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jueves, 21 de mayo de 2020

Nueva normalidad, nuevos valores, nueva escuela

¿Te ha ocurrido que despiertas de una pesadilla y necesitas contarla esperando conjurarla, impedir que se haga realidad? Con esa intención comparto una visión sobre la escuela que viene. El texto es oscuro, lo sé, pero busca también ofrecer una chispa de esperanza.

Imagen: Carnet Noir (2014). Cortesía de Antinea Jimena

Estamos a la puerta de despedidas que algunos no esperábamos vivir. Decir adiós a la poca libertad que nos quedaba. Adiós a la pequeña esperanza de confiar en el Otro y reconocernos en su mirada.

Lo peor es que la despedida no es producto de un violento robo en despoblado: nos han convencido con relativa facilidad y lo hemos entregado todo dócilmente. Creímos que sería un resguardo temporal de estas sagradas conquistas. Peor aún: pensamos que lo hacíamos como un acto de responsabilidad y solidaridad: por el bien de los demás. Y ahora no hay marcha atrás. Nos han enseñado a ver con otros ojos aquella libertad, aquella esperanza. Y nos han persuadido de que es mejor dejarlas en prenda, una vez más, por nuestra seguridad. Por nuestra salud.

No estaremos encerrados para siempre, eso es cierto. (Escribo en México, donde teóricamente sigue vigente una Jornada Nacional de Sana Distancia que nos pide quedarnos en casa, aunque millones por necesidad, capricho o ignorancia siguen viviendo igual que antes en el espacio público.) Decía que no estaremos encerrados para siempre. Pero el día que salgamos a recuperar las calles ―como lo hacen ya algunos que llegaron antes que nosotros a la pandemia― lo haremos protegidos por murallas invisibles cuyo grosor será mucho más poderoso que el de las paredes de casa.

No sé si los cubrebocas o las caretas transparentes durarán mucho o poco, pero el distanciamiento social llegó para quedarse. Hoy el término tiene, todavía,  cierta carga negativa. Pero no será por mucho tiempo. El distanciamiento social se revela ya como la virtud vertebral del nuevo aparato que habrá de regir nuestras vidas.

Cada sistema social, político y económico a lo largo de la historia ha necesitado apoyarse en determinados valores para garantizar su funcionamiento. Estos valores se instalan sutilmente, sin grandes cuestionamientos, sin una reflexión crítica de gran alcance. Nunca se habla formalmente de ellos: se dan por hecho. ¿Habrá resistencias? Seguro. Las ha habido, las hay y las habrá. Siempre. En función de la fuerza que tenga el nuevo sistema, esas resistencias ayudarán a equilibrar algunas cosas, pero servirán también para que los defensores del régimen refuercen en sus discursos las estrategias que ocultan las letras pequeñas del nuevo contrato social.

¿Qué papel jugará la escuela en este nuevo orden? El mismo de siempre. Con nuevas reglas, por supuesto. Y no me refiero al debate entre presencialidad y virtualidad que roba las primeras planas y acapara las conversaciones cada vez que se menciona la palabra educación en estos días. Las nuevas reglas tendrán como soporte los mismos principios ideológicos sobre los cuales se ha montado desde siempre la función dominante de la escuela: convencernos de lo que nos toca, ayudarnos a comprender “la realidad” y aceptarla, iluminarnos para encontrar nuestro lugar en el mundo, bajo las nuevas reglas del juego.

Como sucede incluso en la más terrible de las dictaduras, habrá pequeños territorios de resistencia. Marginales, por supuesto. Paradójicamente, muchas personas e instituciones educativas que en los años recientes venían avanzando en la conquista del terreno con un mensaje ―y con experiencias claras― de que otra educación era posible, se entregarán fácilmente al nuevo orden. Porque el sistema de control que emerge usa el mismo idioma de los que sembraban la revuelta: conoce los valores y creencias que movían a estos revolucionarios de la educación y hace tiempo que empezaba a hablarles en su lengua. “Es su momento”, les dirá. Y a muchos los insertará con docilidad en la lógica de su algoritmo.

Otros resistiremos. No sé por cuánto tiempo. No sé con qué alcances. Como en cualquier guerra ―aunque no sé si lo que hoy vivimos pueda describirse como una guerra― la resistencia tendrá que esconderse. Buscar mantener vivo el calor de sus convicciones sin exponerse al exterminio de las últimas brasas.


*

¿Resistir? ¿Frente a qué? Resistir el embate de la escuela que viene. La nueva escuela que nos están ya instalando y que, después de arraigado el miedo y respaldados por los científicos de la salud, madres y padres exigirán para sus hijas e hijos. Serán las familias quienes reclamen a las escuelas más de lo que pedirán los propios gobiernos. Acaso unos cuantos comprenderán el alcance que a largo plazo tendrán esas medidas sanitarias que con bombo y platillo presumiremos, sin detenernos a pensar en los nuevos marcos mentales que estaremos instalando con ellas.

Hace unos días escribía Martín Caparrós que la emergencia le había llevado a experimentar y comprender inesperadamente “la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo”.

Aunque nunca me he considerado conservador, esa actitud paradójica no me es extraña, pues siempre me  ha acechado una incómoda pero vital condición que me hermana con la trágica Casandra griega. Condición que en mis delirios apocalípticos hoy me arrastra a mirar el mundo que vendrá.

La idea misma de "escuela" ya estaba en crisis. Es verdad, sus días estaban contados. La pandemia acabó con ella, aunque seguramente seguirá pataleando y buscando defenderse en su último aliento. Es cierto también que muchos deseábamos que desapareciera. Pero no todos teníamos en mente el mismo anhelo para la escuela que habría de sustituirla.

Poco tenemos para celebrar hoy quienes pugnamos por una educación crítica, humanista, liberadora. Ya era difícil antes convencer sobre la necesidad de derrotar la lógica simplificadora de una escuela orientada por la reproducción y la homogeneidad. Pero había pequeños triunfos. La constancia y el valor de muchos había conseguido derrotar las filas de bancas y las tarimas; poco a poco se apostaba en muchas trincheras por la interacción, el aprendizaje activo, la centralidad del estudiante, el diálogo y el cuestionamiento.

Pero esas conquistas eran pequeñas batallas. Con vestidos semejantes, apropiándose del lenguaje de algunas pedagogías críticas, acechaban las grandes corporaciones de administración de contenidos y los emporios tecnológicos con algoritmos para resolver la vida de profesores, estudiantes y familias. Se imponía poco a poco una vacía pedagogía del entretenimiento disfrazada de habilidades para el siglo XXI.

Hace unas semanas, lleno de esperanza, compartí en distintos espacios un primer vistazo a los escenarios posibles para la educación después de la emergencia. Simplificando un poco las cosas, apuntaba tres posibilidades. En la primera, la vieja y agonizante escuela se repone apoyada en sus inercias y en el miedo, en la necesidad de la gente por refugiarse en lo conocido. En el segundo escenario, ponemos ciegamente la educación en manos de la tecnología digital. La tercera vía, pensaba, estaría en la posibilidad de reimaginar y rediseñar la idea de escuela desde su raíz.

Hoy no soy optimista. Me parece que la pandemia ha terminado de sacudir las piezas en el tablero de juego y algunas han tenido ya la fortuna de salir ganando, mientras otras han rodado al suelo y tendrán difícil levantarse.

Hoy me aterra pensar que veo con claridad el mundo que viene. Y no hablo de los primeros meses, el regreso a clases y la logística sanitaria previa al hallazgo de vacunas o tratamientos para un virus. Me refiero a lo que viene después. Lo que viene para instalarse a largo plazo.

Los nuevos valores dominantes pisotearán a algunos de los que nos inspiraron por muchos años. Solidaridad, generosidad, colaboración, confianza… son palabras que pronto tendrán otro significado en el diccionario moral que servirá de referente en las escuelas. En la raíz de sus nuevas definiciones estará, por supuesto, el miedo. Pronto el miedo se convierte en desconfianza, en sospecha permanente frente al Otro. Y la sospecha en repugnancia.

En la escuela aprenderemos los nuevos mandamientos por el bien de nuestra salud. No tocarás. No compartirás. No mirarás frente a frente sin una careta o dos metros de distancia. No pondrás en duda lo que dice la ciencia por el bien de la salud. Por favor, que mi hijo no se acerque a nadie. No se le vaya a ocurrir prestar la regla o los colores… ¡mucho menos compartir algo del almuerzo!

