martes, 31 de agosto de 2010

Ir y venir

Fui y vine en cuestión casi de horas. Hace ya más de una semana de esto, pero no había tenido el espacio para venir a decir algo al respecto. En mi ruta del Bajío al norte del estado de Nueva York y de regreso, tuve oportunidad de parar unas horas en la gran manzana por segunda vez durante este año.

El motivo de ir y venir tan lejos en un abrir y cerrar de ojos fue la oportunidad de acompañar a una pareja de amigos que decidieron registrar su amor en las bitácoras eclesiásticas. Lo hicieron y lo hicieron con todo, incluyendo una buena dosis de amor, que esperamos opere su mágico poder sobre ellos por muchos años y, en una de esas, para toda la vida.

No pretendo restarle importancia al acontecimiento que me hizo recorrer miles de kilómetros en cuestión de horas, pero como sucede siempre, lo trascendente estuvo en el camino, no en la meta. Un camino que recorrí un poco saturado de pendientes y otro tanto de inquietudes que me han ido sacudiendo las entrañas y el alma al alimón. Una nube a través de la ventanilla. Una ardilla en Central Park. Alguna mirada perdida en la estación del tren. Una canción arrojada sin anticipación desde el reproductor de MP3. Y de pronto la mente empieza a encontrar fragmentos de la inspiración perdida o a quitar un poco de polvo a las dudas enterradas tiempo atrás. No es fácil enfrentarse a uno mismo. Pero viajar siempre ha sido para mí una extraordinaria forma de hacerlo. Durante uno de los trayectos del viaje, saqué el ordenador portátil y escribí algunas líneas...

Viernes 20 de agosto

Quizá porque la vida en sí misma es un viaje, salir y recorrer largas distancias me resulta tan apasionante. Y cuando uso la palabra apasionante no estoy seguro de si sea la palabra correcta. Me viene a la mente simplemente porque asocio la pasión con compromiso, con entrega, con emociones. La pasión puede manifestarse a través de las más sutiles expresiones, aunque entiendo que sea más sencillo asociarla con reacciones explosivas, de grandes dimensiones.

Voy a bordo de un tren, dejando atrás Penn Station en Manhathan, rumbo a un lugar llamado Albany. Origen y destino son, en este caso como en tantos otros, irrelevantes. Son un punto de referencia para dar sentido formal a la idea de viajar en tren, idea de la que estoy partiendo. Pero digo que es irrelevante porque lo que cruza mi mente va más allá de Nueva York o del propósito que me ha conducido hoy a recorrer el citado trayecto. No sólo va más allá. Diría que nada tiene que ver.

Decía, pues, que voy a bordo de un tren. Los trenes, como los aviones, producen un sentido muy peculiar en mí. Seguro éste es producto de la acumulación de experiencias personales mezcladas con las millones de imágenes que seguramente mi mente inconsciente ha acumulado con el paso de los años a través de películas, libros y programas de televisión. (Esto podría explicar por que los viajes en autobús, si bien tienen su componente atractivo y aportan cierta dosis de inspiración, nunca podrían compararse con un viaje en tren o en avión... O en barco.)

Claro, se supone que tendría que estar escribiendo los libros que tengo que enviar este fin de semana. O revisando los avances de tesis de mis alumnos de maestría. O ya de plano preparando algunas de las cosas que tendría que tener listas para el colegio esta semana. Pero no. Estoy escribiendo sobre mí otra vez. Estoy una vez más evadiendo la realidad que me he impuesto a lo largo de no sé cuántos años, intentando emigrar hacia esa otra realidad que abandoné en algún momento de mi vida, haciendo que los pocos rastros de ella que hoy sobreviven sean acaso pinceladas de una fantasía, convirtiendo ese otro mundo en una auténtica ficción.

Vuelvo a hoy, martes 31 de agosto. Cerrando una entrada que empecé a escribir el viernes 27. Tengo ya en fila una nota que escribí anoche. De una vez la dejo programada para mañana en la tarde. Anticipo por lo pronto que se trata de una entrada que puede resultar inesperada. O quizá no tanto. (Ya ves, nomás ganas de intrigar un poquito.)

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