Para Chavira, que esta tarde, sin saberlo, me regaló un rayo de luz.
Son pasadas las once de la noche. Vengo llegando del Teatro Manuel Doblado, tras presenciar una impresionante función de la compañía chilena TeatroCinema en el marco del Festival Cervantino. Pero no es de eso de lo que quiero escribir esta noche. Cierto que el entusiasmo provocado por la presentación me mueve a compartir la experiencia, pero el revoltijo de emociones me lleva por otro sendero. (No dejo de lado el asunto del teatro; me propongo firmemente atenderlo aquí esta misma semana.)
Además del entusiasmo me invade el cansancio. Pero estoy aquí porque desde antes de salir rumbo al teatro comencé a tramar unas cuantas notas: una urgente catarsis que, pese al agotamiento físico, mental y emocional, no quiero dejar para otro día.
Ya he sutilmente señalado en algún momento la crisis existencial que me ha invadido en lo laboral a lo largo de las semanas recientes. No he explorado aquí suficientemente el conflicto pedagógico-vocacional que profundiza la confusión, pero por el momento baste decir que no pasa un par de horas sin que ponga en duda el sentido de la tarea educativa a la que me he dedicado durante una década.
Las sorpresas y decepciones que han acompañado mi llegada a un nuevo proyecto me han traído en un sube y baja de terror y de pronto me he descubierto en una inusual caída libre de pesimismo. Pesimismo del malo, matizo, pues si bien de alguna manera una cierta tendencia a anticipar catástrofes me ha acompañado desde hace años, siempre he asumido que la labor de educar exige cierto mínimo de optimismo o de confianza en que las cosas pueden ser mejores. Pero, decía, últimamente el pesimismo malo, ese que de plano bloquea cualquier posibilidad hacia el futuro, estaba dominando en el debate de mi conciencia.
Y pese a todo, de alguna manera, las cosas han comenzado a encontrar un cierto nuevo punto de partida, desde el cual llega la hora de construir nuevos proyectos, proponer nuevas ideas, empezar una vez más a imaginar futuros y reclutar talentos dispuestos a levantar el futuro con esfuerzos que nunca se sabe si serán bien recompensados. Mi karma, decía hace poco un amigo.
En medio de la discusión desatada en mi interior, hoy recibí uno de esos correos difíciles de explicar: pocas palabras, de todo un poco, pero una dosis de energía brutal. Lo leí cuando llegaba a la bandeja, casi a las siete de la tarde, justo antes de apagar la computadora para salir de la escuela y venir a botar todo para irme al teatro. Apenas pude procesarlo. Sonreí y al mismo tiempo me estrujé por dentro. Un par de palabras fueron suficientes para detonar una avalancha de emociones. Me encontré una vez más echando de menos tanto de lo que he ido dejando atrás, tanto de lo que tengo lejos y siento tan cerca. Me invadió esa necesidad de lanzarme en busca de esa gente que tanto representa y a la que tan pocas veces se lo he dicho.
Si leyeran lo que decía el correo, esta reacción puede parecer desproporcionada. Pero insisto, no era su contenido. Era algo más. Mientras escribo estoy ya en el estado en que la autora del susodicho mensaje se describía a sí misma leyéndome: con las lágrimas en pleno. Y no me atrevo a decir que sea tristeza. Es sólo, como ella misma escribe, que me causa sentimiento.
Creo que estoy escribiendo mucho y no estoy diciendo nada. Así están las cosas aquí adentro. Buscando comprender. Y aceptando que va siendo hora de dejar de buscar explicaciones para concentrarse en vivir. Intento lanzar al menos una idea concreta: el correo de Marisol me recordó en buena medida que esto que a veces me parece un sinsentido, no lo es del todo. Me permitió ver, como much@s querid@s alumn@s me lo hacen ver de cuando en cuando, que de algo sirve. Así, sin imaginarlo, me devolvió al menos la posibilidad. Y eso ya es bastante cuando todo empezaba a verse tan negro.
1 comentario:
Sé que lo sabes; sin embargo, no está de más decírtelo: Para mí, tu amistad es una intensa luz que siempre me invita a la reflexión.
¡Te quiero Ernesto!
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