La ingenua idea de solidaridad que inundó a muchos en las primeras semanas del encierro, se apagará pronto, igual que se apagaron los cantos en los balcones de muchas ciudades europeas. Salimos a comprar unos días al vecino o al productor local con esa idea de ayudarnos durante la crisis. Pero eso se acaba. A algunos nos vencen los caprichos, a otros nos gana la sospecha. ¿Será seguro? ¿No se estará aprovechando de mí? ¿Dónde estará la trampa?

Con la bandera de la solidaridad nos dijeron cuídate tú y así cuidas a los tuyos. Nos cuidamos todos a todos. Creímos que lo hacíamos por los demás, pero en el fondo sabían y sabíamos que lo hacíamos por nosotros. Pronto resucitó Caín en nuestro interior: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Aceptamos cuidarnos renunciando a vernos. Renunciando a la mirada, al rostro, renunciamos a la responsabilidad auténtica por el Otro. Una responsabilidad, cierto, bastante olvidada y por tanto fácil de abandonar de una buena vez.

La nueva colaboración será por definición ajena a la mirada. Colaboración en línea, nunca frente a frente. Colaboración mediada por la distancia, en la que se diluye fácilmente la responsabilidad moral. La misma lógica de cooperación que hizo posible el exterminio nazi ―analizada brillantemente por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto― pero apoyada en el simulacro de cercanía que se produce en las pantallas. Colaborar con mi parte no exige la visión global del sistema. Bastará cumplir con lo que alcanza la mirada en el marco de mi dispositivo. No habrá necesidad de cuestionamiento crítico porque, ¿quién cuestiona la aspiración del gran proyecto de la madre ciencia, la importancia de nuestra seguridad y el cuidado de nuestra salud?

Parafraseando el salmo, Levinas recordaba que la persona libre está consagrada al prójimo: “nadie puede salvarse sin los otros. [...] Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”. Con la distancia se difuminan nuestros rostros. Al romper con el encuentro cara a cara, al distanciarnos de esa mirada que nos interpela desde el rostro del Otro, se resquebraja la responsabilidad ética propia de la relación intersubjetiva.

Las barreras físicas serán temporales, no lo dudo. Desaparecerán un día las caretas, las marcas en el piso, las placas de plástico y cristal. Pero el día en que podamos librarnos de ellas, como el elefante de circo, permaneceremos atados por una fuerza invisible, porque el Otro, desdibujado, sin un rostro en el cual reconocernos, nos provocará asco.


*

Escribo anhelando equivocarme. Lo pongo sobre la mesa seguro de no ser el único que lo anticipa. Lo escribo, como apuntaba Vilém Flusser, proyectando escenarios consciente de que estos no describen catástrofes ―que por definición son imprevisibles― sino “algo previsible que ―al menos en teoría― puede impedirse”.

Lanzo estas palabras porque, a pesar de las sombras, creo firmemente y hoy más que nunca, que otra escuela es posible.

*

Referencias
  • Bauman, Zygmunt. (1974). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
  • Caparrós, Martín. (2020). La nueva normalidad. New York Times, Mayo 7, 2020.
  • Flusser, Vilém. (2011). Hacia el universo de las imágenes técnicas. México: UNAM / ENAP.
  • Levinas, Emmanuel. (1974). Totalidad e Infinito. Salamanca: Sígueme.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Escuela y esperanza crítica en tiempos de crisis

N.B. Este texto está basado en un mensaje que escribí originalmente para ser compartido con la comunidad de la escuela que hoy encabezo. Agradeciendo y aceptando las sugerencias de un par de personas, presento aquí una versión abierta, quitando del texto las referencias institucionales y la información técnica dirigida particularmente a las familias de nuestro colegio. El mensaje original lo dejo hasta abajo, en el formato de video que enviamos a nuestra comunidad educativa.

Es evidente que atravesamos un momento muy difícil para la humanidad. Y frente a este reto, todas las personas generamos una opinión: tenemos visiones distintas y enfrentamos el momento desde una realidad particular.

Hoy, como pocas veces en los tiempos recientes, es evidente que necesitamos asumir una mirada más empática para abordar la realidad y tomar decisiones.


El proceso de generar e implementar estrategias emergentes en la escuela donde colaboro, ha sido un desafío rico en reflexiones. En medio de su complejidad, la crisis nos da la oportunidad de pensar en el papel que juegan las escuela hoy en nuestras comunidades.


Para implementar las acciones de nuestro colegio, hemos tomando en cuenta como primer criterio o prioridad, contribuir al cuidado de la salud pública, contribuir así al cuidado de la salud de todas y todos. Este eje nos exige, en primer lugar, ser cuidadosos con la información. No nos corresponde especular; no podemos basar nuestras decisiones en las decenas de opiniones y explicaciones que circulan hoy en diferentes medios y redes digitales. 


Creemos que hoy es necesario asumir visiones coordinadas y para ello nuestra primer pauta ha sido la información que las autoridades federales, estatales y municipales nos brindan. Hemos trabajado también siguiendo de cerca las medidas y experiencias que se están viviendo en diferentes lugares del mundo, tanto en lo general como en el caso específico de los sistemas educativos. 


Eso me lleva a la segunda prioridad que hemos buscado atender: encontrar la mejor manera de mantener actividades de aprendizaje durante esta etapa de distanciamiento social que nos proponen las autoridades.


Es natural que la suspensión de clases dictada por la SEP hace unos días generara confusiones. Más allá de los aciertos y errores que pudiera haber en la estrategia y en la comunicación de la misma, la confusión es comprensible dado que la suspensión se conecta con dos semanas previstas como receso de vacaciones en el mes de abril. Por ello es importante reforzar el sentido que tiene la suspensión: se trata de un periodo de sano distanciamiento para reducir probabilidades de contagio, evitando salidas, viajes o actividades no esenciales, especialmente en espacios concurridos.


Esta suspensión ha generado también una confusión en cuanto al papel que han de jugar las escuelas durante estas semanas de marzo e inicios de abril. Está claro que no son vacaciones. ¿Significa que las niñas y niños estarán en clases desde casa? En sentido estricto, no. La SEP ha señalado que después de la crisis se tendría que buscar la estrategia para reponer esos días. En este momento es muy difícil saber qué seguirá. Seamos claros: no tenemos certeza de lo que pasará en las siguientes semanas y por lo tanto no podemos precipitarnos.


La autoridad educativa ha pedido a las escuelas generar estrategias para que el tiempo que pasen nuestras niñas, niños y adolescentes en casa sea productivo, incluyendo actividades escolares y de aprendizaje que apoyen el cumplir con los contenidos de planes y programas. 


Suena sencillo, pero el desafío que compartiremos –estudiantes, familias y escuelas– durante estas semanas, es muy grande. Definir una estrategia de trabajo para estas semanas exige reconocer que hay una gran diversidad de contextos en nuestras familias. Como dije antes, necesitamos una visión amplia y empática.


Conviene partir de una idea clara: nuestras escuelas han sido pensadas como espacios para compartir y aprender presencialmente. Y no me refiero solo a la escuela donde trabajo, sino a las escuelas de educación básica en general y a la mayoría de nuestras escuelas de nivel medio superior. Prometer que se pueden llevar las clases y el aprendizaje presencial a un formato a distancia en unos cuantos días, y que el curso puede seguir avanzando desde casa como si nada con plataformas digitales, me parece que encierra dos problemas. Primero, pienso que prometer eso es mentir. Segundo, pienso que si se lograra sería inequitativo.


Me explico. 


Mandar actividades por correo, subirlas a una plataforma o a páginas en  internet, es sencillo. Solo requiere algunos conocimientos técnicos. Pero diseñar experiencias de aprendizaje para cumplir con los programas de estudio, requiere diseños pedagógicos complejos y una preparación no solo de los docentes, sino también de los estudiantes. 


Incluso las actividades diseñadas por distintas editoriales y montadas en plataformas comerciales para la educación básica han sido pensadas para la presencialidad. Claro que la experiencia en línea puede enriquecer y fortalecer muchas estrategias, pero en los casos de éxito funcionan como mecanismos complementarios, al servicio de un trabajo presencial potente: herramientas al servicio de la interacción directa.


Si trabajar con plataformas en línea logra sustituir realmente el trabajo de una escuela de educación básica, ¿qué valor agregado aportan entonces la institución y sus docentes? ¿Somos solo espacios para el resguardo de niñas y niños? Si una escuela de educación básica cree que puede seguir trabajando con sus plataformas a distancia y los chicos seguirán aprendiendo igual, me quedo con dudas sobre su seriedad.


Vamos, sin embargo, a imaginar una escuela que tiene la capacidad pedagógica y técnica necesarias para, en unos cuantos días, implementar sus clases en línea y seguir avanzando con temas nuevos… Pienso que hoy eso resultaría inequitativo. ¿Por qué?


No podemos suponer que las condiciones de accesibilidad, conectividad y gestión de tiempo son las mismas para todos. Y menos en un periodo de excepción como es una emergencia sanitaria. 


Si un adulto se inscribe a un programa de formación en línea, sabe a lo que va y por tanto asume esas condiciones. Pero el caso que hoy vivimos es extraordinario: ninguno de nosotros lo eligió. Si lograramos montar clases en línea para avanzar con los contenidos, es un hecho que muchos se irían quedando atrás. 


Pensemos, por ejemplo: ¿cuál es la disponibilidad de conexión a internet de cada familia? ¿Con qué equipo cuentan para trabajar a distancia? Si algún adulto de la familia necesita quedarse a trabajar desde casa, esa conexión y algunos equipos tendrán que compartirse. Cierto que algunas personas podrán conectarse con un teléfono celular, pero ¿hasta qué punto? ¿A qué precio? ¿Podrían todas las personas lograrlo de la misma manera?


Invito a pensar también en las condiciones físicas y organizativas de cada hogar. ¿Tenemos los espacios adecuados para el trabajo y el estudio a distancia? ¿Cuántas personas viven en la casa? ¿De qué edades? ¿En cuántos metros cuadrados? ¿Qué necesidades genera eso? Entiendo que algunas personas tendrán muchas de estas necesidades resueltas o gozan en casa de condiciones muy favorables. Pero no todas. Nuevamente, no podemos pensar en una estrategia para unas cuantas.


Esta reflexión sobre la diversidad de condiciones en las familias de los estudiantes puede extenderse a la realidad de cada maestra y maestro. No es lo mismo un sistema de educación a distancia que se gestiona desde instalaciones equipadas y preparadas para ello, que desde la casa de cada docente que también enfrenta limitaciones como las que he descrito hace un momento.


Si nos damos cuenta, las escuelas jugamos un papel democratizador importante. Cuando las niñas, niños y adolescentes se encuentran en las aulas, las escuelas igualan en lo posible las condiciones para que aprendan. Es verdad que cada estudiante llega a la escuela con un contexto distinto, pero al menos durante unas horas, se encuentra en igualdad de circunstancias para aprender, con los mismos recursos, con las mismas personas, en los mismos espacios, al mismo tiempo. 


A la complejidad del escenario pedagógico y las dudas que genera en muchas familias, se suman las preocupaciones derivadas del escenario económico que se vislumbra para los próximos meses. Las escuelas, y en particular las instituciones privadas, tenemos que pensar también en esas variables y prepararnos para escuchar a las familias y acompañarnos mutuamente. Nuevamente, el diálogo basado en la empatía será fundamental. Será necesaria una buena dosis de paciencia y comprensión entre familias y escuelas para salir adelante.


La fase de distanciamiento social está en sus albores. Nos falta un intenso camino por recorrer. No perdamos de vista la prioridad número uno: el cuidado de la salud como una tarea compartida; la corresponsabilidad es crucial e implica un actuar reflexivo y cuidadoso por parte de todas y todos, en lo individual y en lo colectivo.


Mantengamos una actitud serena, responsable y críticamente esperanzada frente a la contingencia que nos ha tocado compartir.



P.S. Debo reconocer la herencia de Paulo Freire en el título de esta entrada y en la línea final. La idea de una esperanza crítica la recupero de su libro Pedagogía de la esperanza.


Las mismas ideas, pero en el contexto de un mensaje para la comunidad del colegio que hoy encabezo, lo dejo acá en formato de video. 10 minutos de mi rollazo, para quien se aburra de leerme. 

sábado, 10 de marzo de 2012

Guadalajara

Hace casi dos años, el 22 de marzo de 2012, escribía aquí:
No pretendo hacer de este caso la evidencia máxima y contundente de la descomposición del País, ni pienso que con esto se derrame el vaso. El vaso se desbordó hace mucho, no cabe duda. Hablo del tema porque las coordenadas donde sucedió se conectan con un momento especialmente significativo en mi vida. Y aunque sé que eso no cambia las cosas, sí me obliga a lanzar un nuevo grito —no el primero, ojalá fuese el último— de furia, de frustración.
El comentario aludía a Monterrey, que atravesaba horas difíciles, horas que no han terminado todavía. Nada nuevo se me ocurre hoy. Hace una semana conversaba con una querida prima que vive en Guadalajara y le decía lo hermosa que me parece su ciudad. Ciudad que, como Monterrey, tiene fuertes conexiones emocionales con mi vida. Hoy, ya no sé qué decir, porque el dolor es tan grande pero a la vez tan compartido, todo suena a cliché.


Anoche, después de una semana de intenso calor, cayó un chubasco en los alrededores del Colegio. Cuando salí, percibí un poderoso olor a tierra mojada. "Huele a Guadalajara", pensé. Pero no, creo que en estos días Guadalajara desprende otros aromas. Si la lluvia pudiera llevarse el miedo, el dolor, la impotencia... y dejar el puro olor a tierra mojada.

domingo, 15 de mayo de 2011

León no merece este Teatro

[Nota. He leído con calma lo que escribí y admito que puede molestar cierta pose elitista en mi texto. Es posible que alguien encuentre en mis palabras, además de una postura sibarita, un desprecio por la gente de esta ciudad en la que hoy paso los más de mis días. Admito que hay en mis afirmaciones ciertas generalizaciones que bien admiten excepciones. Mi única intención es dar salida a una inquietud personal que, seguramente, bien puede rebatirse o ponerse en duda.]

Triste, dolorosamente, anoche volví a pensarlo: esta ciudad no se merece su Teatro del Bicentenario.

Pasé prácticamente todo el sábado en el Forum Cultural Guanajuato, en León. Un espacio que siempre me ha parecido pertenece a otra dimensión.

En la mañana llegué al Auditorio Mateo Herrera para la transmisión de La Valquiria, cerrando la temporada 2010-2011 de el Met en vivo y HD. Un detalle técnico en la complicada máquina sobre la que se construye la nueva producción del Ciclo del Anillo dirigida por Robert lapage para el Met de NY, provocó el retraso de la función, que inició poco antes del medio día. Cinco horas y veinte minutos en los que la obra de Wagner me condujo por todos los rincones del alma. Debora Voigt, Eva-Maria Wesbroek, Stephanie Blythe, Jonas Kaufmann, Hans-Peter Köing y Bryn Terfel, bajo la conducción del maestro James Levine, imprimieron a la partitura de Wagner la fuerza necesaria con una dosis de realidad y emotividad que solo los grandes consiguen.

Fue mi primera vez en el Mateo Herrera, y quedé gratamente complacido. Sus terrazas y salas tipo lounge resultan cómodas alternativas para los intermedios, que pueden completarse con vino y bocadillos que ofrece la cafetería.

En el público de una sala para 260 personas, menos de un centenar —varios de ellos extranjeros— disfrutaba la transmisión. Así es: en una ciudad con casi un millón y medio de habitantes y cuya zona metropolitana disputa con Toluca la quinta posición entre las más grandes del país, menos de cien personas decidieron esa mañana ir a la ópera. Mi sorpresa se acentuó, quizá, al estar acostumbrado a las abarrotadas transmisiones que esta misma temporada presencié en el Auditorio Nacional.

Pero mi sorpresa —mi tristeza— aumentó en la noche, al asistir al Teatro del Bicentenario a un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, cuyo programa incluyó la Suite Orquestal de "El Cid" de Massenet, selecciones de "Carmen" de Bizet y las "Danzas Sinfónicas" de "West Side Story" de Bernstein.

Hace un par de meses tuve oportunidad de asistir a un concierto con la Orquesta Filarmónica de Jalisco en el mismo recinto, entonces casi recién inaugurado. Me sorprendió entonces el casi lleno total. En cambio, anoche estaban ocupadas quizá la mitad de las 1,500 butacas del que ha sido presumido por el Estado como "el mejor teatro del País en 100 años". Recordé entonces que los leoneses tienden a abarrotar todo lo que es nuevo... claro, mientras es nuevo.

