecho. ¿Habrá resistencias? Seguro. Las ha habido, las hay y las habrá. Siempre. En función de la fuerza que tenga el nuevo sistema, esas resistencias ayudarán a equilibrar algunas cosas, pero servirán también para que los defensores del régimen refuercen en sus discursos las estrategias que ocultan las letras pequeñas del nuevo contrato social.

¿Qué papel jugará la escuela en este nuevo orden? El mismo de siempre. Con nuevas reglas, por supuesto. Y no me refiero al debate entre presencialidad y virtualidad que roba las primeras planas y acapara las conversaciones cada vez que se menciona la palabra educación en estos días. Las nuevas reglas tendrán como soporte los mismos principios ideológicos sobre los cuales se ha montado desde siempre la función dominante de la escuela: convencernos de lo que nos toca, ayudarnos a comprender “la realidad” y aceptarla, iluminarnos para encontrar nuestro lugar en el mundo, bajo las nuevas reglas del juego.

Como sucede incluso en la más terrible de las dictaduras, habrá pequeños territorios de resistencia. Marginales, por supuesto. Paradójicamente, muchas personas e instituciones educativas que en los años recientes venían avanzando en la conquista del terreno con un mensaje ―y con experiencias claras― de que otra educación era posible, se entregarán fácilmente al nuevo orden. Porque el sistema de control que emerge usa el mismo idioma de los que sembraban la revuelta: conoce los valores y creencias que movían a estos revolucionarios de la educación y hace tiempo que empezaba a hablarles en su lengua. “Es su momento”, les dirá. Y a muchos los insertará con docilidad en la lógica de su algoritmo.

Otros resistiremos. No sé por cuánto tiempo. No sé con qué alcances. Como en cualquier guerra ―aunque no sé si lo que hoy vivimos pueda describirse como una guerra― la resistencia tendrá que esconderse. Buscar mantener vivo el calor de sus convicciones sin exponerse al exterminio de las últimas brasas.


*

¿Resistir? ¿Frente a qué? Resistir el embate de la escuela que viene. La nueva escuela que nos están ya instalando y que, después de arraigado el miedo y respaldados por los científicos de la salud, madres y padres exigirán para sus hijas e hijos. Serán las familias quienes reclamen a las escuelas más de lo que pedirán los propios gobiernos. Acaso unos cuantos comprenderán el alcance que a largo plazo tendrán esas medidas sanitarias que con bombo y platillo presumiremos, sin detenernos a pensar en los nuevos marcos mentales que estaremos instalando con ellas.

Hace unos días escribía Martín Caparrós que la emergencia le había llevado a experimentar y comprender inesperadamente “la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo”.

Aunque nunca me he considerado conservador, esa actitud paradójica no me es extraña, pues siempre me  ha acechado una incómoda pero vital condición que me hermana con la trágica Casandra griega. Condición que en mis delirios apocalípticos hoy me arrastra a mirar el mundo que vendrá.

La idea misma de "escuela" ya estaba en crisis. Es verdad, sus días estaban contados. La pandemia acabó con ella, aunque seguramente seguirá pataleando y buscando defenderse en su último aliento. Es cierto también que muchos deseábamos que desapareciera. Pero no todos teníamos en mente el mismo anhelo para la escuela que habría de sustituirla.

Poco tenemos para celebrar hoy quienes pugnamos por una educación crítica, humanista, liberadora. Ya era difícil antes convencer sobre la necesidad de derrotar la lógica simplificadora de una escuela orientada por la reproducción y la homogeneidad. Pero había pequeños triunfos. La constancia y el valor de muchos había conseguido derrotar las filas de bancas y las tarimas; poco a poco se apostaba en muchas trincheras por la interacción, el aprendizaje activo, la centralidad del estudiante, el diálogo y el cuestionamiento.

Pero esas conquistas eran pequeñas batallas. Con vestidos semejantes, apropiándose del lenguaje de algunas pedagogías críticas, acechaban las grandes corporaciones de administración de contenidos y los emporios tecnológicos con algoritmos para resolver la vida de profesores, estudiantes y familias. Se imponía poco a poco una vacía pedagogía del entretenimiento disfrazada de habilidades para el siglo XXI.

Hace unas semanas, lleno de esperanza, compartí en distintos espacios un primer vistazo a los escenarios posibles para la educación después de la emergencia. Simplificando un poco las cosas, apuntaba tres posibilidades. En la primera, la vieja y agonizante escuela se repone apoyada en sus inercias y en el miedo, en la necesidad de la gente por refugiarse en lo conocido. En el segundo escenario, ponemos ciegamente la educación en manos de la tecnología digital. La tercera vía, pensaba, estaría en la posibilidad de reimaginar y rediseñar la idea de escuela desde su raíz.

Hoy no soy optimista. Me parece que la pandemia ha terminado de sacudir las piezas en el tablero de juego y algunas han tenido ya la fortuna de salir ganando, mientras otras han rodado al suelo y tendrán difícil levantarse.

Hoy me aterra pensar que veo con claridad el mundo que viene. Y no hablo de los primeros meses, el regreso a clases y la logística sanitaria previa al hallazgo de vacunas o tratamientos para un virus. Me refiero a lo que viene después. Lo que viene para instalarse a largo plazo.

Los nuevos valores dominantes pisotearán a algunos de los que nos inspiraron por muchos años. Solidaridad, generosidad, colaboración, confianza… son palabras que pronto tendrán otro significado en el diccionario moral que servirá de referente en las escuelas. En la raíz de sus nuevas definiciones estará, por supuesto, el miedo. Pronto el miedo se convierte en desconfianza, en sospecha permanente frente al Otro. Y la sospecha en repugnancia.

En la escuela aprenderemos los nuevos mandamientos por el bien de nuestra salud. No tocarás. No compartirás. No mirarás frente a frente sin una careta o dos metros de distancia. No pondrás en duda lo que dice la ciencia por el bien de la salud. Por favor, que mi hijo no se acerque a nadie. No se le vaya a ocurrir prestar la regla o los colores… ¡mucho menos compartir algo del almuerzo!

La ingenua idea de solidaridad que inundó a muchos en las primeras semanas del encierro, se apagará pronto, igual que se apagaron los cantos en los balcones de muchas ciudades europeas. Salimos a comprar unos días al vecino o al productor local con esa idea de ayudarnos durante la crisis. Pero eso se acaba. A algunos nos vencen los caprichos, a otros nos gana la sospecha. ¿Será seguro? ¿No se estará aprovechando de mí? ¿Dónde estará la trampa?

Con la bandera de la solidaridad nos dijeron cuídate tú y así cuidas a los tuyos. Nos cuidamos todos a todos. Creímos que lo hacíamos por los demás, pero en el fondo sabían y sabíamos que lo hacíamos por nosotros. Pronto resucitó Caín en nuestro interior: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Aceptamos cuidarnos renunciando a vernos. Renunciando a la mirada, al rostro, renunciamos a la responsabilidad auténtica por el Otro. Una responsabilidad, cierto, bastante olvidada y por tanto fácil de abandonar de una buena vez.

La nueva colaboración será por definición ajena a la mirada. Colaboración en línea, nunca frente a frente. Colaboración mediada por la distancia, en la que se diluye fácilmente la responsabilidad moral. La misma lógica de cooperación que hizo posible el exterminio nazi ―analizada brillantemente por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto― pero apoyada en el simulacro de cercanía que se produce en las pantallas. Colaborar con mi parte no exige la visión global del sistema. Bastará cumplir con lo que alcanza la mirada en el marco de mi dispositivo. No habrá necesidad de cuestionamiento crítico porque, ¿quién cuestiona la aspiración del gran proyecto de la madre ciencia, la importancia de nuestra seguridad y el cuidado de nuestra salud?

Parafraseando el salmo, Levinas recordaba que la persona libre está consagrada al prójimo: “nadie puede salvarse sin los otros. [...] Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”. Con la distancia se difuminan nuestros rostros. Al romper con el encuentro cara a cara, al distanciarnos de esa mirada que nos interpela desde el rostro del Otro, se resquebraja la responsabilidad ética propia de la relación intersubjetiva.

Las barreras físicas serán temporales, no lo dudo. Desaparecerán un día las caretas, las marcas en el piso, las placas de plástico y cristal. Pero el día en que podamos librarnos de ellas, como el elefante de circo, permaneceremos atados por una fuerza invisible, porque el Otro, desdibujado, sin un rostro en el cual reconocernos, nos provocará asco.


*

Escribo anhelando equivocarme. Lo pongo sobre la mesa seguro de no ser el único que lo anticipa. Lo escribo, como apuntaba Vilém Flusser, proyectando escenarios consciente de que estos no describen catástrofes ―que por definición son imprevisibles― sino “algo previsible que ―al menos en teoría― puede impedirse”.

Lanzo estas palabras porque, a pesar de las sombras, creo firmemente y hoy más que nunca, que otra escuela es posible.

*

Referencias
  • Bauman, Zygmunt. (1974). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
  • Caparrós, Martín. (2020). La nueva normalidad. New York Times, Mayo 7, 2020.
  • Flusser, Vilém. (2011). Hacia el universo de las imágenes técnicas. México: UNAM / ENAP.
  • Levinas, Emmanuel. (1974). Totalidad e Infinito. Salamanca: Sígueme.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Escuela y esperanza crítica en tiempos de crisis

N.B. Este texto está basado en un mensaje que escribí originalmente para ser compartido con la comunidad de la escuela que hoy encabezo. Agradeciendo y aceptando las sugerencias de un par de personas, presento aquí una versión abierta, quitando del texto las referencias institucionales y la información técnica dirigida particularmente a las familias de nuestro colegio. El mensaje original lo dejo hasta abajo, en el formato de video que enviamos a nuestra comunidad educativa.

