viernes, 31 de julio de 2009

Nuevo récord

Y no hablo de nada que sea como para celebrar: desde que incursioné en la blogósfera no había pasado un mes tan pobre en entradas como fue éste. Con esta son seis las "posteadas" de julio. El récord mínimo estaba en 8, empatados agosto de 2008 y junio de 2009. Este nuevo límite inferior no ha sido consecuencia de una sequía de ideas ni producto de la falta de ganas. Ha sido simplemente resultado de uno de los meses más atribulados de mi vida. Uno de esos periodos sin pies ni cabeza en los que a ratos me desconozco frente al espejo. Diría uno que se han juntado muchas cosas. Me causa gracia esa expresión pero quizá es la que mejor refleja mi estatus presente.

En los días recientes me ha sido imposible terminar la divagación que arranqué hace más de una semana a partir de mis contemplaciones fílmicas y teatrales. No he tenido oportunidad de contar sobre mi acercamiento a la acupuntura y la experiencia vivida en mis dos primeras sesiones de agujas electrificadas. Me ha faltado contar mis nuevas restricciones alimenticias y describir lo complicado que ha resultado seguir ciertas indicaciones médicas a raíz de mis altos niveles de colesterol y triglicéridos. Sobre la cuestión laboral, mejor ni hablar: este mes ha sido una auténtica montaña rusa. Y no le veo el final. (A la montaña, claro, porque al mes le llega en un par de horas.)

Así las cosas, pues. Si quieren un termómetro de los últimos días, aquí a lado tienen las actualizaciones recientes del Twitter, que a falta de tiempo para bloguear me ha servido para breves intentos de desahogo repentino en 140 caracteres.

Compromisos para traer la próxima semana al blog: (1) cerrar mis divagaciones sobre cine-teatro-vocación, (2) aplaudir la reciente puesta en marcha de nuevos programas de transporte público en esta ciudad, (3) compartir el arranque de algunos nuevos proyectos. Con eso basta y sobra para aplicarme en los próximos días, ¿cierto?

miércoles, 22 de julio de 2009

Nuevo intento (mejor logrado... creo)

Veremos si esta vez lo logro. La idea es armar un texto que contenga al menos un fragmento de lo mucho que me viene revoloteando en la cabeza desde hace semanas, cuando sin previo aviso una serie de eventos comenzaron a conspirar contra mi estabilidad emocional. Vale, quizá no sea esa la mejor expresión; lo cierto es que en tres o cuatro semanas se desencadenó una serie de reflexiones sobre todo a partir de mi encuentro —y en ocasiones reencuentro— con determinados textos fílmicos.

Creo que todo empezó con Harvey, una película de 1950, protagonizada por James Stewart y basada en una obra de teatro por la que Mary Chase ganare el Pulitzer en 1945. Elwood P. Dowd es un tipo genial, que debe lidiar con un mundo incapaz de reconocer a Harvey, un pooka que ha tomado la forma de conejo gigante. Quizá la única manera de entender lo que esa película me produjo sea verla. Hasta hace unas semanas yo ignoraba la existencia de la cinta, pero en una de mis idas al súper se me atravesó en su formato DVD por algo así como cincuenta pesos.

Cuando acabé de ver la película, muchas cosas se apoderaron de mi interior. Pero una sobre todas: ¿qué tal sería montar —y protagonizar— alguna vez el extraordinario texto de Chase sobre el escenario? Creo que semejante ocurrencia se entendía sobre todo ante mi reciente participación emergente con los chicos del grupo teatral del colegio, con quienes la hice de viejo avaro en una versión corta de “Los enredos de Scapin”. El caso es que durante días me la pasé imaginando mi propia versión de Harvey.

Por las mismas fechas me di espacio en casa para ver algunas de mis películas en lista de espera; las elegidas para arrancar la puesta a mano fueron un puñado de cintas de Hitchcock. Hará poco más de un mes que aquí escribí sobre la segunda versión de The man who knew too much (1956); siguieron en mi muestra de cine la versión inicial de la misma (1934) y To catch a thief (1955), con Cary Grant y Grace Kelly. El ciclo siguió todavía ayer con Stage Fright (1950), una delicada mezcla de misterio con humor inglés, aderezado con la impresionante presencia de Marlene Dietrich. La cinta es un despliegue de genialidad en el uso de la cámara cuyos movimientos y desplazamientos pueden parecer ordinarios si se olvida que hace medio siglo no existían los dispositivos mecánicos y digitales que hoy hacen posibles la mayoría de los trucos que construyen los mundos del celuloide.

