sábado, 31 de marzo de 2012

Un Papa alemán en el Bajío (I)

He tardado varios días en reaccionar acá para compartir algunas ideas a propósito de la reciente visita de Joseph Ratzinger a México. En un entorno donde la agenda la marcan los trending topics de las redes sociales, mis reflexiones llegan incuestionablemente tarde y serán ignoradas por más de los habituales. Lo asumo. Pero creo que justamente esa distancia, ese breve pero significativo lapso de tiempo que ha transcurrido entre la visita y el momento en que escribo estas líneas, me ayuda a imprimir en ellas quizá un poco más de trascendencia, buscando algo más que colgarme del tema de moda para soltar una barbaridad cualquiera.


Tarde y en mal momento, pues publico estas palabras cuando ya inicia el receso de Semana Santa: mal timing si lo que se busca es impactar en las redes. Pero tal no ha sido nunca mi intención. Si en realidad aspiro a que estas ideas trasciendan la frontera de la moda, he de apostar por mantener el tema vigente en lo fundamental y evitar que se desvanezca con el efímero interés propio de los titulares y las primeras planas. En todo caso, se trata como siempre de dejar cierto registro de lo que cruza mi mente.


Quizá poco pueda abonarse a un terreno en el que se ha dicho aparentemente todo. Pretendo acaso, como tantas otras veces, decir lo que pienso con la intención de entablar cierto diálogo que ayude a refinar las ideas, pulir el proceso de reflexión y aportar algo a mi entorno cercano. No es mi intención opinar por opinar, sumar más palabras a la arraigada "opinocracia" sobre la que escribía en mi texto anterior. Sé, sin embargo, que compartir un punto de vista es exponerse a participar del diálogo de sordos que denunciaba en esa disertación previa. Anhelo no sea éste el caso.


En las siguientes líneas propongo reflexionar en torno a las formas y el fondo que acompañaron a Benedicto XVI en su recorrido por el Bajío mexicano, buscando encontrar en ello elementos para valorar la manera en que nos vinculamos con acontecimientos como éste e identificar incluso implicaciones que pueden ayudar a comprender y valorar con mayor consciencia los tiempos que vivimos, más allá del propio viaje del jerarca eclesiástico.


Una última nota en este preámbulo. Externo aquí mi visión procurando absoluto respeto, pero entiendo que el terreno que piso es fangoso para la crítica. Como siempre, no pretendo ostentarme como poseedor de verdad alguna, acaso como portador de ideas en torno a una inquietud que asumo legítima; entiendo la crítica como condición necesaria para la formulación de ideas y la evolución del pensamiento y asumo que esa crítica por definición exige cuestionar. Sé que ejercer esta función del pensamiento en torno a quien para un buen número de seres humanos representa la máxima autoridad espiritual sobre la tierra es delicado, particularmente cuando el dogma de sus creyentes les obliga a atribuirle el don de la infalibilidad, al menos en materia de fe. En estas líneas procuro no cuestionar el contenido de las expresiones de Benedicto XVI en ese ámbito; busco, sí, orientarme a las formas y algunos significados que con ellas transmiten no solo el personaje en cuestión sino quienes rodearon su presencia en esta visita. 


Propongo la reflexión en cuatro notas, centradas en sendos temas: los días previos y el éxodo leonés; las imágenes y mensajes en torno a la visita; algunos números derivados de la misma; y, propiamente el mensaje del ilustre visitante. Para no fastidiar más de lo habitual, divido en dos entregas mis disparates, dedicando ésta a los primeros dos asuntos. 

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Como muchos otros —miles— salí de León durante esos días. (Cuentan que la invasión de leoneses en Puerto Vallarta fue impresionante: huían de la amenaza de una multitud y fueron a sumarse a otra, la víspera del Tianguis Turístico.) Las semanas previas, las bandejas de correo se saturaron de incontables advertencias sobre el caos que habría de poseer a la ciudad: se anticipaba escasez en todo tipo de productos de primera necesidad, se preconizaban saqueos a establecimientos y cajeros automáticos, se acusaba que las señales de comunicación serían bloqueadas... En resumen, se apuntaba que los miles —millones, según algunos cálculos que se mecían entre entusiasmo y amarillismo— que llegarían a escuchar al líder religioso, serían una auténtica amenaza para la "tranquilidad" de la ciudad.

Huí, pero no por miedo a las hordas de fanáticos que habrían de desbordarse a las calles, sino por la agenda que me esperaba esos días en la Ciudad de México. Saliendo de la capital del calzado retaba a otros dos mitos que circulaban en esos días. Primero: la región sería cercada; resultaría imposible entrar o salir de la ciudad a partir de cierto momento pues cerrarían las carreteras. Segundo: dejar la casa sola era exponerse al vandalismo que provocarían las multitudes eufóricas. De poco servían los tímidos intentos de las autoridades por dar a conocer las acciones logísticas alrededor del histórico acontecimiento.

