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jueves, 21 de mayo de 2020

Nueva normalidad, nuevos valores, nueva escuela

¿Te ha ocurrido que despiertas de una pesadilla y necesitas contarla esperando conjurarla, impedir que se haga realidad? Con esa intención comparto una visión sobre la escuela que viene. El texto es oscuro, lo sé, pero busca también ofrecer una chispa de esperanza.

Imagen: Carnet Noir (2014). Cortesía de Antinea Jimena

Estamos a la puerta de despedidas que algunos no esperábamos vivir. Decir adiós a la poca libertad que nos quedaba. Adiós a la pequeña esperanza de confiar en el Otro y reconocernos en su mirada.

Lo peor es que la despedida no es producto de un violento robo en despoblado: nos han convencido con relativa facilidad y lo hemos entregado todo dócilmente. Creímos que sería un resguardo temporal de estas sagradas conquistas. Peor aún: pensamos que lo hacíamos como un acto de responsabilidad y solidaridad: por el bien de los demás. Y ahora no hay marcha atrás. Nos han enseñado a ver con otros ojos aquella libertad, aquella esperanza. Y nos han persuadido de que es mejor dejarlas en prenda, una vez más, por nuestra seguridad. Por nuestra salud.

No estaremos encerrados para siempre, eso es cierto. (Escribo en México, donde teóricamente sigue vigente una Jornada Nacional de Sana Distancia que nos pide quedarnos en casa, aunque millones por necesidad, capricho o ignorancia siguen viviendo igual que antes en el espacio público.) Decía que no estaremos encerrados para siempre. Pero el día que salgamos a recuperar las calles ―como lo hacen ya algunos que llegaron antes que nosotros a la pandemia― lo haremos protegidos por murallas invisibles cuyo grosor será mucho más poderoso que el de las paredes de casa.

No sé si los cubrebocas o las caretas transparentes durarán mucho o poco, pero el distanciamiento social llegó para quedarse. Hoy el término tiene, todavía,  cierta carga negativa. Pero no será por mucho tiempo. El distanciamiento social se revela ya como la virtud vertebral del nuevo aparato que habrá de regir nuestras vidas.

Cada sistema social, político y económico a lo largo de la historia ha necesitado apoyarse en determinados valores para garantizar su funcionamiento. Estos valores se instalan sutilmente, sin grandes cuestionamientos, sin una reflexión crítica de gran alcance. Nunca se habla formalmente de ellos: se dan por hecho. ¿Habrá resistencias? Seguro. Las ha habido, las hay y las habrá. Siempre. En función de la fuerza que tenga el nuevo sistema, esas resistencias ayudarán a equilibrar algunas cosas, pero servirán también para que los defensores del régimen refuercen en sus discursos las estrategias que ocultan las letras pequeñas del nuevo contrato social.

¿Qué papel jugará la escuela en este nuevo orden? El mismo de siempre. Con nuevas reglas, por supuesto. Y no me refiero al debate entre presencialidad y virtualidad que roba las primeras planas y acapara las conversaciones cada vez que se menciona la palabra educación en estos días. Las nuevas reglas tendrán como soporte los mismos principios ideológicos sobre los cuales se ha montado desde siempre la función dominante de la escuela: convencernos de lo que nos toca, ayudarnos a comprender “la realidad” y aceptarla, iluminarnos para encontrar nuestro lugar en el mundo, bajo las nuevas reglas del juego.

Como sucede incluso en la más terrible de las dictaduras, habrá pequeños territorios de resistencia. Marginales, por supuesto. Paradójicamente, muchas personas e instituciones educativas que en los años recientes venían avanzando en la conquista del terreno con un mensaje ―y con experiencias claras― de que otra educación era posible, se entregarán fácilmente al nuevo orden. Porque el sistema de control que emerge usa el mismo idioma de los que sembraban la revuelta: conoce los valores y creencias que movían a estos revolucionarios de la educación y hace tiempo que empezaba a hablarles en su lengua. “Es su momento”, les dirá. Y a muchos los insertará con docilidad en la lógica de su algoritmo.