Es evidente que atravesamos un momento muy difícil para la humanidad. Y frente a este reto, todas las personas generamos una opinión: tenemos visiones distintas y enfrentamos el momento desde una realidad particular.

Hoy, como pocas veces en los tiempos recientes, es evidente que necesitamos asumir una mirada más empática para abordar la realidad y tomar decisiones.


El proceso de generar e implementar estrategias emergentes en la escuela donde colaboro, ha sido un desafío rico en reflexiones. En medio de su complejidad, la crisis nos da la oportunidad de pensar en el papel que juegan las escuela hoy en nuestras comunidades.


Para implementar las acciones de nuestro colegio, hemos tomando en cuenta como primer criterio o prioridad, contribuir al cuidado de la salud pública, contribuir así al cuidado de la salud de todas y todos. Este eje nos exige, en primer lugar, ser cuidadosos con la información. No nos corresponde especular; no podemos basar nuestras decisiones en las decenas de opiniones y explicaciones que circulan hoy en diferentes medios y redes digitales. 


Creemos que hoy es necesario asumir visiones coordinadas y para ello nuestra primer pauta ha sido la información que las autoridades federales, estatales y municipales nos brindan. Hemos trabajado también siguiendo de cerca las medidas y experiencias que se están viviendo en diferentes lugares del mundo, tanto en lo general como en el caso específico de los sistemas educativos. 


Eso me lleva a la segunda prioridad que hemos buscado atender: encontrar la mejor manera de mantener actividades de aprendizaje durante esta etapa de distanciamiento social que nos proponen las autoridades.


Es natural que la suspensión de clases dictada por la SEP hace unos días generara confusiones. Más allá de los aciertos y errores que pudiera haber en la estrategia y en la comunicación de la misma, la confusión es comprensible dado que la suspensión se conecta con dos semanas previstas como receso de vacaciones en el mes de abril. Por ello es importante reforzar el sentido que tiene la suspensión: se trata de un periodo de sano distanciamiento para reducir probabilidades de contagio, evitando salidas, viajes o actividades no esenciales, especialmente en espacios concurridos.


Esta suspensión ha generado también una confusión en cuanto al papel que han de jugar las escuelas durante estas semanas de marzo e inicios de abril. Está claro que no son vacaciones. ¿Significa que las niñas y niños estarán en clases desde casa? En sentido estricto, no. La SEP ha señalado que después de la crisis se tendría que buscar la estrategia para reponer esos días. En este momento es muy difícil saber qué seguirá. Seamos claros: no tenemos certeza de lo que pasará en las siguientes semanas y por lo tanto no podemos precipitarnos.


La autoridad educativa ha pedido a las escuelas generar estrategias para que el tiempo que pasen nuestras niñas, niños y adolescentes en casa sea productivo, incluyendo actividades escolares y de aprendizaje que apoyen el cumplir con los contenidos de planes y programas. 


Suena sencillo, pero el desafío que compartiremos –estudiantes, familias y escuelas– durante estas semanas, es muy grande. Definir una estrategia de trabajo para estas semanas exige reconocer que hay una gran diversidad de contextos en nuestras familias. Como dije antes, necesitamos una visión amplia y empática.


Conviene partir de una idea clara: nuestras escuelas han sido pensadas como espacios para compartir y aprender presencialmente. Y no me refiero solo a la escuela donde trabajo, sino a las escuelas de educación básica en general y a la mayoría de nuestras escuelas de nivel medio superior. Prometer que se pueden llevar las clases y el aprendizaje presencial a un formato a distancia en unos cuantos días, y que el curso puede seguir avanzando desde casa como si nada con plataformas digitales, me parece que encierra dos problemas. Primero, pienso que prometer eso es mentir. Segundo, pienso que si se lograra sería inequitativo.


Me explico. 


Mandar actividades por correo, subirlas a una plataforma o a páginas en  internet, es sencillo. Solo requiere algunos conocimientos técnicos. Pero diseñar experiencias de aprendizaje para cumplir con los programas de estudio, requiere diseños pedagógicos complejos y una preparación no solo de los docentes, sino también de los estudiantes. 


Incluso las actividades diseñadas por distintas editoriales y montadas en plataformas comerciales para la educación básica han sido pensadas para la presencialidad. Claro que la experiencia en línea puede enriquecer y fortalecer muchas estrategias, pero en los casos de éxito funcionan como mecanismos complementarios, al servicio de un trabajo presencial potente: herramientas al servicio de la interacción directa.


Si trabajar con plataformas en línea logra sustituir realmente el trabajo de una escuela de educación básica, ¿qué valor agregado aportan entonces la institución y sus docentes? ¿Somos solo espacios para el resguardo de niñas y niños? Si una escuela de educación básica cree que puede seguir trabajando con sus plataformas a distancia y los chicos seguirán aprendiendo igual, me quedo con dudas sobre su seriedad.


Vamos, sin embargo, a imaginar una escuela que tiene la capacidad pedagógica y técnica necesarias para, en unos cuantos días, implementar sus clases en línea y seguir avanzando con temas nuevos… Pienso que hoy eso resultaría inequitativo. ¿Por qué?


No podemos suponer que las condiciones de accesibilidad, conectividad y gestión de tiempo son las mismas para todos. Y menos en un periodo de excepción como es una emergencia sanitaria. 


Si un adulto se inscribe a un programa de formación en línea, sabe a lo que va y por tanto asume esas condiciones. Pero el caso que hoy vivimos es extraordinario: ninguno de nosotros lo eligió. Si lograramos montar clases en línea para avanzar con los contenidos, es un hecho que muchos se irían quedando atrás. 


Pensemos, por ejemplo: ¿cuál es la disponibilidad de conexión a internet de cada familia? ¿Con qué equipo cuentan para trabajar a distancia? Si algún adulto de la familia necesita quedarse a trabajar desde casa, esa conexión y algunos equipos tendrán que compartirse. Cierto que algunas personas podrán conectarse con un teléfono celular, pero ¿hasta qué punto? ¿A qué precio? ¿Podrían todas las personas lograrlo de la misma manera?


Invito a pensar también en las condiciones físicas y organizativas de cada hogar. ¿Tenemos los espacios adecuados para el trabajo y el estudio a distancia? ¿Cuántas personas viven en la casa? ¿De qué edades? ¿En cuántos metros cuadrados? ¿Qué necesidades genera eso? Entiendo que algunas personas tendrán muchas de estas necesidades resueltas o gozan en casa de condiciones muy favorables. Pero no todas. Nuevamente, no podemos pensar en una estrategia para unas cuantas.


Esta reflexión sobre la diversidad de condiciones en las familias de los estudiantes puede extenderse a la realidad de cada maestra y maestro. No es lo mismo un sistema de educación a distancia que se gestiona desde instalaciones equipadas y preparadas para ello, que desde la casa de cada docente que también enfrenta limitaciones como las que he descrito hace un momento.


Si nos damos cuenta, las escuelas jugamos un papel democratizador importante. Cuando las niñas, niños y adolescentes se encuentran en las aulas, las escuelas igualan en lo posible las condiciones para que aprendan. Es verdad que cada estudiante llega a la escuela con un contexto distinto, pero al menos durante unas horas, se encuentra en igualdad de circunstancias para aprender, con los mismos recursos, con las mismas personas, en los mismos espacios, al mismo tiempo. 


A la complejidad del escenario pedagógico y las dudas que genera en muchas familias, se suman las preocupaciones derivadas del escenario económico que se vislumbra para los próximos meses. Las escuelas, y en particular las instituciones privadas, tenemos que pensar también en esas variables y prepararnos para escuchar a las familias y acompañarnos mutuamente. Nuevamente, el diálogo basado en la empatía será fundamental. Será necesaria una buena dosis de paciencia y comprensión entre familias y escuelas para salir adelante.


La fase de distanciamiento social está en sus albores. Nos falta un intenso camino por recorrer. No perdamos de vista la prioridad número uno: el cuidado de la salud como una tarea compartida; la corresponsabilidad es crucial e implica un actuar reflexivo y cuidadoso por parte de todas y todos, en lo individual y en lo colectivo.


Mantengamos una actitud serena, responsable y críticamente esperanzada frente a la contingencia que nos ha tocado compartir.



P.S. Debo reconocer la herencia de Paulo Freire en el título de esta entrada y en la línea final. La idea de una esperanza crítica la recupero de su libro Pedagogía de la esperanza.


Las mismas ideas, pero en el contexto de un mensaje para la comunidad del colegio que hoy encabezo, lo dejo acá en formato de video. 10 minutos de mi rollazo, para quien se aburra de leerme. 

lunes, 9 de enero de 2017

Una obra de arte sin desperdicio


"Un día sin escribir o anotar algo se me antoja un día desperdiciado o criminalmente abortado: un deber incumplido, una vocación traicionada."
Esto escribía Zygmunt Bauman el 3 de septiembre de 2010, en un libro que no es un diario pero casi (Esto no es un diario, Paidós, 2012). Ha muerto Bauman y para fortuna nuestra durante muchos años honró esa vocación y, lejos de desperdiciar sus días, nos deja un vasto legado de reflexiones y cuestionamientos que bien valdría la pena revisemos en el marco de los agitados y complejos días que atravesamos.

Mi primer acercamiento a Bauman fue hace una década por invitación de un maestro a leer Vidas Desperdiciadas (Paidós, 2005). Vivía yo en Barcelona y en el peculiar momento que atravesaba, mis intereses e inquietudes personales se vieron sacudidos por los planteamientos y digresiones de Bauman, así como sus apelaciones a diversos autores en aquellas páginas.

