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miércoles, 8 de febrero de 2012

Dos columnas

El "Panteón de los Ingleses", en el pueblo de Real del Monte —muy cerca de Pachuca, Hidalgo—, es un lugar que cautiva desde el primer momento. Uno puede recorrerlo a voluntad y disfrutar de sus recónditos rincones o apostar por la visita guiada. Cuando hace unos meses visité el lugar, vencí mi acostumbrada tendencia a la autonomía y acepté participar en el recorrido que ofrece Doña Carmen, hija mayor de Don Inocencio. "Don Chencho" —como lo conocía la gente del pueblo— cuidó del panteón durante más de cuatro décadas y hasta su muerte, sucedida apenas un par de meses antes de mi estancia en el poblado. Doña Carmen cumple hoy la labor que otrora ejercía su padre, y puede hacer las explicaciones tan completas o veloces, como uno esté dispuesto a escuchar. Nosotros visitábamos el sitio sin prisas, por lo que la invitábamos a contar tantas historias como fuera posible y descifrar tantos símbolos como ella se sintiera capaz. Fue ahí donde escuché por primera vez el sentido de las columnas y obeliscos que coronan algunas tumbas: en los casos donde éstas figuras se elevan cabalmente, se celebra que quien ahí yace vivió una vida plena y cumplió su misión en el mundo como era deseable; por el contrario, cuando la columna o el obelisco se truncan, señalan que la vida en ese caso fue interrumpida repentina y prematuramente.

El viernes hacia medio día recibí una noticia que de inmediato trajo a mi mente la imagen de una de esos mausoleos donde la ruptura del pilar cimbra aún sin saber su significado. César, una gran persona muy cercana a mi corazón y a los corazones de mi familia, había muerto horas antes en un terrible accidente. No viene a cuento aquí entrar en mayores detalles. Sin embargo, desde ese momento no han cesado las ganas (¿la necesidad?) de escribir y compartir lo que uno siente. Tuve la fortuna de viajar ocho horas hasta la ciudad donde parte de la familia se iba reuniendo necesitando un abrazo. Poco más de 12 horas estuve ahí, compartiendo la tristeza y buscando sentido a la tragedia.

Regresé a casa y después a mi tierra, para pasar un par de días cerca de gente que pudiera extender los abrazos en horas como estas. El viaje en carretera en compañía de mi padre me había hecho no revisar ninguna red social en internet desde esa madrugada. Llegando a la ciudad recibí un mensaje de Liz, quien apenas hace unas semanas descubrimos es vecina de mi papá. Liz es también prima de Amaya, y en su mensaje me compartía la triste noticia de su fallecimiento apenas horas antes. Llegué a dejar a mi papá y aproveché la cercanía para conocer por primera vez a Liz y darle un abrazo. Sentí que en ese abrazo estaban presentes muchos otros que jamás hemos visto ella o yo y que a pesar de todo nos sentimos cerca desde hace cuatro años. Sí, gracias a Amaya.


Muchas cosas han pasado por mi cabeza en estos días. Y descubro que solo viniendo a escribirlas consigo darme un poco de claridad. Se me ocurre así que al compartir lo que voy escribiendo, pueda completar significados o, ¿por qué no?, ayudar incluso a otros a construir los propios.


En las historias de César y Amaya hay mucho en común, a pesar de que en uno caso la partida haya sido brutalmente inesperada y en el otro haya sido resultado de un doloroso proceso que en el fondo todos sabíamos tenía cerca su final. De nuevo, no sé si éste sea un lugar para hablar sobre todo esto. Lo cierto es que la ausencia de ambos es irreparable y, si bien reconozco que ambos gozan hoy de una vida distinta y admito que los que acá andamos encontraremos tarde o temprano la manera de confortar nuestras almas, todos sabemos que no es tarea fácil.

Es evidente que el consuelo no se encuentra siempre a la misma velocidad, que cada ser humano vive sus duelos a su manera y que las almas se reconfortan siguiendo muchas veces rutas que para algunos serán incomprensibles. Aquí sí, todo se vale. Aunque para mí ese todo es mejor si el camino que buscamos nos conduce a vivir el presente con la plenitud que merecemos, con el sentido al que tenemos legítimo derecho. En estos días escribí en alguna otra parte que, en estas circunstancias, a los que aquí seguimos nos toca estar a la altura y ser testimonio vivo del amor y la alegría que los que hoy no están nos predicaron con sus acciones. Lo reitero: nos toca vivir, y viviendo honrar a quienes nos acompañaron en parte de este andar.

Ayer, pensando en todo esto, recordé un pequeño texto que escribí hace poco más de tres años, intentando que fuera un cuento. En ese entonces lo compartí solo con una persona, pues el texto cumplía un objetivo que poco tiene que ver con lo que hoy me trae aquí. Y, sin embargo, al leerlo en estas horas, encontré ahí un mensaje que me ayudaba a dar sentido a la ausencia. Se me ocurrió entonces soltarlo por primera vez al resto del mundo. En las horas siguientes se dieron reacciones de todo tipo, varias completamente insospechadas para mí.

