Es casi un cliché afirmar que la música de Giacomo Puccini habla directamente al corazón. Un cliché comprensible, legítimo, pero insuficiente. Las notas del compositor toscano sacuden el alma, acarician la piel, encantan la mente. Hace poco menos de una década que escuché por primera vez en vivo la interpretación de una ópera de Puccini. Desde entonces, no he dejado de explorar y maravillarme descubriendo el mundo del bel canto. Pero en medio de todas mis expediciones operísticas, Puccini permanece como mi favorito. No importa qué tan trilladas puedan juzgarse algunas de sus arias más representativas, estoy convencido de que su popularidad es más que justificada.
Ayer, gracias a los avances de la tecnología en el mundo del entretenimiento y la cultura, tuvimos oportunidad de presenciar en vivo la representación de Madama Butterfly en el Met de Nueva York. Las casi tres horas y media que duró la transmisión —vía satélite, con audio y video de alta definición, auténticamente impecables— constituyeron una experiencia maravillosa.
La producción del fallecido Anthony Minghella y su esposa Carolyn Choa, es una auténtica joya visual, acompañamiento perfecto para la magistral partitura de Puccini. La pantalla gigante HD instalada en el Auditorio Nacional nos permitió ser testigos de una producción inmaculada con las interpretaciones de un magnífico elenco. La Cio-Cio San que nos regaló Patricia Racette, resulta de una potencia indescriptible: de la risa al llanto, de la esperanza a la tragedia, termina siendo imposible contener las lágrimas. La declaración de amor entre Butterfly y Pinkerton al cierre del primer acto, así como el final de la segunda parte dominado por el esperanzado silencio de Cio-Cio San y su hijo, a lado de Suzuki, son dos de los momentos de mayor contundencia, reforzados por imágenes de una fuerza descomunal.
Por supuesto, las dos secuencias más poderosas resultan la ingenua fe de Cio-Cio San en "Un bel di..." —en una de las mejores interpretaciones que he visto y escuchado— y la escena final, a partir de la despedida de la madre hacia su hijo. Y aquí otra de las genialidades de esta producción del Met (estrenada en 2007): el empleo de títeres siguiendo una de las tradiciones del teatro japonés. El hijo de la desafortunada pareja es interpretado por una marioneta manipulada por tres actores: resulta increíble la forma en que, segundos después de su primera intervención, uno olvida a los hombres que manipulan esas extremidades, para involucrarse emocionalmente con ese niño de madera.
Para redondear la experiencia, antes de que se levantara el telón y en los dos intermedios, la soprano Renée Fleming hacía las veces de anfitriona, entrevistando a parte de la producción y haciendo algunas referencias al montaje que presenciábamos. ¡Y todo esto por entradas que iban desde los 40 hasta los 160 pesos!
Al entrar, junto con el programa de mano, nos entregaron la programación de transmisiones HD para la temporada 2009-2010; mientras no sea posible ir directamente al Met, es maravilloso saber que uno podrá estar desde acá.
Apunte. No me canso de preguntarme: ¿por qué en México somos tan conservadores al momento de montar una producción de ópera? Seguimos jugando a los montajes acartonados, como de set de televisión, que pretenden imprimir un sello pseudo-realista a las historias, terminando por volvernos terriblemente repetitivos y monótonos. En contraste, el montaje de Minghella es una muestra de auténtica creatividad y genialidad artística.
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