Aquí sigo, en medio de mis infinitas dificultades para asignar prioridades y poner orden en mis quehaceres, recuperando mis proyectos de investigación que ya comenzaban a enmohecerse y encontrando, una vez más y seguramente no por última, lo fácil que es decir y lo difícil que resulta hacer. Entre tanto, lento pero seguro, ando leyendo La caverna, una vieja novela de José Saramago que estaba arrumbada en uno de mis rincones. Anoche me topé en sus páginas con uno de esos textos que de pronto explican con inmejorable lucidez lo que uno anda sintiendo o pensando, de modo que, así, sin más, aquí las comparto...
«Autoritarias, paralizantes, circulares, a veces elípticas, las frases de efecto, también jocosamente llamadas pepitas de oro, son una plaga maligna de las peores que pueden asolar el mundo. Decimos a los confusos, Conócete a ti mismo, como si conocerse a uno mismo no fuese la quinta y más dificultosa operación de las aritméticas humanas, decimos a los abúlicos, Querer es poder, como si las realidades atroces del mundo no se divirtiesen invirtiendo todos los días la posición relativa de los verbos, decimos a los indecisos, Empezar por el principio, como si ese principio fuese la punta siempre visible de un hilo mal enrollado del que basta tirar y seguir tirando para llegar a la otra punta, la del final, y como si, entre la primera y la segunda, hubiésemos tenido en las manos un hilo liso y continuo del que no ha sido preciso deshacer nudos ni desenredar marañas, cosa imposible en la vida de los ovillos y, si otra frase de efecto es permitida, en los ovillos de la vida.»
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