Partí, entonces, no sin cierto dejo de lamentación por perderme lo que —de cumplirse las predicciones— sería un fenómeno social digno de documentarse en mi pobre memoria.

Durante mi salida de la ciudad atestigüé los empeños de quienes a toda prisa buscaban terminar la construcción de hoteles que habrían de llenarse de fieles. En el Blvd. Aeropuerto, que se convierte en la carretera a Silao, lucían ya todos esos espectaculares de las empresas que saludaban con orgullo la llegada del Obispo de Roma, cuya imagen parecía dar su aval al sinfín de logos y productos que lo rodeaban. En las pizarras que usualmente anuncian el partido estelar del fin de semana, un bar del Blvd. López Mateos informaba a sus parroquianos: "Transmitiremos En Vivo las Misas del Papa".

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A 385 kilómetros de las coordenadas que recibieron a Joseph Ratzinger, alías "Benedicto XVI", el morbo pudo más que mi voluntad: terminé encendiendo la radio para escuchar la cobertura de su arribo, los mensajes pronunciados en el ahora célebre Aeropuerto Internacional de Guanajuato —en Silao— y, no conforme con ello, encendí el televisor para ver su recorrido hacia la ciudad que me cobija desde hace casi tres años. Quería ver a esas multitudes que al día siguiente, mientras el Papa trabajaba en privado, husmearían mis rumbos y pondrían en riesgo la integridad de mi pobre patrimonio.

Dejaré para la siguiente entrada la reconstrucción de lo que sucedía en el Bajío mientras la televisión se esforzaba por mostrar la euforia de quienes salieron a las calles a recibir al Jefe del Estado Vaticano, fenómeno que se repetiría en las dos jornadas siguientes alrededor de sus actos públicos. También quedarán para la reflexión final los mensajes pronunciados por el jerarca de la Iglesia Católica. De lo visto y escuchado a través de los medios de comunicación, quiero sí recuperar un par de cosas.

Primero, lo molesto que me resultaron los mensajes leídos por el Presidente de México. Quizá es una bobada, pero me incomoda mucho que, en un acto oficial en el que se actúa a nombre de los ciudadanos a quienes representa, un Presidente se dirija a un Obispo —por más Papa que sea— con el título de "Su Santidad". Seguro habrá quien lo justifique como una expresión de cortesía, pero en tal caso un "Su Excelencia", propio de los protocolos diplomáticos, estaría en orden. El problema con el uso de "Su Santidad" es que la carga semántica de semejante expresión me parece inadmisible en un estado laico. Este pequeño detalle ilustra el resto de las palabras pronunciadas por Felipe Calderón en torno a Benedicto XVI —quien, por cierto, al menos en los actos donde compartieron el micrófono, se pronunció siempre con mayor laicismo que el propio Presidente—. Otro elemento que encontré despreciable en el discurso de Calderón, fue la manera en que reforzó el victimismo que tristemente caracteriza a nuestro pueblo. "Gracias por venir, Señor, viera que estamos rete mal, nos han pasado hartas desgracias, todo nos ha salido mal, nomás falta que nos orine un perro, pero gracias por venir, porque con su visita se nos olvida un ratito lo jodidos que estamos." Para llorar.

El segundo elemento que recupero para la crónica de lo transmitido por los medios, es la forma de las propias coberturas. Los locutores desplazados hasta la ciudad donde "el trabajo todo lo vence" —sí, ese es el lema de León— intentaban un macabro juego en el que combinaban sus esfuerzos por canalizar la luz de los reflectores sobre ellos, parecer críticos para enganchar con cierto segmento del mercado de televidentes y rendir tributo al jerarca para estar en línea con millones de mexicanos. La misión era clara: posicionar a Benedicto XVI como una marca que no ha terminado de cuajar, ante el peso de la imagen anterior de la Institución —sí, ese gran portavoz que fue Karol Wojtyla, antecesor de Ratzinger—. "Se va un Papa distinto al que llegó", escuché decir a alguno de estos empleados de las televisoras, en referencia a una aparente transformación en la percepción de la imagen de Benedicto XVI. "Hoy tenemos un segundo Papa mexicano", afirmaba una actriz y modelo transformada en comentarista del viaje apostólico, refrendando el mensaje que el propio Papa enviaba la víspera de su partida al evocar a su predecesor.

A juzgar por las imágenes y crónicas de la televisión y otros medios, la visita había sido un rotundo éxito. El Papa voló a Cuba. Yo volví a León.

