miércoles, 22 de julio de 2009

Nuevo intento (mejor logrado... creo)

Veremos si esta vez lo logro. La idea es armar un texto que contenga al menos un fragmento de lo mucho que me viene revoloteando en la cabeza desde hace semanas, cuando sin previo aviso una serie de eventos comenzaron a conspirar contra mi estabilidad emocional. Vale, quizá no sea esa la mejor expresión; lo cierto es que en tres o cuatro semanas se desencadenó una serie de reflexiones sobre todo a partir de mi encuentro —y en ocasiones reencuentro— con determinados textos fílmicos.

Creo que todo empezó con Harvey, una película de 1950, protagonizada por James Stewart y basada en una obra de teatro por la que Mary Chase ganare el Pulitzer en 1945. Elwood P. Dowd es un tipo genial, que debe lidiar con un mundo incapaz de reconocer a Harvey, un pooka que ha tomado la forma de conejo gigante. Quizá la única manera de entender lo que esa película me produjo sea verla. Hasta hace unas semanas yo ignoraba la existencia de la cinta, pero en una de mis idas al súper se me atravesó en su formato DVD por algo así como cincuenta pesos.

Cuando acabé de ver la película, muchas cosas se apoderaron de mi interior. Pero una sobre todas: ¿qué tal sería montar —y protagonizar— alguna vez el extraordinario texto de Chase sobre el escenario? Creo que semejante ocurrencia se entendía sobre todo ante mi reciente participación emergente con los chicos del grupo teatral del colegio, con quienes la hice de viejo avaro en una versión corta de “Los enredos de Scapin”. El caso es que durante días me la pasé imaginando mi propia versión de Harvey.

Por las mismas fechas me di espacio en casa para ver algunas de mis películas en lista de espera; las elegidas para arrancar la puesta a mano fueron un puñado de cintas de Hitchcock. Hará poco más de un mes que aquí escribí sobre la segunda versión de The man who knew too much (1956); siguieron en mi muestra de cine la versión inicial de la misma (1934) y To catch a thief (1955), con Cary Grant y Grace Kelly. El ciclo siguió todavía ayer con Stage Fright (1950), una delicada mezcla de misterio con humor inglés, aderezado con la impresionante presencia de Marlene Dietrich. La cinta es un despliegue de genialidad en el uso de la cámara cuyos movimientos y desplazamientos pueden parecer ordinarios si se olvida que hace medio siglo no existían los dispositivos mecánicos y digitales que hoy hacen posibles la mayoría de los trucos que construyen los mundos del celuloide.

Entre una y otra película, alterné en mis sesiones de cine en casa un ciclo de cine musical, revisitando muchas de mis all-time-favorites, como My Fair Lady, Chicago, The Phantom of the Opera, entre otras. Este ciclo se originó en buena medida tras ver el montaje de The Sound of Music que se presenta actualmente en el Teatro de los Insurgentes. El musical de Rodgers y Hammerstein ha sido siempre uno de mis imperdibles. Sería imposible contar la cantidad de veces que he visto la película a lo largo de mi vida. A eso habría que sumar las veces que uno ha escuchado la grabación original de Mary Martín en Broadway o las infinitas versiones que se han hecho a clásicos como “My favorite things” o el espléndido himno a la esperanza que hay en “Climb ev’ry mountain”.

A la dosis de suspenso y música habría que sumar mi encuentro con otro par de clásicos del cine: Rebel without a cause (1955) —con el incomparable James Dean y la bellísima Natalie Wood—y The Agony and the Extasy (1965) —con el siempre imponente Charlton Heston como Miguel Ángel y el extraordinario Rex Harrison como el Papa Julio II—.

Venga. Póngase pues esta combinación de talentos en el centro de mis crisis existenciales. ¿El resultado? El caos en el que ando. Y sobre el cual escribiré en la siguiente entrada, intentando explicar cómo se relacionan todas las piezas. Por ahora, dejo los avances de algunas de las joyas mencionadas.









No hay comentarios: