domingo, 30 de mayo de 2010

Utopías

En una agenda o en un horario todo se ve tan sencillo. De 7 a 16 horas dedicarse al Colegio. De las 17 a las 22, lunes y miércoles trabajar en los libros con los que se me ocurrió comprometerme, y martes y jueves dedicarme a iniciar por fin (otra vez) con la Tesis. El fin de semana una distribución proporcional semejante. Por ejemplo: teóricamente hoy canalizaría mis energías de 9 a 18 horas en el proyecto de los libros y de las 18 a las 22 a pendientes del Colegio. ¿Resultado? Nada, como decía, en una tablita se ve todo tan fácil. El problema es que ni la agenda entiende de voluntades ni mi voluntad sabe nada de horarios.

sábado, 29 de mayo de 2010

De nuevo...


«Y pensé en esa imagen ante la que me rendí a las pocas semanas de mi llegada a este país... la imagen del sol en la montaña... Ahí, en Montserrat, viví una de las místicas experiencias con las que iniciaría esta travesía. Ahí, hice un resumen de mí mismo y agradecí a Dios (mirándolo de frente bajo ese resplandeciente sol) el sinfín de bendiciones que ha puesto en mi camino a lo largo de toda mi vida. Aquellas que he comprendido a tiempo y también las que no he sido capaz de reconocer en su momento. Aquellas que habrían de venir (y han seguido llegando) y las que seguro están todavía en el camino.

En general, toda mi vida he intentado tener presente ese sentido de agradecimiento. Seguro que hay días en que el ajetreo me hace pasarlo por alto. Pero siempre es buen momento para hacer una pausa, echar un vistazo atrás, agradecer... y continuar.»

Fragmento de "Agradecimiento" en Ernesto en Barcelona, el 26 de junio de 2008.

jueves, 27 de mayo de 2010

Anuncio clasificado

Ando en busca de un lugar donde arrojar palabras que no soportan ya el cautiverio del anonimato ni la tiranía del qué dirán.

domingo, 16 de mayo de 2010

Acabar la prepa

Hace 16 años terminé la preparatoria. En ese entonces la más pequeña de mis hermanas estaba por cumplir sus primeros dos años de vida. Ayer, a poco más de un mes de cumplir su mayoría de edad, fue su fiesta de graduación de prepa. Cuando llegué al salón y la vi, radiante como es, vino a mi mente esta foto de hace 16 años, de la mañana en que recibí mi Diploma de bachiller.

Durante la fiesta pensé tantas cosas. En el tiempo vivido. En lo que, Dios mediante, le queda aún por vivir. En lo que dicen de los días de uno como preparatoriano. En lo poco que eso que dicen aplicó y aplica en mi caso. En lo que podrían significar para ella. En los años después. En los años antes. En "cómo cambian los tiempos". En —a Dios gracias— cómo cambia la moda. En mi papá y mi mamá. En las matemáticas, en la filosofía. En mi "profesión". En lo impredecible que resulta vivir. En lo rápido que a veces nos parece que va la vida. En lo lento que se nos vuelve de pronto. En la imposibilidad de volver el tiempo atrás. En la necesidad de pensar y soñar el tiempo hacia adelante.

lunes, 10 de mayo de 2010

Sueños realizados en la Gran Manzana (II)

«To flirt with rescue when one has no intention of being saved...
Do try to forgive me.»
[Fredrik Egerman a Desireé Armfeldt en A Little Night Music,
mientras ella interpreta "Send in the clowns"]

Aquí voy, finalmente, intentando reconstruir con palabras una experiencia más. Una de esas que se graban en la piel y el corazón y que después descubrimos son imposibles de transmitir fielmente, pues por más poesía de la que sea uno capaz —y no es mi caso, además— no creo que exista un traductor capaz de convertir íntegramente en frases las emociones.

Contaba hace unos días que de improviso y sin la planeación que suele caracterizar a mis viajes, estaba yo en Nueva York. Contaba que la premura hizo imposible programar algo de teatro y contaba que dejé a la suerte la posibilidad de entrar a alguna producción en el mítico distrito teatral de la isla.