Entre una y otra película, alterné en mis sesiones de cine en casa un ciclo de cine musical, revisitando muchas de mis all-time-favorites, como My Fair Lady, Chicago, The Phantom of the Opera, entre otras. Este ciclo se originó en buena medida tras ver el montaje de The Sound of Music que se presenta actualmente en el Teatro de los Insurgentes. El musical de Rodgers y Hammerstein ha sido siempre uno de mis imperdibles. Sería imposible contar la cantidad de veces que he visto la película a lo largo de mi vida. A eso habría que sumar las veces que uno ha escuchado la grabación original de Mary Martín en Broadway o las infinitas versiones que se han hecho a clásicos como “My favorite things” o el espléndido himno a la esperanza que hay en “Climb ev’ry mountain”.

A la dosis de suspenso y música habría que sumar mi encuentro con otro par de clásicos del cine: Rebel without a cause (1955) —con el incomparable James Dean y la bellísima Natalie Wood—y The Agony and the Extasy (1965) —con el siempre imponente Charlton Heston como Miguel Ángel y el extraordinario Rex Harrison como el Papa Julio II—.

Venga. Póngase pues esta combinación de talentos en el centro de mis crisis existenciales. ¿El resultado? El caos en el que ando. Y sobre el cual escribiré en la siguiente entrada, intentando explicar cómo se relacionan todas las piezas. Por ahora, dejo los avances de algunas de las joyas mencionadas.









martes, 21 de julio de 2009

Intento fallido

¿Existe realmente algo así como lo que solemos llamar "vocación"? ¿Existen realmente esos llamados en los que se revela una misión personal que sólo en manos de uno encontraría su efectiva realización? ¿Tiene sentido eso de "escuchar al corazón"? ¿Qué códigos utiliza el alma y cómo se aprende a descifrarlos? ¿Las decisiones que tomamos tienen algún sentido o son sólo parte de una simulación en la que ingenuamente —y aprovechando sus beneficios— participamos? ¿Esos "llamados", si es que existen, son consistentes o caprichosos como nuestros deseos? ¿Cuando el corazón dice "qué", por qué no dice con igual claridad "cómo"?

Son sólo preguntas. No esperan respuestas. No creo sinceramente que las tengan. Pero el hecho es que una mil circunstancias se han ido acumulando en torno a mi ya de por sí atribulado camino. No ha habido de mi parte mucha voluntad para venir aquí y vaciar los pensamientos. El juego se ha mantenido oculto en la mano de este novato e ingenuo jugador. Pero las cartas se han ido poniendo sobre la mesa y no podré mantener la apuesta mucho tiempo más. Se requieren decisiones. Y, como sugería, la voluntad no se ve precisamente sólida. Más bien al contrario. Le noto flaquear. Temerosa. A ratos con suficiente claridad sobre los llamados que la interpelan. Pero incapaz de definir rutas o caminos para materializar aquello que anhela o cree anhelar.

Vaya manos caprichosas. Una vez más, en complicidad con la mente inconstante, se han encargado de desviar las cosas y han enredado todo esto, alejándome de mi intención original. En las últimas semanas he anunciado intermitentemente uno que otro tema. Reseñas. Ocurrencias. Inquietudes. Y curiosamente anoche me di cuenta de que ese material que originalmente habría derivado en al menos tres o cuatro entradas, podía conjuntarse en una sola. Una entrada introspectiva que podría ayudar a canalizar lo que corre aquí dentro.

Vano intento. Ya se ve que la ansiedad ha decidido hacer de las suyas y me ha llevado a enredar las cosas a grado tal que contar aquí lo que pretendía hace unas horas, ya no viene a lugar. Lo empezaré a armar, desde fuera, en un archivo del procesador de textos. Para evitar así cualquier golpe de estado del capricho o la incertidumbre. Y, en una de esas, igual logro ir poniendo orden. Y tomando decisiones.

jueves, 16 de julio de 2009

A tiempo

En más de un sentido y por más de una razón la gente suele identificarme como una persona tolerante. A veces por mi manía con la conciliación y la armonía, otras por mi promoción activa del reconocimiento de la diversidad, unas más por mi serenidad y paciencia al afrontar determinadas situaciones. Pero, pese a lo que digan —y lo que a veces yo mismo me creo— no soy la tolerancia andando. Hay cosas que simplemente me sacan de quicio y me producen un enfado profundo. Cierto que, pese a ello, termino volviendo a la calma y la vida sigue marchando, no me rasgo las vestiduras ni armo un escándalo necesariamente. Ello no implica, sin embargo, que no me importe o que me dé igual.

