lunes, 23 de enero de 2012

Esos mundos donde no estamos solos

Mientras nos hablan por enésima ocasión de la inminente desaparición del libro de papel…, mientras productores y consumidores de letras migran a la “nube” en aras de conseguir la mayor disponibilidad de bibliografía en línea para ser descargada y leída en un sinfín de dispositivos…, mientras autores, casas editoriales y lectores trazan los nuevos rumbos de la industria y del viejo soporte para llevar hasta los más antiguos vestigios tangibles al terreno donde los únicos caracteres con sentido son 1 y 0…, mientras todo esto sucede, existimos algunos cuantos que anhelamos ir en la dirección contraria: transferir nuestros arrebatos lingüísticos del mundo digital a la condición mortal de lo palpable. Sí, mientras hordas de escritores, editores y lectores transfieren textos de lo material al mundo intangible de lo digital, algunos buscamos la ruta para el viaje opuesto y deseamos poner nuestros ingenuos juegos de letras en diálogo con la tinta y el papel.

Entre esos locos que viajan en sentido contrario está Amaya Marichal. Las primeras entradas en su blog, El Mundo según Amaya, están fechadas en agosto de 2004. Desde entonces, ha publicado ahí un sinnúmero de textos. Como buena apasionada de la palabra que ha crecido de la mano de los libros, Amaya anhelaba desde hace tiempo publicar un libro, siendo que de alguna manera llevaba ya mucho tiempo escribiéndolo y compartiendo con un creciente número de lectores. Pero, claro, convencido de compartir con Amaya un vínculo especial con ese objeto que hace más de cinco siglos hiciera posible el invento de Gutenberg, entiendo que esa gran obra no fuera considerada por su creadora como equivalente a un verdadero libro.

En estos días en que Amaya atraviesa uno de los momentos más dolorosos de su enfermedad, su amiga Miriam se apuntó para acompañarla en la aventura de llevar al papel ese mundo que a lo largo de más de 7 años se ha gestado en un blog.

Esta madrugada, gracias a los buenos oficios de la querida Liz, tuve en mis manos por primera vez El Mundo según Amaya. Como acostumbramos muchos nostálgicos con esos objetos, lo primero que hice fue sentirlo, palparlo, pasar sus hojas entre mis dedos. Abrí una página al azar y mis ojos se toparon con un texto que no tardó en arrancarme la primera de lo que sin duda serán muchas lágrimas. No fue una lágrima de dolor ni de tristeza. No. Fue acaso melancolía. Fue también alegría ante la certeza de que, como dice el título de ese texto en la página 140, “todos estamos conectados”.

Por la tarde me di un tiempo y fui a la versión en línea del mundo de Amaya, seguro de que en aquel octubre de 2008 en que el texto había sido publicado, más de uno habríamos escrito ahí alguna reacción. No me equivocaba: ahí estaban los comentarios de varios de los que en aquel año habíamos comenzado a formar una peculiar red que hoy sigue vigente, pese a las distancias y los abandonos de la mayoría de nuestros blogs. No me sorprendió encontrar que lo que pensé esta mañana ya estaba registrado ahí, hace más de tres años.

Hace unas semanas, a finales de 2011, Amaya expresaba en su cuenta de Twitter y en su blog algo acerca del sentido de necesitar un abrazo. En estos días, estoy seguro, Amaya está recibiendo muchos abrazos. Los recibe de quienes están cerca, pero también a través de comentarios en las redes sociales en las que tanto ha participado. Cada palabra que recibe es un abrazo que dice “no estás sola”.

Y a partir de este punto me permito hablarte a ti, Amaya. Porque mis palabras en particular quieren ser un abrazo que dice “gracias por lo que tu existencia ha dado al mundo”. Y cuando digo al mundo pienso en el mío, pero pienso también en los mundos que de alguna manera se ligan a mi pequeño entorno. Mundos de gente que jamás te ha visto y a través de terceros ha llegado a conocerte y seguirte incluso con mayor ahínco que yo mismo. Porque han encontrado en ti una manera de dar sentido a la existencia.