El fin de semana, cada vez que me descubría llorando —lo cual sucedía sobre todo con cada abrazo—, pensaba para mis adentros: "Lloramos por nosotros. Lloro por mí. Ellos están bien. Mi llanto no suma ni resta para ellos. Estas lágrimas son mías, porque me hacen falta." Sí, mucho de egoísmo hay en nuestras reacciones cuando alguien nos deja. Supongo que es un egoísmo natural, parte de nuestra naturaleza. Y ahí las lágrimas están bien. Lo que sigue es encontrar en el fondo de nuestra tristeza la fortaleza para seguir adelante. En ese camino andamos.

lunes, 23 de enero de 2012

Esos mundos donde no estamos solos

Mientras nos hablan por enésima ocasión de la inminente desaparición del libro de papel…, mientras productores y consumidores de letras migran a la “nube” en aras de conseguir la mayor disponibilidad de bibliografía en línea para ser descargada y leída en un sinfín de dispositivos…, mientras autores, casas editoriales y lectores trazan los nuevos rumbos de la industria y del viejo soporte para llevar hasta los más antiguos vestigios tangibles al terreno donde los únicos caracteres con sentido son 1 y 0…, mientras todo esto sucede, existimos algunos cuantos que anhelamos ir en la dirección contraria: transferir nuestros arrebatos lingüísticos del mundo digital a la condición mortal de lo palpable. Sí, mientras hordas de escritores, editores y lectores transfieren textos de lo material al mundo intangible de lo digital, algunos buscamos la ruta para el viaje opuesto y deseamos poner nuestros ingenuos juegos de letras en diálogo con la tinta y el papel.

Entre esos locos que viajan en sentido contrario está Amaya Marichal. Las primeras entradas en su blog, El Mundo según Amaya, están fechadas en agosto de 2004. Desde entonces, ha publicado ahí un sinnúmero de textos. Como buena apasionada de la palabra que ha crecido de la mano de los libros, Amaya anhelaba desde hace tiempo publicar un libro, siendo que de alguna manera llevaba ya mucho tiempo escribiéndolo y compartiendo con un creciente número de lectores. Pero, claro, convencido de compartir con Amaya un vínculo especial con ese objeto que hace más de cinco siglos hiciera posible el invento de Gutenberg, entiendo que esa gran obra no fuera considerada por su creadora como equivalente a un verdadero libro.

En estos días en que Amaya atraviesa uno de los momentos más dolorosos de su enfermedad, su amiga Miriam se apuntó para acompañarla en la aventura de llevar al papel ese mundo que a lo largo de más de 7 años se ha gestado en un blog.

Esta madrugada, gracias a los buenos oficios de la querida Liz, tuve en mis manos por primera vez El Mundo según Amaya. Como acostumbramos muchos nostálgicos con esos objetos, lo primero que hice fue sentirlo, palparlo, pasar sus hojas entre mis dedos. Abrí una página al azar y mis ojos se toparon con un texto que no tardó en arrancarme la primera de lo que sin duda serán muchas lágrimas. No fue una lágrima de dolor ni de tristeza. No. Fue acaso melancolía. Fue también alegría ante la certeza de que, como dice el título de ese texto en la página 140, “todos estamos conectados”.

Por la tarde me di un tiempo y fui a la versión en línea del mundo de Amaya, seguro de que en aquel octubre de 2008 en que el texto había sido publicado, más de uno habríamos escrito ahí alguna reacción. No me equivocaba: ahí estaban los comentarios de varios de los que en aquel año habíamos comenzado a formar una peculiar red que hoy sigue vigente, pese a las distancias y los abandonos de la mayoría de nuestros blogs. No me sorprendió encontrar que lo que pensé esta mañana ya estaba registrado ahí, hace más de tres años.

Hace unas semanas, a finales de 2011, Amaya expresaba en su cuenta de Twitter y en su blog algo acerca del sentido de necesitar un abrazo. En estos días, estoy seguro, Amaya está recibiendo muchos abrazos. Los recibe de quienes están cerca, pero también a través de comentarios en las redes sociales en las que tanto ha participado. Cada palabra que recibe es un abrazo que dice “no estás sola”.

Y a partir de este punto me permito hablarte a ti, Amaya. Porque mis palabras en particular quieren ser un abrazo que dice “gracias por lo que tu existencia ha dado al mundo”. Y cuando digo al mundo pienso en el mío, pero pienso también en los mundos que de alguna manera se ligan a mi pequeño entorno. Mundos de gente que jamás te ha visto y a través de terceros ha llegado a conocerte y seguirte incluso con mayor ahínco que yo mismo. Porque han encontrado en ti una manera de dar sentido a la existencia.