Todo esto para citar una de esas cuestiones que me generan inmenso malestar y me hacen rebasar mis límites habituales de tolerancia: la impuntualidad. No tengo claro de dónde haya yo adquirido esa manía por la puntualidad, pero es un hecho que se trata de una de mis obsesiones más arraigadas. Llegar tarde a un compromiso me produce una molestia brutal; en esta ciudad de caos, los de mi especie debemos ser extremadamente precavidos; la gente suele comprender cuando uno tiene un retraso pues los imprevistos de esta capital son muchos y frecuentes, pero aún así me torturo cuando esas tardanzas me ocurren. Y así como no me soporto ser impuntual, me fastidia la impuntualidad de los otros. Sobre todo la impuntualidad recurrente, esa que se vive como patrón de conducta. Entiendo la ocurrencia de los imprevisible, pero no entiendo que la impuntualidad sea un hábito. Simplemente me parece una de las faltas de respeto más sutiles, frecuentes y molestas de nuestra cultura. 

En fin, ya se supondrá que llevo días de incontables plantones o esperas fastidiosas. No por nada estoy por abandonar mi trabajo.

Son las 8:52. Acaban de llegar a la vez mi cita de las 8:00 y mi cita de las 9:00. Interrumpo esto para batear a la primera y atender a la segunda.

jueves, 9 de julio de 2009

Será... ¿Será?

... the future's not ours to see...
Días agitados, sin duda. La última semana del ciclo escolar. Si bien en muchos sentidos es una semana "tranquila", muchas cosas, muchos detalles, están a la espera de concretarse. Ceremonias de clausura, entregas de reconocimientos, festivales de fin de cursos, recontrataciones, renuncias, liquidaciones, ventas de libros, entrega de boletas y documentación de alumnos, planeación del arranque del próximo curso. El "etcétera" sería insuficiente para expresar todo lo que se concentra en estos días. He andado de arriba a abajo y apenas he tenido tiempo de cualquier cosa ajena al colegio. Ayer y hoy, milagrosamente, pasé muy pocos minutos en contacto con el ciberespacio. Apenas un saludo por el "gorjeador" o una ocurrencia por el "cara-de-libro", y las necesarias revisiones periódicas del correo electrónico... pero nada más.

Las ceremonias de clausura de los diferentes niveles —hace unas semanas preparatoria, ayer primaria, hoy pre-escolare, mañana secundaria— han puesto en mi agenda interna el tema del futuro una y otra vez. Muchas cosas andan agitadas en diversos ámbitos de mi vida y desde San Juan el asunto de la renovación no ha dejado de hacer ruido. En lo laboral es donde más claras parecen estar las cosas. Parecen, pues realmente lo que viene sigue siendo absolutamente incierto cuando lo pienso con calma. Como en tantas cosas, uno tiene más claro lo-que-no-quiere y lo-que-no-va-a-hacer, que lo que sí espera y lo que sí tiene decidido ejecutar. 

Es evidente que resulta urgente serenarse y tomar ciertas distancias. Y vaya que lo he venido haciendo. Pero quizá por momentos esas distancias han sido tales que uno termina evadiendo la realidad que se le pone enfrente. Uno siempre encuentra, además, innumerables pretextos para no dar la cara a lo inevitable. Hasta que lo inevitable se deja venir encima con todas sus implicaciones. 

Ya estoy divagando. Quizá debería intentar concentrarme un rato y, en vez de desperdiciar minutos y bytes en ocurrencias desordenadas y sin sentido, ponerme a escribir algo sobre las películas con que me he estado evadiendo del mundo en estas semanas. El asunto ya está muy cacareado desde hace días, y nada que publico al respecto. Y con el pasar de los días el material para compartir se acumula... así que, empezaré a concentrar fuerzas en esa dirección. Mañana se cumple el día 200 y con eso muchas cosas seguro recibirán su sacudida final, así que no garantizo entrada viernes ni sábado... pero igual y el domingo empiezo a recuperarme y cumplir pendientes en este espacio. 

Entre tanto, aquí la pieza de donde se desprende el epígrafe de esta entrada. La letra de este clásico que inmortalizara Doris Day es de esas que siempre me generan debates internos. ¿Whatever will be, will be?

sábado, 4 de julio de 2009

Urnas

Por convicción y necesidad he cuidado siempre excluir de este espacio cualquier manifestación política —entendiendo, en este caso, por "política" el ámbito de la vida pública vinculado particularmente con el ejercicio del poder y la organización del Estado—. En mis interacciones personales me gusta debatir esos temas siempre que la discusión se enmarque en un mínimo de condiciones para el intercambio respetuoso de ideas, pero no me gusta hacer de tales asuntos el pan nuestro de cada día. 