Otros resistiremos. No sé por cuánto tiempo. No sé con qué alcances. Como en cualquier guerra ―aunque no sé si lo que hoy vivimos pueda describirse como una guerra― la resistencia tendrá que esconderse. Buscar mantener vivo el calor de sus convicciones sin exponerse al exterminio de las últimas brasas.


*

¿Resistir? ¿Frente a qué? Resistir el embate de la escuela que viene. La nueva escuela que nos están ya instalando y que, después de arraigado el miedo y respaldados por los científicos de la salud, madres y padres exigirán para sus hijas e hijos. Serán las familias quienes reclamen a las escuelas más de lo que pedirán los propios gobiernos. Acaso unos cuantos comprenderán el alcance que a largo plazo tendrán esas medidas sanitarias que con bombo y platillo presumiremos, sin detenernos a pensar en los nuevos marcos mentales que estaremos instalando con ellas.

Hace unos días escribía Martín Caparrós que la emergencia le había llevado a experimentar y comprender inesperadamente “la actitud entre melancólica y reactiva —reaccionaria— del conservador: sabe que algo se le escapa y se pregunta cómo podría conseguir que algo de ese algo no se fuera del todo o volviera de algún modo”.

Aunque nunca me he considerado conservador, esa actitud paradójica no me es extraña, pues siempre me  ha acechado una incómoda pero vital condición que me hermana con la trágica Casandra griega. Condición que en mis delirios apocalípticos hoy me arrastra a mirar el mundo que vendrá.

La idea misma de "escuela" ya estaba en crisis. Es verdad, sus días estaban contados. La pandemia acabó con ella, aunque seguramente seguirá pataleando y buscando defenderse en su último aliento. Es cierto también que muchos deseábamos que desapareciera. Pero no todos teníamos en mente el mismo anhelo para la escuela que habría de sustituirla.

Poco tenemos para celebrar hoy quienes pugnamos por una educación crítica, humanista, liberadora. Ya era difícil antes convencer sobre la necesidad de derrotar la lógica simplificadora de una escuela orientada por la reproducción y la homogeneidad. Pero había pequeños triunfos. La constancia y el valor de muchos había conseguido derrotar las filas de bancas y las tarimas; poco a poco se apostaba en muchas trincheras por la interacción, el aprendizaje activo, la centralidad del estudiante, el diálogo y el cuestionamiento.

Pero esas conquistas eran pequeñas batallas. Con vestidos semejantes, apropiándose del lenguaje de algunas pedagogías críticas, acechaban las grandes corporaciones de administración de contenidos y los emporios tecnológicos con algoritmos para resolver la vida de profesores, estudiantes y familias. Se imponía poco a poco una vacía pedagogía del entretenimiento disfrazada de habilidades para el siglo XXI.

Hace unas semanas, lleno de esperanza, compartí en distintos espacios un primer vistazo a los escenarios posibles para la educación después de la emergencia. Simplificando un poco las cosas, apuntaba tres posibilidades. En la primera, la vieja y agonizante escuela se repone apoyada en sus inercias y en el miedo, en la necesidad de la gente por refugiarse en lo conocido. En el segundo escenario, ponemos ciegamente la educación en manos de la tecnología digital. La tercera vía, pensaba, estaría en la posibilidad de reimaginar y rediseñar la idea de escuela desde su raíz.

Hoy no soy optimista. Me parece que la pandemia ha terminado de sacudir las piezas en el tablero de juego y algunas han tenido ya la fortuna de salir ganando, mientras otras han rodado al suelo y tendrán difícil levantarse.

Hoy me aterra pensar que veo con claridad el mundo que viene. Y no hablo de los primeros meses, el regreso a clases y la logística sanitaria previa al hallazgo de vacunas o tratamientos para un virus. Me refiero a lo que viene después. Lo que viene para instalarse a largo plazo.

