Entre esos locos que viajan en sentido contrario
está Amaya Marichal. Las primeras entradas en su blog, El Mundo según Amaya, están fechadas en agosto de 2004. Desde entonces, ha publicado ahí un sinnúmero de textos.
Como buena apasionada de la palabra que ha crecido de la mano de los libros,
Amaya anhelaba desde hace tiempo publicar un libro, siendo que de alguna manera
llevaba ya mucho tiempo escribiéndolo y compartiendo con un creciente número de
lectores. Pero, claro, convencido de compartir con Amaya un vínculo especial
con ese objeto que hace más de cinco siglos hiciera posible el invento de
Gutenberg, entiendo que esa gran obra no fuera considerada por su creadora como
equivalente a un verdadero libro.
En estos días en que Amaya atraviesa uno de los
momentos más dolorosos de su enfermedad, su amiga Miriam se apuntó para
acompañarla en la aventura de llevar al papel ese mundo que a lo largo de más
de 7 años se ha gestado en un blog.
Esta madrugada, gracias a los buenos oficios de la
querida Liz, tuve en mis manos por primera vez El Mundo según Amaya.
Como acostumbramos muchos nostálgicos con esos objetos, lo primero que hice fue
sentirlo, palparlo, pasar sus hojas entre mis dedos. Abrí una página al azar y
mis ojos se toparon con un texto que no tardó en arrancarme la primera de lo
que sin duda serán muchas lágrimas. No fue una lágrima de dolor ni de tristeza.
No. Fue acaso melancolía. Fue también alegría ante la certeza de que, como dice
el título de ese texto en la página 140, “todos estamos conectados”.
Por la tarde me di un tiempo y fui a la versión en línea del mundo de Amaya, seguro de que en aquel octubre de 2008 en que el
texto había sido publicado, más de uno habríamos escrito ahí alguna reacción.
No me equivocaba: ahí estaban los comentarios de varios de los que en aquel año
habíamos comenzado a formar una peculiar red que hoy sigue vigente, pese a las
distancias y los abandonos de la mayoría de nuestros blogs. No me sorprendió
encontrar que lo que pensé esta mañana ya estaba registrado ahí, hace más de
tres años.
Hace unas semanas, a finales de 2011, Amaya
expresaba en su cuenta de Twitter y en su blog algo acerca del sentido de
necesitar un abrazo. En estos días, estoy seguro, Amaya está recibiendo muchos
abrazos. Los recibe de quienes están cerca, pero también a través de
comentarios en las redes sociales en las que tanto ha participado. Cada palabra
que recibe es un abrazo que dice “no estás sola”.
Y a partir de este punto me permito hablarte a
ti, Amaya. Porque mis palabras en particular quieren ser un abrazo que dice
“gracias por lo que tu existencia ha dado al mundo”. Y cuando digo al mundo
pienso en el mío, pero pienso también en los mundos que de alguna manera se
ligan a mi pequeño entorno. Mundos de gente que jamás te ha visto y a través de
terceros ha llegado a conocerte y seguirte incluso con mayor ahínco que yo
mismo. Porque han encontrado en ti una manera de dar sentido a la existencia.
Es curioso, escribo como si yo sí
te conociera en persona. Como si yo hubiese ya tenido la fortuna de escuchar tu
voz o haberte dado uno de esos abrazos con los brazos verdaderos. Y no. Sin
embargo, son ya cuatro años de conocerte. Cuatro años que de alguna manera nos
hemos seguido la pista. Hace un mes, en ocasión de mi cumpleaños, usaste
aquella frase que nos permitió conocernos, aquella de “la obligación ciudadana
de vivir en la indignación permanente”. Y de ahí pa’l real. Aquí estamos.
Leyendo el último capítulo de tu libro me doy
cuenta que empecé a leerte en los mismos días en que recién aparecía aquella
infame parálisis facial. Hacer un recuento de los hechos que han colmado tus
días desde entonces no aporta mucho en este momento, seguro lo repasas con
cierta frecuencia. Pero entre todo ello, hay un hecho que sin duda brilla con
singular luz y se impone como el hecho que otorga nuevos significados a todo:
la llegada de ese ‘goldito’ que tantos hemos aprendido a querer con un par de
imágenes y unas cuantas palabras.
No pretendo, insisto, caer aquí en una crónica de acontecimientos, pero sí me gustaría que se leyera como un
humilde relato de afectos. Afectos que se extienden en redes difícilmente
imaginadas por cualquiera de los que hoy forman parte de ellas. Digo redes,
pero quizá es una sola. Una red de amor en la que, como escribiste ese 22 de
octubre de 2008, todos estamos conectados. Nos sabemos cerca. Nos sabemos
juntos. Nos sabemos todo, menos solos.
*
Post Scriptum. Quizá
este mundo del que hablo no tenga relación aparente con algunos lectores (aunque
en sentido estricto la conexión existe a través de mí, claro). Pero estoy
cierto que aún sin conocer Amaya y sin tener el menor interés en quién sea o
cómo sea su mundo, todos tienen un mundo parecido al cual le han pedido carta
de ciudadanía. Todos, estoy seguro, pertenecemos a alguna República ajena a la
propia y hemos construido a través de nuestros afectos un mundo que nosotros
sabemos propio y que compartimos con unos cuantos, pocos o muchos. Si mi tesis
es correcta, comprenderán y disculparán que una vez más haya usado este medio
para compartir algunas ideas a propósito del mundo según Amaya.