Es curioso, escribo como si yo sí te conociera en persona. Como si yo hubiese ya tenido la fortuna de escuchar tu voz o haberte dado uno de esos abrazos con los brazos verdaderos. Y no. Sin embargo, son ya cuatro años de conocerte. Cuatro años que de alguna manera nos hemos seguido la pista.  Hace un mes, en ocasión de mi cumpleaños, usaste aquella frase que nos permitió conocernos, aquella de “la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente”. Y de ahí pa’l real. Aquí estamos.

Leyendo el último capítulo de tu libro me doy cuenta que empecé a leerte en los mismos días en que recién aparecía aquella infame parálisis facial. Hacer un recuento de los hechos que han colmado tus días desde entonces no aporta mucho en este momento, seguro lo repasas con cierta frecuencia. Pero entre todo ello, hay un hecho que sin duda brilla con singular luz y se impone como el hecho que otorga nuevos significados a todo: la llegada de ese ‘goldito’ que tantos hemos aprendido a querer con un par de imágenes y unas cuantas palabras.

No pretendo, insisto, caer aquí en una crónica de acontecimientos, pero sí me gustaría que se leyera como un humilde relato de afectos. Afectos que se extienden en redes difícilmente imaginadas por cualquiera de los que hoy forman parte de ellas. Digo redes, pero quizá es una sola. Una red de amor en la que, como escribiste ese 22 de octubre de 2008, todos estamos conectados. Nos sabemos cerca. Nos sabemos juntos. Nos sabemos todo, menos solos.

*

Post Scriptum. Quizá este mundo del que hablo no tenga relación aparente con algunos lectores (aunque en sentido estricto la conexión existe a través de mí, claro). Pero estoy cierto que aún sin conocer Amaya y sin tener el menor interés en quién sea o cómo sea su mundo, todos tienen un mundo parecido al cual le han pedido carta de ciudadanía. Todos, estoy seguro, pertenecemos a alguna República ajena a la propia y hemos construido a través de nuestros afectos un mundo que nosotros sabemos propio y que compartimos con unos cuantos, pocos o muchos. Si mi tesis es correcta, comprenderán y disculparán que una vez más haya usado este medio para compartir algunas ideas a propósito del mundo según Amaya.

sábado, 27 de agosto de 2011

Veinte años

1. EXT. TARDE - JARDINES DEL TEC DE MONTERREY CCM. ÉPOCA ACTUAL.

ERNESTO atraviesa los jardines del Campus, desde el estacionamiento techado hacia los Salones de Congresos. Pasa a un costado de la Biblioteca. La mirada se detiene unos segundos en la escultura del Rey del Ajadrez Cervantino diseñado por el maestro Miguel Peraza. Continua la marcha alrededor del "cenote sagrado" al centro de la explanada. Llega al edificio del Centro Estudiantil.

ERNESTO (V.O.)
Mi amor por el Tec no es un amor ciego.
Mucho menos un amor rosa.
Tampoco se trata del amor filial o
fraternal, aunque sin duda comparte
con éstos algunos elementos.
Mi amor por el Tec se parece
más al amor que siento por mis amigos,
aunque tampoco es idéntico.
En todo caso, diría que es un amor crítico.
Que se resiste a la tentación de idealizar
el objeto de su afecto, pero lo defenderá
siempre como propio sin serlo.
Un amor agradecido siempre.
Un amor que busca la manera de devolver
lo recibido aún cuando el ser amado se
resiste a ello. Un amor que aspira a construir.
Un día lejos. Otro, quizá más cerca.


2. INT. TARDE - VESTÍBULO DE LOS SALONES DE CONGRESOS DEL TEC CCM.

ERNESTO ingresa al vestíbulo, decorado con una alfombra roja a la usanza de los festivales de cine. Una mampara anuncia "XX Aniversario Licenciatura en Comunicación"; con ella de fondo, un grupo de personas posa para una serie de fotografías; entre ellos: JESÚS MEZA, ARMÍN GÓMEZ, MIGUEL NÁJERA, ENRIQUE TAMÉS, ANA LUISA FONTES, JOSÉ ANTONIO UGALDE. ERNESTO se detiene y contempla un momento esa escena. Reconoce los rostros de los que son fotografiados y sonríe.

ERNESTO (V.O.)
Difícil resistirse a los clichés cuando
contamos con tantos para describir
momentos como éste.
Un "Parece que fue ayer", me viene a la
mente por más que le cierre la puerta
del pensamiento. Y es que así es.
La única evidencia contundente de que
han pasado más de quince años es el
cúmulo de experiencias vividas
desde entonces. Porque ni las arrugas
ni las canas por sí mismas son prueba
de nada que no sea pura biología.
Es lo que nos ha pasado y hemos sido
lo que no deja lugar a dudas...
Ha pasado un tiempo.


3. INT. NOCHE - SALÓN DE CONGRESOS I DEL TEC CCM.

Veinte mesas arregladas para una cena de gala. Ocupadas todas por entre 6 y 8 personas cada una. Un escenario tiene como fondo el mural "El hombre, la palabra y la técnica", pintado por Raúl Anguiano a finales de los años 1990 para el propio campus. A un costado una pantalla donde se proyecta una semblanza de 30 cortometrajes.

