viernes, 30 de abril de 2010

Ser niño

Hace dos años (¡dos años!) publiqué en mi primer blog una evocación de mi infancia, ilustrada por esta fotografía:


Lo que escribí entonces conserva absoluta vigencia (quizá con excepción de la posdata en que hago referencia a la claridad y la recuperación de energía, pues ambas han brillado por su ausencia en estos días). Pero volviendo al tema de mi niñez, decía que lo que escribí hace dos años sigue siendo válido hoy. Por eso mejor remito al texto original.

PD. Hoy en el colegio presentamos a nuestros chicos de primaria y secundaria una breve representación en la que las maestras y maestros interpretamos el papel de alumnitos en una clase de Filosofía para Niños. La pregunta detonante de la maestra fue ¿qué significa ser niño? Cada uno, desde su personaje, debía dar una respuesta chusca para, como cierre, cada quien lanzar a nuestro público una idea sobre el significado de la niñez. Pensar mi respuesta final fue más sencillo de lo que yo creía: para mí, ser niño significa ser capaz de soñar y creer auténticamente en esos sueños. Seguro significa muchas otras cosas, pero esa me parece fundamental.

PD2. Mi personaje, por si alguien se lo preguntaba, fue el del niño ñoño que siempre está estudiando y que se desespera de que no le hagan caso a la maestra. No tengo fotos, pero seguro alguno de mis alumnos tomó hasta video, así que no tardo en aparecer en YouTube. :P

PD3. Hablando de sueños, prometo que en la próxima entrada cumpliré finalmente con el par de sueños realizados hace unas semanas.

jueves, 22 de abril de 2010

Dos detonantes

Sabía que podía suceder. Y me arriesgué. Dejé pasar los días y, ahora que vuelvo a mirar la promesa que me hacía a mí mismo hace una semana, no logro tener claro qué me proponía contar. Hago un esfuerzo. ¿Lecturas? Cierto. Dos en particular. ¿Sueños realizados? En efecto. También un par. Me concentro ahora mismo en las primeras. [Y anoto aquí en un papel algunas notas para volver luego con los segundos.]

Por un lado, las vacaciones fueron propicias para devorarme una investigación de Rosalía Winocur, maestra de la UAM, quien explora desde diferentes ángulos el papel que juegan los teléfonos móviles y el internet en nuestras vidas. Su aproximación no es desde la perspectiva tecnológica sino más bien existencial. A través del trabajo de campo con diferentes grupos a lo largo de los últimos años, se pregunta sobre el papel que estos artefactos juegan en nuestra construcción de relaciones y vínculos. El trabajo quizá no descubre ningún hilo negro. Pero arroja ideas que ayudan a detonar la reflexión y el análisis. Al menos a mí me permitió recuperar, aunque fuese por un instante, la urgente necesidad de retomar el proyecto de Tesis. [Esta urgencia se ha visto reforzada en días recientes ante nuevas divagaciones que me han provocado el Twitter y el Facebook. Ponerme en marcha con esto resulta ya impostergable. No quiero que se marchiten las ideas que vengo elaborando al respecto.]

La otra lectura que marcó las semanas previas fue una vez más una novela de Murakami. Esta vez el popular escritor japonés me enganchó de madrugada en el aeropuerto de la Ciudad de México, me acompañó en la travesía hasta la Gran Manzana —con prolongada escala en Dallas— y acabó conmigo a media noche en un Starbucks [como el que me acoge ahora mismo, pero en la esquina de Astor Place]. After dark comienza y acaba en las antípodas del recorrido que siguió mi lectura: arranca cercana la medianoche y concluye justo cuando la oscuridad empieza su retirada. Una vez más, Murakami consiguió colarse en la profundidad de mi vacío y se puso a jugar sin darme tregua. Terminando mi Mocha Blanco [igual que éste, al que acabo de dar un sorbo], di vuelta a la última página, como buscando la respuesta a una pregunta que no había sido capaz de formular.

Mientras amanecía para los protagonistas de la novela, en Manhattan se acercaba la media noche. Ahí estaba yo, sentado en la barra de un café, cerrando el libro, exprimiendo la última gota a mi bebida, contemplando en la inmensa vitrina de cristal la imagen de esa gran ciudad confundiéndose con el tenue reflejo de mi rostro. Quise adivinar en esa peculiar mirada mía alguna señal. Y creo que, pese a lo que pueda evidenciar el insomnio de las últimas dos semanas, en ese momento me quedé dormido y como Eri —la mujer que contemplamos desde las primeras páginas del relato de Murakami— no he vuelto a despertar.

viernes, 16 de abril de 2010

12 monos, 2 pianistas y una cursi canción enamorada

... o de "cómo las películas han traído a mi vida buena música".

