La muerte es, sin lugar a dudas, uno de los temas que más trabajo me cuesta enfrentar. Y, sin embargo, hace un rato me di cuenta que es de los motivos que más me han llevado a escribir en los últimos años, dejando de lado quizá la literatura y la música. La muerte ha sido, sin duda, el tema que más veces me ha llevado a romper el silencio escrito. Porque, aunque es un asunto del que me resisto a hablar, me vuelco con cierta naturalidad a escribir sobre ella. Lo que me produce la muerte es innombrable y, pese a ello —o quizá justamente debido a ello—, he terminado muchas veces escribiendo largas páginas sobre ella.
El primer recuerdo plenamente consciente que tengo de la muerte se remonta a un cuarto de siglo atrás. Una mañana, mientras los cientos de niños que poblábamos la primaria donde estudié nos encontrábamos formados para una ceremonia cívica en el patio, nos anunciaron que Carlos, un chico de mi grupo, había muerto a raíz de un accidente montando a caballo. Carlos, como yo, tenía entonces 10 años.
Mi niñez, como he contado algunas veces, parece haber sido eliminada de mi memoria hace mucho tiempo. De ahí que no conservo mucho más de aquel momento ni de los que vinieron después. Recuerdo, eso sí, la ausencia incomprensible y lo que ésta me provocaba. Soy incapaz de evocar lo que me hayan dicho los adultos al respecto. Ignoro si eso haya influido en mi modo de procesar la pérdida, si es que realmente conseguí procesarla.
Con los años, no han sido muchas las partidas que me ha tocado vivir, pero han sido profundas. Todas, acompañadas —como con casi cualquier circunstancia en mi vida— de una larga cadena de interrogantes y reflexiones que me animo a tildar de filosóficas —con efe minúscula, eso sí— a falta de un mejor adjetivo.
Este año la primavera me ha traído dos despedidas radicalmente distintas y, pese a ello, semejantes en sus efectos. Sobre la primera de ellas —harán este sábado cuatro semanas—, quise escribir para ayudarme y no fui capaz: mi abuela Esperanza murió el Sábado de Gloria, después de casi 90 años en este mundo —60 de los cuales compartió de la mano de mi abuelo— y tras 10 años de despedirnos de ella sin querer que el adiós fuera cierto. La despedimos con lágrimas, con llanto, pero también con Mariachi, con fiesta, dichosos y agradecidos por las nueve décadas que su sonrisa iluminó este mundo.
En contraste, como hace 27 años que despedimos a Carlos en el colegio, hoy volví a enfrentarme a la incomprensible pérdida de una vida que apenas había dado sus primeras flores. Y hoy, como entonces, la ausencia me paralizó y se quedó con todas mis palabras. Cualquier intento por decir algo terminaba en un nudo en la garganta, por instantes convertido en llanto, aunque las más de las veces contenido quizá indebidamente.
Hoy Georgina, una niña que estudiaba la secundaria en la escuela donde trabajo, se nos adelantó prematuramente. Hasta ahora que escribo estas líneas, el nudo en la garganta me ha llevado a evadir el tema en mis conversaciones. En unas horas, sin embargo, debo romper ese silencio. Sus amigos y maestros, tras algunos ejercicios de catarsis en los que, cada uno a su modo, ha tenido oportunidad de iniciar el proceso de duelo, organizaron para mañana una pequeña ceremonia de despedida para agradecer a Geo el habernos regalado un trozo de su vida. Será entonces que habré de decir algo.
No sé qué palabras saldrán de mi boca. Quisiera escribirlas antes, previniendo una crisis de llanto frente a las decenas de niños que estarán reunidos con nosotros. Mi alma sabe lo que quiere transmitirles, pero no ha encontrado las palabras adecuadas. ¿Existirán siquiera? Sé muy bien, eso sí, lo que no quiero decirles. Tengo claro que no me interesa hacer de su duelo una oportunidad para el chantaje. Suena terrible, lo sé, pero con el paso de los años he escuchado ya suficientes prédicas que convierten la pérdida de los que queremos en un pretexto para moralizar. Peor aún: mientras más prematura es la despedida, más se abusa de semejante discurso.
No. Mañana quiero ser capaz de celebrar la vida honrando y agradeciendo lo mucho que Geo nos dejó en su brevísimo paso por este mundo. Posiblemente dentro de 30 años, muchos de los compañeros de Geo no recordarán lo que yo diga mañana —tal y como me sucede hoy tratando de recordar esa lejana mañana de 1986—. Sin embargo, si en alguno queda algo, me gustaría que fuera la idea de que la vida tiene sentido por breve que sea y que merece vivirse con plenitud, sin remordimientos; con alegría, celebrando con cada acto el regalo que encierra cada mañana. Quisiera ser capaz de decirles que lloren si quieren, que se enojen si les hace falta, que se abracen cada que lo necesiten. ¡Que hagan lo que les venga en gana! Y que recuerden, sí, pero cuidando que el recuerdo no sea un obstáculo que les impida vivir lo que les corresponde, sino una fuente de luz para seguir haciendo su propio camino.
jueves, 25 de abril de 2013
martes, 5 de febrero de 2013
Existencia: A un año de la partida de Amaya
Hace unas horas el espíritu de Amaya Marichal cumplió un año de haber abandonado el cuerpo contra el que libró una dura batalla. La cercanía de lo material dificulta comprender quién derrotó a quién, pero para mí es claro, pues al final quien sobrevive es más fuerte, y en este caso ha sido el espíritu de Amaya, que sigue entre nosotros.
