Nada quizá tan peligroso como aquello que se reafirma a golpe de negarse a sí mismo con insistencia.
Hoy desde casi cualquier frente se defiende la necesidad de fomentar el diálogo como valor instrumental esencial en nuestros proyectos de democracia. La tragedia está en que los mismos que promueven ese supuesto valor, operan sobre conductas más cercanas al monólogo, al discurso vertical, impositivo. Generemos un efecto de intercambio, una simulación de encuentro, una ilusión de diálogo. Y lo compramos con tanta ingenuidad. O comodidad, probablemente. Los simulacros nos vienen bien, no exigen demasiado compromiso.
Nos dicen que todos tenemos plataformas para hacernos escuchar. Y aunque es relativamente cierto para muchos millones de nosotros, incluso teniendo ese acceso hemos claudicado en favor de las fachadas. Vestir de diálogo nuestros monólogos. ¿Escuchar al Otro? Siempre que me garanticen que yo también tendré la palabra. Lo aceptamos casi haciéndonos el favor: habla, pero de prisa y sin aburrirme, que ya quiero que me toque.
La llamada opinocracia se contagia fácilmente. Nadie juzga que se opine de todo o en todo momento; la tragedia está en querer compartir las opiniones como verdades incuestionables y sin la disposición de entablar un auténtico diálogo. No hay deliberación posible sin sujetos capaces de expresar sus argumentos y construir sus propios juicios, pero parece que queremos ahorrarnos el camino, cual si hubiésemos nacido con la verdad de nuestro lado y solo nos tocara llevar la buena nueva a los buenos salvajes que no tuvieron la misma fortuna que nosotros. Vaya paradojas.
Las llamadas redes sociales, con un impresionante potencial para construir deliberación pública comunitaria, terminan convirtiéndose en maravilloso vehículo para el monólogo vestido de su contrario. Perverso, pero evidente. Basta un vistazo al general de los muros, líneas del tiempo, biografías o como quiera que se llame el espacio donde nos expresamos los usuarios de esas redes. Hacer clic en "me gusta" o dar "RT" con un "+1" al final, son más un modo de reafirmar nuestro monólogo interior que una expresión de encuentro auténtico con el Otro.
No siempre, es verdad. Y hacerlo a veces tampoco es —o debería ser— el fin del mundo. El problema, a mi juicio, se da cuando son estas fórmulas la base de una interacción que solo refuerza dinámicas casi autómatas, poco creativas. Ahí están los datos estadísticos de cómo usamos Facebook o Twitter. Duele ver que medios con un potencial creativo tan grande, terminen reproduciendo las fórmulas que refuerzan nuestra solitaria condición de espectadores del mundo.
Tenemos ante nosotros la posibilidad de un auténtico orden social donde la pluralidad sea tan valiosa como la expresión del individuo. Semejante orden exige, sí, ciertas disposiciones. El diálogo como encuentro auténtico con el Otro parece un buen camino.
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