La tarde cayó con todo su peso y sin piedad sobre mí. El cansancio acumulado a lo largo de una intensa y extraña semana, caracterizada en buena medida por noches de insomnio y despertares de madrugada, intentó pasarme una primera factura y me quedé dormido unos treinta o cuarenta minutos mientras escuchaba un poco de música.

Y desperté con ganas de explorar aquí una idea que he tenido en el tintero durante largos meses y que una experiencia fílmica reciente me puso en la cabeza de nuevo: la forma en que cierta música aparece en nuestras vidas y se convierte en fundamental. La música siempre ha sido parte de mí. Desde pequeño mis padres nos rodearon de sonidos a veces consciente y estratégicamente, otras tantas sin darse cuenta. Sin duda muchos de mis gustos musicales se cultivaron así, en familia. Pero otros aparecieron de forma absolutamente inesperada. Me refiero al gusto por sonidos que no existían habitualmente en casa: el jazz, la ópera, el tango. Estos, entre otros, llegaron a mí casi invariablemente a través de películas. Comparto dos casos que, curiosamente, se dieron en la misma época, hará cosa de 15 años.

12 monkeys, impecable película de ciencia ficción, me permitió por ejemplo conocer a Astor Piazzolla, hoy uno de mis compositores fundamentales. La partitura de la Suite Punta del Este que funciona como tema recurrente en la cinta de Terry Gillian me hipnotizó. ¿Qué era ese sonido? Desde entonces a la fecha he acumulado en mi biblioteca musical poco más de horas de música del genial compositor argentino, y muchas de sus composiciones resultan hoy indispensables para explicarme.


Más intrincado resultó mi camino hasta el mundo del jazz. Poco antes de los 12 monos, vi por accidente en algún canal de televisión The Fabulous Baker Boys, película protagonizada por Michelle Pfeiffer y los hermanos Jeff y Beau Bridges, interpretando ellos a un par de pianistas de jazz y ella a una sensual vocalista. La banda sonora original es compuesta por Dave Grusin, y a lo largo de la película se escucha uno que otro clásico. Fue curiosamente en voz de Pfeiffer como conocí una cursilería que desde entonces me fascina: "My Funny Valentine". [Acepto, por supuesto, que lo suyo lo suyo no es la cantada.] A partir del disco de la película, todo fue cuestión de ir escarbando hasta armar mi colección de jazz en permanente evolución gracias a las sabias recomendaciones de conocedores del género y las extraordinarias casualidades que me siguen enfrentando igual con clásicos que con absolutos pero maravillosos desconocidos.


En los mismos años conocí a Madredeus gracias a la Historia de Lisboa de Win Wenders, y descubrí el mundo de Zbigniew Preisner mientras descubría el cine de Kieslowski. También tuve uno de mis primeros tímidos contactos con la ópera gracias a The Age of Innocence, de Martin Scorsese, basado en la novela de Edith Wharton. (De hecho, creo que gracias a Scorsese he descubierto muchas cosas, como me sucedió apenas hace unas semanas con el hallazgo de Kryzstof Pendereki vía Shutter Island.)

Esta divagación podría ser interminable. Pero al menos he tenido chance de sacarme una espina guardada hace tiempo y, a la vez, seguir mi proceso de recuperación de la escritura en este espacio. Si todo marcha bien, pronto regreso con los pendientes anticipados aquí hace un par de días, para seguir compartiendo algunas alegrías y exploraciones de las últimas semanas.

miércoles, 14 de abril de 2010

iPad

Cuando, hace más de dos meses, se hizo el anuncio oficial sobre el lanzamiento del iPad, mi primera reacción fue de entusiasmo. El artefacto sonaba por demás atractivo, como bien saben hacer los de la manzana mordida. Me gustó pero desde el inicio dije que, si caía, sería ante la salida de una segunda generación de la dichosa tableta. Eran también días en los que dudaba entre animarme o no a comprar un lector de e-books, y el iPad sólo vino a alimentar mi incertidumbre.

