viernes, 17 de febrero de 2012

Arrojando mi piedra


Me arriesgo una vez más, compartiendo algunas divagaciones producto del debate librado conmigo mismo en las últimas horas. Y digo que me arriesgo porque siempre he sido muy crítico con esa costumbre tan arraigada entre nosotros de opinar acerca de todo. 

Esta vez el tema me parecía simplemente ineludible, quizá por estar ligado a una cuestión que ha sido parte de mi entorno de manera casi permanente desde hace varios años. Me refiero al dichoso tema del plagio, tan sonado en estos días a raíz del escándalo AlatristeMi interés por explorar un poco algunas ideas al respecto, surge de un par de declaraciones leídas en horas recientes: la primera, una frase de la carta de renuncia de propio Sealtiel; la segunda, una declaración que —en defensa de su amigo editor— publicó Guadalupe Loaeza en Twitter.


Afirma Alatriste en su comunicado:
No voy a negar que la falta que se me atribuye sea cierta. Niego sin embargo que éstos, mis artículos, sean producto de un plagio, lo sustancial de ellos parte de ideas y recuerdos propios, con un estilo personal que se puede rastrear en toda mi obra, y si en los casos señalados refieren algo ya escrito, investigado o conocido, no constituyen la médula de mi argumentación, y el propio sistema universal del derecho de autor lo admite como una conducta lícita, apuntando que la falta se limita a no haber entrecomillado o citado la fuente, sobre todo si ésta se realiza fuera del campo educativo o de la investigación científica.

Los destacados en negritas son míos y a ellos me remito. Si esa ausencia de entrecomillado o cita no conduce al plagio, ¿cómo deberíamos llamar a tal conducta? ¿Qué criterio habría de servir como referente para otorgar a esa omisión el nombre de plagio? Líneas más adelante Alatriste agrega que no medró nunca con esos párrafos. Admitiendo que la Real Academia define el plagio como el acto de presentar una obra ajena como propia, ¿presentar fragmentos hace que la falta desaparezca? ¿Existe un término para esa suerte de infracción "menor"?

Hace 12 años empecé mi labor como profesor, misma que desde entonces he ejercido ininterrumpidamente impartiendo clases en diferentes niveles, desde secundaria hasta posgrado. En todos los casos, he advertido a mis alumnos sobre las graves consecuencias que derivan de lo que en las normas académicas de algunas instituciones llamábamos "fraude académico" y que coloquialmente nombrábamos plagio. ¿Era incorrecta la expresión? El tristemente famoso "copiar-pegar", ¿debe o no calificarse como plagio?

Mientras leía la carta del hasta hace unos días responsable de Difusión Cultural en la UNAM, imaginaba a mis estudiantes en el futuro defendiendo sus "copy-paste", sus "citas" sin referencia, parafraseando —en ese caso sí, con todo el crédito necesario— al galardonado escritor exigiendo: "no anule mi trabajo, profesor, mi falta se limita a no haber entrecomillado o citado la fuente".

Mi confusión aumentó horas después de leer la carta de Alatriste, cuando en mi línea del tiempo en Twitter aparecieron un par de trinos de la opinadora Guadalupe Loaeza. (Quizá sea irrelevante, pero diré en mi defensa que esos tuits aparecieron en mi TL a través de los RT de algunos amigos; yo jamás seguiría a esa señora en medio alguno, ni por morbo, vamos.) En el primero de los citados tuits, la articulista declaraba: "Estoy con Sealtiel Alatriste y desde Valle de Bravo le mando con mucho cariño un abrazo". Tal muestra de solidaridad se entiende, por supuesto, si recordamos que la propia Loaeza fue víctima también de Guillermo Sheridan hace unos años —aunque muchos no se enteraron y otros pronto lo olvidaron, permitiendo que a la fecha se mantenga a flote como pseudointelectual, de esas que comentando todo como si fueran expertos en la materia—.