Lo admito: la dicotomía cuerpo/espíritu es peligrosa. Me obliga a pensar en la enfermedad y sus metáforas, observadas y descritas con mirada crítica por la eterna Susan Sontag, quien también —como Amaya— dejó este mundo por complicaciones ligadas al cáncer. Acepto que al final esas metáforas son quizá muletas para explicarnos nosotros mismos el mundo en la manera en que nos viene mejor comprenderlo.
A lo largo de cuatro años —de 2008 a 20111— escribí varias veces sobre y para Amaya. Pero fue en el arranque de 2012 cuando más letras lancé en este blog refiriéndome explícitamente a ella. El primero fue "Basta", el 12 de enero; a este texto tuve que responderme yo mismo con una nueva entrada al día siguiente, para separar de canal la discusión, por respeto a la misma Amaya. Sin embargo, para mí era evidente que Amaya simpatizaba con lo que yo había intentado transmitir ese 12 de enero: pedir respeto, al margen de discusiones teológicas en las que seguramente tendría yo mucho por aprender. Al menos eso he creído desde ese día, cuando la propia Amaya compartió mi texto en su cuenta de Twitter, con el que fuera dolorosamente su último RT.
Días más tarde, el 23 de enero de 2012, con la edición impresa de El Mundo según Amaya en mis manos, escribí sobre "Esos mundos donde no estamos solos". No me extiendo sobre el tema, que ahí sigue el texto para quien quiera leerlo.
La siguiente referencia a Amaya en este blog apareció iniciando febrero, para despedirme de ella y de otro entrañable joven que había fallecido un par de días antes que ella. "Dos columnas" era mi pequeño homenaje en esos dolorosos días llenos de confusión, días en que casi cualquier pensamiento remataba con un por qué buscando una pequeña señal de sentido.
Curiosamente, el texto que más me gusta leer para pensar en Amaya no lo publiqué en este blog —ni en su precursor, que fue donde nos conocimos—. Me refiero a un brevísimo texto titulado "Existencia", escrito en ese mismo enero de 2012. Ahí la pregunta no es un por qué, sino para qué. Y eso puede hacer una diferencia importante.
No exagero si digo que la existencia de Amaya es una de esas que han marcado —quizá incluso cambiado— el rumbo de la mía propia. Lo sé: suena extraño cuando uno se refiere así a una persona con la que nunca tuvo oportunidad de charlar cara a cara. O quizá sí: porque a veces las palabras, cuando son sinceras, muestran mejor nuestros rostros que la presencia física. Y a través de las palabras Amaya y yo nos encontramos muchas veces.
Ya he narrado más de una vez el papel de Amaya en mis primeras incursiones en el universo de los blogs e incluso nuestro arranque casi simultáneo en Twitter, siendo uno de los primeros seguidores en la lista del otro y viceversa. Pero la trascendencia de Amaya en mi vida va mucho más allá del acceso a una plataforma tecnológica: se encarna en rostros, en vínculos; se materializa en decisiones, se explica a través de provocaciones, coincidencias y diferencias que siempre terminaban en crecimiento.
¿Idealizo? Probablemente. Lo he hecho siempre y en casi cualquier circunstancia, con un gran número de personas. Lo hacemos todos. Las cosas son lo que son sólo en la medida en que nuestros sentidos y nuestra memoria registran que han sido. Y ese idealizar me ha permitido escudriñarme y explorar nuestra condición desde numerosas perspectivas. Con Amaya tuve oportunidad de encontrar diálogo en esa tarea de escudriñar y, sobre todo, de ampliar el número de interlocutores que a veces uno echa tanto en falta.
A un año de distancia, el para qué sigue abierto. Es un para qué orientado a movilizar el pensamiento y las acciones. Porque no sé si las cosas pasan por algo, pero estoy convencido que pasan para algo. Y eso hay que descubrirlo todos los días.
Para mí, que con frecuencia caigo en el fatalismo, la certeza de que existe un sentido —a veces claro, a veces oculto— en todo lo que nos rodea, justifica toda existencia. Pues, aunque somos un instante, somos parte de algo mucho más grande; de ahí que no tengo duda: en nuestra insignificancia, tenemos la trascendencia al alcance.
viernes, 26 de octubre de 2012
Quisiera escribir
Una hora. Sí, parece que tengo disponible una hora. ¿Para qué? Para mí. Y lo primero que pienso es en escribir. No porque no tenga otras alternativas (comer, por ejemplo, para evitar andar con un sándwich en el estómago, como ayer), sino porque el cúmulo de palabras acumuladas es inmenso y ya se se parece a una jaqueca. Más aún: a un ataque de migraña.
