Busco la forma de poner por escrito lo que me habita desde hace unos días. Pero me sucede lo que ha venido ocurriéndome desde hace meses: no encuentro forma de traducir los pensamientos en palabras. No pretendo aquí ponerme a divagar sobre esa nueva discapacidad que ya ha empezado a pasarme factura en diferentes ámbitos. Intentaré, en cambio, compartir un poco de lo que el pasado fin de semana dejó en mí.
Gracias a la mágica convocatoria de una entrañable amiga de los días de universitarios, se desencadenó un extraordinario encuentro con personas que hace doce años formábamos parte de un proyecto que transformó mi vida. La última vez que los miembros de ese equipo estuvimos juntos fue en el verano de 1998. Desde entonces, a algunos los había visto un par de veces en diferentes circunstancias. Con algunos me había escrito en alguna ocasión o habíamos hablado por teléfono hace siglos. Pero en sentido estricto, con alguna excepción, era como si nuestras vidas hubieran tomado cauces opuestos y prácticamente no sabía nada de ellos.
En los últimos meses empezaron a generarse chispas que, hoy lo veo, fueron configurando la posibilidad de reencontrarnos. De pronto alguien apareció en Facebook y tímidamente se abrió un vaso comunicante. Alguien más abrió una cuenta en Twitter, produciéndose un casual e inesperado pero maravilloso cruce de caminos. Alguien se topo con otro al salir de un restaurante, sembrando en ese otro el morbo de ponerse en contacto telefónico con un tercero. Y así se fue construyendo la ruta que nos condujo al sábado pasado.
¿Qué teníamos en común los que nos reencontramos? La más evidente, estudiamos una misma carrera en cierta universidad. Algunos de los que ahí estuvimos compartimos un par de proyectos que, como decía antes, marcaron mi vida para siempre.
Como sucede siempre en este tipo de reuniones, uno tiende a hablar mucho del pasado. Uno revive una y otra vez un sinfín de anécdotas. Está también el espacio para narrar una síntesis de lo que ha sucedido en los años que uno se alejó de la existencia del otro, ligándose siempre a un selectivo resumen del estado presente de las cosas. Y se vuelve al pasado.
Y esa vuelta al pasado puede conducirnos más allá de las palabras. Al menos así me sucedió esa tarde. Sin darme cuenta, llegó un momento en que la magia que nos unía hace más de una década estaba presente sobre la mesa. Y sentí una tremenda nostalgia por mí mismo. A eso intentaba referirme en la entrada anterior cuando hablaba de entablar un diálogo con el que era yo hace unos años. Mientras reíamos y nos mirábamos con entusiasmo, una parte de mí de se desprendía e intentaba mirarme desde fuera, alegrándose de verme con tal entusiasmo pero, a la vez, preguntándose dónde habían quedado tantas cosas de ese que yo era, ese que solía soñar, ese que se apasionaba locamente con un sinfín de proyectos.
No quiero seguir extendiéndome en esto. Siento que terminaré dando vueltas en un mismo sitio. Baste decir por ahora que la química desatada nuevamente hace unos días me obliga a replantearme muchas cosas. Dependiendo cómo vaya todo, ya estaré por acá dando cuenta de ello.
[Al pie. De quienes formamos parte de esos proyectos, faltó un amigo fundamental que hoy vive en su natal Oaxaca. Con él me topé en esas tierras hace un par de años. Lo echamos de menos sin duda la tarde del sábado, pero su presencia nos acompañó y sé que no pasará mucho tiempo para que podamos sumarlo a algún encuentro.]
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