La OSUG ofreció una destacada interpretación de Massenet, mientras la batuta de Eduardo Álvarez, director huésped, alternaba entre dirigir a los músicos y contener los aplausos de parte del público que insistía en celebrar cada movimiento. Apareció después la soprano mexicana Violeta Dávalos para ofrecer un aria de "El Cid" y, tras un interludio de "Carmen", dos de las piezas más representativas de esta ópera de Bizet: la Seguidilla "Préz de ramparts de Séville..." y la Habanera "L'amour est un oiseau rebelle...".

Dávalos, Álvarez y los músicos de la OSUG lograron cautivar a pesar de los teléfonos celulares —que no solo sonaban, sino que ¡eran contestados! durante la función—, aunque la acústica del teatro no fuera suficiente para lidiar con los espectadores que encontraban cualquier momento propicio para comentar el programa, sus impresiones o cualquier otra inquietud que al instante atravesara su mente.

Tras el intermedio vino el momento que yo más ansiaba: las "Danzas Sinfónicas" que Leonard Bernstein estructuró a partir de los principales temas de su tragedia "West Side Story". La interpretación de la OSUG fue intensa y emotiva, destacando su sección de vientos —maderas y metales— y sus percusiones. En una variación a la presentación tradicional de las Danzas, Violeta Dávalos se incorporó en el adagio "Somewhere" para interpretar una versión vocal de la pieza. En general, la OSUG consiguió provocar todas las emociones que transitan a lo largo de la partitura de Bernstein. El movimiento final me atrapó ya con las lágrimas. El aplauso general me hace pensar que no fui el único emocionado.

Admito que, más allá de lamentar la falta de audiencia, por momentos me molestó mucho el ruido que hacía el público y el cinismo con el que alargaba sus conversaciones a pesar de los gestos de incomodidad que manifestábamos algunos. Quizá con cierta de soberbia, pero no sin convicción, llegó un momento en que recordé que nadie da lo que no tiene. ¿Por qué sorprenderme de las butacas vacías o de los celulares a media función, si estoy en la misma ciudad donde hace una semana, tras días de largas filas para conseguir entradas, la afición abarrotó su estadio de fútbol para terminar dando una de las más lamentables muestras de incivilidad deportiva? Para eso sí estamos buenos. O para invertir millones en la construcción y remodelación de un nuevo palenque que bien remite a una suerte de circo romano del siglo XXI. Ni el futbol ni el palenque tienen nada en sí mismos que los hagan denostables, pero no solo de futbol y palenque vive el hombre.

"Esta ciudad no merece este Teatro", volví a pensar mientras caminaba por la explanada del Forum al salir del concierto. "O quizá sí, quizá lo necesita justamente para que algún día los leoneses vean más allá del estadio y del palenque".

martes, 10 de mayo de 2011

El error el discurso de la Marcha Nacional

Tres breves apuntes previos.

Uno. El título de este texto, lo admito, pretende provocar. De ninguna manera me considero juez válido para calificar lo que es correcto y lo que no en el discurso de nadie. Me valgo de esta provocación para presentar mi opinión sobre algo que —desde mi entera subjetividad— no comparto con el discurso del movimiento encabezado por Javier Sicilia.

Dos. Pese a mi divergencia con el poeta en una de las premisas que encuentro en su llamado, comparto ampliamente su sentir —y buena parte de su pensar— con respecto a la realidad que hoy vive nuestro País. Tener una diferencia no significa que descalifique o mucho menos que me oponga a la necesidad de honrar a nuestros muertos y, sobre todo, actuar a favor de nuestros vivos.

Tres. Si algo ha vuelto a poner en evidencia la Marcha Nacional encabezada por Sicilia la semana pasada, es la dolorosa fragmentación de nuestra sociedad, el triste maniqueísmo con el que seguimos reaccionando ante las opiniones que difieren de las propias. Asumo, no sin lamentarlo, que esas divisiones harán que mi opinión sea descalificada a priori por muchos y rebatida —espero al menos con cierta racionalidad— por algunos. Es mi deseo que, de haber alguna respuesta, entre en ese terreno cada vez más olvidado donde gobiernan la argumentación y el diálogo.

Entrando, pues, en materia.

Diré primero que no estuve en la marcha. Desde que supe de los preparativos me pareció loable, pero nunca tuve intención de asistir. Admito que con el paso de los días —sobre todo una vez iniciada la caminata en Morelos, ciertas declaraciones de Javier Sicilia y el posterior entusiasmo de muchos a través de Twitter— estuve tentado a incorporarme al menos en algún tramo. Sin embargo, fueros las mismas reacciones desde Twitter las que terminaron haciendo que desistiera y, por el contrario, prefiriera dejar de estar pendiente del avance del movimiento y su conclusión final en el Zócalo capitalino.

El “movimiento ciudadano” de Javier Sicilia pronto desató en las redes sociales digitales un agitado debate entre los pros y los contras de la marcha. En ambos lados encontré argumentos razonables, expuestos con también razonable actitud, pero pronto fue evidente que esos razonables eran los menos. Las descalificaciones reduccionistas, los maniqueísmos y los insultos, pronto dominaron mi línea de tiempo virtual. Cuando los argumentos mesurados empezaron a ser respondidos sistemáticamente sin mayores razones e incluso con violencia, me pareció evidente que más me convenía desconectarme. Y eso hice.

Al día siguiente leí y escuché los discursos pronunciados en la Plaza de la Constitución. Simpaticé con algunos planteamientos y disentí con otros. De cualquier modo, en términos generales, al promediar las crónicas emocionadas de muchos participantes con los discursos de los organizadores, mi balance fue positivo. No obstante, algo me incomodó. No fue una afirmación concreta, sino de algo más genérico detrás de la manifestación. Algo casi abstracto, me atrevería a decir.

Intentaré explicar ese algo en las siguientes líneas, partiendo de una convicción personal que asumo como premisa en mi argumentación: considero que cada persona percibe y construye la realidad desde su propia experiencia. Esto implica que no me atreva a afirmar que las cosas son de tal o cual modo, y menos ante una realidad tan compleja como el fenómeno de la aborrecible inseguridad que padece hoy este País.

Desde ese supuesto, me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido.

Muchas ideas en el discurso promovido por la Marcha Nacional son suficientemente abiertas y plurales como para que cualquier buen ciudadano pueda identificarse con ellas. Sin embargo, esa misma amplitud imprime al discurso un carácter de ambigüedad que permite a cualquiera incorporar adjetivos (y sustantivos y verbos) derivados de visiones concretas y específicas (y subjetivas) de la realidad.

Nada de malo habría en que todos los sectores de nuestra sociedad pudieran agregar al discurso de Sicilia sus propias visiones… siempre y cuando todas esas visiones pudieran coexistir en armonía. Sicilia, me parece, ha sido cuidadoso en términos generales al definir los alcances de su propuesta, pero ese mismo cuidado ha abierto la puerta para que muchos se cuelguen de su movimiento y busquen naturalmente réditos para satisfacer determinados intereses personales.

[En este sentido, una excepción en los planteamientos de Sicilia, desde mi punto de vista, fue la inesperada —al menos para algunos— solicitud de remoción del Secretario de Seguridad Pública. A diferencia de otros planteamientos que bien podían dirigirse a toda la clase política del país, en ese caso Sicilia hizo un señalamiento que, al identificar un nombre, alimenta la rentabilidad política para ciertos sectores o grupos políticos específicos.]

Al final, creo que son muchos los bonos que la Marcha Nacional suma a favor de la sociedad civil. Pero son también muchos los riesgos. Apunto dos, que de alguna manera ya han quedado sugeridos líneas arriba.

Uno, el lucro que ciertos actores políticos buscarán hacer a partir del discurso del domingo. Tengo la impresión de que más de uno de los destinatarios del mensaje de Sicilia, se colgará de sus palabras para enarbolar la bandera de la “ciudadanía”. Y Sicilia y los suyos se verán obligados a desmentir o desmontar de su tren a alguno que otro.

El segundo riesgo, mucho más delicado —me parece—, es la manera en que se procesa un discurso como el de la Marcha Nacional en una sociedad cuyo tejido social se ha descompuesto a través de los años y tiende cada vez más a la fragmentación. Para los defensores radicales del discurso de Sicilia, quien lo cuestione puede ser identificado como un mal ciudadano; concordar con alguna pieza —por mínima que sea— de la “estrategia del Presidente”, lo convierte a uno en traidor, en vendido, en poco inteligente. ¿Así de simple? Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.