Los nuevos valores dominantes pisotearán a algunos de los que nos inspiraron por muchos años. Solidaridad, generosidad, colaboración, confianza… son palabras que pronto tendrán otro significado en el diccionario moral que servirá de referente en las escuelas. En la raíz de sus nuevas definiciones estará, por supuesto, el miedo. Pronto el miedo se convierte en desconfianza, en sospecha permanente frente al Otro. Y la sospecha en repugnancia.

En la escuela aprenderemos los nuevos mandamientos por el bien de nuestra salud. No tocarás. No compartirás. No mirarás frente a frente sin una careta o dos metros de distancia. No pondrás en duda lo que dice la ciencia por el bien de la salud. Por favor, que mi hijo no se acerque a nadie. No se le vaya a ocurrir prestar la regla o los colores… ¡mucho menos compartir algo del almuerzo!

La ingenua idea de solidaridad que inundó a muchos en las primeras semanas del encierro, se apagará pronto, igual que se apagaron los cantos en los balcones de muchas ciudades europeas. Salimos a comprar unos días al vecino o al productor local con esa idea de ayudarnos durante la crisis. Pero eso se acaba. A algunos nos vencen los caprichos, a otros nos gana la sospecha. ¿Será seguro? ¿No se estará aprovechando de mí? ¿Dónde estará la trampa?

Con la bandera de la solidaridad nos dijeron cuídate tú y así cuidas a los tuyos. Nos cuidamos todos a todos. Creímos que lo hacíamos por los demás, pero en el fondo sabían y sabíamos que lo hacíamos por nosotros. Pronto resucitó Caín en nuestro interior: ¿Soy acaso el guardián de mi hermano? Aceptamos cuidarnos renunciando a vernos. Renunciando a la mirada, al rostro, renunciamos a la responsabilidad auténtica por el Otro. Una responsabilidad, cierto, bastante olvidada y por tanto fácil de abandonar de una buena vez.

La nueva colaboración será por definición ajena a la mirada. Colaboración en línea, nunca frente a frente. Colaboración mediada por la distancia, en la que se diluye fácilmente la responsabilidad moral. La misma lógica de cooperación que hizo posible el exterminio nazi ―analizada brillantemente por Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto― pero apoyada en el simulacro de cercanía que se produce en las pantallas. Colaborar con mi parte no exige la visión global del sistema. Bastará cumplir con lo que alcanza la mirada en el marco de mi dispositivo. No habrá necesidad de cuestionamiento crítico porque, ¿quién cuestiona la aspiración del gran proyecto de la madre ciencia, la importancia de nuestra seguridad y el cuidado de nuestra salud?

Parafraseando el salmo, Levinas recordaba que la persona libre está consagrada al prójimo: “nadie puede salvarse sin los otros. [...] Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema”. Con la distancia se difuminan nuestros rostros. Al romper con el encuentro cara a cara, al distanciarnos de esa mirada que nos interpela desde el rostro del Otro, se resquebraja la responsabilidad ética propia de la relación intersubjetiva.

Las barreras físicas serán temporales, no lo dudo. Desaparecerán un día las caretas, las marcas en el piso, las placas de plástico y cristal. Pero el día en que podamos librarnos de ellas, como el elefante de circo, permaneceremos atados por una fuerza invisible, porque el Otro, desdibujado, sin un rostro en el cual reconocernos, nos provocará asco.


*

Escribo anhelando equivocarme. Lo pongo sobre la mesa seguro de no ser el único que lo anticipa. Lo escribo, como apuntaba Vilém Flusser, proyectando escenarios consciente de que estos no describen catástrofes ―que por definición son imprevisibles― sino “algo previsible que ―al menos en teoría― puede impedirse”.

Lanzo estas palabras porque, a pesar de las sombras, creo firmemente y hoy más que nunca, que otra escuela es posible.

*

Referencias
  • Bauman, Zygmunt. (1974). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
  • Caparrós, Martín. (2020). La nueva normalidad. New York Times, Mayo 7, 2020.
  • Flusser, Vilém. (2011). Hacia el universo de las imágenes técnicas. México: UNAM / ENAP.
  • Levinas, Emmanuel. (1974). Totalidad e Infinito. Salamanca: Sígueme.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

El problema no es Trump

Para mis amigos y familia que viven en Estados Unidos.

