sábado, 17 de octubre de 2009

Libros

«El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.»
Juan Villoro

En mi reciente estancia en una de las capitales de la posmodernidad —el aeropuerto Schiphol de Amsterdam— tuve oportunidad de ver por primera vez el Reader Pocket Edition de Sony, uno de esos artefactos que participan en la competencia por hacer de una vez por todas realidad el sueño de muchos sobre el libro electrónico, el libro paperless. La primera vez que escuché a alguien hablar de la erradicación del papel como soporte de la lectura fue en los albores de la década de 1990, en un congreso para jóvenes al que asistí en mi primer año de preparatoria. En aquel entonces todavía muchas de las cosas que hoy son cotidianas sonaban a ciencia ficción.

Hablo de tiempos en los que todavía elaboraba mis trabajos académicos en mi Smith Corona —una máquina de escribir eléctrica que me había comprado un par de años antes con parte de mis primeros ahorros—. Tiempos en los que la telefonía celular era un lujo envasado en ladrillos de bolsillo y en los que las enciclopedias aún no se convertían en artículos de ornato, ya que todavía ayudaban a materializar incipientes investigaciones estudiantiles a través de un rudimentario copiar-y-pegar manual —aquel proceso de transcripción que uno realizaba tanto desde aquellos míticos volúmenes como desde las siempre salvavidas monografías de papelería—.

En unos cuantos años el mundo se transformó. Hoy le cuento a mis alumnos cómo hacíamos entonces nuestros trabajos y creen que estoy jugando con ellos. Les parece simplemente imposible un mundo sin correo electrónico o sin mensajería instantánea a través de los móviles. Pero algo no deja de parecerme especialmente relevante: en medio de consolas de video, nuevos formatos digitales para el entretenimiento en casa, medios convergentes a través de un infinito de tetrabytes y cuanto quiera uno agregar al conjunto, el libro sobrevive... todavía.

Contaba de mi encuentro con el Reader Pocket Edition de Sony. Un aparatito que permite al usuario portar tres centenares de libros que se visualizan a través de un display cuya tecnología E Ink® Vizplex, de acuerdo con sus creadores, imita al máximo las propiedades del papel. La más sofisticada versión Reader Touch Edition agrega la posibilidad de acariciar las páginas para darles vuelta, entre otras curiosidades. Confieso que pese a mi cariño por el libro tradicional, ciertas funciones del librito electrónico desde hace tiempo me parecen atractivas. Aquí mismo, en el portátil en que escribo estas líneas, tengo una buena cantidad de libros digitales que puedo llevar sin temor a pagar exceso de equipaje. Y, sin embargo, reconozco que el libro siempre será el libro.

En estos días me topé con el artículo de Juan Villoro de donde tomo el epígrafe de esta entrada. [Como ya se me ha hecho costumbre, pongo al alcance aquí una versión en PDF para quienes no pueden acceder al original en el portal de Reforma.] Su provocación para pensar en un mundo donde el libro no existe y de pronto es inventado me parece muy oportuna para revalorar el papel que juega en nuestra civilización y en nuestra psicología. Algunas implicaciones parece triviales, pero merecen ser consideradas, como cuando Villoro nos recuerda que "el sistema operativo de un libro no debe ser actualizado" o la singularización que puede provocar en diferentes ámbitos, incluyendo particularmente la forma en que nos apropiamos de él.

Todo esto remite al libro como soporte, nada más. Pero no habría que pasar por alto la evolución de su contenido. Y para ello acudo a Alesandro Baricco quien, en su examen sobre la mutación que hoy protagonizamos, reconoce al libro como una ciudad donde dos tradiciones en choque aún conviven. Examinar a fondo este argumento exige detenerme serenamente en otras premisas desarrolladas por Baricco en Los bárbaros, cosa que realmente anhelo hacer en algún otro momento. El hecho es que el libro como soporte sobrevive aunque su contenido pueda estar evolucionando y debatiéndose entre dos formas de racionalidad que hacen que algunos libros no se ajusten a la definición de lo que solíamos considerar un libro.

Estamos, pues, ante dos mutaciones que en realidad son una sola: en una cara está el aparente paso del papel a los bytes; en la otra, la evolución del libro como unidad (cuyo contenido y funcionalidad se comprende en el marco de una cultura de libros) y el libro como pieza de una secuencia más compleja (elemento estructural, pero no más ni menos importante, en una cultura de convergencia mediática). Mis divagaciones aquí arrancaron con exploraciones sobre la primera cara, la que se reconoce fácilmente y sobre la cual puede polemizarse en cualquier charla de café. La segunda, merece juicios menos apresurados. Quizá en otra oportunidad.

Apunte. Todo este embrollo surge de mis ganas de comprar uno de esos artefactos. Con esa idea empecé esta entrada. Ya se ve que uno no controla a sus demonios. Además, quería ésta ser una reflexión breve, para dar espacio a otras divagaciones. Ya será en la semana. Por ahora, adelanto que espero esta sea una semana definitoria en mi futuro laboral, cuya crisis se ha agudizado en estos días. Las causas están ya más en la superficie, y en estas horas preparo algunas cosas para intentar despejar el corto plazo. Seguiré reportando, aquí como en el Twitter, aquí a un lado.

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