O al menos casi contra mi voluntad... pero los cierto es que me resulta ya inevitable. Lo reconozco: no quería escribir sobre el tema. Ingenuamente esperaba que el asunto se fuese diluyendo y, mientras eso sucedía, guardaría mis palabras, dejaría descansar este espacio. Suficientes cosas tengo que ponerme a hacer. Y es quizá esa presión la que hoy me trae aquí. Porque mientras intento escribir las páginas —las muchas, muchísimas páginas— que me faltan para enviar a Barcelona, en mi mente revolotea el mutado virus y resulta complicado dejar de pensar en él, en su origen, en su amenaza... en las una y mil teorías conspiradoras, tanto las que ocultan una tragedia aún más letal, como las que alertan de estar ante una epidemia más ficticia que todas las creadas por Hollywood juntas. A ratos comprar esas posibilidades ayuda, como ayuda también seguir con pleno convencimiento las nuevas normas sociales (evitar el saludo, ocultar el rostro). Pero he de confesar que contra todo lo que uno se convence en privado, pasar un momento en el espacio público termina por cimbrarlo a uno. Flaquear resulta inevitable. Al menos para quienes somos más débiles de lo que parecemos. Y el miedo nos habita a ratos. Tanto el miedo ante el virus como el miedo ante el complot universal... y más ante, lo que cada vez me parece más viable, una casual y desafortunada coincidencia entre ambos.
Y mientras escribo me doy cuenta de que hablar aquí era quizá algo que me hacía falta. Inicié estas divagaciones con la firme convicción de no decir nada. Quería dejar las palabras a otros, a voces que he leído y que en su ingenuidad, su insensatez, su optimismo, su catastrofismo, su desconexión, o cualquiera que sea su perspectiva, han dicho cosas que, sin ayudar en principio gran cosa, sin aportar demasiado quizá a la solución —si es que la hay— de la situación que atravesamos, simplemente me han gustado.
Como José Saramago, quien, esta mañana en su blog, reconociendo no saber «nada del asunto», moraliza sutilmente sobre la industrialización de la naturaleza, con una verdad que más allá de su posible o no validez, como él admite, «no puede ser ignorada».
O Ángeles Mastreta, cuya colaboración con el diario El País recupera con su delicada voz de cronista, la imprudencia de quienes, sintiéndonos inmunes, nos negamos a «imaginar el espanto» y nos hacemos «el favor de no temer». Y gracias a ese artículo, citado en la primera plana de la edición digital del diario español, encontré el blog de Mastreta, que también ya me consuela a ratos en este encierro.
En fin. Que he dicho ya algo y mejor es eso que nada. Y al menos habrá de servir para exigirme ponerme a trabajar en el resto de mis obligaciones, que ellas no saben de virus ni epidemias. Sólo saben de mis ansias por seguir explorando, aunque sea poco a poco, algunos de los tantos misterios y posibilidades que me rodean.
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