Y para Amaya Marichal: tu voz hubiese sido un referente para muchos en estos días y en estos territorios de la virtualidad digital. Sigues con nosotros.

El problema, pienso, no es que el señor Trump haya sido elegido presidente de los Estados Unidos de América. Entiendo los enojos, los temores, la incertidumbre, pero me desconcierta la forma en que lo estamos procesando en este lado de la frontera. Para mí el problema (por el momento) no es Trump, pero sí hay muchos problemas que la coyuntura (una vez más) nos restriega en la cara.

Escuchando (y leyendo) a muchos amigos, conocidos y personas en general me sorprende una suerte de “malinchismo” dominante en nuestras reacciones. Y es que parece que nos gusta debatir con intensidad los problemas de afuera pero nos cuesta entrar a la reflexión sobre los asuntos internos. Supongo que es natural ser selectivo al decidir de qué problemas queremos quejarnos y entiendo que vivimos en un mundo global, pero me impresiona lo intensos que andamos con descalificar y juzgar al electorado gringo con su elección presidencial en contraste con muchas otras cosas que lamentablemente enmarcan nuestra cotidiana tragedia (¿tragicomedia?) nacional.

Lo sucedido nos afecta. Cierto. Apela a nosotros. Sin duda. Tenemos derecho a decir y quejarnos, no lo cuestiono. Lo que me sacude es la forma en que nos clavamos en eso y nos desvinculamos de lo que tenemos más cerca. No es la primera vez. Ya nos hemos criticado unos a otros por ponernos de luto ante atentados en Europa y no sumarnos ante las tragedias cotidianas en nuestro territorio. Y ahí vamos otra vez. Insistimos en ver las tragedias como excluyentes. Me hago (con seriedad, con inquietud) varias preguntas. ¿Por qué no somos capaces de emprender con la misma pasión acciones en lo inmediato? ¿Por qué reaccionamos con el hígado? ¿Por qué soltamos juicios tan ligeros y no nos detenemos a pensar en lo que está en el fondo de los tropiezos que los seres humanos estamos cometiendo en todas las latitudes?

Me gusta la idea de hablar del tema (como de casi cualquier otro, aunque eso también suela ser causa de descalificación para algunos). No pienso que por ser asuntos de otro país debamos quedarnos callados, pero si vamos a hablar del tema, sugiero dos cosas: no banalizar la conversación y no desvincularnos de ella.

Lo primero: no podemos quedarnos en los juicios fáciles, conformarnos con replicar las opiniones de la “comentocracia”. Los memes están bien para reírnos un rato y desahogar un poco las tensiones, pero a través de memes y frases sueltas producto de reacciones viscerales en nuestras redes sociales poco construímos. Discutimos y nos espantamos con el muro de Trump, pero poco hacemos por derribar los muros que nos dividen en el día a día. Nos quedamos con discusiones superficiales sobre las frases y ocurrencias más estridentes de éste como de cualquier otro candidato, pero poco hacemos para desmenuzar y desarmar las bases de una estructura que nos tiene postrados ante la banalidad. Insultamos a los votantes de un candidato (a mi juicio un candidato impresentable, cierto), pero con la misma falta de pensamiento crítico idealizamos a la señora que “pudo ser la primera presidenta de Estados Unidos”. No votar por ella ha sido señalado como sinónimo de misoginia. ¿En serio? ¿Significa que me debo ir preparando para votar por la Zavala en 2018 si realmente creo en la equidad de género? No sé qué hubiese hecho yo en caso de haber sido elector gringo. Seguro hubiera sufrido. Como he sufrido todas y cada una de las elecciones en las que he participado desde que cumplí 18 años. Sé también que conozco poco de la realidad norteamericana y de su historia, por lo que lejos de juzgar de "imbecilidad" o no la decisión de millones, quisiera entender qué lo hizo posible.

