«To flirt with rescue when one has no intention of being saved...
Do try to forgive me.»
[Fredrik Egerman a Desireé Armfeldt en A Little Night Music,
mientras ella interpreta "Send in the clowns"]
Aquí voy, finalmente, intentando reconstruir con palabras una experiencia más. Una de esas que se graban en la piel y el corazón y que después descubrimos son imposibles de transmitir fielmente, pues por más poesía de la que sea uno capaz —y no es mi caso, además— no creo que exista un traductor capaz de convertir íntegramente en frases las emociones.
Contaba hace unos días que de improviso y sin la planeación que suele caracterizar a mis viajes, estaba yo en Nueva York. Contaba que la premura hizo imposible programar algo de teatro y contaba que dejé a la suerte la posibilidad de entrar a alguna producción en el mítico distrito teatral de la isla.
Recién desempacado en Manhattan, di un recorrido para reencontrarme con la ciudad que hace 17 años había capturado un pedazo de mí. Aquel primer viaje se había dado en circunstancias radicalmente distintas: mi hermano y yo acompañábamos a mi papá en un viaje de negocios y, por nuestras edades y por las condiciones que caracterizaban al Nueva York pre-Giuliani, habíamos recorrido la ciudad de los rascacielos en una absoluta relación de dependencia con mi padre. [Fue un viaje breve pero extraordinario, sobre el que quizá debería volver aquí un día de estos.] El caso es que ahora, en circunstancias insisto muy diferentes, me encontraba el primer día por mi cuenta explorando los rincones de una ciudad que hasta hace poco era sólo mezcla de recuerdos adolescentes con escenas de un sinfín de películas. No tardé en llegar a Times Square y quedar atrapado por las marquesinas de los teatros y sus grandes anuncios espectaculares. Mi pasión por el teatro —todo el teatro, el clásico, el de búsqueda, pero también ese, el musical, que tantos acérrimos enemigos tiene— provocó de inmediato una aceleración en mi ritmo cardiaco. Ahí, en medio de Times Square, me daba cuenta de la infinita gama de posibilidades y a la vez lamentaba no sólo el no haber conseguido entradas para algo desde el siempre infalible internet, sino también mi triste situación financiera, que me impedía convertir esa semana en una estancia permanente en las salas de teatro.
Pronto me di cuenta que además de las obras que había visto en internet antes de partir, otras me seducían con sus coloridos carteles. Pero un espectacular en lo alto de la esquina de Broadway con la calle 47 me paralizó: la imagen anunciaba una nueva producción de A Little Night Music, un mítico musical de 1973 compuesto por Stephen Sondheim a partir de una película de Ingmar Bergman. Confieso que sabía poco de la obra y que no me considero además fan de Sondheim. Sin embargo, el reparto anunciado en el cartel me dejó helado: la legendaria Angela Lansbury y la mismísima Catherine Zetha-Jones.
Ubiqué el teatro y descubrí en su entrada un pequeño letrero donde se anunciaba que en la función de ese día el personaje de Zetha-Jones sería interpretado por otra actriz. Sin embargo, todo indicaba que el resto de la semana la esposa de Michael Douglas estaría en forma regular. ¿Sería posible conseguir entradas?
Los días siguientes el viaje siguió su curso y traté de no pensar ya en esto. Pero a media semana decidimos que era momento de apostar a la suerte en el módulo de boletos con descuento ubicado en Times Square. Era miércoles, día en que la mayoría de los teatros de Broadway tienen una función adicional entre una y dos de la tarde. Decidí formarme y esperar qué sucedía. Si no conseguía nada digno, habría chance de intentarlo en la tarde para la función de la noche y, si no, elegir otra de las diversas alternativas que había. No fue necesario: en el primer intento conseguí entradas con 40% de descuento en la sección de Orquesta para la primera función. Casi fue salir de la taquilla del módulo para entrar al teatro Walter Kerr, en la calle 48.
De nuevo, como me sucedió con la crónica de mi experiencia en el Met, no sabría cómo describir la función. Puedo decir que la producción del genial Trevor Nunn es de una precisión absoluta, sin más. En ese sentido, el diseño de sonido fue quizá algo de lo que más me impactó, de ahí que no me sorprendiera en absoluto la nominación que recibió hace unos días para el Tony en esa categoría.
La música, como me sucede siempre con Sondheim, me resulta casi indiferente. La genialidad de A Little Night Music nace, sin duda, del material en que está inspirada. La película de Bergman es extraordinaria y el relato está cuidadosamente trasladado al lenguaje del musical para sorpresa de propios y extraños. Si a un buen libreto se suman una dirección impecable y un elenco de talento superlativo, donde no hay un solo actor ni actriz por debajo del resto, el resultado solo puede ser genial.
Y hablando justamente del elenco, tanto Lansbury como Zeta-Jones resultan arrolladoras. La primera, una auténtica leyenda que jamás imaginé llegaría alguna vez a ver en vivo; a sus casi 85 años la mujer tiene una proyección sobre el escenario como pocas actrices en el mundo. Su interpretación de Madame Armfeldt encierra una acidez divertida y entrañable difícil de alcanzar. De Catherine Zeta-Jones, ¿qué puedo decir? Primero, reconozco que mi conocida debilidad por esta mujer puede hacerme perder objetividad. Y no me importa. Con una frescura impresionante retrata a una Desireé Armfeldt con la que uno se involucra desde el primer momento. Cuando llega el momento climático en que interpreta "Send in the clowns", uno permanece al borde de la butaca, queriendo inevitablemente acercarse para consolarla.
Quizá suena exagerado lo que escribo pero en verdad, mientras lo hago, revivo esa tarde en el Walter Kerr y vuelvo a emocionarme como no te imaginas. Desde ese miércoles, "Send in the clowns" dejó de ser una melodía más de Sondheim para convertirse en un auténtico himno para las tardes de melancolía.
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