jueves, 25 de abril de 2013

La muerte, otra vez

La muerte es, sin lugar a dudas, uno de los temas que más trabajo me cuesta enfrentar. Y, sin embargo, hace un rato me di cuenta que es de los motivos que más me han llevado a escribir en los últimos años, dejando de lado quizá la literatura y la música. La muerte ha sido, sin duda, el tema que más veces me ha llevado a romper el silencio escrito. Porque, aunque es un asunto del que me resisto a hablar, me vuelco con cierta naturalidad a escribir sobre ella. Lo que me produce la muerte es innombrable y, pese a ello —o quizá justamente debido a ello—, he terminado muchas veces escribiendo largas páginas sobre ella.

El primer recuerdo plenamente consciente que tengo de la muerte se remonta a un cuarto de siglo atrás. Una mañana, mientras los cientos de niños que poblábamos la primaria donde estudié nos encontrábamos formados para una ceremonia cívica en el patio, nos anunciaron que Carlos, un chico de mi grupo, había muerto a raíz de un accidente montando a caballo. Carlos, como yo, tenía entonces 10 años.

Mi niñez, como he contado algunas veces, parece haber sido eliminada de mi memoria hace mucho tiempo. De ahí que no conservo mucho más de aquel momento ni de los que vinieron después. Recuerdo, eso sí, la ausencia incomprensible y lo que ésta me provocaba. Soy incapaz de evocar lo que me hayan dicho los adultos al respecto. Ignoro si eso haya influido en mi modo de procesar la pérdida, si es que realmente conseguí procesarla.

Con los años, no han sido muchas las partidas que me ha tocado vivir, pero han sido profundas. Todas, acompañadas —como con casi cualquier circunstancia en mi vida— de una larga cadena de interrogantes y reflexiones que me animo a tildar de filosóficas —con efe minúscula, eso sí— a falta de un mejor adjetivo.

Este año la primavera me ha traído dos despedidas radicalmente distintas y, pese a ello, semejantes en sus efectos. Sobre la primera de ellas —harán este sábado cuatro semanas—, quise escribir para ayudarme y no fui capaz: mi abuela Esperanza murió el Sábado de Gloria, después de casi 90 años en este mundo —60 de los cuales compartió de la mano de mi abuelo— y tras 10 años de despedirnos de ella sin querer que el adiós fuera cierto. La despedimos con lágrimas, con llanto, pero también con Mariachi, con fiesta, dichosos y agradecidos por las nueve décadas que su sonrisa iluminó este mundo.

En contraste, como hace 27 años que despedimos a Carlos en el colegio, hoy volví a enfrentarme a la incomprensible pérdida de una vida que apenas había dado sus primeras flores. Y hoy, como entonces, la ausencia me paralizó y se quedó con todas mis palabras. Cualquier intento por decir algo terminaba en un nudo en la garganta, por instantes convertido en llanto, aunque las más de las veces contenido quizá indebidamente.

Hoy Georgina, una niña que estudiaba la secundaria en la escuela donde trabajo, se nos adelantó prematuramente. Hasta ahora que escribo estas líneas, el nudo en la garganta me ha llevado a evadir el tema en mis conversaciones. En unas horas, sin embargo, debo romper ese silencio. Sus amigos y maestros, tras algunos ejercicios de catarsis en los que, cada uno a su modo, ha tenido oportunidad de iniciar el proceso de duelo, organizaron para mañana una pequeña ceremonia de despedida para agradecer a Geo el habernos regalado un trozo de su vida. Será entonces que habré de decir algo.

No sé qué palabras saldrán de mi boca. Quisiera escribirlas antes, previniendo una crisis de llanto frente a las decenas de niños que estarán reunidos con nosotros. Mi alma sabe lo que quiere transmitirles, pero no ha encontrado las palabras adecuadas. ¿Existirán siquiera? Sé muy bien, eso sí, lo que no quiero decirles. Tengo claro que no me interesa hacer de su duelo una oportunidad para el chantaje. Suena terrible, lo sé, pero con el paso de los años he escuchado ya suficientes prédicas que convierten la pérdida de los que queremos en un pretexto para moralizar. Peor aún: mientras más prematura es la despedida, más se abusa de semejante discurso.

No. Mañana quiero ser capaz de celebrar la vida honrando y agradeciendo lo mucho que Geo nos dejó en su brevísimo paso por este mundo. Posiblemente dentro de 30 años, muchos de los compañeros de Geo no recordarán lo que yo diga mañana —tal y como me sucede hoy tratando de recordar esa lejana mañana de 1986—. Sin embargo, si en alguno queda algo, me gustaría que fuera la idea de que la vida tiene sentido por breve que sea y que merece vivirse con plenitud, sin remordimientos; con alegría,  celebrando con cada acto el regalo que encierra cada mañana. Quisiera ser capaz de decirles que lloren si quieren, que se enojen si les hace falta, que se abracen cada que lo necesiten. ¡Que hagan lo que les venga en gana! Y que recuerden, sí, pero cuidando que el recuerdo no sea un obstáculo que les impida vivir lo que les corresponde, sino una fuente de luz para seguir haciendo su propio camino.