Poco después leí una obra que terminaría de acomodar muchas piezas en mi interior, un texto que desde entonces ha sido un referente clave en mi interpretación no solo de un momento concreto de la historia del siglo XX, sino en mi lectura del presente y mi visión sobre la necesidad de transformar las estructuras sociales y de pensamiento de cara al futuro: Modernidad y Holocausto (1989, en castellano editado por Sequitur, 1997).

Apurándome un poco y corriendo el riesgo de dejar cabos sueltos, la propuesta de Bauman en esta obra es dejar de ver el Holocausto como una herida en la historia de la humanidad y enfrentarlo como una “prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna”. Es decir, un producto de la historia de la modernidad, sugiriendo que la “civilización moderna no fue condición suficiente del Holocausto, pero sí fue, con seguridad, condición necesaria”. Pero no solo eso: advierte además que esa condición permanece en nuestros días, por lo que no estaríamos exentos de una tragedia semejante, lo cual obliga a explorar el fenómeno y buscar alternativas para desmontarlo. El asunto da para mucho.

Las exploraciones de Bauman en esas páginas me ayudaron a poner en palabras algunas interrogantes personales que a la fecha me siguen inquietando, a la vez que alimentan y orientan (¿desorientan?) muchas de mis acciones en el ámbito educativo.

Una de las ideas clave en el pensamiento de Bauman es la noción de modernidad líquida:
"Si la vida premoderna era una escenificación cotidiana de la infinita duración de todo excepto de la vida mortal, la líquida vida moderna es una escenificación cotidiana de la transitoriedad universal. Nada en el mundo está destinado a perdurar, y menos aún a durar para siempre. Con escasas excepciones, los objetos útiles e indispensables de hoy en día son los residuos del mañana."
A lo largo de varios años he leído y escuchado diversas referencias inexactas al pensamiento de Bauman. Hoy mismo he leído varias notas que avisaban su muerte describiéndolo como el "padre de la modernidad líquida". Quizá sea por el uso de ese adjetivo muchos piensan que Bauman promovía o aplaudía esa liquidez, cuando sucedía justo lo contrario. Ilustro esto con un ejemplo aterrador que viví apenas hace un mes. Durante la inauguración de un Congreso Internacional sobre Innovación Educativa, el rector del Tecnológico de Monterrey, David Noel Ramírez, celebraba la modernidad líquida y afirmaba: "No queremos instituciones sólidas. Queremos instituciones y relaciones líquidas".

Bauman denunciaba justo los peligros de una sociedad líquida. Quizá el ámbito de las relaciones personales sea justo uno de los que permiten ver esto con más nitidez. Al respecto, resulta clave su obra Amor Líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos (Fondo de Cultura Económica, 2005).

La vulnerabilidad de nuestras relaciones como seres humanos, el simulacro de vínculos reducidos a likes y seguidores en redes sociales, ponen en riesgo el sentido de comunidad. Como advierte Bauman en Vidas Desperdiciadas:
"Y allí donde no hay pensamiento a largo plazo ni expectativa de que volvamos a vernos, es difícil que se dé un sentimiento de destino compartido, una sensación de hermandad, un deseo de adhesión, de estar hombro con hombro o de marchar acompasados. La solidaridad tiene pocas posibilidades de brotar y echar raíces."
De ahí que en sus últimos años, testigo de las luces y sombras que tantos señalan sobre la explosión en el uso de las redes sociales para fines tanto personales como sociales, Bauman advirtiera del silencioso enemigo que se escabulle en el anonimato que esas plataformas suelen fomentar. En Esto no es un diario apunta:
"El verdadero adversario del anonimato propiciado por internet no es el principio de la libertad de expresión sino el principio de responsabilidad: el anonimato propiciado por internet es, ante todo y desde el punto de vista social, una licencia oficialmente aprobada para la irresponsabilidad y una lección pública en su práctica —tanto online como offline (fuera del mundo virtual)—, una gigantesca y venenosa mosca antisocial a la que se le permite saquear un enorme barril de ungüento anunciado y presuntamente dedicado a fomentar la causa de la socialidad y la socialización..."
En el mismo libro, Bauman arroja una advertencia especialmente dolorosa por su crudeza si pensamos en lo que hoy vivimos en muchos lugares (y pienso en primer término, por supuesto, en México, mi país):
"La tendencia a olvidar y la vertiginosa velocidad del olvido son, para desventura nuestra, marcas aparentemente indelebles de la cultura moderna líquida. Por culpa de esa adversidad, tendemos a ir dando tumbos, tropezando con una explosión de ira popular tras otra, reaccionando nerviosa y mecánicamente a cada una por separado, según se presentan, en vez de intentar afrontar en serio las cuestiones que revelan."
Si me sigo metiendo en el terreno de las citas, con Bauman nunca terminaría. Ahí está su inmenso legado para leer algo y ver qué nos provoca, qué nos mueve.  ser Algo he leído de Bauman. Algunos dicen que bastante pero es apenas un poco de lo mucho que tengo en la lista de lecturas pendientes. Hay quienes señalan que escribió mucho pero que suele repetirse a sí mismo. Quizá, yo solo sé que para mí siempre es provocador.

Remato con algo que escribió Bauman en uno de los libros más orientados a la dimensión personal que le he leído (El arte de la vida, Paidós, 2009):
"Nuestra vida, tanto si lo sabemos como si no, y tanto si nos gusta esta noticia como si la lamentamos, es una obra de arte. Para vivir nuestra vida como lo requiere el arte de vivir, como los artistas de cualquier arte, debemos plantearnos retos que sean (al menos en el momento de establecerlos) difíciles de conseguir a bocajarro, debemos escoger objetivos que estén (al menos en el momento de su elección) mucho más allá de nuestro alcance y unos niveles de excelencia que parezcan estar tozuda e insultantemente muy por encima de nuestra capacidad (al menos de la que ya poseemos) en todo lo que hacemos o podemos hacer. Tenemos que intentar lo imposible."
Hoy lamento la partida de Zygmunt Bauman como si me despidiera de un querido maestro. Celebro su vida que supo vivir como obra de arte, sin desperdiciar un momento, sin traicionar la vocación de pensar, de compartir su pensamiento.

sábado, 17 de marzo de 2012

Ven a escucharme (pero quédate callado, por favor)

Nada quizá tan peligroso como aquello que se reafirma a golpe de negarse a sí mismo con insistencia.

Hoy desde casi cualquier frente se defiende la necesidad de fomentar el diálogo como valor instrumental esencial en nuestros proyectos de democracia. La tragedia está en que los mismos que promueven ese supuesto valor, operan sobre conductas más cercanas al monólogo, al discurso vertical, impositivo. Generemos un efecto de intercambio, una simulación de encuentro, una ilusión de diálogo. Y lo compramos con tanta ingenuidad. O comodidad, probablemente. Los simulacros nos vienen bien, no exigen demasiado compromiso.

Nos dicen que todos tenemos plataformas para hacernos escuchar. Y aunque es relativamente cierto para muchos millones de nosotros, incluso teniendo ese acceso hemos claudicado en favor de las fachadas. Vestir de diálogo nuestros monólogos. ¿Escuchar al Otro? Siempre que me garanticen que yo también tendré la palabra. Lo aceptamos casi haciéndonos el favor: habla, pero de prisa y sin aburrirme, que ya quiero que me toque.

La llamada opinocracia se contagia fácilmente. Nadie juzga que se opine de todo o en todo momento; la tragedia está en querer compartir las opiniones como verdades incuestionables y sin la disposición de entablar un auténtico diálogo. No hay deliberación posible sin sujetos capaces de expresar sus argumentos y construir sus propios juicios, pero parece que queremos ahorrarnos el camino, cual si hubiésemos nacido con la verdad de nuestro lado y solo nos tocara llevar la buena nueva a los buenos salvajes que no tuvieron la misma fortuna que nosotros. Vaya paradojas.

Las llamadas redes sociales, con un impresionante potencial para construir deliberación pública comunitaria, terminan convirtiéndose en maravilloso vehículo para el monólogo vestido de su contrario. Perverso, pero evidente. Basta un vistazo al general de los muros, líneas del tiempo, biografías o como quiera que se llame el espacio donde nos expresamos los usuarios de esas redes. Hacer clic en "me gusta" o dar "RT" con un "+1" al final, son más un modo de reafirmar nuestro monólogo interior que una expresión de encuentro auténtico con el Otro.

No siempre, es verdad. Y hacerlo a veces tampoco es —o debería ser— el fin del mundo. El problema, a mi juicio, se da cuando son estas fórmulas la base de una interacción que solo refuerza dinámicas casi autómatas, poco creativas. Ahí están los datos estadísticos de cómo usamos Facebook o Twitter. Duele ver que medios con un potencial creativo tan grande, terminen reproduciendo las fórmulas que refuerzan nuestra solitaria condición de espectadores del mundo.

Tenemos ante nosotros la posibilidad de un auténtico orden social donde la pluralidad sea tan valiosa como la expresión del individuo. Semejante orden exige, sí, ciertas disposiciones. El diálogo como encuentro auténtico con el Otro parece un buen camino.

jueves, 21 de julio de 2011

¡Feliz cumpleaños Mac-Lujan!

Una inesperada sesión fuera de programa vino a coronar tres días de reflexiones aquella última semana de mayo. La gente abandonaba la sala del CCCB tras finalizar el panel "McLuhan, art and media", último evento oficial de la Conferencia McLuhan Galaxy: Understanding Media, Today, organizada por la Universitat Pompeu Fabra y el IN3.

