Paralelamente a mi reconciliación con la narrativa, 2008 representó mi introducción a nuevos paradigmas a través de otro tipo de lecturas. Mi encuentro con algunos autores estuvo claramente mediado por mis maestros en el doctorado, mientras otros cruces fueron producto de un aparente azar. Lo apasionante fue el modo en que estas diversas lecturas comenzaron a articulares con las de ficción y con los hechos cotidianos. De pronto, hace doce meses, las circunstancias me pusieron ante auténticas dudas existenciales. Algunas llevaban años enterradas, cubiertas por el polvo acumulado a lo largo mi andar en las rutinas de lo cotidiano; otras parecían completamente nuevas pero, al explorarlas con serenidad, descubría que quizá se trataba simplemente de pequeñas interrogantes que discretamente me acompañaban desde siempre, latentes, creciendo sin hacerse notar. El hecho es que en cosa de unas semanas se desencadenó una avalancha de descubrimientos que con el paso de los meses fue dejando en su lugar un nuevo paisaje. Ése en el que ahora, cautelosamente, intento moverme.
La forma en que ciertas páginas colaboraron con esta revolución interior puede resultar trivial o incomprensible para algunos. Quizá porque este tipo de metamorfosis sólo pueden valorarse cuando uno se pone en blanco lo más posible, desprendiéndose de todos sus esquemas previos, intentando asumir un estado de atención absoluta. Cuando uno está abierto. Atento a sí mismo y a lo que le rodea. Consciente de estas limitaciones, pongo sobre la mesa, un poco a modo de ejercicio introspectivo, algunas de las lecturas clave en este proceso de transformación.
Cuando Simone Weil habla de "un método para el ejercicio de la inteligencia, que consiste en mirar", me ayuda a explicar un poco la perspectiva de la que vengo hablando, esa disposición de apertura ante la realidad. En una de las notas compiladas en La gravedad y la gracia, Weil escribe:
El poeta produce lo bello con la atención fija en lo real. De igual modo que un acto de amor. Saber que ese hombre que tiene hambre y se existe tan verdaderamente como yo, basta —lo demás se desprende por sí solo.
Intentar, en la medida de mis limitadas posibilidades, ese modo de atención, me llevó pronto a ver ciertas cosas con una suerte de naturalidad que nunca antes había experimentado. Y después, al irme topando con ciertos textos, no encontraba sino la corroboración de aquello que —a veces con palabras y a veces sin ellas— había venido experimentando.
Con esa naturalidad cayeron dentro de mí expresiones como las de Vandana Shiva, cuyos planteamientos reseñé en mis blogs en la primera mitad del año. Así, no pude menos que sentirme identificado con la pensadora india cuando afirma:
El acto de vivir y de celebrar y conservar la vida en toda su diversidad –en las personas y la naturaleza- parece haber sido sacrificado en aras del progreso, y la santidad de la vida sustituida por la santidad de la ciencia y el desarrollo.
Su propuesta ecofeminista me parece hoy no sólo impecable, sino urgente. En Abrazar la vida, Shiva propone una filosofía que "no tiene su fundamento en el género" ya que "el principio femenino no está únicamente encarnado en la mujer sino que es el principio de actividad y creatividad de la naturaleza, la mujer y el hombre".
Con semejante espontaneidad se acomodaron también en mi estructura los planteamientos de Zygmunt Bauman, sociólogo al que nunca había leído y que me tiene todavía cautivado. En las páginas de Modernidad y Holocausto, Bauman invita a dejar de ver el genocidio como una herida, y enfrentarlo como una “prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades ocultas de la sociedad moderna”. Reconoce que la civilización moderna no fue condición suficiente para semejante tragedia, pero sí una "condición necesaria". Y su argumentación al respecto me parece impecable. (Mi deuda con Bauman es grande, pues este mismo texto sembró en mí ideas fundamentales para los temas que hoy estoy estudiando.)
Vidas desperdiciadas, otra obra del mismo autor, refleja con fuerza muchas de las reflexiones e inquietudes sobres las que he venido dando vueltas en estos meses. Sólo por citar un ejemplo:
Si la vida premoderna era una escenificación cotidiana de la infinita duración de todo excepto de la vida mortal, la líquida vida moderna es una escenificación cotidiana de la transitoriedad universal. Nada en el mundo está destinado a perdurar, y menos aún a durar para siempre. Con escasas excepciones, los objetos útiles e indispensables de hoy en día son los residuos del mañana. Nada es realmente necesario, nada es irremplazable. Todo nace con el sello de la muerte inminente; todo sale de la cadena de montaje con una etiqueta pegada de fecha de caducidad […]. Ningún compromiso dura lo suficiente como para alcanzar un punto sin retorno.
En una línea cercana se me apareció una y otra vez Richard Sennet, quien —con La corrosión del carácter— me ayudó a ordenar buena parte de mi crisis en el ámbito laboral y comprender significativamente mis tribulaciones al respecto. Sennett considera que vivimos tiempos ilegibles que confunden impactando trágicamente en el carácter de las personas, en el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y relaciones con los demás, ya que se genera una ruptura entre el buen trabajo y el buen carácter: entre las cualidades que exige el primero y las que supone el segundo. En clara armonía con los planteamientos de Bauman, Sennet escribe:
¿Cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo? ¿Cómo pueden sostenerse relaciones sociales duraderas? ¿Cómo puede un ser humano desarrollar un relato de su identidad e historia vital en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos? Las condiciones de la nueva economía se alimentan de una experiencia que va a la deriva en el tiempo, de un lugar a otro lugar, de un empleo a otro.
En las últimas páginas, concluye que "un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad". Y lo que sucede a nuestro alrededor creo que le da la razón.
Podría extenderme. Está mi descubrimiento de Susan Sontag. Mis reencuentros con Ernesto Sabato y Roland Barthes. Mis cercanías y mis diferencias con Pascal Bruckner o con Giovanni Sartori. Pero esta entrada se volvería probablemente tediosa. Si has leído hasta este punto y alcanzas a comprender un poco el entusiasmo que sostiene este recuento, lo celebro gustoso. Si mis emociones te resultan extrañas, no hay de qué preocuparse. Uno se acostumbra a esas pequeñas soledades.