Javier Sicilia lo ha dicho más de una vez, y en ello concuerdo con él por completo: es urgente reconstruir el tejido social en nuestro País. La alternativa de la descalificación sistemática abona poco en ese camino. En mi perspectiva, el diálogo razonable es la única alternativa viable.

jueves, 5 de agosto de 2010

El libro de las contradicciones

Después de semanas y semanas de andarlo anticipando —y un poco forzado ante el colapso de Twitter que no deja de desplegarme a su ballenita— me decido a hablar por fin sobre el mentado libro de las contradicciones.

Hace algunos meses una querida amiga y ex-compañera de trabajo, me invitó a colaborar en un proyecto editorial: elaborar una serie de cuadernos de trabajo para la asignatura de Orientación y Tutoría que se imparte en secundaria.

Juro que me resistí. De veras. Esta vez no dije que sí a la primera, como suele ser mi costumbre. Sí, lo admito, soy un fácil, pero esta vez estaba decidido a cambiar. Y no lo conseguí. En cambio, acepté asumir la autoría de uno de los tres textos.

La empresa nos dio un margen muy amplio para definir los contenidos de la obra y marcó (al menos al inicio) pocos criterios editoriales. Eso es bueno y malo. Bueno porque uno no tiene que someterse como suele suceder a un plan de obra que casi te dice lo que debes pensar. Malo porque nos dejaban una libertad de esas tan amplias que uno no sabe qué hacer con ella. Después de revisar muchos materiales, terminé armando mi índice tentativo: mis cinco bloques con seis temas cada uno. El siguiente paso sería escribir y escribir sobre aquello.

Después del típico reto de vencer a la página en blanco, las primeras lecciones fluyeron más o menos. Sin embargo, muy pronto empezó a ser evidente algo que apenas había anticipado. Mejor dicho, algo que sabía pero me había negado a reconocer: estaba escribiendo un libro que, primero, habla de cuestiones que no creo que se puedan enseñar con libros y, segundo, intenta orientar sobre cuestiones en las que difícilmente podría yo considerarme un ejemplo a seguir. Muy por el contrario.

Me explico. ¿Qué puedo escribir yo sobre la importancia de aprender a manejar el estrés? ¿Qué tipo de consejo puedo ofrecer acerca de la organización del tiempo? ¿Con qué cara puedo hablarle a alguien sobre la importancia de saber decir que no, o sugerir algo con respecto a la forma de manejar adecuadamente las emociones en nuestras relaciones interpersonales?

Llevo ya semanas y semanas escribiendo sobre todo esto. No niego la importancia de tales temas. Es solo que me siento la persona menos indicada para hacerlo. ¿Quién es uno para decirle a los chavitos lo que es mejor para ellos? Claro, he procurado evitar cualquier tipo de adoctrinamiento, pero los temas en sí encierran una cierta tendencia a promover los dichosos valores democráticos y las virtudes de la convivencia. Sí, creo en todo ello en su sentido más general. Pero, más allá de mi propia incapacidad para hacer de eso una realidad, cada día tengo más dudas respecto a todo esto que nos empeñamos en enseñarle a los más jóvenes.

Lo sé. Sueno exagerado. Demasiado radical, quizá. Pero confieso que cada vez que debo sentarme a escribir una página más del dichoso libro, no puedo evitar pensar que se trata de la encarnación de mis más grandes contradicciones: decir una cosa, pensar otra y terminar haciendo una tercera. La historia de mi vida.

PD. La buena noticia es que ayer envié el cuarto bloque. Faltan un bloque, los anexos y las correcciones de los bloques anteriores. Con todo y eso, ya voy de salida.

martes, 20 de julio de 2010

Aunque suene mal

Comencé el día leyendo un texto cuyas ideas me han quedado dando vueltas en la cabeza. Me refiero a la entrada más reciente de Ángeles Mastretta en su blog. Tomando prestado el primer verso de un poema de José Emilio Pacheco, Mastretta titula su entrada "No amo a mi patria". Inicia citando los tristes acontecimientos del fin de semana en Torreón, una gota más en ese vaso de a violencia que se nos derramó hace tiempo. En un tono poco optimista la escritora reconoce que nadie sabe qué hacer ante el negro panorama. Yo por lo pronto, paulatinamente he abandonado ya mi deber cívico de escuchar noticias en la radio o leerlas en los diarios. (En la televisión nunca las he visto, así que eso no cuenta.) Y sé que no resuelvo nada, pero me frustra un poco menos. Y, como dice Ángeles en su reflexión, uno no sabe cómo reaccionar.
«Por más que nos la espantemos, por más que ande uno cantando al subir las escaleras o riéndose porque la vieja perra se planta en la puerta del estudio para no dejarnos salir, por más que menos, nos da tristeza ir sabiendo, todos los días, que no sabemos cómo hacerle. Y que contra esta novedad que es el terrorismo de las bandas, no tenemos ni idea. No sabemos nada. Nosotros menos que nadie. Nosotros querríamos leer a Sor Juana, oír a Beethoven, ver la puesta del sol. Nosotros queremos dormir en paz, que los nuestros no tengan pesadillas y que nuestros sean todos los hombres y mujeres de bien que hay en este país. ¿Qué más?»
El poema de Pacheco de donde se desprende esa provocadora línea que Mastretta usa como título, se llama "Alta traición". Es éste:
No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Lo leo y vienen a mi mente las imágenes de esos lugares de mi patria por lo que (aunque suene mal) daría la vida. Pienso en el azul del cielo que me acompañó ayer en la carretera. Pienso en las primeras e incomprensibles palabras de mi sobrino. Pienso en esa cierta gente que quiero y que es mucha. En esos tres o cuatro ríos.

martes, 29 de junio de 2010

Cerrando junio

Se me escapa el mes. Se esfuman el ciclo escolar y la primera mitad de un año vertiginoso. Los últimos días han sido excepcionales en todo sentido. Y la mente está a todo lo que da, procesando y produciendo ideas, posibilidades. El cuerpo no ha podido llevar el ritmo. Urge que pasen un par de semanas para seguir trabajando pero en espacios temporales un poco más sensatos. Estoy cansado. Muy cansado. Pero vamos sacando adelante esto. Y explorando oportunidades hacia el futuro. Soñando.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Cerrando el mes

Son muchas las cosas sobre las que quisiera divagar hoy. Qué digo hoy, ¡desde hace días! El problema, ya lo anticiparán, tiene cara de reloj. Sí, sé que se trata de un viejo pretexto, pero el hecho es que el tiempo y yo no hemos tenido una buena relación en las últimas semanas.

Veo que esta es la cuarta entrada que publico en marzo. Y, siendo hoy el último día del mes, marzo habrá empatado a agosto del año pasado con el menor número de entradas publicadas. Pero, que conste en actas, no será por falta de motivos. Si queremos culpables, ahí tenemos al tiempo, que yo no estoy para andar asumiendo responsabilidades.

Vale, suena a broma. Y aunque en cierto modo lo es, también es verdad que este mes me ha invadido, como pocas veces, ese afán de desprenderme de todo. Incluyendo mis responsabilidades. Es decir, ese conjunto de compromisos derivados de decisiones tomadas aquí y allá.

La crisis se ha apoderado de mí y ha minado mis fuerzas, particularmente en territorios que solían ser tablas de salvación. Pienso sobre todo en el trabajo. Los trabajos, debería decir. Aceptando cualquier propuesta que me hacen, termino por abarcar mucho y apretar poco, cuando hubo días en que podía abarcarlo y apretarlo todo por igual.

¿Qué ha cambiado? Pocas cosas. Pero sobre todo, mi fe en lo que hago. A ratos el mundo en que me muevo me parece tan carente de sentido. Sí, me refiero, para variar, a la escuela. Y no quiero sonar derrotista. Al contrario: quiero creer. Más todavía: necesito creer en el proyecto que traigo entre manos. Porque de ello dependen muchas cosas.

Y así, como tantas veces en los últimos meses, me dedico a recoger trozos de futuro regados por el camino, con ganas de armar poco a poco este rompecabezas interminable.

Necesito paz. Serenidad. Un poco de aire para respirar. Una pequeña cima para echar un vistazo al panorama desde lo alto. Y tirar pa'lante, pues supongo que de eso se trata.