Abro esta página y comienzo. O, mejor dicho, simulo que comienzo. Porque en realidad no digo nada. O al menos nada de lo que quisiera decir. Nada de eso que parece ya cortar las pocas sinapsis que operan con normalidad en mi sistema nervioso. ¿Qué escribo entonces? Esto. Escribo que quisiera escribir reflexiones surgidas de sonidos, imágenes, encuentros. Escribo que quisiera escribir sobre los pasos que caminamos —¡hace ya casi un mes!— sobre la delgada isla de los rascacielos que insisten en desafiar al cielo —y a los hombres— como si Babel ni siquiera una fábula —porque a los que mandan construir rascacielos las moralejas les dicen poco o, más probablemente, les resultan incomprensibles—. Escribo que quisiera escribir sobre la enorme y poderosa dosis de alimento que tuve la oportunidad de dar a mi espíritu en una nueva edición del Festival Internacional Cervantino —la cuadragésima en su historia, la cuarta consecutiva en mi biografía— y de la cual deriva una larga cadena de sentires que merecerían cada uno un par de las horas que ahora mismo consumo escribiendo que quisiera escribir sobre ello. Escribo también que quisiera escribir sobre las crisis pedagógicas que han acompañado mis pasos con particular énfasis en los meses recientes, crisis que han sido aderezadas por pequeñas pero significativas provocaciones que me mueven a un intento de diálogo que invariablemente se frustra ante la ausencia de un interlocutor que coincida conmigo en el mínimo necesario de tiempo y espacio para que que pueda materializarse.
Escribo que quisiera escribir sobre tantas cosas, pero los sesenta minutos de los que disponía cuando comencé a escribir esto, han sido interrumpidos una y otra vez. No han sido míos como ingenuamente anhele a llegar el primero. Y así, es hora de moverme de aquí. Hay, sin embargo, una luz. Una luz que dice que vendrán pronto algunos periodos semejantes a este que ahora termina de consumirse. Hay, pues, esperanza de venir a escribir sobre todo ello.
viernes, 14 de septiembre de 2012
Inspiración
Después del acto cívico que organizamos en el colegio cada año para conmemorar el 16 de septiembre, mientras decenas de niños corren por el patio, se me acerca sonriente Emilio, que cursa segundo de Primaria.
"Me gustó mucho cómo diste el grito."
"¡Gracias!" respondo, entre sorprendido y emocionado. "Es que me motiva verlos tan entusiasmados."
Con los ojos brillando —con la misma intensidad con la que brillaban minutos antes los de la mayoría de sus compañeros mientras respondían a mi arenga con sus "¡Viva!"— sonríe todavía más y me pregunta: "¿Te inspiramos?"
Trato de responder con un claro: "Sí, me inspiran", pero me traiciona la misma lágrima que ahora, mientras lo escribo. Alcanzo a pronunciar el "Sí" y sonriendo le sacudo el cabello, como hago con los pequeños cuando quiero acompañar un gesto de afecto.
Emilio vuelve al patio a jugar. Y yo me quedo con ese "Sí, me inspiran" y lo completo con un: "Me inquieta pensar en lo que les estamos legando, pero al mismo tiempo me llenan de esperanza."
Camino de vuelta a mi oficina pensando en esa macabra tentación que ronda las aulas de cualquier escuela: dejarles el futuro a ellos, como si el presente resultara irremediable.
"Me gustó mucho cómo diste el grito."
"¡Gracias!" respondo, entre sorprendido y emocionado. "Es que me motiva verlos tan entusiasmados."
Con los ojos brillando —con la misma intensidad con la que brillaban minutos antes los de la mayoría de sus compañeros mientras respondían a mi arenga con sus "¡Viva!"— sonríe todavía más y me pregunta: "¿Te inspiramos?"
Trato de responder con un claro: "Sí, me inspiran", pero me traiciona la misma lágrima que ahora, mientras lo escribo. Alcanzo a pronunciar el "Sí" y sonriendo le sacudo el cabello, como hago con los pequeños cuando quiero acompañar un gesto de afecto.
Emilio vuelve al patio a jugar. Y yo me quedo con ese "Sí, me inspiran" y lo completo con un: "Me inquieta pensar en lo que les estamos legando, pero al mismo tiempo me llenan de esperanza."
Camino de vuelta a mi oficina pensando en esa macabra tentación que ronda las aulas de cualquier escuela: dejarles el futuro a ellos, como si el presente resultara irremediable.
lunes, 10 de septiembre de 2012
Quienes amamos la delicada experiencia de perderse en las letras... quienes estamos dispuestos a todo en la travesía irrepetible que significa perseguir la palabra justa —esa que tan pocas veces se deja atrapar—... quienes ansiamos en cada conversación —por trivial que parezca— la irrupción de algún vocablo perdido, un vocablo capaz de arrojarnos al abrasador abismo donde el alfabeto construye mundos infinitos a nuestras espaldas. Nosotros, todos, lo echaremos mucho de menos, Don Ernesto.
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