ERNESTO está sentado en una mesa acompañado de ALBA (LCC98) y FERNANDO (LCC99). También están a la mesa un EGRESADO JOVEN (LCC07)acompañado de dos jóvenes más. Al finalizar la proyección, conversan.

ERNESTO (a ALBA y FERNANDO)
¿Se imaginan cómo sería estudiar hoy LCC?
La mitad de mi carrera edité trabajitos
con dos videocaseteras VHS. Suena a viejito
pero "en nuestros tiempos" todavía
revelábamos e imprimíamos nuestras fotos
en el Laboratorio, ¿se acuerdan?

EGRESADO JOVEN
Algunos todavía llevan Foto Artesanal.

ERNESTO
¿Foto Artesanal?
¿Así le llaman ahora a eso?

(Ríen)

Podría seguir y casi reproducir línea por línea lo vivido anoche. Un recordatorio de tantas cosas. Más allá de las anécdotas del mundo digital contra el analógico que separa a algunas de nuestras generaciones, se trató de una renovación de mi declaración de amor por mi alma máter, en esa relación crítica que nos ha caracterizado estos 17 años, contando a partir de mi entrada a sus aulas. (Relación sobre la que hace un año algo escribí aquí, a raíz de la salida del Dr. Rafael Rangel.)

De todas las emociones de anoche, subrayo ahora dos. La primera: ver los rostros de maestros que significan tanto en mi biografía, muchos de ellos seguro sin saberlo. Eran pocos quizá, pero de alguna manera verlos fue contemplar también las miradas de muchos otros.

La segunda: ser testigo de una excelente muestra de producción de cortometrajes producidos en el campus a lo largo de dos décadas. Han sido sin duda cientos de cortos en esta historia. 30 fueron enviados para participar en una premiación "a lo mejor de la cinematografía" de 20 años de la licenciatura. La pequeña pero significativa semblanza permite identificar una importante curva de aprendizaje en el área de cine del campus. Como es natural, el lenguaje y las técnicas evolucionan. Pero al final, viendo tres cortos producidos en semestres recientes, queda claro que las inquietudes y el interés por explorar diferentes dimensiones de nuestra condición humana, las ganas de contar historias, son tan poderosas hoy como ayer.

Sin duda me hubiese gustado que el encuentro fuera más amplio y durara más tiempo. Pero a pesar de esos límites, se trató de una noche para el recuerdo. Y para el presente.

lunes, 17 de enero de 2011

Amaya

En septiembre del año pasado declaré que bajaba la cortina de este changarro. Pese a ello, desde entonces a la fecha he vuelto en un puñado de ocasiones por motivos especiales. Hoy es una más de esas ocasiones. Y lo hago con sentimientos muy revueltos.

Llegué al fascinante mundo de la blogósfera en diciembre de 2007, mientras vivía mi exilio temporal en Barcelona. Poco sabía yo de estas libretas virtuales que sirven tanto para alimentar el ego como para impulsar la más poderosa de las causas sociales. Mi primer experimento fue un espacio en LiveJournal a partir del nacimiento de mi primer sobrino. El ejercicio fue efímero pero poco después arranqué con Ernesto en Barcelona y de ahí derivaron un par de experimentos más (Tras Alicia y De-Formación Docente, los cuales tengo tristemente abandonados desde hace casi un año).

Mientras buscaba la identidad de mi espacio, en enero de 2008, empecé a dar con algunos blogs que me ayudaban a establecer mis primeros diálogos auténticamente digitales. Algunos pronto me atraparon. Uno en particular me cautivó. Googooleando un conocido discurso de Denise Dresser, el buscador me arrojó a la entrada de un blog donde una chica destacaba algunas ideas clave del discurso que yo estaba buscando. El sitio en cuestión era El mundo según Amaya. En los días siguientes fui devorando sus locuras y sus reflexiones, identificando muchas coincidencias y una que otra disonancia provocadora. Me encantó la forma en que esta mujer podía hablar de cuestiones sociales o asuntos internacionales de primeras planas para después pasar a los temas más cotidianos y triviales en apariencia.

Con el tiempo, toparme con ese blog haría que mi vida en cierto modo fuese otra. Descubrir el mundo de Amaya fue una de esas pequeñas cosas que terminan por transformar lo impensable. A partir de Amaya mi red de interacción con otros blogueros (y tiempo después tuiteros) comenzó a extenderse hasta alcanzar a personas bellísimas que hoy son fundamentales en mi vida.

Quienes son o fueron blogueros en algún momento de su vida, comprenderán de qué hablo cuando afirmo que a través de esos rincones virtuales uno llega a establecer lazos inimaginables. Llega un día en que de tanto leer a ciertas personas, descubres que les conoces más que a muchas personas con las que interactúas cotidianamente. Así me sucedió con Amaya en su blog y después cuando se animó a incursionar en Twitter.