Todo esto viene a cuento porque desde hace semanas ha pasado por mi cabeza la idea de publicar una entrada sobre las elecciones de mañana y, en particular, sobre el voto en blanco. Esta intención se vio reforzada sobre todo la semana pasada ante la diversidad mercadológico-política que vivió mi propio blog de modo un tanto involuntario. Algunos habrán visto ya que en la columna de la extrema derecha —dicho sin connotación política— aparece un recuadro de GoogleAds, cuyo contenido se define de modo "inteligente" en función del contenido del mismo blog. Así, por ejemplo, la entrada pasada que titulé "Vértigo", propiciaba que entre los anuncios apareciera una clínica especializada en tratar este padecimiento, o cuando he hablado de la escuela y mi trabajo, suelen desplegarse vínculos ligados a esa materia. El caso es que en las semanas previas, el inserto de GoogleAds alternaba banners de diferentes partidos políticos que contienden en las elecciones intermedias. Un día mi blog parecía patrocinado por los intentos de social-demócratas y al día siguiente cedía el espacio a Sodi y su actual postulación panista, para después salir con el verde y su manía con que "el gobierno te lo pague". Gracias a Dios han acabado las campañas y el banner publicitario vuelve a la normalidad. Gracias al cielo ya mañana votaremos, anularemos o lo que decidamos, y al menos disminuirá un poco la grotesca saturación de mensajes de campaña que, me parece, sólo acrecentaron más la aversión del electorado hacia la clase política. Ya mañana es 5 de julio. Pero, claro, no todo puede ser tan positivo: al día siguiente empezará —¿continuará?— la maldita carrera por el 2012. Cuento de nunca acabar.

Apunte. Ya que me animé a tocar este tema hasta ahora intocable en mi blog, pongo sobre la mesa algunas de mis divagaciones sobre la anulación del voto. Comparto al 100% el diagnóstico de buena parte de quienes promueven la idea del voto en blanco o el tachar toda la boleta. El 17 de junio el IFE auspició un debate sobre el voto razonado, en el que quedan bastante bien representadas las posturas de quienes apoyan y quienes rechazan la anulación: Denise Dresser y Sergio Aguayo hablaban por los primeros, José Woldenberg y Jorge Alcocer a los segundos. Aquí pueden escucharse las posiciones de los cuatro que, insisto, me parece resumen bien buena parte del debate. Personalmente, confieso mi emoción cuando leí hace unos años el Ensayo sobre la lucidez, de Saramago: un país decide acudir por entero a las urnas, y una mayoría absoluta e indiscutible anula su voto. La ficción construida por Saramago en ese entonces fue recibida de muchas maneras. A mí la posibilidad de que un escenario así se presentase en la realidad me resultaba francamente motivadora. Tristemente, estoy convencido de que la legislación actual no permite que esa anulación se traduzca en consecuencias claras para los partidos —que son a quienes se supone estaría enviándose un mensaje—. En sentido económico, que es el único que los partidos importa, la anulación no tiene ningún efecto. (Es mentira lo que afirma un correo que circula por ahí diciendo que si anulamos le darán menos dinero a los partidos. Eso sucede en otros países de Europa y América Latina, donde la legislación electoral sí reconoce el voto anulado como un voto válido y no lo descuenta del total, como sucede en México.) Ahora bien, mi razonamiento por el voto en blanco se orienta más por criterios éticos. Como ciudadano, sigo creyendo en la importancia de acudir a las urnas y con esa convicción acudiré mañana. Tengo claro que anularé alguna de las boletas ya que, auténticamente, no me satisface ni me parece correcto apoyar a ninguno de los nombres que en ella aparecerán impresos. En otras, apoyaré a quienes, hasta donde los elementos disponibles me permiten afirmar, promueven causas en las que creo. Si alguno de ellos llegara al poder, ya me tocará buscar la forma de seguir cumpliendo mi papel de ciudadano y exigir cuentas. Esto último es quizá una de las ideas que todo el debate sobre la anulación nos ha dejado. Ojalá una vez superado el 5 de julio la ciudadanía conserve el tema sobre la mesa y promueva auténticas vías para esa rendición de cuentas que tanto nos hace falta.