Mientras el recinto quedaba vacío, permanecí unos minutos para intercambiar ideas con Sergio Roclaw, de Brasil, quien esa mañana había presentado un interesante trabajo sobre las ligas entre el pensamiento de McLuhan y la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. A punto de despedirnos, se acercó Robert Logan y con la espontaneidad a la que nos había acostumbrado en esos días preguntó si queríamos “acompañarlos” a cenar. No estaba claro quiénes formarían la comitiva, pero cenar con Bob, como lo llamaban todos en la conferencia, era en sí mismo una oportunidad difícil de rechazar.

Pero, ¿quién es Bob Logan? Físico de formación inicial, Logan conoció a Marshall McLuhan a finales de la década de 1960, iniciando entonces una etapa de colaboración con el afamado profesor canadiense en torno a la ecología de medios y la evolución del lenguaje. Esa relación marcó para siempre la vida de Bob. O al menos eso se deduce de la forma en que evoca las memorias de poco más de una década compartida, etapa que concluyera con la muerte de McLuhan en 1980.

Pero el “nosotros” con el que compartiría la mesa esa noche resultaba más amplio: Cristina Miranda (de IN3), Steven Kovats (de Transmediale Berlin), Janine Marchessault y Bruce W. Powe (ambos de la Universidad de York) —así como las hijas de Bruce y Bob, quienes habían acompañado a sus padres en la travesía catalana—.

Mientras el peculiar grupo seguía a Bob a través del barrio del Raval, me preguntaba cómo se había producido semejante oportunidad. Llegamos a un acogedor restaurante en el que nuestro “guía local” —Logan— había cenado en visitas previas. Durante la noche, mientras se desarrollaban conversaciones cruzadas, paralelas, integradas y demás, no dejaba de sorprenderme la suerte de estar sentado a la mesa con mentes tan portentosas, entre ellas dos discípulos directos de McLuhan (Bob y Bruce).

Hablamos de comida: de tapas, gazpachos, vinos y membrillo (descubrí entonces que no existe traducción posible para describir con precisión el tradicional postre); hablamos de México: su magia y su inseguridad, de los siempre entusiastas deseos de los extranjeros por conocerlo, de los barrios de la Ciudad de México que Bob describió con gran precisión, refrendando la lucidez de genio que había mostrado en los días previos; por supuesto, hablamos de McLuhan, desde las anécdotas personales hasta algunos de sus conceptos célebres, incluido el tétrade, con el que jugamos un rato aplicándolo a fenómenos como Lady Gaga, aprovechando la oportunidad de explicar el funcionamiento de la propuesta Mcluhaniana a la hija de Bruce.

En un momento de la noche, Janine Marchessault hizo notar que, según nuestra lengua materna, los ahí reunidos pronunciábamos el apellido McLuhan de diferentes maneras, subrayando que le gustaba la fuerza que le imprimíamos los hispanoparlantes.
“Mac-Lujan”, expresó, marcando la /j/ con fuerza. Comenzó la ronda de pronunciaciones y de intentos por imitar a los demás. Al final, la mayoría coincidió con la apreciación de Janine y la atracción del /mac-lujan/ frente al contraído /mcluhn/ canadiense.

Esa noche de miércoles se cerraban tres días de intensas reflexiones y al mismo tiempo iniciaban muchas cosas. De camino a la residencia donde me hospedaba, me puse a reflexionar sobre el camino que me había conducido a McLuhan Galaxy.

A pesar de mi formación en Ciencias de la Comunicación, iniciada en 1994, tuvieron que pasar muchos años y muchos accidentes para que mi mente se ocupara de las ideas de Marshall McLuhan. El encuentro nació, curiosamente, desde la Pedagogía, y no en mi formación universitaria. A lo largo de la licenciatura el nombre del pensador canadiense surgió más de una vez, pero nunca profundizamos en él más allá de los lugares comunes, mismos que en la última década se han acrecentado en cantidad e intensidad. A veces pienso que McLuhan es de esos personajes a los que se les cita con exagerada frecuencia. Y se le cita sobre todo para afirmar que “adivinó el futuro”: internet, la globalización, las llamadas “redes sociales”. Se usan sus aforismos para describir una realidad que hoy es evidente y que hace tres décadas a muchos les sonaba a ciencia ficción.

Cierto es que McLuhan describió elementos de un mundo que no alcanzó a conocer en plenitud. Pero, ¿adivino? Al término de McLuhan Galaxy, Carlos Scolari, anfitrión del evento, publicó en su blog Hipermediaciones una contundente reflexión contra la "futurología" o el "McLuhan Nostradamus".

Puede sonar divertido y hasta a homenaje eso de calificar a alguien como profeta o adivino, pero resulta también un juego peligroso. Porque el adivino hace eso: adivina, sabe porque tiene un don o porque le ayuda la magia. Y sus dones no están al alcance del resto, los mortales comunes y corrientes. Por eso algunos preferimos pensar en McLuhan como un visionario que hizo mucho más que imaginar el futuro: leyendo el presente, construyó herramientas para que otros fuéramos capaces de hacer lo mismo que él. Claro: para igualarlo se requiere sensibilidad y talento. Pero no magia.

Pese a los argumentos de muchos de sus detractores, en el pensamiento de McLuhan hay una lógica innegable, una manera de aproximarse a la realidad. Verlo como profeta nos ata las manos: uno solo puede acreditar sus aciertos o criticar sus yerros. En cambio, asumirlo como el visionario que supo registrar sus ideas y construir con ellas pautas para mantenernos vigentes en la lectura del presente, nos obliga a asumir la responsabilidad de recuperar sus ideas, ponerlas a prueba, reformularlas cuando nos parezca necesario. Nos lleva a la acción.

Hoy, a cien años del nacimiento de McLuhan, me emociona retomar e imprimir fuerza a mi Tesis Doctoral, en la que sus ideas juegan un papel clave. Espero pronto estar escribiendo aquí algo de eso. Mientras, celebro a mi manera y comparto mi texto “Educación y Lenguaje de las Pantallas”, con reflexiones detonadas por mi lectura de Understanding Media hace un par de años y publicado hace unos meses en Virtualis, revista electrónica del Tec de Monterrey dedicada a la Sociedad de la Información y del Conocimiento.

¡Feliz centenario, Mac-Lujan!

domingo, 22 de mayo de 2011

¿A qué vine a Barcelona?

Marshall McLuhan fue un visionario investigador que, entre muchas ideas, acuñó la idea de los medios como extensiones del ser humano. A él debemos también una anticipada lectura de lo que hoy es nuestra aldea global, además de un gran número de aforismos que han alcanzado el título de "clásicos" entre los estudiosos de la comunicación, como aquel de "El medio es el mensaje". Dos de sus obras clave son The Guntenberg Galaxy y Understanding Media, publicados originalmente en 1962 y 1964, respectivamente. En unas horas inicia en Barcelona la conferencia internacional McLuhan Galaxy 2011 — Understanding Media, Today.

McLuhan es uno de los pensadores clave en mi propuesta para la tesis doctoral. De ahí mi entusiasmo por asistir a este evento durante los próximos tres días. La ocasión sirve también para ver en persona a mi directora de Tesis y comentar con ella algo sobre mis primeros pasos en el proyecto.

Mi estancia ha coincidido además con la acampada de "indignados" en Pl. Catalunya. Estuve este domingo ahí prácticamente toda la jornada. Muchas imágenes y, sobre todo, muchas ideas para poner aquí, sobre mi humilde mesa digital.

Ambos temas (McLuhan y la #acampadabcn) tienen conexiones importantes. Sobre ambas cosas estaré comentando aquí y en Twitter en los siguientes días.

domingo, 15 de mayo de 2011

León no merece este Teatro

[Nota. He leído con calma lo que escribí y admito que puede molestar cierta pose elitista en mi texto. Es posible que alguien encuentre en mis palabras, además de una postura sibarita, un desprecio por la gente de esta ciudad en la que hoy paso los más de mis días. Admito que hay en mis afirmaciones ciertas generalizaciones que bien admiten excepciones. Mi única intención es dar salida a una inquietud personal que, seguramente, bien puede rebatirse o ponerse en duda.]

Triste, dolorosamente, anoche volví a pensarlo: esta ciudad no se merece su Teatro del Bicentenario.

Pasé prácticamente todo el sábado en el Forum Cultural Guanajuato, en León. Un espacio que siempre me ha parecido pertenece a otra dimensión.

En la mañana llegué al Auditorio Mateo Herrera para la transmisión de La Valquiria, cerrando la temporada 2010-2011 de el Met en vivo y HD. Un detalle técnico en la complicada máquina sobre la que se construye la nueva producción del Ciclo del Anillo dirigida por Robert lapage para el Met de NY, provocó el retraso de la función, que inició poco antes del medio día. Cinco horas y veinte minutos en los que la obra de Wagner me condujo por todos los rincones del alma. Debora Voigt, Eva-Maria Wesbroek, Stephanie Blythe, Jonas Kaufmann, Hans-Peter Köing y Bryn Terfel, bajo la conducción del maestro James Levine, imprimieron a la partitura de Wagner la fuerza necesaria con una dosis de realidad y emotividad que solo los grandes consiguen.

Fue mi primera vez en el Mateo Herrera, y quedé gratamente complacido. Sus terrazas y salas tipo lounge resultan cómodas alternativas para los intermedios, que pueden completarse con vino y bocadillos que ofrece la cafetería.