El otro tuit iba más lejos, sentenciando: "El que no haya plagiado en su vida que tire la primera piedra, estoy con Sealtiel". ¿Perdón? A ver, primer asunto, ¿en qué quedamos? Lo que hizo su amigo, ¿es o no es plagio? El propio Alatriste alega que no, pero su amiga lo define así y bajo ese concepto incluso lo defiende. Fue esa provocación de la Loaeza lo que me trajo a escribir estas líneas: yo estoy libre y me siento con la legitimidad para arrojar mi piedra, pequeña quizá, inofensiva seguramente, pero piedra al fin. No identifico en mi biografía alfa que pudiera considerarse plagio, ni siquiera de niño, cuando era tan socorrido el copiar-pegar artesanal (ese copiar a mano o con máquina de escribir los textos de monografías o artículos de enciclopedia).

Confieso que hace unos años, enterarme de la tendencia al plagio de Loaeza, no me sorprendió. Pero con Alatriste mi reacción fue distinta. Admito mi ignorancia y lejanía frente a la grilla intelectual a la que Jairo Calixto hace referencia en un sensato artículo publicado en Milenio, pero lo cierto es que más allá de cualquier simpatía, Alatriste ocupa un lugar notorio en la historia reciente de nuestra industria editorial, no solo como escritor sino como impulsor y directivo de diferentes empresas del ramo. Un fraude de esta naturaleza en una opinadora como Loaeza, me parece sin duda lamentable, pero una falta semejante en quien ha dirigido organizaciones editoriales del más alto nivel, resulta infame y detestable.

Creí que había dicho todo, pero uno de los usuarios que sigo en Twitter tuvo a bien retuitear un comentario de Jorge Castañeda que afirmaba que "a todos nos puede pasar" lo de Sealtiel. ¡Qué tal! ¡Ahora cometer plagio es algo que "nos pasa"! Nos pasan accidentes, nos pasa aquello que no involucra nuestra voluntad. Pero hacer que un texto de otros pase por propio, es algo que se hace con libertad, implica una decisión consciente o, en todo caso, una omisión ignorante (imperdonable, por cierto, para un editor serio). El plagio le pasa al que es víctima del mismo: me plagian si me reproducen sin citar, eso sí no puedo evitarlo; pero afirmar que a quien plagia eso "le pasa", es un sinsentido indefendible. 

Pienso en muchas consecuencias que derivan de un affair como este. Me detengo en una que siempre me ha inquietado: ¿cómo sobrevive el valor de la confianza a estos incidentes? La confianza ha ido perdiendo valor notablemente en nuestras comunidades, hemos aprendido a desconfiar, a dudar de todo y de todos. Nos regimos por la sospecha. Como docente, los casos de plagio académico siempre me han producido un enorme malestar, sobre todo porque me molesta descubrirme dudando de todo texto que esté razonablemente bien escrito. Basta encontrar un ensayo con dos párrafos sin mácula para ir a Google para descartar que sea producto de un "copiar-pegar". Cuando eso sucede, empiezo por lamentar el tiempo que invierto buscando la trampa, pero me aflige aún más darme cuenta que parto del principio del engaño. Triste asunto, por donde se mire.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Dos columnas

El "Panteón de los Ingleses", en el pueblo de Real del Monte —muy cerca de Pachuca, Hidalgo—, es un lugar que cautiva desde el primer momento. Uno puede recorrerlo a voluntad y disfrutar de sus recónditos rincones o apostar por la visita guiada. Cuando hace unos meses visité el lugar, vencí mi acostumbrada tendencia a la autonomía y acepté participar en el recorrido que ofrece Doña Carmen, hija mayor de Don Inocencio. "Don Chencho" —como lo conocía la gente del pueblo— cuidó del panteón durante más de cuatro décadas y hasta su muerte, sucedida apenas un par de meses antes de mi estancia en el poblado. Doña Carmen cumple hoy la labor que otrora ejercía su padre, y puede hacer las explicaciones tan completas o veloces, como uno esté dispuesto a escuchar. Nosotros visitábamos el sitio sin prisas, por lo que la invitábamos a contar tantas historias como fuera posible y descifrar tantos símbolos como ella se sintiera capaz. Fue ahí donde escuché por primera vez el sentido de las columnas y obeliscos que coronan algunas tumbas: en los casos donde éstas figuras se elevan cabalmente, se celebra que quien ahí yace vivió una vida plena y cumplió su misión en el mundo como era deseable; por el contrario, cuando la columna o el obelisco se truncan, señalan que la vida en ese caso fue interrumpida repentina y prematuramente.