Recién desempacado en Manhattan, di un recorrido para reencontrarme con la ciudad que hace 17 años había capturado un pedazo de mí. Aquel primer viaje se había dado en circunstancias radicalmente distintas: mi hermano y yo acompañábamos a mi papá en un viaje de negocios y, por nuestras edades y por las condiciones que caracterizaban al Nueva York pre-Giuliani, habíamos recorrido la ciudad de los rascacielos en una absoluta relación de dependencia con mi padre. [Fue un viaje breve pero extraordinario, sobre el que quizá debería volver aquí un día de estos.] El caso es que ahora, en circunstancias insisto muy diferentes, me encontraba el primer día por mi cuenta explorando los rincones de una ciudad que hasta hace poco era sólo mezcla de recuerdos adolescentes con escenas de un sinfín de películas. No tardé en llegar a Times Square y quedar atrapado por las marquesinas de los teatros y sus grandes anuncios espectaculares. Mi pasión por el teatro —todo el teatro, el clásico, el de búsqueda, pero también ese, el musical, que tantos acérrimos enemigos tiene— provocó de inmediato una aceleración en mi ritmo cardiaco. Ahí, en medio de Times Square, me daba cuenta de la infinita gama de posibilidades y a la vez lamentaba no sólo el no haber conseguido entradas para algo desde el siempre infalible internet, sino también mi triste situación financiera, que me impedía convertir esa semana en una estancia permanente en las salas de teatro.

Pronto me di cuenta que además de las obras que había visto en internet antes de partir, otras me seducían con sus coloridos carteles. Pero un espectacular en lo alto de la esquina de Broadway con la calle 47 me paralizó: la imagen anunciaba una nueva producción de A Little Night Music, un mítico musical de 1973 compuesto por Stephen Sondheim a partir de una película de Ingmar Bergman. Confieso que sabía poco de la obra y que no me considero además fan de Sondheim. Sin embargo, el reparto anunciado en el cartel me dejó helado: la legendaria Angela Lansbury y la mismísima Catherine Zetha-Jones.

Ubiqué el teatro y descubrí en su entrada un pequeño letrero donde se anunciaba que en la función de ese día el personaje de Zetha-Jones sería interpretado por otra actriz. Sin embargo, todo indicaba que el resto de la semana la esposa de Michael Douglas estaría en forma regular. ¿Sería posible conseguir entradas?

Los días siguientes el viaje siguió su curso y traté de no pensar ya en esto. Pero a media semana decidimos que era momento de apostar a la suerte en el módulo de boletos con descuento ubicado en Times Square. Era miércoles, día en que la mayoría de los teatros de Broadway tienen una función adicional entre una y dos de la tarde. Decidí formarme y esperar qué sucedía. Si no conseguía nada digno, habría chance de intentarlo en la tarde para la función de la noche y, si no, elegir otra de las diversas alternativas que había. No fue necesario: en el primer intento conseguí entradas con 40% de descuento en la sección de Orquesta para la primera función. Casi fue salir de la taquilla del módulo para entrar al teatro Walter Kerr, en la calle 48.

De nuevo, como me sucedió con la crónica de mi experiencia en el Met, no sabría cómo describir la función. Puedo decir que la producción del genial Trevor Nunn es de una precisión absoluta, sin más. En ese sentido, el diseño de sonido fue quizá algo de lo que más me impactó, de ahí que no me sorprendiera en absoluto la nominación que recibió hace unos días para el Tony en esa categoría.

La música, como me sucede siempre con Sondheim, me resulta casi indiferente. La genialidad de A Little Night Music nace, sin duda, del material en que está inspirada. La película de Bergman es extraordinaria y el relato está cuidadosamente trasladado al lenguaje del musical para sorpresa de propios y extraños. Si a un buen libreto se suman una dirección impecable y un elenco de talento superlativo, donde no hay un solo actor ni actriz por debajo del resto, el resultado solo puede ser genial.

Y hablando justamente del elenco, tanto Lansbury como Zeta-Jones resultan arrolladoras. La primera, una auténtica leyenda que jamás imaginé llegaría alguna vez a ver en vivo; a sus casi 85 años la mujer tiene una proyección sobre el escenario como pocas actrices en el mundo. Su interpretación de Madame Armfeldt encierra una acidez divertida y entrañable difícil de alcanzar. De Catherine Zeta-Jones, ¿qué puedo decir? Primero, reconozco que mi conocida debilidad por esta mujer puede hacerme perder objetividad. Y no me importa. Con una frescura impresionante retrata a una Desireé Armfeldt con la que uno se involucra desde el primer momento. Cuando llega el momento climático en que interpreta "Send in the clowns", uno permanece al borde de la butaca, queriendo inevitablemente acercarse para consolarla.