Apunte. Me leo y reconozco que no sueno muy animado. Cansado, quizá. Para no desatar alarmas innecesarias, aclaro: las cosas marchan bien. Me sigue costando mucho trabajo entender el lugar en el que estoy. No me refiero a la escuela donde trabajo en particular, sino al mundo de la escuela en el sentido más general posible. Sigo buscando la fórmula para sacar adelante el proyecto y, al mismo tiempo, responder a mis llamados internos y reinventar la tarea institucional de educar. Parafraseando a los altermundistas, "Otra escuela es posible".

lunes, 22 de marzo de 2010

Monterrey

Ya vendré después, seguramente, que mucha falta me hace volcarme en este espacio. Pero mientras tanto, no puedo resistirme a desahogarme un poco sobre lo mucho que oigo y pienso a raíz de los recientes hechos violentos en Monterrey.

El viernes, mientras veía las imágenes del caos derivado de bloqueos viales, pensaba, como tantos, en esa absoluta ausencia del Estado que cada día resulta más evidente. Atravesar camiones por aquí y por allá no es tarea fácil. Lograrlo en una treintena de puntos de la misma ciudad en unas cuantas horas, es restregarnos en las narices que las "autoridades" —sean lo que sean— están rebasadas por mucho. El día había comenzado con la noticia de la balacera en los alrededores del Tec y cerraba con otra en Colinas de San Jerónimo. Mi vida está conectada con ambas ubicaciones y lo que leía alimentaba mi rabia para cerrar una semana que por muchas razones hubiera querido borrar de mi biografía. Pasaron las horas y vinieron los dimes y diretes sobre la identidad de los dos caídos en la esquina de Garza Sada y Luis Elizondo. El domingo escuché la entrevista que El Norte / Reforma sostuvo con Rangel Sostmann, rector de mi alma mater. Más rabia. Más furia. Ante su actuación inicial, sustentada según su dicho por la información brindada por la procuraduría local, el rector lamentaba no haber corroborado los hechos. Se decía decepcionado de sí mismo por confiar en las autoridades. Rangel nunca ha sido santo de mi devoción, pero debo reconocer que no tengo elementos para tacharle por falta de integridad. No me gustarán ciertas cosas en su estilo o en algunas de sus decisiones, pero lo considero un tipo congruente y honesto. No puedo asegurar que con esos principios esté actuando en esos días, pero al menos yo no tengo elementos para ponerlo en duda. Así pues, le creo. Me admiró la forma en que salió a dar la cara ante su "error". Y me quedo esperando una palabra de las autoridades sobre el caso. Y sólo leo y escucho frases vacías. Ahora, palabras para homenajear a los estudiantes fallecidos, y ni una palabra sobre los hechos. Parecería que rindiendo tributo a los muertos las cosas quedan claras.

No pretendo hacer de este caso la evidencia máxima y contundente de la descomposición del País, ni pienso que con esto se derrame el vaso. El vaso se desbordó hace mucho, no cabe duda. Hablo del tema porque las coordenadas donde sucedió se conectan con un momento especialmente significativo en mi vida. Y aunque sé que eso no cambia las cosas, sí me obliga a lanzar un nuevo grito —no el primero, ojalá fuese el último— de furia, de frustración.

Actualización. 16:15. Sí sé algo que quería decir y no dije. Entiendo que la muerte de estos dos chicos, como tantas otras muertes, quieran plantearse como daños colaterales. Aún sobre esa premisa, el problema está en la forma en que el Estado actúa —o, mejor dicho, deja de actuar— y la forma en que se comunica —o deja de hacerlo— con la población. Asumir esa posición de "aquí no pasa nada", "esto es así". O peor aún, pretender ocultar lo que no puede ocultarse. Mentir, pues. Eso es lo que más encabrona.

martes, 2 de febrero de 2010

Luces y sombras de una jornada gris

Hoy fue un día gris en todo sentido. En este pueblo no dejó de llover durante todo el día. Un martes que no terminó de nacer. Un día que se quedó a medias. Muchas cosas quisieron suceder. Pero al final no pasó ninguna. O casi.

Entre las sombras, que dominaron la mayor parte de la jornada, se acumula el peso de que las cosas no me salen. Me quedo entonces en una suerte de limbo, donde nada sucede. Quizá la señal más contundente es el repetido fracaso en mi intento de clase. Cada día pierdo la calma con más facilidad. Hoy leí la retroalimentación que, sobre mi clase, entregaron los niños a la Directora de Secundaria. Fueron duros, pero creo que justos. Tengo que darles la razón. Quise luego reaccionar positivamente ante sus señalamientos. Y nada. El jueves habrá oportunidad de intentarlos de nuevo.

Entre las luces, el recuerdo de gente que quiero y que cada día echo más de menos. En muchas latitudes y desde muchos puntos en mi línea del tiempo. Particularmente me caló el encuentro digital con el pasado reciente, con parte del equipo de trabajo que me acompañó de alguna manera los últimos tres años. Mientras a una de ellas le escribía un correo, me cayó el veinte de parte de mi frustración y mi melancolía. Comprendí que con ellos me sentí útil, como pocas veces. Lo que hacíamos tenía sentido y nos alimentaba a todos. Compartíamos algo, con nuestras limitaciones, con nuestros defectos —que seguro eran muchos—, lo cierto es que nos rodeaba una peculiar sensación de trascendencia. Con el paso del tiempo ese equipo fue desintegrándose. Y al día de hoy no perdemos ocasión de recordarnos lo que significó coincidir en el tiempo y el espacio, lo mucho o poco que haya sido para cada uno.

La lluvia refuerza la nostalgia. Qué le vamos a hacer. Por hoy ha sido bastante. A descansar que mañana el mundo sigue de este lado. Y habrá que seguir buscándole esa chispa de sentido.

miércoles, 13 de enero de 2010

Claridad

"Claridad para este 2010." Esta entre muchas otras cosas escribió la tía Catarina en la tarjeta que me dio en Navidad. Claridad. La palabra aparacía también en los mensajes que envié por diversas vías a mis amigos. Quizá era evidente lo nublado que arrancaría el nuevo año. El hecho es que pese al entusiasmo que he intentado imprimir a mis movimientos en este arranque, las piernas han resultado más pesadas de lo que había calculado. Después de dos semanas de sentir cerca la energía de los 5 herman@s que somos, no tardé en echarles de menos y pensar que no supe aprovechar del todo la inercia de esos días y no supe quizá acumular el alimento suficiente de esa alineación planetaria poco frecuente. Pero estoy siendo muy severo. En todo caso, aunque estemos nuevamente repartidos en distintas coordenadas, estamos cerca. Mientras escribo me doy cuenta lo absurdo que resulta reaccionar viniendo aquí en primer lugar a hablar de mi falta de claridad o de lo mucho que los extraño. Apuro pues el final para enviarles directamente lo que estoy pensando. La benjamina de los cinco nos emocionó hasta las lágrimas la noche del 24 cuando, leyendo unas palabras que había escrito para la ocasión, nos hizo notar que si estábamos juntos nuevamente era quizá porque atravesábamos momentos en los que nos necesitábamos de un modo especial. Lo comprendí entonces, pero creo que apenas voy reaccionando.

lunes, 11 de enero de 2010

Recuentos 2009: Cancelación de último minuto

Así es. Decidí cancelar este año la ronda de recuentos musicales, literarios y cinematográficos. ¿La causa? Simplemente no consigo poner en orden mi cabeza. Un recuento exige hacer uso de la memoria. Y ésta me ha estado haciendo muy malas pasadas últimamente. Revisar el pasado exige también hacer valoraciones que en apariencia resultan inocentes. Pero sólo en apariencia. En el fondo, detrás de cada reflexión en busca de sentido —"cuando leí tal cosa recordé...", "al escuchar tal melodía me viene a la mente...", "ver tal escena despertó en mí..."— hay una potencial confrontación conmigo mismo que actualmente no creo estar en condiciones de superar.

Hace poco prometí que arrancaría los recuentos en cuanto acabara la novela que traía entre manos, misión que cumplí hace un rato. Y quizá sea justamente el haber concluido esa lectura lo que detona mi resistencia a elaborar mis reseñas. Hace meses, cuando supe de la existencia de Netherland, de Joseph O'Neill, me propuse a toda costa conseguirla; unos días después logré tal objetivo en la enésima librería a la que entré en el aeropuerto de Amsterdam Schiphol. Y la guardé. Hasta hace unas semanas en que decidí que sería ésta mi lectura del receso decembrino. Me atrapó de inmediato. Pero mi poca práctica leyendo inglés, aunada a mi creciente falta de concentración, hicieron que el avance fuera lento.