De lejos y de cerca tendemos a trivializar las cosas. Nos gusta reducir las cosas a blanco y negro y dejamos de lado la posibilidad de examinar los grises y explorar las raíces de los problemas. El problema no es Trump. Para entender (y nombrar) el problema sería necesario examinar qué ha sucedido en la humanidad para que un personaje así pudiera presentarse a una elección de esta naturaleza y haya encontrado eco en la mitad de los votantes de su país. ¿Qué problemas, qué temores, qué malestares viven quienes encontraron posibles respuestas en su estridencia? El sistema es macabro. Con Trump y sin él, las inercias de la maquinaria estructural sobre la que gira el sistema nos están llevando al diantre.

La banalidad facilita que nos desvinculemos de las reflexiones críticas. Aunque esto resulta más evidente en nuestra lectura de los problemas “ajenos”, sucede también con los propios. Algo anda mal. Lo decimos pero no nos lo tomamos tan en serio. Ahí están esos británicos “suicidas” que deciden abandonar la Unión Europea. Y esos colombianos “irracionales” que no aceptan la paz a pesar de todo lo que han sufrido. O esos europeos que insisten en elegir o reelegir a políticos para los cuales se nos han acabado los adjetivos después de Trump. Personalmente no coincido con las decisiones reflejadas por los mil veces citados procesos de Gran Bretaña o Colombia, ni con lo que sucede en España o lo que se esboza ya en Francia. Para mí la gran pregunta es qué hay detrás de todos esos procesos. Insisto: algo anda mal. Y cuando algo mal no es sencillo encontrar la manera adecuada de reaccionar.

Por algún lado hay que empezar y creo que lo más cercano es lo que más nos conviene. ¿De qué nos sirve a nosotros todo este panorama? ¿Qué nos dice de nosotros mismos? ¿Es posible construir una ciudadanía participativa, responsable, informada, crítica? Lo vivimos en 2000, en 2006, en 2012: confrontación visceral, descalificación irracional, ruptura… ¿Y el pensamiento crítico? ¿Y la capacidad de ver más allá de nuestras narices? Lo hemos vuelto a ver este año con la iniciativa por el llamado matrimonio igualitario (recién rechazada, por cierto, con la bandera de la "movilización de la sociedad civil"): la polarización alimentada desde la raíz y la aparente imposibilidad del razonamiento crítico, de la deliberación auténticamente democrática.

El problema no es exclusivamente Trump, pero me interesa hablar del problema que Trump representa si eso nos ayuda a dejar atrás la conversación banal y a vincularnos con los problemas que tenemos en lo más inmediato, sin ignorar los demás que por supuesto no son pocos.


¿Qué haremos diferente en México de cara 2018? ¿Y qué haremos diferente hoy, aquí y ahora, en nuestro radio de acción más inmediato?

*

PD. Hoy más que nunca recomiendo una lectura de Zygmunt Bauman: Modernidad y Holocausto. Se los dejo de tarea para sumar a la reflexión y el debate crítico. Aquí las primeras páginas para abrir boca.

PD 2. Vaya paradojas. Leo a muchos mexicanos que insultan a Trump y celebran que no se aprobara hoy miércoles 9 de noviembre la iniciativa en favor de los matrimonios igualitarios: si vivieran en Estados Unidos hubieran votado probablemente por el candidato al que desde este lado insultan. A veces conviene revisar nuestro regulador de creencias políticas si no queremos caer en esta doble moral.

lunes, 22 de marzo de 2010

Monterrey

Ya vendré después, seguramente, que mucha falta me hace volcarme en este espacio. Pero mientras tanto, no puedo resistirme a desahogarme un poco sobre lo mucho que oigo y pienso a raíz de los recientes hechos violentos en Monterrey.