Y pronto me di cuenta que la historia era otra. La contaré acá el lunes.

sábado, 17 de marzo de 2012

Ven a escucharme (pero quédate callado, por favor)

Nada quizá tan peligroso como aquello que se reafirma a golpe de negarse a sí mismo con insistencia.

Hoy desde casi cualquier frente se defiende la necesidad de fomentar el diálogo como valor instrumental esencial en nuestros proyectos de democracia. La tragedia está en que los mismos que promueven ese supuesto valor, operan sobre conductas más cercanas al monólogo, al discurso vertical, impositivo. Generemos un efecto de intercambio, una simulación de encuentro, una ilusión de diálogo. Y lo compramos con tanta ingenuidad. O comodidad, probablemente. Los simulacros nos vienen bien, no exigen demasiado compromiso.

Nos dicen que todos tenemos plataformas para hacernos escuchar. Y aunque es relativamente cierto para muchos millones de nosotros, incluso teniendo ese acceso hemos claudicado en favor de las fachadas. Vestir de diálogo nuestros monólogos. ¿Escuchar al Otro? Siempre que me garanticen que yo también tendré la palabra. Lo aceptamos casi haciéndonos el favor: habla, pero de prisa y sin aburrirme, que ya quiero que me toque.

La llamada opinocracia se contagia fácilmente. Nadie juzga que se opine de todo o en todo momento; la tragedia está en querer compartir las opiniones como verdades incuestionables y sin la disposición de entablar un auténtico diálogo. No hay deliberación posible sin sujetos capaces de expresar sus argumentos y construir sus propios juicios, pero parece que queremos ahorrarnos el camino, cual si hubiésemos nacido con la verdad de nuestro lado y solo nos tocara llevar la buena nueva a los buenos salvajes que no tuvieron la misma fortuna que nosotros. Vaya paradojas.

Las llamadas redes sociales, con un impresionante potencial para construir deliberación pública comunitaria, terminan convirtiéndose en maravilloso vehículo para el monólogo vestido de su contrario. Perverso, pero evidente. Basta un vistazo al general de los muros, líneas del tiempo, biografías o como quiera que se llame el espacio donde nos expresamos los usuarios de esas redes. Hacer clic en "me gusta" o dar "RT" con un "+1" al final, son más un modo de reafirmar nuestro monólogo interior que una expresión de encuentro auténtico con el Otro.

No siempre, es verdad. Y hacerlo a veces tampoco es —o debería ser— el fin del mundo. El problema, a mi juicio, se da cuando son estas fórmulas la base de una interacción que solo refuerza dinámicas casi autómatas, poco creativas. Ahí están los datos estadísticos de cómo usamos Facebook o Twitter. Duele ver que medios con un potencial creativo tan grande, terminen reproduciendo las fórmulas que refuerzan nuestra solitaria condición de espectadores del mundo.

Tenemos ante nosotros la posibilidad de un auténtico orden social donde la pluralidad sea tan valiosa como la expresión del individuo. Semejante orden exige, sí, ciertas disposiciones. El diálogo como encuentro auténtico con el Otro parece un buen camino.

sábado, 10 de marzo de 2012

Guadalajara

Hace casi dos años, el 22 de marzo de 2012, escribía aquí:
No pretendo hacer de este caso la evidencia máxima y contundente de la descomposición del País, ni pienso que con esto se derrame el vaso. El vaso se desbordó hace mucho, no cabe duda. Hablo del tema porque las coordenadas donde sucedió se conectan con un momento especialmente significativo en mi vida. Y aunque sé que eso no cambia las cosas, sí me obliga a lanzar un nuevo grito —no el primero, ojalá fuese el último— de furia, de frustración.
El comentario aludía a Monterrey, que atravesaba horas difíciles, horas que no han terminado todavía. Nada nuevo se me ocurre hoy. Hace una semana conversaba con una querida prima que vive en Guadalajara y le decía lo hermosa que me parece su ciudad. Ciudad que, como Monterrey, tiene fuertes conexiones emocionales con mi vida. Hoy, ya no sé qué decir, porque el dolor es tan grande pero a la vez tan compartido, todo suena a cliché.


Anoche, después de una semana de intenso calor, cayó un chubasco en los alrededores del Colegio. Cuando salí, percibí un poderoso olor a tierra mojada. "Huele a Guadalajara", pensé. Pero no, creo que en estos días Guadalajara desprende otros aromas. Si la lluvia pudiera llevarse el miedo, el dolor, la impotencia... y dejar el puro olor a tierra mojada.

domingo, 4 de marzo de 2012

Pasa de panzazo

Amigos y colegas me han pedido mi opinión sobre De Panzazo.

Para los interesados, la comparto por acá, en el blog de los temas educativo. Como siempre, son bienvenidos sus comentarios.