En el público de una sala para 260 personas, menos de un centenar —varios de ellos extranjeros— disfrutaba la transmisión. Así es: en una ciudad con casi un millón y medio de habitantes y cuya zona metropolitana disputa con Toluca la quinta posición entre las más grandes del país, menos de cien personas decidieron esa mañana ir a la ópera. Mi sorpresa se acentuó, quizá, al estar acostumbrado a las abarrotadas transmisiones que esta misma temporada presencié en el Auditorio Nacional.

Pero mi sorpresa —mi tristeza— aumentó en la noche, al asistir al Teatro del Bicentenario a un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, cuyo programa incluyó la Suite Orquestal de "El Cid" de Massenet, selecciones de "Carmen" de Bizet y las "Danzas Sinfónicas" de "West Side Story" de Bernstein.

Hace un par de meses tuve oportunidad de asistir a un concierto con la Orquesta Filarmónica de Jalisco en el mismo recinto, entonces casi recién inaugurado. Me sorprendió entonces el casi lleno total. En cambio, anoche estaban ocupadas quizá la mitad de las 1,500 butacas del que ha sido presumido por el Estado como "el mejor teatro del País en 100 años". Recordé entonces que los leoneses tienden a abarrotar todo lo que es nuevo... claro, mientras es nuevo.

La OSUG ofreció una destacada interpretación de Massenet, mientras la batuta de Eduardo Álvarez, director huésped, alternaba entre dirigir a los músicos y contener los aplausos de parte del público que insistía en celebrar cada movimiento. Apareció después la soprano mexicana Violeta Dávalos para ofrecer un aria de "El Cid" y, tras un interludio de "Carmen", dos de las piezas más representativas de esta ópera de Bizet: la Seguidilla "Préz de ramparts de Séville..." y la Habanera "L'amour est un oiseau rebelle...".

Dávalos, Álvarez y los músicos de la OSUG lograron cautivar a pesar de los teléfonos celulares —que no solo sonaban, sino que ¡eran contestados! durante la función—, aunque la acústica del teatro no fuera suficiente para lidiar con los espectadores que encontraban cualquier momento propicio para comentar el programa, sus impresiones o cualquier otra inquietud que al instante atravesara su mente.

Tras el intermedio vino el momento que yo más ansiaba: las "Danzas Sinfónicas" que Leonard Bernstein estructuró a partir de los principales temas de su tragedia "West Side Story". La interpretación de la OSUG fue intensa y emotiva, destacando su sección de vientos —maderas y metales— y sus percusiones. En una variación a la presentación tradicional de las Danzas, Violeta Dávalos se incorporó en el adagio "Somewhere" para interpretar una versión vocal de la pieza. En general, la OSUG consiguió provocar todas las emociones que transitan a lo largo de la partitura de Bernstein. El movimiento final me atrapó ya con las lágrimas. El aplauso general me hace pensar que no fui el único emocionado.

Admito que, más allá de lamentar la falta de audiencia, por momentos me molestó mucho el ruido que hacía el público y el cinismo con el que alargaba sus conversaciones a pesar de los gestos de incomodidad que manifestábamos algunos. Quizá con cierta de soberbia, pero no sin convicción, llegó un momento en que recordé que nadie da lo que no tiene. ¿Por qué sorprenderme de las butacas vacías o de los celulares a media función, si estoy en la misma ciudad donde hace una semana, tras días de largas filas para conseguir entradas, la afición abarrotó su estadio de fútbol para terminar dando una de las más lamentables muestras de incivilidad deportiva? Para eso sí estamos buenos. O para invertir millones en la construcción y remodelación de un nuevo palenque que bien remite a una suerte de circo romano del siglo XXI. Ni el futbol ni el palenque tienen nada en sí mismos que los hagan denostables, pero no solo de futbol y palenque vive el hombre.

"Esta ciudad no merece este Teatro", volví a pensar mientras caminaba por la explanada del Forum al salir del concierto. "O quizá sí, quizá lo necesita justamente para que algún día los leoneses vean más allá del estadio y del palenque".

martes, 10 de mayo de 2011

El error el discurso de la Marcha Nacional

Tres breves apuntes previos.

Uno. El título de este texto, lo admito, pretende provocar. De ninguna manera me considero juez válido para calificar lo que es correcto y lo que no en el discurso de nadie. Me valgo de esta provocación para presentar mi opinión sobre algo que —desde mi entera subjetividad— no comparto con el discurso del movimiento encabezado por Javier Sicilia.

Dos. Pese a mi divergencia con el poeta en una de las premisas que encuentro en su llamado, comparto ampliamente su sentir —y buena parte de su pensar— con respecto a la realidad que hoy vive nuestro País. Tener una diferencia no significa que descalifique o mucho menos que me oponga a la necesidad de honrar a nuestros muertos y, sobre todo, actuar a favor de nuestros vivos.

Tres. Si algo ha vuelto a poner en evidencia la Marcha Nacional encabezada por Sicilia la semana pasada, es la dolorosa fragmentación de nuestra sociedad, el triste maniqueísmo con el que seguimos reaccionando ante las opiniones que difieren de las propias. Asumo, no sin lamentarlo, que esas divisiones harán que mi opinión sea descalificada a priori por muchos y rebatida —espero al menos con cierta racionalidad— por algunos. Es mi deseo que, de haber alguna respuesta, entre en ese terreno cada vez más olvidado donde gobiernan la argumentación y el diálogo.

Entrando, pues, en materia.

Diré primero que no estuve en la marcha. Desde que supe de los preparativos me pareció loable, pero nunca tuve intención de asistir. Admito que con el paso de los días —sobre todo una vez iniciada la caminata en Morelos, ciertas declaraciones de Javier Sicilia y el posterior entusiasmo de muchos a través de Twitter— estuve tentado a incorporarme al menos en algún tramo. Sin embargo, fueros las mismas reacciones desde Twitter las que terminaron haciendo que desistiera y, por el contrario, prefiriera dejar de estar pendiente del avance del movimiento y su conclusión final en el Zócalo capitalino.

El “movimiento ciudadano” de Javier Sicilia pronto desató en las redes sociales digitales un agitado debate entre los pros y los contras de la marcha. En ambos lados encontré argumentos razonables, expuestos con también razonable actitud, pero pronto fue evidente que esos razonables eran los menos. Las descalificaciones reduccionistas, los maniqueísmos y los insultos, pronto dominaron mi línea de tiempo virtual. Cuando los argumentos mesurados empezaron a ser respondidos sistemáticamente sin mayores razones e incluso con violencia, me pareció evidente que más me convenía desconectarme. Y eso hice.

Al día siguiente leí y escuché los discursos pronunciados en la Plaza de la Constitución. Simpaticé con algunos planteamientos y disentí con otros. De cualquier modo, en términos generales, al promediar las crónicas emocionadas de muchos participantes con los discursos de los organizadores, mi balance fue positivo. No obstante, algo me incomodó. No fue una afirmación concreta, sino de algo más genérico detrás de la manifestación. Algo casi abstracto, me atrevería a decir.

Intentaré explicar ese algo en las siguientes líneas, partiendo de una convicción personal que asumo como premisa en mi argumentación: considero que cada persona percibe y construye la realidad desde su propia experiencia. Esto implica que no me atreva a afirmar que las cosas son de tal o cual modo, y menos ante una realidad tan compleja como el fenómeno de la aborrecible inseguridad que padece hoy este País.

Desde ese supuesto, me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido.

Muchas ideas en el discurso promovido por la Marcha Nacional son suficientemente abiertas y plurales como para que cualquier buen ciudadano pueda identificarse con ellas. Sin embargo, esa misma amplitud imprime al discurso un carácter de ambigüedad que permite a cualquiera incorporar adjetivos (y sustantivos y verbos) derivados de visiones concretas y específicas (y subjetivas) de la realidad.

Nada de malo habría en que todos los sectores de nuestra sociedad pudieran agregar al discurso de Sicilia sus propias visiones… siempre y cuando todas esas visiones pudieran coexistir en armonía. Sicilia, me parece, ha sido cuidadoso en términos generales al definir los alcances de su propuesta, pero ese mismo cuidado ha abierto la puerta para que muchos se cuelguen de su movimiento y busquen naturalmente réditos para satisfacer determinados intereses personales.

[En este sentido, una excepción en los planteamientos de Sicilia, desde mi punto de vista, fue la inesperada —al menos para algunos— solicitud de remoción del Secretario de Seguridad Pública. A diferencia de otros planteamientos que bien podían dirigirse a toda la clase política del país, en ese caso Sicilia hizo un señalamiento que, al identificar un nombre, alimenta la rentabilidad política para ciertos sectores o grupos políticos específicos.]

Al final, creo que son muchos los bonos que la Marcha Nacional suma a favor de la sociedad civil. Pero son también muchos los riesgos. Apunto dos, que de alguna manera ya han quedado sugeridos líneas arriba.

Uno, el lucro que ciertos actores políticos buscarán hacer a partir del discurso del domingo. Tengo la impresión de que más de uno de los destinatarios del mensaje de Sicilia, se colgará de sus palabras para enarbolar la bandera de la “ciudadanía”. Y Sicilia y los suyos se verán obligados a desmentir o desmontar de su tren a alguno que otro.

El segundo riesgo, mucho más delicado —me parece—, es la manera en que se procesa un discurso como el de la Marcha Nacional en una sociedad cuyo tejido social se ha descompuesto a través de los años y tiende cada vez más a la fragmentación. Para los defensores radicales del discurso de Sicilia, quien lo cuestione puede ser identificado como un mal ciudadano; concordar con alguna pieza —por mínima que sea— de la “estrategia del Presidente”, lo convierte a uno en traidor, en vendido, en poco inteligente. ¿Así de simple? Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.