Es curioso, escribo como si yo sí te conociera en persona. Como si yo hubiese ya tenido la fortuna de escuchar tu voz o haberte dado uno de esos abrazos con los brazos verdaderos. Y no. Sin embargo, son ya cuatro años de conocerte. Cuatro años que de alguna manera nos hemos seguido la pista.  Hace un mes, en ocasión de mi cumpleaños, usaste aquella frase que nos permitió conocernos, aquella de “la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente”. Y de ahí pa’l real. Aquí estamos.

Leyendo el último capítulo de tu libro me doy cuenta que empecé a leerte en los mismos días en que recién aparecía aquella infame parálisis facial. Hacer un recuento de los hechos que han colmado tus días desde entonces no aporta mucho en este momento, seguro lo repasas con cierta frecuencia. Pero entre todo ello, hay un hecho que sin duda brilla con singular luz y se impone como el hecho que otorga nuevos significados a todo: la llegada de ese ‘goldito’ que tantos hemos aprendido a querer con un par de imágenes y unas cuantas palabras.

No pretendo, insisto, caer aquí en una crónica de acontecimientos, pero sí me gustaría que se leyera como un humilde relato de afectos. Afectos que se extienden en redes difícilmente imaginadas por cualquiera de los que hoy forman parte de ellas. Digo redes, pero quizá es una sola. Una red de amor en la que, como escribiste ese 22 de octubre de 2008, todos estamos conectados. Nos sabemos cerca. Nos sabemos juntos. Nos sabemos todo, menos solos.

*

Post Scriptum. Quizá este mundo del que hablo no tenga relación aparente con algunos lectores (aunque en sentido estricto la conexión existe a través de mí, claro). Pero estoy cierto que aún sin conocer Amaya y sin tener el menor interés en quién sea o cómo sea su mundo, todos tienen un mundo parecido al cual le han pedido carta de ciudadanía. Todos, estoy seguro, pertenecemos a alguna República ajena a la propia y hemos construido a través de nuestros afectos un mundo que nosotros sabemos propio y que compartimos con unos cuantos, pocos o muchos. Si mi tesis es correcta, comprenderán y disculparán que una vez más haya usado este medio para compartir algunas ideas a propósito del mundo según Amaya.

jueves, 19 de enero de 2012

Eufemismos

Hay eufemismos que me resultan sencillamente insoportables. Sí, ningún eufemismo me agrada, pero estos a los que me refiero son de una clase peculiar que termina por sacarme ronchas. Comparto un par de ellos.

Cada vez que viajo en la oruga (sobrenombre con el que cariñosamente nos referimos en León al Optibús, un medio de transporte articulado semejante al Metrobús chilango), me topo con un par de esos eufemismos, colocados para señalar los asientos "reservados". De acuerdo con los letreros en cuestión, tres son los posibles beneficiarios de esos asientos: mujeres embarazadas, adultos en plenitud y personas con capacidades diferentes (en algunos casos llamadas capacidades especiales). Gracias a unas imágenes risibles (y gracias también a que uno está tristemente familiarizado con esos eufemismos), teng claro que no son asientos para mí, aunque estoy convencido de que, rigurosamente, califico en dos de las tres categorías. Si tenemos claro que no soy mujer (y por tanto no existe posibilidad de que estuviera embarazada), quedan las otras dos.

Hace un mes cumplí 36 años. Soy un adulto, ¿cierto? Y evaluando mis logros, mi potencial, mis acciones, en el marco de cuanto he vivido hasta hoy, puedo decir que estoy viviendo con plenitud. No creo vivir a medias ni mucho menos. Me dirán que la plenitud remite a un máximo; siguiendo esa lógica, ni hoy ni a los 70 estaré en plenitud, acaso en proceso de alcanzarla.

Lo otro lo tengo más claro. Cada ser humano, me cuentan, puede considerarse único e irrepetible. Como tal, sus potenciales y capacidades nunca serán estrictamente iguales a las de sus semejantes. Más allá de eso, quizá porque soy muy soberbio o quizá porque en mi casa siempre me hiceron sentir que era verdad, estoy seguro de tener capacidades especiales. Demuéstrenme lo contrario. En todo caso, ¿de qué depende que una capacidad sea más especial que otra?

