martes, 5 de febrero de 2013

Existencia: A un año de la partida de Amaya


Hace unas horas el espíritu de Amaya Marichal cumplió un año de haber abandonado el cuerpo contra el que libró una dura batalla. La cercanía de lo material dificulta comprender quién derrotó a quién, pero para mí es claro, pues al final quien sobrevive es más fuerte, y en este caso ha sido el espíritu de Amaya, que sigue entre nosotros.

Lo admito: la dicotomía cuerpo/espíritu es peligrosa. Me obliga a pensar en la enfermedad y sus metáforas, observadas y descritas con mirada crítica por la eterna Susan Sontag, quien también —como Amaya— dejó este mundo por complicaciones ligadas al cáncer. Acepto que al final esas metáforas son quizá muletas para explicarnos nosotros mismos el mundo en la manera en que nos viene mejor comprenderlo.

A lo largo de cuatro años —de 2008 a 20111— escribí varias veces sobre y para Amaya. Pero fue en el arranque de 2012 cuando más letras lancé en este blog refiriéndome explícitamente a ella. El primero fue "Basta", el 12 de enero; a este texto tuve que responderme yo mismo con una nueva entrada al día siguiente, para separar de canal la discusión, por respeto a la misma Amaya. Sin embargo, para mí era evidente que Amaya simpatizaba con lo que yo había intentado transmitir ese 12 de enero: pedir respeto, al margen de discusiones teológicas en las que seguramente tendría yo mucho por aprender. Al menos eso he creído desde ese día, cuando la propia Amaya compartió mi texto en su cuenta de Twitter, con el que fuera dolorosamente su último RT. 

Días más tarde, el 23 de enero de 2012, con la edición impresa de El Mundo según Amaya en mis manos, escribí sobre "Esos mundos donde no estamos solos". No me extiendo sobre el tema, que ahí sigue el texto para quien quiera leerlo. 

La siguiente referencia a Amaya en este blog apareció iniciando febrero, para despedirme de ella y de otro entrañable joven que había fallecido un par de días antes que ella. "Dos columnas" era mi pequeño homenaje en esos dolorosos días llenos de confusión, días en que casi cualquier pensamiento remataba con un por qué buscando una pequeña señal de sentido.

Curiosamente, el texto que más me gusta leer para pensar en Amaya no lo publiqué en este blog —ni en su precursor, que fue donde nos conocimos—. Me refiero a un brevísimo texto titulado "Existencia", escrito en ese mismo enero de 2012. Ahí la pregunta no es un por qué, sino para qué. Y eso puede hacer una diferencia importante.

No exagero si digo que la existencia de Amaya es una de esas que han marcado —quizá incluso cambiado— el rumbo de la mía propia. Lo sé: suena extraño cuando uno se refiere así a una persona con la que nunca tuvo oportunidad de charlar cara a cara. O quizá sí: porque a veces las palabras, cuando son sinceras, muestran mejor nuestros rostros que la presencia física. Y a través de las palabras Amaya y yo nos encontramos muchas veces.

Ya he narrado más de una vez el papel de Amaya en mis primeras incursiones en el universo de los blogs e incluso nuestro arranque casi simultáneo en Twitter, siendo uno de los primeros seguidores en la lista del otro y viceversa. Pero la trascendencia de Amaya en mi vida va mucho más allá del acceso a una plataforma tecnológica: se encarna en rostros, en vínculos; se materializa en decisiones, se explica a través de provocaciones, coincidencias y diferencias que siempre terminaban en crecimiento.

¿Idealizo? Probablemente. Lo he hecho siempre y en casi cualquier circunstancia, con un gran número de personas. Lo hacemos todos. Las cosas son lo que son sólo en la medida en que nuestros sentidos y nuestra memoria registran que han sido. Y ese idealizar me ha permitido escudriñarme y explorar nuestra condición desde numerosas perspectivas. Con Amaya tuve oportunidad de encontrar diálogo en esa tarea de escudriñar y, sobre todo, de ampliar el número de interlocutores que a veces uno echa tanto en falta.

A un año de distancia, el para qué sigue abierto. Es un para qué orientado a movilizar el pensamiento y las acciones. Porque no sé si las cosas pasan por algo, pero estoy convencido que pasan para algo. Y eso hay que descubrirlo todos los días. 

Para mí, que con frecuencia caigo en el fatalismo, la certeza de que existe un sentido —a veces claro, a veces oculto— en todo lo que nos rodea, justifica toda existencia. Pues, aunque somos un instante, somos parte de algo mucho más grande; de ahí que no tengo duda: en nuestra insignificancia, tenemos la trascendencia al alcance.