domingo, 7 de febrero de 2010

Problemillas

Desde hace varias semanas tengo esta entrada pendiente. Algo había dicho ya sobre mi entusiasmo ante el Sherlock Holmes de Guy Ritchie, encarnado por Robert Downey Jr. Mucho he escuchado y leído sobre la lectura que esta versión cinematográfica hace del legendario detective imaginado por Sir Arthur Conan Doyle; más de uno se ha rasgado las vestiduras acusando al realizador por atreverse a degenerar a tan distinguido personaje o al actor por banalizarlo con su interpretación.

He escuchado y leído argumentos a favor y en contra emitidos tanto por neófitos como por supuestos avezados, comparando supuestamente al Holmes del celuloide contra el Holmes del papel. En el fondo, la mayoría de estos contrastes juzgan al protagonista de la nueva franquicia cinematográfica con el mito de Sherlock Holmes, ese que a través de décadas de representaciones caricaturescas —y, esas sí, banales— han hecho creer a cualquier que conoce a Sherlock Holmes sin haber leído una página de las crónicas relatadas por Conan Doyle en la voz del Dr. Watson —igualmente mitificado por la cultura de masas—. Así, más allá de las geniales secuencias de combate, más de uno se ha espantado ante las conductas de un Holmes al que esperaban un auténtico gentlemen.

No voy a mentir ni hacerme pasar por erudito: seguramente si esta película se hubiese exhibido hace dos años, mi sorpresa hubiese sido semejante. Pero hace dos años —sí, apenas dos años— tuve mi primer encuentro directo con el Holmes literario, leyendo Estudio en Escarlata, la primer novela protagonizada por el detective de Baker Street. Y de ahí pasé a otros divertidos misterios, todos ellos recomendables para quien busca una lectura ágil y entretenida. En el primero de las Aventuras de Sherlock Holmes, la descripción de Watson no deja lugar a interpretaciones erróneas:

«... mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza.»

A raíz de la película, he vuelto a las páginas de esa primera colección de relatos breves publicados a finales del siglo XIX, con ganas de recuperar lo que en esas primeras lecturas me cautivó del protagonista. Sin afán de compararme con las habilidades de Holmes —que sin duda están lejos de asemejarse a las mías—, tanto la película como mi reencuentro con las narraciones originales reiteran una faceta en la que me identifico claramente con el personaje. Me refiero a esa mezcla se orgullo aderezada por un insoportable desprecio hacia lo que le rodea. Un comentario del detective a su incondicional Watson, tras resolver uno de sus tantos misterios, ilustra esta idea con claridad:

«Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo para escapar a las vulgaridades de la existencia. Y esos problemillas me ayudan a conseguirlo.»

Soy consciente de que digo una barbaridad y que puede ser interpretada como un exceso de soberbia. Pero confieso que hay días en que es lo único en que puedo pensar, hasta que un problemilla consigue entretenerme y me permite seguir adelante. Lástima que últimamente semejantes problemillas se me esconden.

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