viernes, 18 de junio de 2010

Saramago

«... decimos a los abúlicos, Querer es poder, como si las realidades atroces del mundo no se divirtiesen invirtiendo todos los días la posición relativa de los verbos...»
Haber leído unos cuantos de sus libros me basta para afirmar que la historia de la transición al siglo que corre difícilmente podría contarse sin hacer referencia a José Saramago. Lo he dicho en repetidas ocasiones: no soy ni pretendo ostentarme como un experto literario; sin embargo, tal mérito no es necesario para opinar sobre la obra de quien, como Saramago, supo devolverme el sentido del asombro ante las letras y, en cierto modo, las ganas de expresarme a través de ellas.

No estoy seguro del año, pero debió ser hace una década al menos cuando leí Ensayo sobre la ceguera. Como para muchos, fue mi primer contacto directo con el escritor portugués. El libro llegó a mis manos, como tantos, un poco por accidente. Fue cuestión de horas durante un fin de semana para devorarlo. No tardé en empezar a comprar uno que otro título para ponerlo en la interminable fila de mis lecturas pendientes. Sin embargo, y pese a la fascinación que me provocó la escritura de este hombre, tuvieron que pasar algunos años para que me animara con alguna otra de sus obras. Debió ser —estoy casi seguro— el entonces recién editado Ensayo sobre la lucidez. Los volúmenes de Saramago siguieron acumulándose en la repisa y apenas el año pasado me puse a mano con La Caverna y Las pequeñas memorias. (A raíz de este último escribí algo por aquí hace poco más de un año.) En algún librero en el DF me esperan piezas fundamentales como El Evangelio según Jesucristo o El hombre duplicado. Pero en particular quisiera acercarme por fin a Las intermitencias de la muerte, un libro que quise leer hace unos años, sin conseguir atreverme por diversas razones.

Si bien he sido un lector apasionado pero muy esporádico e inconsistente de la obra narrativa de Saramago, me convertí en seguidor asiduo de su blog desde que éste iniciaba y hasta que el mismo José declaró su cierre, conduciendo a la publicación de sus entradas en papel a través de la edición impresa del Cuaderno. Regresó el portugués al blog en un puñado de ocasiones, incluso todavía a inicios de este 2010, para hablar de Haití o del Juez Garzón. En estas apariciones, como en las entrevistas que solía dar a los medios de comunicación, Saramago siempre dejó ver la claridad de su pensamiento, consolidando su papel como actor indispensable de cualquier diálogo que pretendiera usarse para comprender a la humanidad en su arribo al tercer milenio de la era.

Hace exactamente un mes, la Fundación José Saramago tomó control del blog del premio Nobel y, bajo el título de Otros cuadernos de Saramago, publica fragmentos de sus obras. Una forma posmoderna —a ratos y en pedazos— pero no menos legítima, de acercarse y seguir leyendo al inmortal portugués.

Anoche publiqué en mi muro de Facebook una liga hacia la entrada Pensar, pensar, publicada en el referido blog cuando amanecía en Portugal. Publiqué ese vínculo porque la frase me parecía de una urgencia absoluta. Desperté esta mañana con la noticia del fallecimiento del gran José Saramago. Y sentí ese vacío que se suele sentir cuando uno sabe que un genio ya no está entre nosotros. Nos quedan sus palabras, que son muchas para fortuna nuestra.

Al pie. Decía al inicio que Saramago en cierto modo me devolvió también la pluma. Desde la primera vez que lo leí, me di cuenta lo necesario que era reinventar la escritura para uno mismo, al margen de los demás. Con cada acercamiento que he tenido a su obra, esta necesidad se ha reforzado y ha operado siempre como un catalizador para abrir la llave de la inspiración. Tal y como sucede en este momento.

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