Javier Sicilia lo ha dicho más de una vez, y en ello concuerdo con él por completo: es urgente reconstruir el tejido social en nuestro País. La alternativa de la descalificación sistemática abona poco en ese camino. En mi perspectiva, el diálogo razonable es la única alternativa viable.

jueves, 24 de marzo de 2011

Neo-Positivismo

Reflexiones en torno al fanatismo del pensamiento positivo

Hace tiempo que siento la urgente necesidad de escribir sobre esto. Asumo el riesgo de condenar a mi alma a arder en el fuego eterno del infierno de esas caritas felices amarillas y redondas. Acepto también —aunque esto sí con cierto dolor— la posibilidad de que personas por quienes siento auténtico aprecio y afecto pudieran encontrar en mis palabras una ofensa o consideraran que asumo una posición cerrada. Sobre esto último, mi única advertencia: intento aquí compartir mis reflexiones a partir de experiencias concretas, sin embargo, como cualquier pensamiento crítico, lo que aquí digo está abierto a reformularse a partir del diálogo generoso de quien quisiera contribuir a ello. Dicho lo cual, paso al asunto.

¿Cómo empezar? Quizá señalando que nunca me he considerado un positivista. (Quiero decir, por supuesto, que nunca he sido un partidario de la doctrina impulsada por Comte, et. al..) Sin embargo el término positivismo nunca me molestó. Hasta hace un par de años, cuando empecé a toparme con una extraña distorsión del lenguaje cuyo origen no termino de entender. Sucedió cuando una persona, ante las quejas y reclamos de un grupo de colaboradores, volteó y exclamó entre sonriendo y regañando: “¿Dónde está su positivismo, caray?” Tardé en reaccionar y comprender que el individuo en cuestión intentaba apelar al optimismo de mis quejumbrosos compañeros, ignorando por completo que la palabra que había elegido hace referencia a una forma de racionalidad específica y bastante más compleja que el simple llamado a pensar en positivo. Pronto descubrí que tal sujeto no era el único que usaba el término “positivismo” para referirse a la conveniencia de tener una actitud optimismo ante las cosas. Jugando con las palabras, es de ese neo-positivismo del que pretendo escribir aquí.

Por respeto a los filósofos de la ciencia dejaré a un lado el nombre de esa escuela filosófica que, si bien me parece cuestionable, me merece todo el respeto intelectual del que soy capaz. Tampoco quiero usar la palabra optimista que, si bien se acerca a lo que aquí denuncio, tampoco me parece corresponda con precisión a ello. Menos todavía me atrevería a usar el término que a mucho les gusta y que dolorosamente han querido poner en boga: metafísica. Y la escribo con minúscula pues ni por accidente y menos en broma me atrevería a sugerir siquiera cierto parentesco entre ese movimiento ecléctico de la llamada Nueva Era con la rama de la Filosofía a la que el buen Aristóteles dedicara invaluables volúmenes en su tiempo.

¿Cómo referirse entonces a ese fanatismo de las actitudes y los pensamientos positivos? Parece que ni siquiera un nombre merece. Y es que quienes lo defienden lo consideran tan “obvio”, tan “natural”, que ni siquiera se cuestionan que eso tendría que recibir una denominación. Y sin embargo a sus detractores nos parece indispensable bautizarlo, pues resulta un primer paso necesario para combatirlo. A falta de una palabra capaz de encerrar lo que intento describir, me referiré a ello con la expresión fanatismo del pensamiento positivo. Un fanatismo cuyo dogma central se resume en un mandamiento: piensa positivo y todo será como deseas.

Parece sencillo e incluso es posible que a la mayoría nos suene razonable, si no es que obvio. Pero es un mandamiento con implicaciones peligrosas. No tengo aquí el espacio ni gozo del tiempo y la claridad discursiva para desmontar en una entrada de blog todos los peligros que encuentro en este fanatismo, pero sí me propongo aquí tres cosas: primero, señalar algunos peligros concretos del fanatismo del pensamiento positivo; segundo, por si lo anterior fuera insuficiente, puntualizar algunos peligros generales de los fanatismos en sentido amplio, y; tercero, sugerir un par de lecturas que pueden ayudar a por lo menos poner en duda algunos de los dogmas derivados de la creencia central del fanatismo que me ocupa.

i.

Me cuesta trabajo explicar en pocas palabras mis argumentos en contra de la exaltación del pensamiento positivo. Esta dificultad se subraya en buena medida ante las dificultades que he enfrentado en largas charlas con diversas personas al intentar abordar el tema. Con el tiempo he aprendido a resignarme y guardarme lo que pienso, pues no me quedan muchas ganas o ánimos para enfrascarme en ciertas discusiones. Intentaré sin embargo aprovechar que me he animado a escribir estas líneas para esbozar mis principales inquietudes al respecto.

Experimento por una parte la sensación de que el optimismo desbordado tiende a convertirse en una especie de droga que termina alejándonos de la experiencia humana que, sin duda, abarca el dolor y la melancolía como dos de sus notas constitutivas. No digo que la vida deba ser un valle de lágrimas, pero sí creo que éstas son parte de lo que nos hace humanos y negarse a ellas es cerrarse a una dimensión de nuestra naturaleza. Consideremos por ejemplo en qué forma una humanidad que apostara por privarse de toda señal de tristeza o melancolía, terminaría negándose la posibilidad de experimentar muchas de las más grandes manifestaciones de belleza producidas por el ser humano.

Por otro lado, me inquieta descubrir que la vida de las caritas amarillas sonrientes resulta sospechosamente aséptica, a un grado tal que parece por momentos que esos rostros son solamente máscaras de quienes, obligados a reconocer que la vida es bella y todo es maravilloso, terminan viviendo una vida falsa, una mentira que ellos mismos se creen y en la que no terminan de asumir su completa humanidad.

Habrá quien responda ante esto que semejante actitud ante la vida es absolutamente válida. En una perspectiva individual —egoísta, me atrevo a decir— puede serlo, o al menos hasta cierto punto. Y es lo que queda después de ese límite lo que me parece lamentable. La creencia absoluta en el pensamiento positivo conduce con facilidad a negarnos la existencia del sufrimiento del otro. Nos vuelve insensibles ante el dolor de los demás y tranquiliza nuestra conciencia con una creencia que me parecería ingenua si no me resultara terriblemente macabra: el que sufre es responsable de su sufrimiento.

Para la religión del pensamiento positivo, el pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente en pensar que podría ser rico y tener todo cuanto deseara; los enfermos de cáncer deben sentirse culpables si no consiguen curarse, pues no han generado suficientes dosis de pensamiento positivo para vencer a su enfermedad; quienes han padecido una catástrofe natural deberían reflexionar sobre las acciones negativas que han producido su tragedia, pues si hubieran sonreído lo suficiente sus casas bien habrían superado el desastre; y qué decir de las víctimas de la guerra o la violencia en general, seguro sus mentes están llenas de pensamientos negativos que atraen irremediablemente el odio de los demás. ¿Acaso ninguna de estas personas ha escuchado hablar de las leyes de la atracción y la sincronicidad? Si lo tomaran más en serio, seguro su vida sería otra.

¡Un momento! ¿De verdad no alcanzamos a ver la trampa en estas explicaciones? Antes de solicitar mi ex-comunión a Deepak Chopra o a "Su Santidad" Paulo Coelho, permítanme un par de reflexiones. Reconozco que pensar positivamente tiene consecuencias positivas en nuestras vidas. Admito que una actitud orientada a lo que consideremos nuestra felicidad, facilitará el camino para acceder a ella. Pero, ¿es esto suficiente para argumentar que nuestra mente construye la realidad a nuestro antojo? No puedo -ni pretendo- negar que nuestras acciones colaboran a hacer de nuestra realidad lo que es. El problema de la exaltación de ese falso "positivismo" es que, al asumirse como principio dogmático, termina generando las mismas consecuencias que cualquier otra convicción religiosa llevada al reduccionismo del todo o nada, entre ellas: la culpa.

Y así, debajo de muchas de esos rostros redondos amarillos sonrientes, se encuentran profundos vacíos existenciales, lamentables culpabilidades o —duele hasta escribirlo— una absoluta desconexión con el papel que cada uno juega ante las posibilidades que tiene el otro de ser feliz. Sí, porque si es tarea de cada uno pensar bonito para alcanzar lo que desea, resulta fácil perder la conexión con el papel fundamental de nuestras acciones y perder de vista la dimensión comunitaria de la naturaleza humana.

¿De veras creemos que si todos quienes vivimos sobre la faz de la Tierra deseamos con suficiente fuerza tener una pantalla HD de 40 pulgadas y un automóvil último modelo, podremos conseguirlo? Ni siquiera trabajando firmemente por ello sería posible conseguirlo. A estas alturas debería ser claro que no afirmo lo anterior por ser un pesimista cargado de pensamientos negativos, sino porque basta un poco de racionalidad y sensibilidad para reconocer que material y humanamente tal cosa resulta imposible. Sin embargo, creer que sí se puede es una maravillosa forma de mantener operando el sistema.

No pretendo alargar mucho más este apartado. Solo quisiera subrayar mi inquietud con el impacto que este sistema de creencias en torno al pensamiento positivo y las buenas vibras tiene en el ámbito de la salud. Es innegable que una dosis de optimismo será en general más sana que una carga de derrotismo. Sin embargo, creo que bastante sufre un enfermo las manifestaciones físicas de su padecimiento como para agregar la terrible carga moral de ser culpable de sus males. Hace siglos uno enfermaba por pecar contra Dios; hoy enfermamos por violar el mandamiento único que sentencia: pensarás en buenas vibras sobre todas las cosas.

ii.