Por las razones que ya he citado, no haré aquí —al menos ahora— la reseña. Diré, sí, que estoy aún atrapado en la brillante narración del escritor irlandés. Igual y exagero. Igual y mi fascinación es producto de mi distanciamiento ante la lectura durante 2009. Pero da igual. Y sólo para justificarme a mí mismo, diré que si bien me enganché al relato desde el primer párrafo, fue ya avanzada la historia que se dio ese brutal colapso lector—protagonista que se da no muchas veces en la historia de uno, cuando Hans (el narrador) afirma: “Nobody understands better than I that this was a strange and irresponsible direction in which to take one’s life. But it is what happened.” Tal cual.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Brindis inaugural de temporada

Estoy llegando de poco más de cinco horas de convivencia con mi equipo en nuestra adelantada comida de fin de año. Como sucede en estas reuniones en contextos tan melancólicos, no sé a qué hora sucedió pero descubro que quizá llevo demasiado tequila en las venas. Y, como suele sucederme, eso no me pone ni inconsciente ni eufórico, sino que refuerza intensamente mi melancolía. [¿Qué se hace con tanta melancolía?] Interrogantes por todas partes. Y en medio de todas ellas, se me ocurre para inaugurar oficialmente la temporada navideña en esta libreta compartir el texto del brindis que dirigí al equipo esta tarde. Va, directo y sin censura.

Confieso que no soy muy adepto a los festejos navideños. Al menos no a seguir el espíritu que tiende a dominar esta temporada desde hace algunos años.

Miro alrededor y encuentro una atmósfera que no se parece a la que rodeaba las navidades de mi infancia, mi adolescencia e incluso los albores de mi juventud. Quizá sea un problema de percepción. Quizá siempre ha sido como ahora y suceda que entonces la ingenuidad me impedía ver ciertas cosas y me ayudaba a concentrarme en lo que importaba realmente. Quizá el entorno que mi familia construía en torno a estas fechas me hacía pasar por alto los excesos, la saturación de formas y colores vacíos de sentido en las calles y los centros comerciales.

Me parece que las cosas eran mucho más simples. No hacía falta disfrazar los coches de renos para sentir que era navidad. Los vecinos no competían por el récord Guiness del mayor número de luces en cada colonia o en cada cuadra. La decoración navideña duraba unas cuantas semanas, adquiriendo un sentido de excepcionalidad que permitía valorarla de un modo distinto, pues uno no terminaba de acostumbrarse a ese paisaje cuando ya era hora de desmontar los árboles.

Parecen nostalgias de un viejo, lo reconozco. Pero es que sólo viajando a aquellas navidades del pasado —como el viejo Scrooge con el que mis amigos suelen compararme— logro rescatar el sentido de esta temporada.

Pero no soy un Grinch por completo, es cierto. Siendo claros, la Navidad sigue representando un momento muy especial para mí. Quizá porque a través de resistirme a ese nuevo “espíritu navideño” tan en boga, logro rescatar el sentido que le he ido encontrando a lo largo de mi vida: negándome a ser parte de la vorágine, cerrando el paso a la saturación de luces, ofertas y sombreros rojos, consigo reencontrarme conmigo, con mi familia, con mis amigos; logro hacer de éste un tiempo de reflexión, de evaluación de mis éxitos y mis fracasos; un tiempo de definición de planes, de ajuste a mis proyectos. Y, sobre todo, un momento para detenerme, agradecer y reconciliarme. Agradecer la oportunidad de ser y estar, aquí y ahora. Me gusta la temporada navideña para, a la luz de ese sentido de agradecimiento y reconciliación, explorar mi presente con un poco más de serenidad, en diálogo con mi pasado, y con ánimo de trazar posibilidades hacia el futuro.

Y a eso me gustaría invitarles aquí y ahora. Por un lado, les propongo ver los próximos días como una oportunidad para hacer esa reflexión desde nuestro personal agradecimiento con el Principio de todas las cosas, llamémosle Dios, Energía, Átomo o de cualquier otra manera. Yo, hoy agradezco la oportunidad de servir a cuatro centenares de niños que, de alguna u otra manera, nos necesitan. No es tarea fácil, lo saben ustedes quizá mejor que yo. Exige desprendernos con frecuencia de nuestros propios intereses, nuestras angustias, nuestras carencias; implica neutralizar lo que somos a cambio de lo que ellas y ellos pueden llegar a ser. Impartiendo una clase, atendiendo una llamada telefónica, enviando un recado a un papá molesto, trapeando un pasillo, cuidando durante las noches, negociando una prórroga en adeudos…

Detrás de cada movimiento que hacemos dentro del colegio, hay una oportunidad de abonar al futuro de cada niña y niño. Oportunidad que, me parece, encierra una obligación. Estar en donde estamos, nos compromete.

Hablaba también de reconciliación. Y la reconciliación comienza con uno mismo, para después extenderse en todas direcciones y alcanzar su momento de máximo esplendor en ese espacio casi incomprensible donde nos reconciliamos incluso con quien no tiene oportunidad o intención de que tal cosa suceda. [¿Has experimentado esa sensación?]

Dice el himno de nuestro Colegio que “no hay metas imposibles”. Dicen también por ahí que “el cielo es el límite”. Considero que para explorar territorios tan especiales, se necesita un combustible que sólo esa mezcla de agradecimiento y reconciliación es capaz de generar. Hagamos, pues, de las próximas tres semanas, una central de generación de energía a base de ambos elementos, en compañía de sus seres más cercanos.

Así pues, por ustedes, por sus familias y amigos, por la comunidad de nuestro Colegio… ¡Salud!

lunes, 23 de noviembre de 2009

Hay días...

Reconozco que la idea con la que llegué aquí esta vez es una obviedad. Venía con la intención de decir que hay días de todo. Días geniales, de esos que se van rápido, sin darnos cuenta; que llegan de vez en cuando y nos dejan con ganas de más. Días difíciles, de esos que pasan lento, casi insoportablemente; que llegan y se estacionan sumiéndonos largo rato en la nada. También días sin gracia, que no terminan de tener rostro; días que casi podríamos borrar —y con frecuencia borramos— de nuestras biografías. Y, por supuesto, días que tienen de todo un poco. Días inclasificables.

Los últimos han sido para mí días de estos últimos. Con destellos de entusiasmo y toques de hastío. Con largos minutos vacíos, también. Anoche quise explorar un poco el asunto. Pero una de las cosas que han caracterizado a estos extraños días ha sido la inmensa dificultad para escribir. Dificultad que contrasta, por supuesto, con las tremendas ganas de exponer al mundo lo que pasa por aquí dentro. Mientras divagaba, me fui topando con un puñado de canciones que me ayudaron a explorar, como tantas veces, a partir de las palabras de otros. Sin mucha presentación, pero sí con referencias mínimas, aquí cuatro que terminaron siendo curiosa síntesis de estos días extraños.

Conocí esta canción a mediados de los noventa en una versión de Annie Lennox. Desde el primer momento me pregunté cómo había hecho Paul Simon para describir algo que me parecía tan mío. Seguro es un sentimiento frecuente, de modo que quien lo ha vivido entenderá el lugar que la canción ocupa desde entonces en la banda sonora de mi vida.


Un par de años antes, la misma Annie Lennox me cautivó con su clásico primer sencillo como solista. Me encanta todo lo que hace esta mujer. Pero nunca nada ha alcanzado, para mí, la genialidad de ese primer destello. Me parece siempre una canción tan nueva. Cuando ayer me vino a la mente, quise lanzarla por el Twitter y me topé con esta versión en vivo con puro piano. Así, desnuda, la canción se me mostró con toda su fuerza. Y me deshizo.



Una querida amiga llegó, sin saberlo, a rescatarme de la depresión absoluta al colgar en su Facebook un recordatorio de que "sucede también" que hay cosas que nos "rescatan del naufragio".



La tarde/noche estaba ya enfilada en la melancolía. Llegó otra persona cercana a mi alma para rematarme al arrojarme, sin advertencia previa, una canción —y un video— que hace años marcó mi adolescencia. Con esta evocación las interrogantes contenidas durante un par de días empezaron a desbordarse. Aún sigo recolectando fragmentos aquí y allá. Espero volver pronto a compartir aquí algunos de mis hallazgos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Pausa

Comencé a escribir esta entrada anoche. No. Quise empezar anoche. Pero apenas logré arrojar una palabra. Pausa. Y entonces la anoté como título para lo que entonces era una divagación en potencia. Aunque al final nada tendría que ver con lo que habría de venir. ¿O sí? Difícil anticiparlo.