Por eso cuando empezó a relatar su ires y venires a partir de una inexplicable parálisis facial y el posterior anuncio del cáncer echándole pleito, sentí como muchos otros que podía acompañarla en esos días difíciles, ofrecerle algún hombro hecho de bits o simplemente dejarle saber lo obvio: que no estaba sola. Con la misma intensidad que uno intenta aún hoy acompañarla en los días grises, uno se emociona y encuentra fuerzas en las constantes manifestaciones de entereza y pasión por la vida que Amaya demuestra día con día. Por eso —como muchos sin duda— me emocioné cuando nos contó la forma en que superaba esa primera etapa del cáncer y más todavía cuando anunció su embarazo o cuando el pequeño Aleks Jr. vio la luz por primera vez. Y, de nuevo con la misma profundidad, sentí removerse el alma cuando poco después, el cáncer decidió que quería una revancha. Una revancha que con toda la racionalidad y el corazón del mundo hoy Amaya enfrenta... sabiendo, claro, que no está sola.

Hoy leo con entusiasmo la forma en que blogueros y tuiteros empiezan a organizarse para ayudar a Amaya en una auténtica cruzada. Y pienso muchas cosas. Amaya no merece menos que un poderoso activismo en esas redes en las que nos ha dado tanto. Gente bellísima ya se moviliza para juntar recursos que ayuden a nuestra querida Amaya a vencer en forma definitiva. Y así será.

Los que andan en Twitter, pueden seguir a @PorAmaya para encontrar alguna forma de ayudarle. Si por alguna razón no está a su alcance alguna de esas posibilidades, les invito al menos a leer su blog y, si les nace después de ello, difundir este ejercicio de solidaridad con una mujer que merece eso y mucho más.

PD. Sé que me he extendido, pero quiero permitirme una postdata. Leyendo algunos de los tantos posts de Amaya y estando yo en mis días de crisis ante el mundo que tenemos, volví al texto de Denise Dresser que alguna vez nos hizo coincidir. Amaya cita como su frase favorita de ese discurso una que yo también elijo como la mejor de ese poderoso discurso: "Yo creo en la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente". A partir de esa frase quise hace un par de años iniciar un espacio donde pudiéramos movilizar ideas todos los indignados que queremos hacer de este un mundo mejor. Mi intención, derrotada por mi desidia, nunca prosperó. Sin embargo, mi indignación no ha muerto. Y quizá en este año que me he propuesto tanto conmigo mismo, debería recuperar la idea. No. No quizá. Lo haré.

miércoles, 9 de junio de 2010

Doce años (II)

Busco la forma de poner por escrito lo que me habita desde hace unos días. Pero me sucede lo que ha venido ocurriéndome desde hace meses: no encuentro forma de traducir los pensamientos en palabras. No pretendo aquí ponerme a divagar sobre esa nueva discapacidad que ya ha empezado a pasarme factura en diferentes ámbitos. Intentaré, en cambio, compartir un poco de lo que el pasado fin de semana dejó en mí.

Gracias a la mágica convocatoria de una entrañable amiga de los días de universitarios, se desencadenó un extraordinario encuentro con personas que hace doce años formábamos parte de un proyecto que transformó mi vida. La última vez que los miembros de ese equipo estuvimos juntos fue en el verano de 1998. Desde entonces, a algunos los había visto un par de veces en diferentes circunstancias. Con algunos me había escrito en alguna ocasión o habíamos hablado por teléfono hace siglos. Pero en sentido estricto, con alguna excepción, era como si nuestras vidas hubieran tomado cauces opuestos y prácticamente no sabía nada de ellos.

En los últimos meses empezaron a generarse chispas que, hoy lo veo, fueron configurando la posibilidad de reencontrarnos. De pronto alguien apareció en Facebook y tímidamente se abrió un vaso comunicante. Alguien más abrió una cuenta en Twitter, produciéndose un casual e inesperado pero maravilloso cruce de caminos. Alguien se topo con otro al salir de un restaurante, sembrando en ese otro el morbo de ponerse en contacto telefónico con un tercero. Y así se fue construyendo la ruta que nos condujo al sábado pasado.

¿Qué teníamos en común los que nos reencontramos? La más evidente, estudiamos una misma carrera en cierta universidad. Algunos de los que ahí estuvimos compartimos un par de proyectos que, como decía antes, marcaron mi vida para siempre.

Como sucede siempre en este tipo de reuniones, uno tiende a hablar mucho del pasado. Uno revive una y otra vez un sinfín de anécdotas. Está también el espacio para narrar una síntesis de lo que ha sucedido en los años que uno se alejó de la existencia del otro, ligándose siempre a un selectivo resumen del estado presente de las cosas. Y se vuelve al pasado.

Y esa vuelta al pasado puede conducirnos más allá de las palabras. Al menos así me sucedió esa tarde. Sin darme cuenta, llegó un momento en que la magia que nos unía hace más de una década estaba presente sobre la mesa. Y sentí una tremenda nostalgia por mí mismo. A eso intentaba referirme en la entrada anterior cuando hablaba de entablar un diálogo con el que era yo hace unos años. Mientras reíamos y nos mirábamos con entusiasmo, una parte de mí de se desprendía e intentaba mirarme desde fuera, alegrándose de verme con tal entusiasmo pero, a la vez, preguntándose dónde habían quedado tantas cosas de ese que yo era, ese que solía soñar, ese que se apasionaba locamente con un sinfín de proyectos.