Supongamos que los argumentos precedentes resultan insuficientes. Asumamos por un momento que cuanto he dicho le resulta al lector simplemente insostenible y que cuenta con suficientes razones para convencerme de lo contrario. ¿Sería tal convencimiento suficiente para asumir una posición dogmática? El problema con el dogmatismo es que al asumir cierta verdad como única e incuestionable, conduce casi irremediablemente al fanatismo. (Ojo partidarios del pensamiento positivo, escribí “casi”.)

Las actitudes fanáticas son aquellas que no se permiten dudar de lo que afirman y asumen que están destinadas a imponer su verdad a costa de lo que sea, descalificando de entrada cualquier idea que sea contraria —y en ocasiones incluso simplemente distinta— a la que se enarbola como bandera. Con el fanático el diálogo nunca es auténtico, pues el intercambio de ideas termina siendo siempre una búsqueda de imposición de esa verdad que el radical se siente llamado a tatuar en los demás.

El fanatismo resulta reprochable porque termina traicionando hasta a la mejor intencionada de las ideas. De ahí que al convertirse en fanatismos, ciertas doctrinas se definan en los hechos a partir de una terrible contradicción en sus términos. Cuando el fanático fracasa en su intento evangelizador (ya sea tanto en nombre de una divinidad, como en nombre de un axioma económico o una afirmación científica), termina simplemente anulando la argumentación del otro —el diferente, el raro— y opta por descalificarlo como interlocutor, cuando no incluso como persona.

Así, toda la legitimidad —que la tiene— de la filosofía del pensamiento positivo, termina desvaneciéndose cuando se excluye —y se señala— al pesimista o al melancólico, acusándoles y condenándoles sin más a ese infierno en que habrá de pagar su actitud negativa con todos los males imaginables —esos males que se habrá ganado a pulso por no pensar en positivo—.

iii.

Ignoro qué tan lúcido he sido en los apartados previos. Desearía que las palabras respondieran con justicia a lo que intenta transmitir mi pensamiento, pero asumo la posibilidad de haber sido confuso o haber hecho suposiciones que no pasen los filtros de quienes, razonable y perseverantemente, han llegado hasta aquí con la convicción de que me equivoco o simplemente no encuentran lógica o ilación en mis palabras.

Para ellos, no me queda sino dar crédito y proponer dos lecturas que me han ayudado a dar cierta estructura a mi argumentación en contra del fanatismo de las caritas amarillas y sonrientes. Se trata de dos textos con los que me sentí plenamente identificado en algún momento. Esos libros que uno lee y dice con sorpresa: “¡Esto es lo que quería decir!” Como es natural, con ambos libros tengo también diferencias, pero sus tesis centrales me parecen sólidas y atendibles para abordar el tema.

El primero se titula Contra la Felicidad. En defensa de la melancolía, de Eric C. Wilson y editado en México por Taurus. El segundo es de Barbara Ehrenreich y se llama Bright-Sided. How the relentless promotion of positive thinking has undermined America (la edición es de Metropolitan Books y, hasta donde sé, no existe una traducción al castellano). No me detengo a reseñarlos pues los títulos me parecen suficientemente provocadores.

· · ·

Quizá la pasión con que he terminado plasmando mis argumentos me lleve al borde de la actitud del fanático. Ofrezco disculpas si ese ha sido el caso y dejo abierta de par en par la puerta de mi razón para discutir el tema siempre que mi interlocutor esté dispuesto a reformular su propio razonamiento. A cambio, no puedo sino ofrecer lo mismo. Es a partir del diálogo sensato, prudente, respetuoso, que puede evolucionar nuestro pensamiento. Igual y a nadie interesa meterse en semejante embrollo. Y se vale. Ojalá incluso en ese caso estemos —desde nuestras propias trincheras y en el diálogo permanente que entablamos con nosotros mismos— dispuestos a someter nuestras certezas a la duda y así fortalecer algunas convicciones, transformar algunas creencias y permitirnos acercarnos a los otros otorgando justo reconocimiento a sus verdades.

PD. Releo mi texto y pienso en una voz que inconscientemente está sin duda presente en mis argumentos: Susan Sontag y dos textos que, sin referirse a este culto del optimismo que he venido denunciando, aportan luces a los temas que más me cuesta ilustrar: la carga moral que asociamos con la enfermedad y el reconocimiento del dolor del otro como dimensión fundamental de nuestra humanidad. Me refiero a La enfermedad y sus metáforas y Ante el dolor de los demás. Después de escribir lo que he escrito, me siento obligado a volver a leer ambas obras que por ahí están arrinconadas en el librero.

domingo, 18 de julio de 2010

Veremos

Hace una semana hablaba de mis dificultades para terminar con una entrega que debía hacer al día siguiente. Y apenas hoy conseguí tal meta. Una semana después. Se entenderá, pues, que tampoco haya conseguido venir a plasmar algo a partir de mis anotaciones en servilleta. La tengo a mi lado. Me dan ganas de empezar. Pero son más de las diez de la noche y mañana antes de las cinco de la mañana debo estar ya saliendo rumbo al Bajío nuevamente.

Vuelvo a guardar la servilleta en la agenda. Las pocas anotaciones son suficientes para recordarme lo esencial. He sumado un par de apuntes adicionales. Material suficiente para escribir al menos una entrada diario a partir de mañana y hasta que la semana concluya. No sé si seré capaz de tanto. Veremos.

Mientras tanto, he escrito alguna que otra tontería en algún lado. Soltando un poco. La verdad es que a pesar del sinfín de cosas que pasan por mi mente, estoy bien. Me siento bien. Acaso lo que me llega a frustrar a ratos es no darme el tiempo y espacio suficientes para escribir y leer lo que quisiera. Quiero ya acabar pronto con las obligaciones que me he impuesto con el exterior, para saldar cuentas conmigo. Veremos, también.

domingo, 11 de julio de 2010

Deberes

Debería estar escribiendo un libro. No, no lo digo en el sentido de esa combinación de deber moral y auténtico anhelo que siento. Me refiero al carácter mandatorio de una obligación contractual por la que mañana debería entregar un capítulo más de una serie de libros de texto con los que estoy colaborando. Pero no lo consigo. Este dichoso libro se ha convertido en un verdadero tormento. Quizá porque de alguna manera sintetiza mis profundas contradicciones, mis prolongadas crisis existenciales, o yo qué sé. Lo cierto es que llevo un rato frente a la página en blanco y en el reloj la arena sigue sin piedad pasando de un compartimento a otro.

Tengo, en cambio, una servilleta llena de anotaciones sobre ideas que quisiera soltar aquí, un poco como desahogo, un poco como terapia, un poco como necesidad de compartir. Esas notas me han acompañado durante días y días, esperando un instante de debilidad en mis imperativos laborales en combinación con una pizca de fortaleza en mi voluntad creativa. Pareciera éste uno de esos momentos. Y, sin embargo, lo dejaré ir para ver si me sirve de inercia o impulso para escribir lo que debo escribir. Si lo consigo, esperaría que esa misma fuerza me permitiera plasmar al menos la síntesis de la varia que tenía prevista para arrancar esta segunda mitad de 2010.

martes, 22 de junio de 2010

A propósito de la renuncia de Rangel Sostmann

La recién anunciada renuncia de Rafael Rangel Sostmann a la rectoría del ITESM sin duda es noticia. Con la salida del Dr. Rangel termina una era en la historia del Sistema Tec de Monterrey, una de las instituciones privadas de educación superior más importantes en México.

Hace tiempo que me considero Ex-A-Tec por partida doble: como egresado y como ex-colaborador del campus donde me gradué hace más de una década. De ambas etapas conservo recuerdos entrañables y también experiencias lamentables. De unas y otras aprendí, por supuesto. En ambos polos la pauta la marcaron las personas: el Tec me permitió conocer gente de un valor extraordinario y puso también en mi camino a personas tristemente dominadas por el egoísmo.

Como alumno y como profesor en el Tec aprendí muchísimas cosas y tuve oportunidad de hacer amistades que —nada raro en mí, lamentablemente— no he sabido cultivar suficientemente. Aún así, a la fecha, encontrarme con esas personas sigue siendo ocasión de gozo y recordatorio de la posibilidad que aún existe de recuperar el tiempo perdido. De la gente que apostaba por hacer daño, recuerdo poco, aunque —como quizá se vea más adelante— de sus actos queden huellas imborrables.

Lo cierto es que, para bien y para mal, el Tec es mi alma máter y a la vez el lugar donde mi trayectoria laboral empezó a configurarse. Quizá por eso siempre que escucho noticias del Tec me interesan como si siguiera yo ahí dentro. Y la renuncia de Rangel no podía ser la excepción.

Como relaté hace unos meses a raíz de la balacera en las afueras del campus Monterrey, Rangel Sostmann nunca ha sido santo de mi devoción. Sin embargo, lo consideré siempre un tipo congruente. Me divertía que cada ceremonia de graduación, año con año, repitiera las mismas anécdotas como si le hubiesen sucedido ayer. Algo que siempre me atrajo de su estilo de liderazgo era la frescura con que solía desenvolverse entre los estudiantes, a quienes solía cautivar con cierta facilidad.

Quizá esa frescura fue la que me llevó a acercarme a él en la primavera de 1995. Unos meses antes el tristemente célebre error de diciembre había desencadenado una profunda devaluación de nuestra moneda frente al dólar. La situación en el país se complicaba y la inflación se iba por los cielos. Pronto empezaron a correr en los pasillos del Tec rumores sobre grandes aumentos en las colegiaturas, lo cual empezó a provocar cierto pánico entre las familias de quienes estábamos ahí con números apretados. El Tec guardó silencio durante semanas. Algunos compañeros empezaron solicitar su baja y buscar nuevas alternativas.

