jueves, 24 de marzo de 2011

Neo-Positivismo

Reflexiones en torno al fanatismo del pensamiento positivo

Hace tiempo que siento la urgente necesidad de escribir sobre esto. Asumo el riesgo de condenar a mi alma a arder en el fuego eterno del infierno de esas caritas felices amarillas y redondas. Acepto también —aunque esto sí con cierto dolor— la posibilidad de que personas por quienes siento auténtico aprecio y afecto pudieran encontrar en mis palabras una ofensa o consideraran que asumo una posición cerrada. Sobre esto último, mi única advertencia: intento aquí compartir mis reflexiones a partir de experiencias concretas, sin embargo, como cualquier pensamiento crítico, lo que aquí digo está abierto a reformularse a partir del diálogo generoso de quien quisiera contribuir a ello. Dicho lo cual, paso al asunto.

¿Cómo empezar? Quizá señalando que nunca me he considerado un positivista. (Quiero decir, por supuesto, que nunca he sido un partidario de la doctrina impulsada por Comte, et. al..) Sin embargo el término positivismo nunca me molestó. Hasta hace un par de años, cuando empecé a toparme con una extraña distorsión del lenguaje cuyo origen no termino de entender. Sucedió cuando una persona, ante las quejas y reclamos de un grupo de colaboradores, volteó y exclamó entre sonriendo y regañando: “¿Dónde está su positivismo, caray?” Tardé en reaccionar y comprender que el individuo en cuestión intentaba apelar al optimismo de mis quejumbrosos compañeros, ignorando por completo que la palabra que había elegido hace referencia a una forma de racionalidad específica y bastante más compleja que el simple llamado a pensar en positivo. Pronto descubrí que tal sujeto no era el único que usaba el término “positivismo” para referirse a la conveniencia de tener una actitud optimismo ante las cosas. Jugando con las palabras, es de ese neo-positivismo del que pretendo escribir aquí.

Por respeto a los filósofos de la ciencia dejaré a un lado el nombre de esa escuela filosófica que, si bien me parece cuestionable, me merece todo el respeto intelectual del que soy capaz. Tampoco quiero usar la palabra optimista que, si bien se acerca a lo que aquí denuncio, tampoco me parece corresponda con precisión a ello. Menos todavía me atrevería a usar el término que a mucho les gusta y que dolorosamente han querido poner en boga: metafísica. Y la escribo con minúscula pues ni por accidente y menos en broma me atrevería a sugerir siquiera cierto parentesco entre ese movimiento ecléctico de la llamada Nueva Era con la rama de la Filosofía a la que el buen Aristóteles dedicara invaluables volúmenes en su tiempo.

¿Cómo referirse entonces a ese fanatismo de las actitudes y los pensamientos positivos? Parece que ni siquiera un nombre merece. Y es que quienes lo defienden lo consideran tan “obvio”, tan “natural”, que ni siquiera se cuestionan que eso tendría que recibir una denominación. Y sin embargo a sus detractores nos parece indispensable bautizarlo, pues resulta un primer paso necesario para combatirlo. A falta de una palabra capaz de encerrar lo que intento describir, me referiré a ello con la expresión fanatismo del pensamiento positivo. Un fanatismo cuyo dogma central se resume en un mandamiento: piensa positivo y todo será como deseas.

Parece sencillo e incluso es posible que a la mayoría nos suene razonable, si no es que obvio. Pero es un mandamiento con implicaciones peligrosas. No tengo aquí el espacio ni gozo del tiempo y la claridad discursiva para desmontar en una entrada de blog todos los peligros que encuentro en este fanatismo, pero sí me propongo aquí tres cosas: primero, señalar algunos peligros concretos del fanatismo del pensamiento positivo; segundo, por si lo anterior fuera insuficiente, puntualizar algunos peligros generales de los fanatismos en sentido amplio, y; tercero, sugerir un par de lecturas que pueden ayudar a por lo menos poner en duda algunos de los dogmas derivados de la creencia central del fanatismo que me ocupa.

i.

Me cuesta trabajo explicar en pocas palabras mis argumentos en contra de la exaltación del pensamiento positivo. Esta dificultad se subraya en buena medida ante las dificultades que he enfrentado en largas charlas con diversas personas al intentar abordar el tema. Con el tiempo he aprendido a resignarme y guardarme lo que pienso, pues no me quedan muchas ganas o ánimos para enfrascarme en ciertas discusiones. Intentaré sin embargo aprovechar que me he animado a escribir estas líneas para esbozar mis principales inquietudes al respecto.

