... o de "cómo las películas han traído a mi vida buena música".
La tarde cayó con todo su peso y sin piedad sobre mí. El cansancio acumulado a lo largo de una intensa y extraña semana, caracterizada en buena medida por noches de insomnio y despertares de madrugada, intentó pasarme una primera factura y me quedé dormido unos treinta o cuarenta minutos mientras escuchaba un poco de música.
Y desperté con ganas de explorar aquí una idea que he tenido en el tintero durante largos meses y que una experiencia fílmica reciente me puso en la cabeza de nuevo: la forma en que cierta música aparece en nuestras vidas y se convierte en fundamental. La música siempre ha sido parte de mí. Desde pequeño mis padres nos rodearon de sonidos a veces consciente y estratégicamente, otras tantas sin darse cuenta. Sin duda muchos de mis gustos musicales se cultivaron así, en familia. Pero otros aparecieron de forma absolutamente inesperada. Me refiero al gusto por sonidos que no existían habitualmente en casa: el jazz, la ópera, el tango. Estos, entre otros, llegaron a mí casi invariablemente a través de películas. Comparto dos casos que, curiosamente, se dieron en la misma época, hará cosa de 15 años.
12 monkeys, impecable película de ciencia ficción, me permitió por ejemplo conocer a Astor Piazzolla, hoy uno de mis compositores fundamentales. La partitura de la Suite Punta del Este que funciona como tema recurrente en la cinta de Terry Gillian me hipnotizó. ¿Qué era ese sonido? Desde entonces a la fecha he acumulado en mi biblioteca musical poco más de horas de música del genial compositor argentino, y muchas de sus composiciones resultan hoy indispensables para explicarme.
Más intrincado resultó mi camino hasta el mundo del jazz. Poco antes de los 12 monos, vi por accidente en algún canal de televisión The Fabulous Baker Boys, película protagonizada por Michelle Pfeiffer y los hermanos Jeff y Beau Bridges, interpretando ellos a un par de pianistas de jazz y ella a una sensual vocalista. La banda sonora original es compuesta por Dave Grusin, y a lo largo de la película se escucha uno que otro clásico. Fue curiosamente en voz de Pfeiffer como conocí una cursilería que desde entonces me fascina: "My Funny Valentine". [Acepto, por supuesto, que lo suyo lo suyo no es la cantada.] A partir del disco de la película, todo fue cuestión de ir escarbando hasta armar mi colección de jazz en permanente evolución gracias a las sabias recomendaciones de conocedores del género y las extraordinarias casualidades que me siguen enfrentando igual con clásicos que con absolutos pero maravillosos desconocidos.
En los mismos años conocí a Madredeus gracias a la Historia de Lisboa de Win Wenders, y descubrí el mundo de Zbigniew Preisner mientras descubría el cine de Kieslowski. También tuve uno de mis primeros tímidos contactos con la ópera gracias a The Age of Innocence, de Martin Scorsese, basado en la novela de Edith Wharton. (De hecho, creo que gracias a Scorsese he descubierto muchas cosas, como me sucedió apenas hace unas semanas con el hallazgo de Kryzstof Pendereki vía Shutter Island.)
Esta divagación podría ser interminable. Pero al menos he tenido chance de sacarme una espina guardada hace tiempo y, a la vez, seguir mi proceso de recuperación de la escritura en este espacio. Si todo marcha bien, pronto regreso con los pendientes anticipados aquí hace un par de días, para seguir compartiendo algunas alegrías y exploraciones de las últimas semanas.
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