Ya vendré después, seguramente, que mucha falta me hace volcarme en este espacio. Pero mientras tanto, no puedo resistirme a desahogarme un poco sobre lo mucho que oigo y pienso a raíz de los recientes hechos violentos en Monterrey.
El viernes, mientras veía las imágenes del caos derivado de bloqueos viales, pensaba, como tantos, en esa absoluta ausencia del Estado que cada día resulta más evidente. Atravesar camiones por aquí y por allá no es tarea fácil. Lograrlo en una treintena de puntos de la misma ciudad en unas cuantas horas, es restregarnos en las narices que las "autoridades" —sean lo que sean— están rebasadas por mucho. El día había comenzado con la noticia de la balacera en los alrededores del Tec y cerraba con otra en Colinas de San Jerónimo. Mi vida está conectada con ambas ubicaciones y lo que leía alimentaba mi rabia para cerrar una semana que por muchas razones hubiera querido borrar de mi biografía. Pasaron las horas y vinieron los dimes y diretes sobre la identidad de los dos caídos en la esquina de Garza Sada y Luis Elizondo. El domingo escuché la entrevista que El Norte / Reforma sostuvo con Rangel Sostmann, rector de mi alma mater. Más rabia. Más furia. Ante su actuación inicial, sustentada según su dicho por la información brindada por la procuraduría local, el rector lamentaba no haber corroborado los hechos. Se decía decepcionado de sí mismo por confiar en las autoridades. Rangel nunca ha sido santo de mi devoción, pero debo reconocer que no tengo elementos para tacharle por falta de integridad. No me gustarán ciertas cosas en su estilo o en algunas de sus decisiones, pero lo considero un tipo congruente y honesto. No puedo asegurar que con esos principios esté actuando en esos días, pero al menos yo no tengo elementos para ponerlo en duda. Así pues, le creo. Me admiró la forma en que salió a dar la cara ante su "error". Y me quedo esperando una palabra de las autoridades sobre el caso. Y sólo leo y escucho frases vacías. Ahora, palabras para homenajear a los estudiantes fallecidos, y ni una palabra sobre los hechos. Parecería que rindiendo tributo a los muertos las cosas quedan claras.
No pretendo hacer de este caso la evidencia máxima y contundente de la descomposición del País, ni pienso que con esto se derrame el vaso. El vaso se desbordó hace mucho, no cabe duda. Hablo del tema porque las coordenadas donde sucedió se conectan con un momento especialmente significativo en mi vida. Y aunque sé que eso no cambia las cosas, sí me obliga a lanzar un nuevo grito —no el primero, ojalá fuese el último— de furia, de frustración.
Actualización. 16:15. Sí sé algo que quería decir y no dije. Entiendo que la muerte de estos dos chicos, como tantas otras muertes, quieran plantearse como daños colaterales. Aún sobre esa premisa, el problema está en la forma en que el Estado actúa —o, mejor dicho, deja de actuar— y la forma en que se comunica —o deja de hacerlo— con la población. Asumir esa posición de "aquí no pasa nada", "esto es así". O peor aún, pretender ocultar lo que no puede ocultarse. Mentir, pues. Eso es lo que más encabrona.
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