Experimento por una parte la sensación de que el optimismo desbordado tiende a convertirse en una especie de droga que termina alejándonos de la experiencia humana que, sin duda, abarca el dolor y la melancolía como dos de sus notas constitutivas. No digo que la vida deba ser un valle de lágrimas, pero sí creo que éstas son parte de lo que nos hace humanos y negarse a ellas es cerrarse a una dimensión de nuestra naturaleza. Consideremos por ejemplo en qué forma una humanidad que apostara por privarse de toda señal de tristeza o melancolía, terminaría negándose la posibilidad de experimentar muchas de las más grandes manifestaciones de belleza producidas por el ser humano.

Por otro lado, me inquieta descubrir que la vida de las caritas amarillas sonrientes resulta sospechosamente aséptica, a un grado tal que parece por momentos que esos rostros son solamente máscaras de quienes, obligados a reconocer que la vida es bella y todo es maravilloso, terminan viviendo una vida falsa, una mentira que ellos mismos se creen y en la que no terminan de asumir su completa humanidad.

Habrá quien responda ante esto que semejante actitud ante la vida es absolutamente válida. En una perspectiva individual —egoísta, me atrevo a decir— puede serlo, o al menos hasta cierto punto. Y es lo que queda después de ese límite lo que me parece lamentable. La creencia absoluta en el pensamiento positivo conduce con facilidad a negarnos la existencia del sufrimiento del otro. Nos vuelve insensibles ante el dolor de los demás y tranquiliza nuestra conciencia con una creencia que me parecería ingenua si no me resultara terriblemente macabra: el que sufre es responsable de su sufrimiento.

Para la religión del pensamiento positivo, el pobre es pobre porque no se esfuerza lo suficiente en pensar que podría ser rico y tener todo cuanto deseara; los enfermos de cáncer deben sentirse culpables si no consiguen curarse, pues no han generado suficientes dosis de pensamiento positivo para vencer a su enfermedad; quienes han padecido una catástrofe natural deberían reflexionar sobre las acciones negativas que han producido su tragedia, pues si hubieran sonreído lo suficiente sus casas bien habrían superado el desastre; y qué decir de las víctimas de la guerra o la violencia en general, seguro sus mentes están llenas de pensamientos negativos que atraen irremediablemente el odio de los demás. ¿Acaso ninguna de estas personas ha escuchado hablar de las leyes de la atracción y la sincronicidad? Si lo tomaran más en serio, seguro su vida sería otra.

¡Un momento! ¿De verdad no alcanzamos a ver la trampa en estas explicaciones? Antes de solicitar mi ex-comunión a Deepak Chopra o a "Su Santidad" Paulo Coelho, permítanme un par de reflexiones. Reconozco que pensar positivamente tiene consecuencias positivas en nuestras vidas. Admito que una actitud orientada a lo que consideremos nuestra felicidad, facilitará el camino para acceder a ella. Pero, ¿es esto suficiente para argumentar que nuestra mente construye la realidad a nuestro antojo? No puedo -ni pretendo- negar que nuestras acciones colaboran a hacer de nuestra realidad lo que es. El problema de la exaltación de ese falso "positivismo" es que, al asumirse como principio dogmático, termina generando las mismas consecuencias que cualquier otra convicción religiosa llevada al reduccionismo del todo o nada, entre ellas: la culpa.

Y así, debajo de muchas de esos rostros redondos amarillos sonrientes, se encuentran profundos vacíos existenciales, lamentables culpabilidades o —duele hasta escribirlo— una absoluta desconexión con el papel que cada uno juega ante las posibilidades que tiene el otro de ser feliz. Sí, porque si es tarea de cada uno pensar bonito para alcanzar lo que desea, resulta fácil perder la conexión con el papel fundamental de nuestras acciones y perder de vista la dimensión comunitaria de la naturaleza humana.

¿De veras creemos que si todos quienes vivimos sobre la faz de la Tierra deseamos con suficiente fuerza tener una pantalla HD de 40 pulgadas y un automóvil último modelo, podremos conseguirlo? Ni siquiera trabajando firmemente por ello sería posible conseguirlo. A estas alturas debería ser claro que no afirmo lo anterior por ser un pesimista cargado de pensamientos negativos, sino porque basta un poco de racionalidad y sensibilidad para reconocer que material y humanamente tal cosa resulta imposible. Sin embargo, creer que sí se puede es una maravillosa forma de mantener operando el sistema.

No pretendo alargar mucho más este apartado. Solo quisiera subrayar mi inquietud con el impacto que este sistema de creencias en torno al pensamiento positivo y las buenas vibras tiene en el ámbito de la salud. Es innegable que una dosis de optimismo será en general más sana que una carga de derrotismo. Sin embargo, creo que bastante sufre un enfermo las manifestaciones físicas de su padecimiento como para agregar la terrible carga moral de ser culpable de sus males. Hace siglos uno enfermaba por pecar contra Dios; hoy enfermamos por violar el mandamiento único que sentencia: pensarás en buenas vibras sobre todas las cosas.

ii.