No quiero seguir extendiéndome en esto. Siento que terminaré dando vueltas en un mismo sitio. Baste decir por ahora que la química desatada nuevamente hace unos días me obliga a replantearme muchas cosas. Dependiendo cómo vaya todo, ya estaré por acá dando cuenta de ello.

[Al pie. De quienes formamos parte de esos proyectos, faltó un amigo fundamental que hoy vive en su natal Oaxaca. Con él me topé en esas tierras hace un par de años. Lo echamos de menos sin duda la tarde del sábado, pero su presencia nos acompañó y sé que no pasará mucho tiempo para que podamos sumarlo a algún encuentro.]

domingo, 6 de junio de 2010

Doce años

Y de pronto, sin mayor aviso, simplemente sucedió. Doce años después ahí estábamos de nuevo. Como sucede siempre en ese tipo de reencuentros, varias charlas giraron en torno a evocaciones de los días que compartimos. A ratos los recuerdos tendían puentes para reconstruir fragmentos del presente, tanto el propio como el de aquellos con quienes solíamos convivir de forma más o menos cercana. Y hubo momentos también, afortunadamente, para mirar —o al menos intentar mirar— hacia adelante.

Correré el riesgo de sonar atorado en la melancolía, pero debo decir que pese a las huellas producidas por doce años de camino, no tardé en entrar en un profundo diálogo con el que era yo mismo en aquel entonces. De pronto desconocí al que deambula en estos días y empecé a recuperar algo de mí que tenía olvidado. Quizá por eso el momento se alargó tanto. Prácticamente diez horas de un encuentro que ahora me parece fue solo un instante y que parece haber sucedido al día siguiente de la última vez que estuvimos todos juntos —doce años atrás— en ese mismo lugar.

No sé qué sigue. Pero algo está claro: no puedo seguir adelante como si lo de esta tarde no hubiese sucedido.

[Sé que estoy siendo otra vez confuso, críptico. Y quisiera explicarme mejor. Pero es tarde, estoy cansado y mañana debo levantarme temprano para empezar nuevamente a desahogar pendientes. Tengo ya la deuda del 8 1/2. Sumo ahora el compromiso de volver sobre el mágico reencuentro de esta tarde.]

martes, 2 de febrero de 2010

Luces y sombras de una jornada gris

Hoy fue un día gris en todo sentido. En este pueblo no dejó de llover durante todo el día. Un martes que no terminó de nacer. Un día que se quedó a medias. Muchas cosas quisieron suceder. Pero al final no pasó ninguna. O casi.

Entre las sombras, que dominaron la mayor parte de la jornada, se acumula el peso de que las cosas no me salen. Me quedo entonces en una suerte de limbo, donde nada sucede. Quizá la señal más contundente es el repetido fracaso en mi intento de clase. Cada día pierdo la calma con más facilidad. Hoy leí la retroalimentación que, sobre mi clase, entregaron los niños a la Directora de Secundaria. Fueron duros, pero creo que justos. Tengo que darles la razón. Quise luego reaccionar positivamente ante sus señalamientos. Y nada. El jueves habrá oportunidad de intentarlos de nuevo.

Entre las luces, el recuerdo de gente que quiero y que cada día echo más de menos. En muchas latitudes y desde muchos puntos en mi línea del tiempo. Particularmente me caló el encuentro digital con el pasado reciente, con parte del equipo de trabajo que me acompañó de alguna manera los últimos tres años. Mientras a una de ellas le escribía un correo, me cayó el veinte de parte de mi frustración y mi melancolía. Comprendí que con ellos me sentí útil, como pocas veces. Lo que hacíamos tenía sentido y nos alimentaba a todos. Compartíamos algo, con nuestras limitaciones, con nuestros defectos —que seguro eran muchos—, lo cierto es que nos rodeaba una peculiar sensación de trascendencia. Con el paso del tiempo ese equipo fue desintegrándose. Y al día de hoy no perdemos ocasión de recordarnos lo que significó coincidir en el tiempo y el espacio, lo mucho o poco que haya sido para cada uno.

La lluvia refuerza la nostalgia. Qué le vamos a hacer. Por hoy ha sido bastante. A descansar que mañana el mundo sigue de este lado. Y habrá que seguir buscándole esa chispa de sentido.

jueves, 7 de enero de 2010

Cruda realidad

Hoy pintaba como un buen día para retomar mis recuentos del 2009, pero una vez más las circunstancias me lo impiden. Esta vez dolorosamente. Y no sólo eso. Me provocan también la necesidad de violar una de las reglas-no-escritas que han regido buena parte de mi vida. Ante la impotencia, ante la frustración que me produce la injusticia, rompo el silencio.