El viernes, mientras veía las imágenes del caos derivado de bloqueos viales, pensaba, como tantos, en esa absoluta ausencia del Estado que cada día resulta más evidente. Atravesar camiones por aquí y por allá no es tarea fácil. Lograrlo en una treintena de puntos de la misma ciudad en unas cuantas horas, es restregarnos en las narices que las "autoridades" —sean lo que sean— están rebasadas por mucho. El día había comenzado con la noticia de la balacera en los alrededores del Tec y cerraba con otra en Colinas de San Jerónimo. Mi vida está conectada con ambas ubicaciones y lo que leía alimentaba mi rabia para cerrar una semana que por muchas razones hubiera querido borrar de mi biografía. Pasaron las horas y vinieron los dimes y diretes sobre la identidad de los dos caídos en la esquina de Garza Sada y Luis Elizondo. El domingo escuché la entrevista que El Norte / Reforma sostuvo con Rangel Sostmann, rector de mi alma mater. Más rabia. Más furia. Ante su actuación inicial, sustentada según su dicho por la información brindada por la procuraduría local, el rector lamentaba no haber corroborado los hechos. Se decía decepcionado de sí mismo por confiar en las autoridades. Rangel nunca ha sido santo de mi devoción, pero debo reconocer que no tengo elementos para tacharle por falta de integridad. No me gustarán ciertas cosas en su estilo o en algunas de sus decisiones, pero lo considero un tipo congruente y honesto. No puedo asegurar que con esos principios esté actuando en esos días, pero al menos yo no tengo elementos para ponerlo en duda. Así pues, le creo. Me admiró la forma en que salió a dar la cara ante su "error". Y me quedo esperando una palabra de las autoridades sobre el caso. Y sólo leo y escucho frases vacías. Ahora, palabras para homenajear a los estudiantes fallecidos, y ni una palabra sobre los hechos. Parecería que rindiendo tributo a los muertos las cosas quedan claras.

No pretendo hacer de este caso la evidencia máxima y contundente de la descomposición del País, ni pienso que con esto se derrame el vaso. El vaso se desbordó hace mucho, no cabe duda. Hablo del tema porque las coordenadas donde sucedió se conectan con un momento especialmente significativo en mi vida. Y aunque sé que eso no cambia las cosas, sí me obliga a lanzar un nuevo grito —no el primero, ojalá fuese el último— de furia, de frustración.

Actualización. 16:15. Sí sé algo que quería decir y no dije. Entiendo que la muerte de estos dos chicos, como tantas otras muertes, quieran plantearse como daños colaterales. Aún sobre esa premisa, el problema está en la forma en que el Estado actúa —o, mejor dicho, deja de actuar— y la forma en que se comunica —o deja de hacerlo— con la población. Asumir esa posición de "aquí no pasa nada", "esto es así". O peor aún, pretender ocultar lo que no puede ocultarse. Mentir, pues. Eso es lo que más encabrona.

lunes, 25 de enero de 2010

Varia

Llevo muchos días sin detenerme aquí. Días anotando frases por doquier y grabándome mensajes de voz recordatorios para posibles entradas. Son cerca de las once de la noche y, aunque estoy exhausto —como cada lunes de estos que comienzan a las tres y media de la mañana— me decido a soltar algunas cosas aunque sea en formato de telegrama.

- De libros y moralinos... En esta zona del país hablar de venta de libros es referirse a Librerías Gonvill. El viernes escuchaba una entrevista con Elena Sevilla, quien relataba que en esta cadena se negaban a vender sus novelas De chica quería ser puta y De princesa a perra, por considerar que sus títulos no eran aptos para la gente decente que frecuenta sus establecimientos. Cuando preguntó por qué sí vendían Memoria de mis putas tristes de García Márquez le dijeron que cómo se comparaba con el Nobel. En fin, Gonvill sería algo así como la versión en librería de la Farmacia Guadalajara.

- Del camino... Durante seis meses he recorrido más de 20,000 kilómetros de carretera. Dos cosas me vienen a la mente cada fin de semana que vengo o voy. Primero, este país entero está en obras, en reconstrucción permanente; no deja de ser una potente metáfora de los tiempos que vivimos. Segundo, ¿por qué demonios nadie en México se siente digno del carril de la extrema derecha? (Y hablo literalmente, sin connotaciones ideológicas, por supuesto.) Sucede que cuando uno tiene tres o hasta cuatro carriles de autopista para transitar, el carril destinado a tránsito pesado va siempre vacío: trailers, autobuses y carcachas se rebasan unos a otros ignorando la existencia de ese virgen carril. Y luego se quejan de que uno se desespere y termine rebasando por la derecha.