Lamentablemente no tengo una credencial que acredite mi plenitud ni mis capacidades especiales o diferentes. Así las cosas, no me queda sino resignarme a seguir viajando de pie en la maldita oruga.

NB. Cuando digo "oruga", lo digo como apodo con mucho cariño, no es ningún eufemismo ;)

martes, 17 de enero de 2012

Otro propósito

Aquí mismo compartía, hace apenas un par de semanas, mi propósito central para este 2012. De alguna manera he ido consiguiendo ser fiel a ello, al menos si comparo mi desempeño con la sequía verbal que reinó en mis blogs durante buena parte de 2011. Lo mismo con los libros: un par en lo que va del año no son mal promedio.

Viendo que poco a poco voy logrando algo, me he dado cuenta que debería proponerme algo más. Y no he tardado en descubrir lo que quiero: sufrir menos mi vida. Sí, como se lee. Al menos esa es la manera en que se me ocurre plantearlo. Y es que me doy cuenta el agobio que suelen producirme mis acciones y el entorno que me rodea. Lo digo, ciertamente, sobre todo por el ámbito laboral, el cual de alguna manera ha venido condicionando mucho de mi ser a lo largo de los años.

Es verdad, nos sucede a todos. Al fin, el trabajo es parte de nuestras vidas. Yo mismo he criticado esa tendencia a distinguir entre una vida personal y otra laboral, siendo que la vida es una misma, aunque en ella coexistan diferentes dimensiones. El asunto es que a veces las preocupaciones surgidas del trabajo, se convierten en angustias o agobios que no merecerían tal peso.

Por eso quiero sufrir menos. Dejar de angustiarme con tanta facilidad. Fluir un poco más. Lo escribo ahora, pero confieso que llevo semanas, meses (quizá años) intentándolo. Va siendo hora de lograrlo.

viernes, 13 de enero de 2012

Nota al margen



Sabía que al publicar mi entrada anterior corría algunos riesgos. Sabía que podía provocar molestia o que al menos no todos mis amigos estarían de acuerdo. Sin embargo no esperaba las respuestas, mismas que agradezco infinitamente. Desde que apareció el primer comentario en la entrada, me puse a pensar si sería conveniente responder, particularmente por respeto a la persona a quien dediqué esas palabras, mismas que, creo, recibió con afecto y buen agrado.

Al final, decidí que sí necesitaba responder o, mejor aún, dialogar. Primero, porque me da la impresión de que en cierto modo fui mal interpretado, mal entendido. Claro que si eso sucedió, en buena medida se debe a que no supe expresarme con puntualidad, lo asumo. Segundo, porque incluso si logré explicarme con claridad, el desacuerdo y los comentarios recibidos me han conducido, como suele suceder, a revisar mis ideas y reformularlas. Creo que pocas cosas hay más valiosas que esa posibilidad de pensar y repensar las cosas. Yo sabía que al compartir mi sentimiento me podía meter en problemas, así que ahora intentaré navegar entre ellos buscando clarificar mis propias ideas.

Pero antes de responder en la sección de comentarios de la entrada anterior, preferí abrir una nueva entrada sobre esto, ya que me gustaría que ese espacio no fuera el testigo de un debate sobre la importancia de creer en Dios o el papel de la religión. Me gustaría que esa entrada quedara como lo que intentó ser: un abrazo para alguien que atraviesa un momento difícil y a quien esperaba así dar un pequeño aliento, nada más.

Entrando ahora sí al asunto...