Mientras intentaba transferir las ocurrencias en palabras, el iTunes empezó a reproducir una pieza de Zbigniew Preisner. Y me perdí en el sonido, como tantas veces.


No fui capaz de seguir escribiendo nada. Una palabra. Algo de música. Y nada más.

¿Qué quería decir? No lo sé. Llevo varios días incapaz de encontrar palabras para tantas cosas. Desde asuntos banales hasta aquellos que son —al menos en apariencia y de cara al mundo cotidiano— relativamente importantes. Las palabras han empezado a evadirme. Sobre todo al hablar. Pero no solamente. También al escribir. Si las obligo, si les pongo un ultimátum, parecen reaccionar.

La última vez que vine aquí, cerraba una complicada semana. Creía que cerraba. Faltaba el último jalón. El fin de semana —el largo fin de semana— llegó cargado. De todo un poco. Quizá más vértigo del que hubiera querido. Pero en medio de comidas, almuerzos, cines, clases, hubo tiempo para pensar. Y escribir.

Lo que no he escrito aquí ha empezado al menos a encontrar una salida en el papel. He estado pariendo anotaciones como hace mucho no lo hacía. Y quizá eso me ha estado salvando.

Una vez más digo mucho y nada a la vez. No sé por qué he venido aquí. Quizá solamente para enfrentarme al recuadro vacío, retándome a desarrollar más de dos líneas con sentido. Y aunque parece que el recuadro empieza a ganar este ingenuo duelo, algo queda. Quisiera explicarlo pero, ya lo decía, no encuentro las palabras. Baste decir que mientras las letras escapan, resurge el sentido en algún rincón aquí dentro.

Al margen. Creo que la nostalgia de los días recientes ha sido acentuada en buena medida por ese espíritu pre-navideño que hace ya varios días ha invadido el paisaje, anunciando que se acaba otro año. Pero queda una décima parte, que no es poca cosa.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Cordura

La semana ha sido terrible. Lo digo claro y con todas sus letras, sin ganas de hacerle al mártir. Simplemente ha sido una de esas semanas donde no doy una.

Debo corregir. Tres días de la semana han sido terribles. Del martes a hoy, jueves. El lunes fue como de otro mundo, así de contundente. Y aunque el viernes no pinta sencillo, tengo esperanza en que será un mejor día que hoy. Y con eso será suficiente.

Será cansado, de eso no tengo duda. Pero será preámbulo de un fin de semana que ya necesito con urgencia. Para encontrarle una punta a esta extraña madeja en que se ha convertido el mundo.

Hace unos días anotaba en algún sitio: "He dudado tanto últimamente de mi cordura". Venía después una disertación conmigo mismo sobre el problema de la realidad, que a últimas fechas se me ha convertido en una obsesión.

Distinguir las fronteras entre lo que es real y lo que no me parece cada vez más complicado. "Sueño y vigilia se alternan con insoportable insistencia, disolviéndose la línea —si es que la hay— que representa el límite entre un mundo y otro." Eso escribía hace sólo unas noches, siendo absolutamente impreciso pero dejando huella de mi absoluta confusión.

Lo cierto es que sueño y vigilia aparecen como símbolo de mundos más complejos que han comenzado a alternarse y en lo que mis diversas facetas han comenzado a convivir desprendiéndose con cinismo unas de otras. El asunto se extiende entonces no sólo a la realidad, sino al problema de la identidad, que me ha perseguido desde hace tiempo.

Cierto que siempre hemos sido muchos aquí dentro. Pero solíamos ser más cautos, más ordenados. Más cuidadosos unos de otros. De pronto algunos han comenzado a asumirse con inusual independencia, mientras otros insisten en seguir los patrones que la costumbre o la presión social impone en sus agendas. Todo bien, mientras sus rutas no se vuelvan abierta y trágicamente incompatibles.

¡Cómo no dudar de mi cordura! ¡Leo lo que vengo escribiendo aquí mismo y me parece tan insensato!

Debería estar preparando algunas cosas para el trabajo y clases para el sábado. Y aquí estoy, divagando. Cierro el cuaderno por un rato. Ya regresaré el fin de semana a dar cuenta de mis saldos pendientes.

Al pie. Mientras escribía esta entrada recordé otra publicada desde Barcelona, en los días previos a mi regreso hace un año. Sí. Hace casi un año exactamente escribí algo sobre estas identidades en conflicto y edité un video que era casi homenaje a la vanidad pero que ilustraba en cierto modo algo que en estos días ha resucitado poderosamente. Aquí ese apunte del 18 de noviembre 2008.

martes, 10 de noviembre de 2009

Recuperando

Las últimas semanas han sido poco ordinarias. O al menos así me lo han parecido. Quizá algunas cosas han sido trivialmente comunes y haya sido entonces mi inusual estado de ánimo lo que les haya hecho contrastar con lo cotidiano. No lo sé. Lo cierto es que me siento con tantas cosas por decir y no logro hallar la forma de articularlas. Pese al relativo abandono del blog, he logrado escribir largas notas en una libreta de papel de bambú con un formato semejante al del "legendario" Moleskine que me conseguí hace un par de semanas. El 29 de octubre registré la primera anotación, un breve apunte sobre todo y nada en el que me prometía a mí mismo regresar para desarrollar un puñado de ideas. He vuelto pero no necesariamente he cumplido ese compromiso. He logrado, sin embargo, plasmar una que otra inquietud como hace mucho tiempo no lo hacía. Pero llevar de arriba a abajo la libretita negra no ha sido suficiente, y tengo claro que muchas cosas se me están quedando pendientes.

Pero me he desviado ya de mi intención inicial, que era relatar en lo posible algo de lo extraordinario de los días recientes. Hace apenas unas semanas hablaba aquí de una chispa que me hacía recuperar la posibilidad. La posibilidad así, en abstracto, en genérico. No me refería a una posibilidad en concreto, sino al mero hecho de que las cosas son posibles. En ese momento no encontraba otra palabra para referirme a lo que sentía. A partir de ese momento, unos cuantos encuentros me fueron ayudando a ponerle nombre al niño. Recuperar la posibilidad de crecer; recuperar la posibilidad de transformar una que otra cosa en mi entorno; recuperar la posibilidad de perderme en la belleza solamente porque sí; recuperar la posibilidad de una sonrisa espontánea o de una lágrima incontenible; recuperar la posibilidad de reconocerme en otros y de encontrar en la mirada de otros una señal de que la humanidad sobrevive en semejantes reflejos.

Llevo ya muchos días particularmente sensible. Todo anda bien, de veras. Es sólo que me he descubierto con la piel más frágil y el corazón más propenso a la nostalgia. Quizá no sea un estado pasajero sino afirmación de una condición permanente que a veces no he sido capaz de reconocer como tal. Como sea, ando bien aunque a ratos con ese huequito en el alma haciéndose notar. Perdón que insista: todo anda bien.

Hoy ciertas palabras me hicieron recordar un pasaje de la literatura que me une a varios de los que aquí suelen detenerse de vez en cuando. Me refiero al encuentro y posterior despedida del Principito con el Zorro, en el entrañable relato de Saint-Exupéry. Quizá el relato de la domesticación ayude a expresar mi actual sensibilidad: de pronto me descubro nuevamente el valor de ciertos lazos y la intensidad que pueden producir. Da miedo pero al mismo tiempo empuja. Por años he evadido reconocerlo. Pero lo cierto es que esos lazos han estado y siguen ahí. Acompañándose sin duda de nuevos vínculos. Y descubrir eso es siempre extraordinario, pese a lo cotidiano que pueda parecer.

Como tantas veces, no sé si era de esto de lo que quería escribir hoy. Había pensado dirigir mis palabras a algunas cuestiones más concretas del pasado fin de semana. Habrá tiempo de ello. Por lo pronto, parafraseando a quien hoy me hizo pensar en el Principito, aquí estoy, recuperando esta vez las posibilidades que ofrece volver a tener fe en la gente, en las buenas intenciones... y en el instinto.

Al margen. Releyendo el pasaje del Principito que he ligado a esta entrada, me topo con esa frase que tanto me ha provocado a lo largo del tiempo: "Eres responsable para siempre de lo que has domesticado". Creo que hoy el ser responsable para siempre, admite para mí una nueva interpretación, pues uno corre el riesgo de entender tal responsabilidad como una carga, un lastre. Pienso en esa responsabilidad como un vínculo que compromete en primer lugar con uno mismo, para entonces poder mirarse en los ojos del otro y decir: respondo por ti.