- De cine... Este fin de semana me eché doble función de cine, con ganas de recuperar el promedio después de un año en que inexplicablemente me mantuve lejos de las pantallas. Gocé plenamente Up in the air: una de esas delicias para recordar que el cine puede ser divertido, inteligente, original y artesanal a la vez. Inevitable por momentos verme reflejado en el solitario protagonista sin hogar para luego volcarse sobre la metáfora de lo que uno lleva en su back-pack. Excelente, pues. Y luego repetí la de Sherlock y me divertí nuevamente como enano, qué le vamos a hacer, esas son las pelis que me gustan. [Por si quieren buscar Up in the air en la cartelera, se exhibe como Amor sin escalas, pero, por favor, hagan como si nunca hubieran leído semejante bodrio de título, simplemente porque no tiene sentido.]

- ... Y de retrogradas... En general, no me gusta meterme en política. Al menos no en este espacio. No me identifico con ninguna corriente en particular y a veces me califican de volátil o inconsistente. Pero hay cosas que de plano me prenden. Como ésta. En días recientes el Partido Acción Nacional del Distrito Federal organizó un sondeo que —sin ningún rigor metodológico, por supuesto— pretende demostrar que la gente se opone a los matrimonios entre personas del mismo sexo y a la posibilidad de que estos adopten hijos. Más allá de lo que la gente opina —cosa que, por cierto, se puede analizar con más seriedad en numerosos sondeos— me encabrita la tercera pregunta de su ridículo ejercicio: "¿Cree usted que un niño adoptado por homosexuales sería víctima de discriminación por parte de sus compañeros de escuela?" Podrán estar a favor o en contra del asunto, y seguro tendrán sus razones. Pero lo que me enoja de la pregunta es que parte de un criterio absurdo: evitar que un niño sea adoptado es evitar que lo molesten sus compañeros. Siguiendo ese criterio, no deberíamos evitar sólo que las parejas del mismo sexo adopten, sino prohibir también que los niños sean gorditos, que a un niño no le guste jugar soccer, que los niños usen lentes... ¡Imagínate! ¡Si permites que tu hijo use gafas corre el riesgo de ser acosado por cuatro-ojos! Me explico: detrás de una pregunta tan pendeja (creo que es la primer "palabrota" en mi blog) está una concepción que niega el respeto a la diversidad y propone en su lugar promover la homogenidad: ¡que todos sean iguales para que nunca los molesten por diferentes!

Me quedo con algunas para más adelante en la semana: algo más de cine, algo más de lecturas... En una de esas, algo más sobre mí.

jueves, 7 de enero de 2010

Cruda realidad

Hoy pintaba como un buen día para retomar mis recuentos del 2009, pero una vez más las circunstancias me lo impiden. Esta vez dolorosamente. Y no sólo eso. Me provocan también la necesidad de violar una de las reglas-no-escritas que han regido buena parte de mi vida. Ante la impotencia, ante la frustración que me produce la injusticia, rompo el silencio.

Advierto: no quisiera cansar con una historia que, para ser completa, me obligaría a escribir varios tomos, así que arriesgando un poco la claridad intentaré ser breve. Pero no garantizo nada.

Cuando hace ya varios meses decidí renunciar a mi empleo anterior, lo hacía motivado por mi propio cansancio, mi desgaste y mi crisis vocacional, pero también decepcionado, fastidiado del hedor que desprendía la forma en que se tomaban ciertas decisiones a mi alrededor y pasando por alto mi supuesta jerarquía. El hartazgo pronto alcanzó otro nivel: mi impresión era que, al mantenerme en el sitio que ocupaba, era cómplice y responsable del maltrato, la humillación, que recibían determinadas personas, incluyendo, ¿por qué no decirlo?, aunque fuese de modo indirecto, quienes se suponía habían de beneficiarse de mi trabajo y el del equipo a mi cargo.