El viernes hacia medio día recibí una noticia que de inmediato trajo a mi mente la imagen de una de esos mausoleos donde la ruptura del pilar cimbra aún sin saber su significado. César, una gran persona muy cercana a mi corazón y a los corazones de mi familia, había muerto horas antes en un terrible accidente. No viene a cuento aquí entrar en mayores detalles. Sin embargo, desde ese momento no han cesado las ganas (¿la necesidad?) de escribir y compartir lo que uno siente. Tuve la fortuna de viajar ocho horas hasta la ciudad donde parte de la familia se iba reuniendo necesitando un abrazo. Poco más de 12 horas estuve ahí, compartiendo la tristeza y buscando sentido a la tragedia.

Regresé a casa y después a mi tierra, para pasar un par de días cerca de gente que pudiera extender los abrazos en horas como estas. El viaje en carretera en compañía de mi padre me había hecho no revisar ninguna red social en internet desde esa madrugada. Llegando a la ciudad recibí un mensaje de Liz, quien apenas hace unas semanas descubrimos es vecina de mi papá. Liz es también prima de Amaya, y en su mensaje me compartía la triste noticia de su fallecimiento apenas horas antes. Llegué a dejar a mi papá y aproveché la cercanía para conocer por primera vez a Liz y darle un abrazo. Sentí que en ese abrazo estaban presentes muchos otros que jamás hemos visto ella o yo y que a pesar de todo nos sentimos cerca desde hace cuatro años. Sí, gracias a Amaya.


Muchas cosas han pasado por mi cabeza en estos días. Y descubro que solo viniendo a escribirlas consigo darme un poco de claridad. Se me ocurre así que al compartir lo que voy escribiendo, pueda completar significados o, ¿por qué no?, ayudar incluso a otros a construir los propios.


En las historias de César y Amaya hay mucho en común, a pesar de que en uno caso la partida haya sido brutalmente inesperada y en el otro haya sido resultado de un doloroso proceso que en el fondo todos sabíamos tenía cerca su final. De nuevo, no sé si éste sea un lugar para hablar sobre todo esto. Lo cierto es que la ausencia de ambos es irreparable y, si bien reconozco que ambos gozan hoy de una vida distinta y admito que los que acá andamos encontraremos tarde o temprano la manera de confortar nuestras almas, todos sabemos que no es tarea fácil.

Es evidente que el consuelo no se encuentra siempre a la misma velocidad, que cada ser humano vive sus duelos a su manera y que las almas se reconfortan siguiendo muchas veces rutas que para algunos serán incomprensibles. Aquí sí, todo se vale. Aunque para mí ese todo es mejor si el camino que buscamos nos conduce a vivir el presente con la plenitud que merecemos, con el sentido al que tenemos legítimo derecho. En estos días escribí en alguna otra parte que, en estas circunstancias, a los que aquí seguimos nos toca estar a la altura y ser testimonio vivo del amor y la alegría que los que hoy no están nos predicaron con sus acciones. Lo reitero: nos toca vivir, y viviendo honrar a quienes nos acompañaron en parte de este andar.

Ayer, pensando en todo esto, recordé un pequeño texto que escribí hace poco más de tres años, intentando que fuera un cuento. En ese entonces lo compartí solo con una persona, pues el texto cumplía un objetivo que poco tiene que ver con lo que hoy me trae aquí. Y, sin embargo, al leerlo en estas horas, encontré ahí un mensaje que me ayudaba a dar sentido a la ausencia. Se me ocurrió entonces soltarlo por primera vez al resto del mundo. En las horas siguientes se dieron reacciones de todo tipo, varias completamente insospechadas para mí.

El fin de semana, cada vez que me descubría llorando —lo cual sucedía sobre todo con cada abrazo—, pensaba para mis adentros: "Lloramos por nosotros. Lloro por mí. Ellos están bien. Mi llanto no suma ni resta para ellos. Estas lágrimas son mías, porque me hacen falta." Sí, mucho de egoísmo hay en nuestras reacciones cuando alguien nos deja. Supongo que es un egoísmo natural, parte de nuestra naturaleza. Y ahí las lágrimas están bien. Lo que sigue es encontrar en el fondo de nuestra tristeza la fortaleza para seguir adelante. En ese camino andamos.