Estoy llegando de poco más de cinco horas de convivencia con mi equipo en nuestra adelantada comida de fin de año. Como sucede en estas reuniones en contextos tan melancólicos, no sé a qué hora sucedió pero descubro que quizá llevo demasiado tequila en las venas. Y, como suele sucederme, eso no me pone ni inconsciente ni eufórico, sino que refuerza intensamente mi melancolía. [¿Qué se hace con tanta melancolía?] Interrogantes por todas partes. Y en medio de todas ellas, se me ocurre para inaugurar oficialmente la temporada navideña en esta libreta compartir el texto del brindis que dirigí al equipo esta tarde. Va, directo y sin censura.
Confieso que no soy muy adepto a los festejos navideños. Al menos no a seguir el espíritu que tiende a dominar esta temporada desde hace algunos años.
Miro alrededor y encuentro una atmósfera que no se parece a la que rodeaba las navidades de mi infancia, mi adolescencia e incluso los albores de mi juventud. Quizá sea un problema de percepción. Quizá siempre ha sido como ahora y suceda que entonces la ingenuidad me impedía ver ciertas cosas y me ayudaba a concentrarme en lo que importaba realmente. Quizá el entorno que mi familia construía en torno a estas fechas me hacía pasar por alto los excesos, la saturación de formas y colores vacíos de sentido en las calles y los centros comerciales.
Me parece que las cosas eran mucho más simples. No hacía falta disfrazar los coches de renos para sentir que era navidad. Los vecinos no competían por el récord Guiness del mayor número de luces en cada colonia o en cada cuadra. La decoración navideña duraba unas cuantas semanas, adquiriendo un sentido de excepcionalidad que permitía valorarla de un modo distinto, pues uno no terminaba de acostumbrarse a ese paisaje cuando ya era hora de desmontar los árboles.
Parecen nostalgias de un viejo, lo reconozco. Pero es que sólo viajando a aquellas navidades del pasado —como el viejo Scrooge con el que mis amigos suelen compararme— logro rescatar el sentido de esta temporada.
Pero no soy un Grinch por completo, es cierto. Siendo claros, la Navidad sigue representando un momento muy especial para mí. Quizá porque a través de resistirme a ese nuevo “espíritu navideño” tan en boga, logro rescatar el sentido que le he ido encontrando a lo largo de mi vida: negándome a ser parte de la vorágine, cerrando el paso a la saturación de luces, ofertas y sombreros rojos, consigo reencontrarme conmigo, con mi familia, con mis amigos; logro hacer de éste un tiempo de reflexión, de evaluación de mis éxitos y mis fracasos; un tiempo de definición de planes, de ajuste a mis proyectos. Y, sobre todo, un momento para detenerme, agradecer y reconciliarme. Agradecer la oportunidad de ser y estar, aquí y ahora. Me gusta la temporada navideña para, a la luz de ese sentido de agradecimiento y reconciliación, explorar mi presente con un poco más de serenidad, en diálogo con mi pasado, y con ánimo de trazar posibilidades hacia el futuro.
Y a eso me gustaría invitarles aquí y ahora. Por un lado, les propongo ver los próximos días como una oportunidad para hacer esa reflexión desde nuestro personal agradecimiento con el Principio de todas las cosas, llamémosle Dios, Energía, Átomo o de cualquier otra manera. Yo, hoy agradezco la oportunidad de servir a cuatro centenares de niños que, de alguna u otra manera, nos necesitan. No es tarea fácil, lo saben ustedes quizá mejor que yo. Exige desprendernos con frecuencia de nuestros propios intereses, nuestras angustias, nuestras carencias; implica neutralizar lo que somos a cambio de lo que ellas y ellos pueden llegar a ser. Impartiendo una clase, atendiendo una llamada telefónica, enviando un recado a un papá molesto, trapeando un pasillo, cuidando durante las noches, negociando una prórroga en adeudos…
Detrás de cada movimiento que hacemos dentro del colegio, hay una oportunidad de abonar al futuro de cada niña y niño. Oportunidad que, me parece, encierra una obligación. Estar en donde estamos, nos compromete.
Hablaba también de reconciliación. Y la reconciliación comienza con uno mismo, para después extenderse en todas direcciones y alcanzar su momento de máximo esplendor en ese espacio casi incomprensible donde nos reconciliamos incluso con quien no tiene oportunidad o intención de que tal cosa suceda. [¿Has experimentado esa sensación?]
Dice el himno de nuestro Colegio que “no hay metas imposibles”. Dicen también por ahí que “el cielo es el límite”. Considero que para explorar territorios tan especiales, se necesita un combustible que sólo esa mezcla de agradecimiento y reconciliación es capaz de generar. Hagamos, pues, de las próximas tres semanas, una central de generación de energía a base de ambos elementos, en compañía de sus seres más cercanos.
Así pues, por ustedes, por sus familias y amigos, por la comunidad de nuestro Colegio… ¡Salud!
1 comentario:
Gracias por compartir estas palabras. Te quiero.
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