Advierto: no quisiera cansar con una historia que, para ser completa, me obligaría a escribir varios tomos, así que arriesgando un poco la claridad intentaré ser breve. Pero no garantizo nada.

Cuando hace ya varios meses decidí renunciar a mi empleo anterior, lo hacía motivado por mi propio cansancio, mi desgaste y mi crisis vocacional, pero también decepcionado, fastidiado del hedor que desprendía la forma en que se tomaban ciertas decisiones a mi alrededor y pasando por alto mi supuesta jerarquía. El hartazgo pronto alcanzó otro nivel: mi impresión era que, al mantenerme en el sitio que ocupaba, era cómplice y responsable del maltrato, la humillación, que recibían determinadas personas, incluyendo, ¿por qué no decirlo?, aunque fuese de modo indirecto, quienes se suponía habían de beneficiarse de mi trabajo y el del equipo a mi cargo.

No quiero parecer ingenuo. Tras una década en el 'negocio' de la educación privada en nuestro país, tengo claro que lo último que mueve a ese aparato son las ganas de sacar adelante cualquier cosa distinta a los intereses particulares —muchas veces, aunque afortunadamente no todas, mezquinos— de quienes emprenden en el ramo. Pero también soy un convencido de que estos intereses podrían ser compatibles, como en cualquier otra industria, con una vocación de servicio y una cultura de respeto hacia sus empleados. Tristemente no siempre se aprovecha esa oportunidad.

Seis veces en diez años he dejado un trabajo. En dos ocasiones fue con dolor pero creyendo que al hacerlo accedía a una oportunidad superior de hacer algo en lo que creía. Una más, lastimado por tres años y medio que concluyeron en una larga cadena de frustraciones y confusiones internas, creyendo que al despedirme hacía lo mejor para todos. Las dos últimas, en diferentes momentos pero en la misma institución, cansado de creer. En medio de todas, cuento también la única despedida involuntaria, cuando la incomodidad que provocaba en algunas personas en mi alma mater terminó en una gentil invitación a firmar una renuncia, sin conseguirlo pero sí logrando el efecto esperado de mi salida —muy escoltado y a la fuerza, eso sí—.

Pero regreso a hace un año, en mi empleo anterior. En diciembre de 2008 me notificaban la necesidad de un absurdo —y en sentido estricto, innecesario— recorte de personal en diferentes áreas del colegio. En aquel entonces, recién desembarcado del viejo mundo, logré aprovechar el valor de mis bonos con los jefes para encontrar una salida que, si bien implicaba algunos costos —incluyendo el sacrificio de la mitad de mis ingresos en aquel entonces—, permitía dejar intactas a otras personas y seguir adelante con el sueño que intentaba recuperar tras mi primer renuncia, en 2007.

No pasaron más de tres o cuatro meses para que me diera cuenta de la realidad: las cosas no mejoraban, muy al contrario; empezaban las decisiones a mis espaldas. Comenzaba el ataque para desmembrar, sutilmente todavía, el equipo que paulatinamente veníamos consolidando. Quizá no éramos los mejores. Cierto que no habíamos logrado resultados espectaculares en los estados de cuenta, pero no tengo duda de que estábamos colocando a la institución en una posición que difícilmente habrían imaginado quienes conocieron el "proyecto" en vías de putrefacción que había recibido yo tres años atrás.

Vuelvo a los hechos: tomé una decisión convencido de que mi visión radical de las cosas era incompatible con lo que sucedía a mi alrededor, pero creyendo —otra vez, creyendo, vaya ingenuidad— que los demás, desde sus trincheras a nivel de cancha, desde sus aulas, desde sus pequeños territorios, podían mantener viva una delicada lucha, como sucede en tantas y tantas aulas a lo largo y ancho del país. No contaba con que el grado de ambición de unos cuantos podía cegarles al grado de asfixiar esos brotes de pequeñas pero significativas posibilidades.

Apenas un mes después de mi salida empezaron las señales de que no habría empacho en pisotear lo poco o mucho que se había cultivado. Pero las noticias que recibo esta semana rebasan cualquier límite. "Quisiera no hubiera terminado así", me escribía esta mañana uno de los caídos. Nadie quiere que las cosas acaben así. Y desde aquí solo puedo decir que los abrazo. Diré una tontería, pero quiero decirla: me siento incluso responsable; quizá si no hubiéramos formado un equipo tan sólido hoy no dolería tanto. Vale, no pretendo cargar con esto. Suficiente cargo ya que no me corresponde. Pero es una forma de decir que me duele su dolor, que desde acá les acompaño.

