Hoy pintaba como un buen día para retomar mis recuentos del 2009, pero una vez más las circunstancias me lo impiden. Esta vez dolorosamente. Y no sólo eso. Me provocan también la necesidad de violar una de las reglas-no-escritas que han regido buena parte de mi vida. Ante la impotencia, ante la frustración que me produce la injusticia, rompo el silencio.
Advierto: no quisiera cansar con una historia que, para ser completa, me obligaría a escribir varios tomos, así que arriesgando un poco la claridad intentaré ser breve. Pero no garantizo nada.
Cuando hace ya varios meses decidí renunciar a mi empleo anterior, lo hacía motivado por mi propio cansancio, mi desgaste y mi crisis vocacional, pero también decepcionado, fastidiado del hedor que desprendía la forma en que se tomaban ciertas decisiones a mi alrededor y pasando por alto mi supuesta jerarquía. El hartazgo pronto alcanzó otro nivel: mi impresión era que, al mantenerme en el sitio que ocupaba, era cómplice y responsable del maltrato, la humillación, que recibían determinadas personas, incluyendo, ¿por qué no decirlo?, aunque fuese de modo indirecto, quienes se suponía habían de beneficiarse de mi trabajo y el del equipo a mi cargo.
No quiero parecer ingenuo. Tras una década en el 'negocio' de la educación privada en nuestro país, tengo claro que lo último que mueve a ese aparato son las ganas de sacar adelante cualquier cosa distinta a los intereses particulares —muchas veces, aunque afortunadamente no todas, mezquinos— de quienes emprenden en el ramo. Pero también soy un convencido de que estos intereses podrían ser compatibles, como en cualquier otra industria, con una vocación de servicio y una cultura de respeto hacia sus empleados. Tristemente no siempre se aprovecha esa oportunidad.
Seis veces en diez años he dejado un trabajo. En dos ocasiones fue con dolor pero creyendo que al hacerlo accedía a una oportunidad superior de hacer algo en lo que creía. Una más, lastimado por tres años y medio que concluyeron en una larga cadena de frustraciones y confusiones internas, creyendo que al despedirme hacía lo mejor para todos. Las dos últimas, en diferentes momentos pero en la misma institución, cansado de creer. En medio de todas, cuento también la única despedida involuntaria, cuando la incomodidad que provocaba en algunas personas en mi alma mater terminó en una gentil invitación a firmar una renuncia, sin conseguirlo pero sí logrando el efecto esperado de mi salida —muy escoltado y a la fuerza, eso sí—.
Pero regreso a hace un año, en mi empleo anterior. En diciembre de 2008 me notificaban la necesidad de un absurdo —y en sentido estricto, innecesario— recorte de personal en diferentes áreas del colegio. En aquel entonces, recién desembarcado del viejo mundo, logré aprovechar el valor de mis bonos con los jefes para encontrar una salida que, si bien implicaba algunos costos —incluyendo el sacrificio de la mitad de mis ingresos en aquel entonces—, permitía dejar intactas a otras personas y seguir adelante con el sueño que intentaba recuperar tras mi primer renuncia, en 2007.
No pasaron más de tres o cuatro meses para que me diera cuenta de la realidad: las cosas no mejoraban, muy al contrario; empezaban las decisiones a mis espaldas. Comenzaba el ataque para desmembrar, sutilmente todavía, el equipo que paulatinamente veníamos consolidando. Quizá no éramos los mejores. Cierto que no habíamos logrado resultados espectaculares en los estados de cuenta, pero no tengo duda de que estábamos colocando a la institución en una posición que difícilmente habrían imaginado quienes conocieron el "proyecto" en vías de putrefacción que había recibido yo tres años atrás.
Vuelvo a los hechos: tomé una decisión convencido de que mi visión radical de las cosas era incompatible con lo que sucedía a mi alrededor, pero creyendo —otra vez, creyendo, vaya ingenuidad— que los demás, desde sus trincheras a nivel de cancha, desde sus aulas, desde sus pequeños territorios, podían mantener viva una delicada lucha, como sucede en tantas y tantas aulas a lo largo y ancho del país. No contaba con que el grado de ambición de unos cuantos podía cegarles al grado de asfixiar esos brotes de pequeñas pero significativas posibilidades.
Apenas un mes después de mi salida empezaron las señales de que no habría empacho en pisotear lo poco o mucho que se había cultivado. Pero las noticias que recibo esta semana rebasan cualquier límite. "Quisiera no hubiera terminado así", me escribía esta mañana uno de los caídos. Nadie quiere que las cosas acaben así. Y desde aquí solo puedo decir que los abrazo. Diré una tontería, pero quiero decirla: me siento incluso responsable; quizá si no hubiéramos formado un equipo tan sólido hoy no dolería tanto. Vale, no pretendo cargar con esto. Suficiente cargo ya que no me corresponde. Pero es una forma de decir que me duele su dolor, que desde acá les acompaño.
No sé qué hago ventilando esto aquí. Decía que estoy rompiendo una de mis propias reglas. Quizá lo hago porque escribir esto aquí es lo más cercano que conozco a dar un grito en la calle, a los cuatro vientos. Total, igual y nadie se entera.