Anónimo dice algo muy interesante y me gustaría retomarlo por un momento. Advierto sin embargo que me cuesta trabajo dialogar con alguien sin saber con claridad de quien se trata, pues la falta de contexto nos puede llevar a hacer comentarios poco atinados. Pese a ello, asumo el riesgo de comentar el tema, pues el concepto de Dios no es para usarlo a la ligera y evidentemente no era mi intención hacerlo. Entiendo que bajo ciertos criterios, Judíos y Cristianos hablan del mismo Dios. Es más, a la luz de ciertas consideraciones, ese Ser de los Mil Nombres, como suele llamarle alguien a quien admiro mucho, es el mismo al que bajo diferentes rostros se ha dirigido buena parte de la humanidad. En ese sentido, acepto que mi referencia era muy apresurada, pues solo aspiraba a un sentido simbólico y de ninguna manera literal. (Con eso no descarto que para algunos teólogos, conceptualmente, el Dios del Antiguo Testamento se distingue en varios aspectos del Dios del Nuevo Testamento, sin que eso signifique que sean dos seres o entes distintos. En fin, son temas de una enorme complejidad que no pretendían ser materia de mi reflexión anterior.)  Sobre el comentario de Anónimo, respeto la percepción de que mis palabras parezcan un bla bla bla y acepto que quizá son solo eso. La verdad es que con lo que escribo a ratos no pretendo mucho más. Trataré, sin embargo, de ser cuidadoso para no enviar mensajes equivocados.

Lunita expone su punto de vista, su convicción, y la respeto también, aunque como decía yo en mi texto, lo que me hace sentir incómodo es que la gente se aferre a convencernos a los demás de que si no creemos lo mismo estamos mal, pues eso de alguna manera nos puede señalar como responsables de males que son completamente ajenos a nuestra voluntad, o al menos eso creo yo. Y en eso difícilmente estaré de acuerdo. Sin embargo, no quería con mis palabras atacar a las religiones, aunque en lo personal pueda estar de acuerdo con LM en muchos sentidos. Mi intención en este caso particular era otra. Incluso quise ser un poco irónico con la visión de quienes asumen la filosofía del optimismo y el pensamiento positivo casi como una religión (sobre este tema, que me parece digno de la mayor atención, he escrito algunas cosas hace tiempo, aunque no sé si al evocarlas desate alguna reacción iracunda). Y lo mismo diría para quienes asumen incluso a la Ciencia como única verdad, criticando cualquier viso de espiritualidad por adelantado. No dudo que, como afirma mi amiga Luna, la vida se vea distinto desde la posición que ella propone. Pero no creo que sea sano para nadie convertir eso en argumento para imponer una verdad. La historia está llena de ejemplos que algo nos dicen sobre el tema. (Recuerdo ahora a Locke, por ejemplo, que en su tratado sobre la tolerancia da escasa muestra de esta virtud al referirse a los católicos, que tampoco es que se la pintaran de muy ecuménicos.)

En fin. Quien crea, bien. Quien no, también. Ambas cosas, siempre que nuestras convicciones no se conviertan en un impedimento para la convivencia armónica, respetuosa y constructiva de nuestras vidas en los individual y en lo colectivo. Al menos en esto último, estoy seguro que Amaya está de acuerdo conmigo.

jueves, 12 de enero de 2012

Basta

No sé si me meto donde no me llaman, 
pero escribo esto pensando con mucho cariño en Amaya.

Diré algo que puede incomodar a gente que quiero, pero lo digo con toda consciencia y con la mejor de las intenciones... Suficiente sufre quien vive una tragedia con la tragedia misma, como para sumarle un absurdo sentimiento de culpa por su falta de fe. Suficiente padece el enfermo con su enfermedad, como para cargar con culpabilidad por no rezar, por no creer, por no "pensar positivo". Lo mismo da si se apela al Dios de los Cristianos, al Dios de los Judíos o al Dios del Pensamiento Positivo. Basta. Basta de insistir en que si uno no se cura es porque no ha rezado con suficiente convicción o no ha llenado su mente de energías positivas. Basta. 


Si tú crees en cualquiera de estos, ¡adelante! ¡Bienvenidas tus plegarias! Y que mejor que acompañarlas de un poco de respeto por las creencias y convicciones de aquel a quien esperas beneficiar con ellas.

miércoles, 4 de enero de 2012

Recuperar las palabras

En esa simple idea se resume mi gran propósito para el año que recién inicia. Sí, yo sé que detrás de la lógica de los propósitos operan principios macabros y que formularlos resulta uno de los clichés más repugnantes. Sé que esa enfadosa tradición de iniciar un ciclo enunciando buenas intenciones –generalmente ambiguas y poco asociadas a acciones o planes concretos– tarda acaso unos días en diluirse con las rutinas y las inercias para las cuales siempre estamos llenos de justificaciones. A sabiendas de ello, consciente de los peligros, hoy me propongo para estos 365 días esa gran tarea. Recuperar las palabras. No es, por supuesto, lo único que haré. Muchas cosas pretendo para esta vuelta al Sol. Pero en esa frase se resume con cierta claridad –para mí, por supuesto– lo que más espero de mí mismo, lo que me exijo, lo que necesito.