No sé qué hago ventilando esto aquí. Decía que estoy rompiendo una de mis propias reglas. Quizá lo hago porque escribir esto aquí es lo más cercano que conozco a dar un grito en la calle, a los cuatro vientos. Total, igual y nadie se entera.

martes, 5 de enero de 2010

Miedo

Para celebrar su segundo aniversario, Esta Boca Mía lanzó una provocación fascinante. Y caí. Pronto me di cuenta de que el reto era complicado, pero persistí porque me parecía una manera maravillosa de rendir homenaje a una pluma que admiro y a una persona por quien siento un gran cariño. Al decidir participar de su festejo, me di cuenta además de que llegamos prácticamente al mismo tiempo a la blogósfera, pues fue justamente en enero de 2008 que abrí mi primer libreta digital (aunque mañosamente ajusté la fecha de la primer entrada como si hubiese sido publicada en diciembre del 2007). Va pues, mi manoseo a uno de los textos incompletos de Jacka.

Miedo

Ese menudo cuerpo estaba lleno de resentimiento. Parecía imposible que tanta ira, tanto rencor y tanto dolor, cupieran en el espigado contenedor de su alma.

Sólo se podía adivinar la oscuridad que lo habitaba cuando su mirada se perdía en el horizonte. Probablemente porque en ese momento bajaba la guardia y la marea de agua putrefacta alcanzaba la superficie. El resto del tiempo era difícil descifrarle, aunque parecía justamente lo contrario: quien se topaba con él creía adivinar de inmediato una luminosa presencia: “transparente como pocos”, solían decir.

Raro que alguno imaginara las tinieblas que operaban en su interior, pues si bien sus ojos viajaban con frecuencia en dirección del ocaso, pocos llegaban a atestiguarlo. De ahí que resultara improbable imaginar que aquella ira, aquel rencor y aquel dolor eran producto de una poderosa incapacidad de afrontar eso que suelen llamar la realidad.

Llevaba una vida entera viviendo de sus propios temores, sin atreverse a llamarles por ese nombre. De alimentarse de ellos primero y después de los residuos derivados de tal ingestión. Curioso que, pese a ser tantos sus recelos y tan variados, quienes le rodeaban lo percibieran como valiente. Aplaudían su “fortaleza” y algunos incluso envidiaban el modo en que, según decían, “hacía frente a la adversidad”.

Más de una vez escuchó él mismo tales adulaciones. Lejos de reconfortarle, sólo nutrían el cúmulo de ira, reforzaban el rencor y ahondaban el dolor, sin que de ello se diera siquiera cuenta.

Hasta el día en que la mierda no encontró más espacio bajo su piel.

Fue en ese último minuto cuando, por fin, le puso nombre a aquello que hasta entonces su soberbia se había obstinado en disfrazar de ira algunas veces, de rencor otras tantas y de dolor las más.

lunes, 21 de diciembre de 2009

34

Durante lo 34 años que he andado sobre esta Tierra he recibido muchísimas bendiciones. Todos los días procuro agradecerlas, aunque se entiende que en ocasiones el ajetreo y la carga de cosas lo dificulten. Ayer una vez más tuve oportunidad de celebrar ese agradecimiento en compañía de gente que quiero y me quiere, gente que me ha regalado su afecto a partir de cruces de caminos generados por muy diversas circunstancias y en diferentes momentos de mi vida.

Como es natural, no pudieron estar todos. Pero los que estuvieron alcanzaron para corroborar que soy muy afortunado. La jornada estuvo marcada de significativos detalles. Encuentros con gente que llevo en el corazón y que hace más de dos años no veía en persona. Con gente que llegó a mi vida a través de este espacio (o de su antecesor, que para el caso es lo mismo) y que ha encontrado pronto un lugar en mi vida. Con amigos que por las nuevas condiciones de mi vida laboral no puedo frecuentar tanto como quisiera. Algunos se han ido reportando desde sus coordenadas geográficas en este País, en gringolandia o en Europa, recordándome su afecto.

Quizá uno de los detalles más significativos ha sido la oportunidad de celebrar mi cumpleaños teniendo físicamente conmigo a mis herman@s. L@s cinco hemos coincidido esta vez como hace varios años no sucedía. Así será esta Navidad. Estando cerca. Y eso es algo que no ceso de agradecer.

En fin, que agradezco lo que tengo y lo que viene. A mi madre y a mi padre, que ayer una vez más se volcaron de entrega para hacer del pequeño festejo un éxito. A M, que también estuvo al pie del cañón, cuidando hasta el más mínimo detalle para que se cumpliera mi manía de tener una fiesta como hace 30 años. A los que estuvieron físicamente y a los que me están acompañando desde donde estén. A muchos ni tuve tiempo de convocarlos, pero sé que se habrían apuntado.

A todos, gracias por ser parte de mi biografía. Sin ustedes, estas páginas no tendrían sentido.

Al pie. Los mensajes que ya llegan por Facebook, Twitter o SMS. Descubre uno la amplitud de la red afectiva con la que cuenta. Y, para no dejar de ser yo y racionalizar todo un poco, me cautiva la forma en que estos medios establecen una trama sincrónica y diacrónica a la vez. Ya me pondré a dar vueltas a esto, mientras aprovecho también estas dos semanas de desenchufe laboral para avanzar en la Tesis un poquito y en la larga lista de lecturas pendientes.