Supongamos que los argumentos precedentes resultan insuficientes. Asumamos por un momento que cuanto he dicho le resulta al lector simplemente insostenible y que cuenta con suficientes razones para convencerme de lo contrario. ¿Sería tal convencimiento suficiente para asumir una posición dogmática? El problema con el dogmatismo es que al asumir cierta verdad como única e incuestionable, conduce casi irremediablemente al fanatismo. (Ojo partidarios del pensamiento positivo, escribí “casi”.)

Las actitudes fanáticas son aquellas que no se permiten dudar de lo que afirman y asumen que están destinadas a imponer su verdad a costa de lo que sea, descalificando de entrada cualquier idea que sea contraria —y en ocasiones incluso simplemente distinta— a la que se enarbola como bandera. Con el fanático el diálogo nunca es auténtico, pues el intercambio de ideas termina siendo siempre una búsqueda de imposición de esa verdad que el radical se siente llamado a tatuar en los demás.

El fanatismo resulta reprochable porque termina traicionando hasta a la mejor intencionada de las ideas. De ahí que al convertirse en fanatismos, ciertas doctrinas se definan en los hechos a partir de una terrible contradicción en sus términos. Cuando el fanático fracasa en su intento evangelizador (ya sea tanto en nombre de una divinidad, como en nombre de un axioma económico o una afirmación científica), termina simplemente anulando la argumentación del otro —el diferente, el raro— y opta por descalificarlo como interlocutor, cuando no incluso como persona.

Así, toda la legitimidad —que la tiene— de la filosofía del pensamiento positivo, termina desvaneciéndose cuando se excluye —y se señala— al pesimista o al melancólico, acusándoles y condenándoles sin más a ese infierno en que habrá de pagar su actitud negativa con todos los males imaginables —esos males que se habrá ganado a pulso por no pensar en positivo—.

iii.

Ignoro qué tan lúcido he sido en los apartados previos. Desearía que las palabras respondieran con justicia a lo que intenta transmitir mi pensamiento, pero asumo la posibilidad de haber sido confuso o haber hecho suposiciones que no pasen los filtros de quienes, razonable y perseverantemente, han llegado hasta aquí con la convicción de que me equivoco o simplemente no encuentran lógica o ilación en mis palabras.

Para ellos, no me queda sino dar crédito y proponer dos lecturas que me han ayudado a dar cierta estructura a mi argumentación en contra del fanatismo de las caritas amarillas y sonrientes. Se trata de dos textos con los que me sentí plenamente identificado en algún momento. Esos libros que uno lee y dice con sorpresa: “¡Esto es lo que quería decir!” Como es natural, con ambos libros tengo también diferencias, pero sus tesis centrales me parecen sólidas y atendibles para abordar el tema.

El primero se titula Contra la Felicidad. En defensa de la melancolía, de Eric C. Wilson y editado en México por Taurus. El segundo es de Barbara Ehrenreich y se llama Bright-Sided. How the relentless promotion of positive thinking has undermined America (la edición es de Metropolitan Books y, hasta donde sé, no existe una traducción al castellano). No me detengo a reseñarlos pues los títulos me parecen suficientemente provocadores.

· · ·

Quizá la pasión con que he terminado plasmando mis argumentos me lleve al borde de la actitud del fanático. Ofrezco disculpas si ese ha sido el caso y dejo abierta de par en par la puerta de mi razón para discutir el tema siempre que mi interlocutor esté dispuesto a reformular su propio razonamiento. A cambio, no puedo sino ofrecer lo mismo. Es a partir del diálogo sensato, prudente, respetuoso, que puede evolucionar nuestro pensamiento. Igual y a nadie interesa meterse en semejante embrollo. Y se vale. Ojalá incluso en ese caso estemos —desde nuestras propias trincheras y en el diálogo permanente que entablamos con nosotros mismos— dispuestos a someter nuestras certezas a la duda y así fortalecer algunas convicciones, transformar algunas creencias y permitirnos acercarnos a los otros otorgando justo reconocimiento a sus verdades.

PD. Releo mi texto y pienso en una voz que inconscientemente está sin duda presente en mis argumentos: Susan Sontag y dos textos que, sin referirse a este culto del optimismo que he venido denunciando, aportan luces a los temas que más me cuesta ilustrar: la carga moral que asociamos con la enfermedad y el reconocimiento del dolor del otro como dimensión fundamental de nuestra humanidad. Me refiero a La enfermedad y sus metáforas y Ante el dolor de los demás. Después de escribir lo que he escrito, me siento obligado a volver a leer ambas obras que por ahí están arrinconadas en el librero.