Recuperar las palabras. Debería decir quizás mis palabras. No es mi intencion juntar palabras vacías, recolectar vocablos abandonados por otros, dar sentido a los balbuceos de terceros. No. Recuperar mis palabras significa encontrar de vuelta mi voz, darle espacios para fluir, permitirme una lectura del mundo que dé sentido –al menos un mínimo sentido– al caótico mundo donde soy. Puede sonar ambiguo, cierto. Sin embargo, recuperar mis palabras tiene muchas aplicaciones concretas en mi mundo.

Recuperar las palabras significa recuperar mis blogs, esas plataformas donde solía explorar públicamente mis reflexiones. Por supuesto, decir 'públicamente' es mucho decir, pues buena parte de esas exploraciones quedan intocadas en el bullicio de tanta verborragia virtual –de la cual, evidentemente, no excluyo mis propias ocurrencias–. Pero el simple hecho de estar disponibles para cualquiera, les otorga ese carácter que claramente las excluye del ámbito privado. En el terreno de los blogs, mi aspiración es publicar con cierta regularidad aquí –en este blog que ha sido el articulador de toda mi experiencia virtual–, en De-Formación Docente –donde exploro el terreno de la pedagogía–, en Tras Alicia –espacio que surgió con la idea de poner en duda eso que llamamos el 'sistema'–, en Palabras Liberadas –el territorio de mis ficciones y experimentos con ingenuas pretensiones literarias– y en Lectores Revolucionarios –proyecto que intento sea un esfuerzo colectivo para la divulgación de la experiencia de la lectura–. Mientras vaya retomando cada trinchera, iré compartiendo el modo en que espero reconquistar esos territorios.

Recuperar las palabras significa recuperar cierto ritmo en mis diarios personales. Durante dos décadas he llevado cierto registro de mi andar por el mundo en un sinfín de libretas que dan fe de mi hacer y mi pensar. Más allá de su función catártica –función clave y siempre presente–, estos registros cotidianos adquieren un valor especial con el paso del tiempo, compensando las trágicas pero innegables debilidades de mi memoria.

Recuperar las palabras significa recuperar la escritura de la Tesis Doctoral, proyecto que se ha ido enmoheciendo con el correr de los meses, ante la mirada impasible de plumas y teclados que me ven pasar de largo cuando se trata de esta ambiciosa y ahora urgente tarea. 2012 siempre fue un límite autoimpuesto en esta materia, frontera que hoy se presenta inexorable. Algo he de hacer al respecto.

Recuperar las palabras significa ser cada día más cuidadoso con cada idea que sale de mi boca. Paradójicamente, significa callar más, de tal modo que pueda afirmarme responsable absoluto de cada palabra enunciada. Significa también no guardar nada que sienta necesidad de compartir, sin que ello implique en modo alguno decirlo todo. Recuperar estas palabras es simplemente cuidarlas.

Recuperar las palabras significa también recuperar las palabras de otros. Recuperar mis lecturas pendientes que no son pocas. Leer más y leer mejor, no por que esté obligado a ello, sino porque en esas palabras encuentro un alimento vital que he descuidado torpemente en los últimos años. Recuperar palabras de otros es a la vez escuchar más y mejor, consciente de que rara vez uno percibe plenamente lo que el otro buscaba transmitir. De nuevo, un recuperar en el terreno de la responsabilidad frente al otro.

En fin, seguro que recuperar las palabras es muchas otras cosas que ya iré comprendiendo con el transcurso de los días. La misión me entusiasma, sobre todo porque en medio de esta recuperación verbal, una de mis mayores tareas es conservar todo lo iletrado que hay en mí, todo lo no-verbal que soy y que más me vale seguir siendo. Recuperar las palabras no significa insertar la realidad en un cofre donde solo cierto código verbal le da sentido. No. Significa simplemente recuperar una parte de mí.