Quizá suena exagerado lo que escribo pero en verdad, mientras lo hago, revivo esa tarde en el Walter Kerr y vuelvo a emocionarme como no te imaginas. Desde ese miércoles, "Send in the clowns" dejó de ser una melodía más de Sondheim para convertirse en un auténtico himno para las tardes de melancolía.

domingo, 9 de mayo de 2010

Mea Culpa

Prometí para hoy la segunda parte de mi entrada más reciente. Oficialmente le quedan 2o minutos al día y es evidente que no conseguiré mi objetivo. El día me ha parecido eterno y ni con toda esa eternidad fui capaz de avanzar en mi infinidad de asuntos pendientes. Se comprenderá que haya dejado éste entre los últimos y que, junto con muchos otros, se hayan quedado las ganas en el tintero. Si el insomnio me permite terminar los asuntos que tienen fecha de vencimiento impuesta por terceros, mañana a estas horas estaré pagando la deuda con mi querido blog y sus lectores. Veremos.

sábado, 8 de mayo de 2010

Sueños realizados en la Gran Manzana

Esta entrada debió ser escrita haca ya un mes, cuando los recuerdos estaban frescos, cuando la experiencia que pretendo relatar apenas había sucedido. Hoy, un mes y no-sé-cuántos-acontecimientos después, corro el riesgo de ser infiel a los hechos y dejarme llevar por la imaginación, la cual con frecuencia suele aderezar nuestros recuerdos sin respetar lo que haya sucedido en realidad.

Ya anticipaba en mis dos divagaciones más recientes que hace unas semanas tuve oportunidad de materializar un par de sueños. Ambos sucedieron durante mi reciente e inesperada escapada a Nueva York. Cuando de último minuto tomamos la decisión de pasar unos días en la Gran Manzana, lo primero que lamenté fue que, ante lo repentino de la idea, sería muy difícil conseguir buenas entradas para al menos un par de espectáculos. El lapso entre la decisión de hacer el viaje y hacer la fila para abordar el avión, duró apenas 5 días.

Lo primero que hice fue revisar —según yo "a fondo"— qué novedades había en el mítico Broadway. Vi que aún permanecían ciertos éxitos de la última década, como Wicked o más recientemente Billy Elliot. Ambos, misiones imposibles. En mis breves revisiones de cartelera, me atrajo la posibilidad de clásicos recién repuestos como West Side Story o South Pacific. Consideré también la posibilidad de encontrarme en el Majestic con el Fantasma de la Ópera, como sucedió hace 17 años. Al final, no encontraba ninguna fórmula que ajustara mi interés con mis posibilidades financieras y la disponibilidad de lugares. De las cosas más nuevas, pese a mi amor por el teatro musical confieso que había escuchado poco y no me había dado el tiempo de explorar con calma qué había de nuevo en el distrito teatral de la isla. Me di por vencido y decidí dejarlo a la suerte, esperando ver cómo estarían las posibilidades de algo que valiera la pena en el módulo de entradas con descuento para el mismo día, ubicado en Times Square.

Una vez descartado el teatro, intenté otra idea, más descabellada aún. ¿Sería posible encontrar algo accesible para la Metropolitan Opera House? Mi presupuesto era realmente limitado, pero tenía fe en la posibilidad de presenciar alguna producción del mítico Met. En las 6 noches que pasaría en la isla, no había muchas alternativas. No conseguí ya nada para aplaudir a Angela Gheorghiu en La Traviata. Sí encontré de último minuto un par de entradas en precio razonable para escuchar La Flauta Mágica desde un balcón superior. Oportunidad extraordinaria: ir al Met, escuchar una gran obra de Mozart, gozar la creativa producción de la genial Julie Taymor... Y así fue.

Me emociona relatar cómo se fue dando todo. Pero si me piden reseñar la función, me voy quedando ya sin palabras. ¿Qué puede decirse? La experiencia completa fue única. Una energía particular flota en la sala del Met: tantas leyendas han engalanado su escenario; el eco de privilegiadas voces ha ido impregnándose en sus paredes. Cuando los candiles laterales comenzaron a elevarse sobre las cabezas de los espectadores, casi lloro de emoción. Tantas veces había visto imágenes en video de esos segundos previos al inicio de una presentación... Apenas podía creer que estaba yo ahí.

Dije que fueron dos sueños. Este fue el primero. Intenso. Único. Mágico. Los siete días que pasaron desde que compré las entradas hasta que entré a la sala, fueron alimentando una ilusión que se vio no sólo satisfecha, sino ampliamente rebasada, convirtiendo la experiencia en combustible para los días por venir.

¿Y el segundo? Sucedió al día siguiente. Fue aún más inesperado. Y lo dejo para mañana. Prometido.