De pronto, pasaron dos meses y llegó el 3 de abril. Nunca imaginé que la aparición en el marcado del iPad me agarraría cerca de una de las más famosas tiendas de la manzana: sí, la que, valga la redundancia, está en la Gran Manzana. Un día antes, haciendo conexión en conocido aeropuerto texano, me llamaron la atención las portadas de Time y Newsweek, ambas dedicadas al mentado invento. La segunda se mostraba especialmente optimista: "What's so great about the iPad?", se preguntaba en la portada para responder en una palabra: "Everything".

No compré ninguna de las publicaciones, pero aproveché mi primer conexión a la red para consultar los artículos en línea. El de Newsweek me llamó mucho la atención, pero no logró cambiar la opinión que me venía formando en los días previos, a saber: está padrísimo pero, ¿para qué diablos lo querría? El texto de Time se mostraba, al menos de entrada, con un poco más de escepticismo, aunque al final reconocía que las cualidades de la tableta terminarían cautivando al consumidor. Este segundo texto me hizo dudar. ¿Y si de verás me atrapa?

Dejé pasar unos cuantos días para acercarme a una tienda Mac. Los primeros días las filas eran impresionantes y la gente se arremolinaba en torno a las mesas que exhibían el artilugio. En conocida esquina de la 5a Avenida, decenas de personas sonreían para tomarse fotos frente a la cristalina fachada con su nueva adquisición para de inmediato sentarse en las aceras y ponerse a explorar el nuevo juguete.

Finalmente fue en un Best Buy donde, sin proponérmelo al inicio, logré mi primer contacto directo con el iPad. Igual alguien dirá que mi valoración está viciada por mi falta de 500 dólares para comprar aquello, pero creo que no es el caso. La imagen que me hice del iPad está lejos de lo que significó mi interacción con él (¿ella?) un rato. Me pareció demasiado grande, incómodo de manipular. Poco ergonómico, diría. ¿Cómo se acomoda uno con esa cosa? Todo indica que es necesario sentarse con los pies sobre algo y colocarlo en el regazo si uno quiere usar su teclado. "La idea es que no se use tanto el teclado", me dirán. Y eso puede ser cierto. Habrá para ello que esperar que la experiencia de navegar (y la de los libros y aplicaciones que se diseñen para el iPad) evolucione en los próximos meses, haciendo innecesario apoyar la tableta en las piernas o colocarla en una posición tal que el usuario tenga que elegir entre una tortícolis o una sexy joroba. Un último asunto que no ayudó a convencerme es la luminosidad de su pantalla, cosa que temía de entrada y que pude corroborar con las reacciones de algunos de esos que jugueteaban con su iPad en las aceras.

Todo terminaba nuevamente en la misma pregunta, ¿para qué quiero eso? ¿Qué puedo hacer con un iPad más allá de presumir que ya lo tengo? Igual en un par de meses tengo otra respuesta pero, por el momento, mi respuesta es "nada".

PD. Una cosa más. Pese a mi percepción, ha sido evidente el éxito comercial del iPad de acuerdo con todos los reportes oficiales. En su primera semana se rebasaron las estimaciones proyectadas por Apple en los medios, aunque el lanzamiento internacional ha seguido retrasándose y ya se anuncian cambios en el sistema operativo para permitir que se puedan usar algunas aplicaciones simultáneas. El tiempo dirá.

Aquí ando

Abril concluye su primera mitad y yo sin aparecerme por estos territorios digitales. He andado acaso un poco en los 140 del Twitter y otro tanto en breves comentarios en el Facebook. Y acá, nada. Sin embargo, ya se sabe, eso no significa que no tenga cosas qué decir. Al contrario. Me encantaría compartir sueños materializados recientemente, lecturas que han irrumpido sin aviso en mi buró y descubrimientos que de improviso han iluminado mis recientes noches de insomnio; quisiera explorar aquí ocurrencias que se tomaron muy en serio la Semana Santa y eligieron esos días para morir y resucitar con nuevos bríos; me gustaría divagar como solía hacer cuando la media noche catalana se hacía cómplice del atardecer azteca, sumiéndome en un eterno bucle en el que nunca amanecía. Pero habré de ir en orden si quiero al menos cumplir la mitad de estos anhelos. Si la inspiración no me deja (y el cansancio no gana la batalla que viene librando hace días con mi voluntad), en un rato suelto la primera exploración.