No quiero parecer ingenuo. Tras una década en el 'negocio' de la educación privada en nuestro país, tengo claro que lo último que mueve a ese aparato son las ganas de sacar adelante cualquier cosa distinta a los intereses particulares —muchas veces, aunque afortunadamente no todas, mezquinos— de quienes emprenden en el ramo. Pero también soy un convencido de que estos intereses podrían ser compatibles, como en cualquier otra industria, con una vocación de servicio y una cultura de respeto hacia sus empleados. Tristemente no siempre se aprovecha esa oportunidad.

Seis veces en diez años he dejado un trabajo. En dos ocasiones fue con dolor pero creyendo que al hacerlo accedía a una oportunidad superior de hacer algo en lo que creía. Una más, lastimado por tres años y medio que concluyeron en una larga cadena de frustraciones y confusiones internas, creyendo que al despedirme hacía lo mejor para todos. Las dos últimas, en diferentes momentos pero en la misma institución, cansado de creer. En medio de todas, cuento también la única despedida involuntaria, cuando la incomodidad que provocaba en algunas personas en mi alma mater terminó en una gentil invitación a firmar una renuncia, sin conseguirlo pero sí logrando el efecto esperado de mi salida —muy escoltado y a la fuerza, eso sí—.

Pero regreso a hace un año, en mi empleo anterior. En diciembre de 2008 me notificaban la necesidad de un absurdo —y en sentido estricto, innecesario— recorte de personal en diferentes áreas del colegio. En aquel entonces, recién desembarcado del viejo mundo, logré aprovechar el valor de mis bonos con los jefes para encontrar una salida que, si bien implicaba algunos costos —incluyendo el sacrificio de la mitad de mis ingresos en aquel entonces—, permitía dejar intactas a otras personas y seguir adelante con el sueño que intentaba recuperar tras mi primer renuncia, en 2007.

No pasaron más de tres o cuatro meses para que me diera cuenta de la realidad: las cosas no mejoraban, muy al contrario; empezaban las decisiones a mis espaldas. Comenzaba el ataque para desmembrar, sutilmente todavía, el equipo que paulatinamente veníamos consolidando. Quizá no éramos los mejores. Cierto que no habíamos logrado resultados espectaculares en los estados de cuenta, pero no tengo duda de que estábamos colocando a la institución en una posición que difícilmente habrían imaginado quienes conocieron el "proyecto" en vías de putrefacción que había recibido yo tres años atrás.

Vuelvo a los hechos: tomé una decisión convencido de que mi visión radical de las cosas era incompatible con lo que sucedía a mi alrededor, pero creyendo —otra vez, creyendo, vaya ingenuidad— que los demás, desde sus trincheras a nivel de cancha, desde sus aulas, desde sus pequeños territorios, podían mantener viva una delicada lucha, como sucede en tantas y tantas aulas a lo largo y ancho del país. No contaba con que el grado de ambición de unos cuantos podía cegarles al grado de asfixiar esos brotes de pequeñas pero significativas posibilidades.

Apenas un mes después de mi salida empezaron las señales de que no habría empacho en pisotear lo poco o mucho que se había cultivado. Pero las noticias que recibo esta semana rebasan cualquier límite. "Quisiera no hubiera terminado así", me escribía esta mañana uno de los caídos. Nadie quiere que las cosas acaben así. Y desde aquí solo puedo decir que los abrazo. Diré una tontería, pero quiero decirla: me siento incluso responsable; quizá si no hubiéramos formado un equipo tan sólido hoy no dolería tanto. Vale, no pretendo cargar con esto. Suficiente cargo ya que no me corresponde. Pero es una forma de decir que me duele su dolor, que desde acá les acompaño.

No sé qué hago ventilando esto aquí. Decía que estoy rompiendo una de mis propias reglas. Quizá lo hago porque escribir esto aquí es lo más cercano que conozco a dar un grito en la calle, a los cuatro vientos. Total, igual y nadie se entera.