Yo no entendía cómo la gente podía tomar decisiones basándose en suposiciones. Fue entonces que se me ocurrió juntar firmas para pedir que el Sistema Tec nos diera una explicación oficial que explicara qué sucedería en los próximos meses. La petición era simple: desmentir o confirmar los rumores y enviar en cuanto fuese posible los costos para el próximo semestre. Para juntar las firmas, elaboré una pequeña encuesta preguntando algunas cuestiones generales relacionadas con la crisis, el costo de la escuela, el programa de becas y —lo más importante— el interés por conocer las futuras colegiaturas. Al final, quienes lo deseaban, firmaban anotando su matrícula. Me organicé con algunos compañeros y en un par de días juntamos cerca de mil firmas de alumnos de todos los programas y semestres posibles. (En aquellos días la población total del Campus Ciudad de México era de unos 7,000 estudiantes.)

Una tarde procesamos los datos, armé gráficas e interpretaciones y armé un paquete con la carta petición y las hojas de firmas. Mi primera decisión era entregar eso en la dirección de mi campus. El mismo día, sin embargo, me enteré que Rangel estaría visitando nuestro plantel y pensé: las colegiaturas no son asunto local, sino decisión del Sistema. ¿Para qué ir con el Director del Campus si podía ir con el Rector de todo?

Me di una vuelta por la Dirección General y mientras esperaba que me atendieran, me enteré de la agenda completa del Dr. Rangel. Unos minutos después estaría en el Auditorio en una charla con alumnos de último semestre. Fui hasta ahí y escuché el final de la sesión. Al terminar, Rangel se quedó conversando con algunos alumnos. Estaban también el Rector de la Zona y el Director General del Campus. Me acerqué esperando el momento oportuno. Alguien mencionó los rumores sobre el aumento de colegiaturas. Y el Dr. Césra Morales, entonces Rector de la Zona, usó una expresión curiosa: "Ah, sí, el borreguito que anda suelto". Era cuando. Me levanté y le dije a Rangel: "Aquí está ese borreguito". "¿Cómo?", respondió. "Sobre ese famoso rumor, quisiera entregarle una petición que estamos haciendo algunos alumnos para recibir información acerca del impacto que tendrá la crisis en las colegiaturas", le dije extendiéndole el sobre con la carta, las gráficas, las firmas. Lo recibió sonriendo, me dio las gracias y me retiré. Me fui a la cafetería a reunirme con mis colegas. Poco después Rangel andaba por ahí, me vio y me preguntó: "¿Aquí en la carta dice a quién debo responderle?" "Claro, ahí vienen todos mis datos." Efectivamente. No estaba yo actuando como un anónimo ni nada parecido. La carta que presentaba todo llevaba mi firma y mis datos, asumiéndome como responsable del ejercicio. "Perfecto", me dijo sonriendo y se despidió.

Al poco tiempo recibimos todos un comunicado donde el Tec buscaba transmitir cierta tranquilidad en torno al tema. Es probable que no haya sido gracias a nosotros, pero a mí me dio un respiro y sé que a muchos otros también. Me sentí orgulloso de mi rector que había tenido sensibilidad para escucharnos.

Hasta que unos días después mi Director de Carrera —a quien nunca había visto antes— me buscó en una clase. "Nos esperan en la Dirección General." Y allá fuimos. Lo que sucedió en esa oficina fue harina de otro costal. En mi ingenuidad, no me di cuenta lo grave que había sido para el Director de mi campus que me lo "saltara". Fue quizá una de las conversaciones más desagradables que he tenido en mi vida. Se suponía que casi tendría que haber salido de ahí agradeciendo que no me dieran de baja por grillo. Las expresiones tan vulgares y el tono tan desagradable en que la máxima autoridad de mi campus se dirigía a mí, me dejaron frío. No renegué ni dije nada. Guardé silencio y archivé la historia. Estaba apenas en mi segundo semestre de la carrera.

Me gradué en 1999. Al año siguiente volví al Tec, como profesor. Un par de ocasiones más tuve oportunidad de atestiguar la forma en que Rangel ejercía su liderazgo entre su gente. Y aprendí mucho desde mi barrera. Hasta que en diciembre de 2001 la misma persona que me decepcionó como alumno, truncó mi incipiente carrera como colaborador del Sistema. Ese semestre obtuve una de las mejores evaluaciones como profesor en mi departamento. Y aprendí que los indicadores sólo sirven cuando quien los usa quiere que sirvan. De lo contrario, da igual: agarras tu cajita, metes tus cosas y no vuelves más.

Lo curioso es que, con todo, oigo hablar sobre el Tec y siento que hablan de algo que es mío. Quizá por eso me ha dolido tanto la soberbia con que el Tec se ha manejado en la última década. Paradójicamente, poco después de mi salida como empleado, me invitaron como egresado a las sesiones con miras a reformular la misión del Sistema Tec para 2015. Lo que dije entonces —lo que muchos dijimos entonces— sigue siendo válido hoy: falta humildad para retomar la grandeza a la que está llamado el Tec. Hoy mucha gente sin duda ahí adentro puede abonar a esa tarea. Rangel Sostmann tuvo la difícil tarea de llevar al Tec al siglo XXI. Y con lo bueno y lo malo, creo que lo logró. Pero a últimas fechas se le veía cansado, incluso fastidiado.

Habrá que ver quién llega ahora. Ojalá la grilla interna permita el arribo de un rector que sepa entender los tiempos que corren y conducir a esa gran institución a un mañana más a la altura de los desafíos que hoy imponen a México la injusticia y la falta de solidaridad.

jueves, 17 de junio de 2010

Inspiración (II)

Claudia: Io non capisco, incontra una ragazza che lo può far rinascere, che gli ridà vita e lui la rifiuta?
Guido: Perché non ci crede più.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Guido: Perché non è vero che una donna possa cambiare un uomo.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Guido: E perché soprattutto non mi va di raccontare un'altra storia bugiarda.
Claudia: Perché non sa voler bene.
Hace ya más de dos semanas que anticipé una serie de reflexiones en torno a 8 1/2 y mi actual falta de inspiración. No tengo idea de qué pretendía entonces. Es decir, en varias ocasiones he intentado recuperar el asunto y simplemente no consigo recordar cuál era mi intención cuando pretendía hablar de 8 1/2. Lo cierto es que en aquellos días recuperé este clásico del cine italiano para darme cuenta de los enormes paralelismos entre mi actual crisis y la encarnada por Mastroniani en el memorable personaje de Guido, un director de cine que no consigue hacer una película cuando su potencial creativo se atasca en medio de las expectativas que todos desarrollan en torno a él. Del mismo modo que esta crisis creativa desencadena un viaje de introspecciones y proyecciones en Guido, durante semanas he estado yendo y viniendo a mi niñez e intentando reconstruir ciertos episodios de mi vida en busca de esos momentos que pudieran representar puntos de inflexión en la gráfica de mi vida. No he encontrado mucho, pero he encontrado algo. Particularmente, he conseguido recuperar alguno que otro destello en la mirada del pequeño Ernesto que terminaba la primaria, otro más en el rostro del adolescente que sin saber bien cómo sobrevivió a la adolescencia temprana y alguno más en los ojos del soñador que estudiaba la licenciatura cargado de ilusiones. No sé bien qué hacer con todos esos rastros. Algunos acontecimientos paralelos, además de una severa saturación de compromisos laborales, me tienen aún estancado. Pero voy encontrando la luz al final del túnel, sea lo que sea que eso signifique. Quiero decir que pese a todo, empiezo a trazar planes. Falta acaso la voluntad.

PD. Decía también hace un par de entradas que quería hablar de Nine, adaptación cinematográfica de una obra musical inspirada en 8 1/2. La obra de teatro no es una joya, pero tiene algunas piezas que desde hace años se incorporaron a mis playlists de cabecera. La que más me entusiasma, "Be on your own", fue eliminada de la película. Otras dos sobrevivieron en la versión fílmica: "I can't make this movie" y "Unusual Way". La película no es ninguna obra maestra, pero me parece que consigue un buen guión a partir de un mal libreto. Rob Marshall se equivoca quizá al usar un lenguaje muy semejante por momentos al que tan bien le funcionó en Chicago, pero al menos yo se lo perdono por un par de razones. Primero, me encanta la estética que consigue en varios de sus cuadros tanto en lo visual como en el acompañamiento de arreglos musicales que construyen melodías memorables a partir de canciones mediocres. Segundo, un elenco extraordinario con destellos cautivadores. El cast está plagado de estrellas, la mayoría galardonadas justamente con el Oscar en algún momento de su carrera. Daneil Day-Lewis consigue un genial retrato de otro Guido, con un perfil muy lejano al de Mastroniani, pero efectivo en su desparpajado personaje. Judi Dench y Marion Cotillard aparecen soberbias a través de sendas interpretaciones caracterizadas por la mesura reflejada en la contención de sus personajes. Nicole Kidman, Sofía Loren y Penélope Cruz completan el elenco de oscareadas actrices. La película retoma la anécdota de 8 1/2 y la carga de edulcorantes, creándose así algo absolutamente distinto pero nada desdeñable. El 8.5 se redondea a 9 y pierde por supuesto la genialidad y complejidad de la obra de Fellini. Pero regala un par de momentos que, siendo sincero, me encantaron y dejaron en mí una huella significativa. Quizá sea por el momento en que Nine vino a ponerme en la cabeza a 8 1/2. Por lo que sea, confieso que la disfruté.