Hoy celebramos la graduación de los chicos de preparatoria del colegio. Todavía emocionado por diversas razones —muchas por ahora difíciles de explicar—, comparto aquí las palabras que, con ciertas dificultades producidas por la nostalgia, les dirigí esta mañana.
Anoche, ya tarde, mientras intentaba estructurar millones de ideas para escribir este mensaje, mi esposa me preguntó cómo iba. “Fatal”, le respondí. “No logro articular lo que quisiera decir”.
“¿Y por qué no reciclas un discurso de otro año?”, fue su amable sugerencia.
“No puedo. No me gustaría. Esta es una generación especial.”
Ella sonrió y con una dosis de sarcasmo cariñoso, sólo dijo: “Lo mismo dices todos los años”.
“Es cierto”, pensé. Pero también es cierto que algo particular representa la generación que hoy se gradúa. No en vano ayer, cuando le propuse a Ms. M. que me hiciera favor de apoyarnos como conductora de esta ceremonia, me advirtió: “¿No importa si de pronto se me quiebra un poco la voz?”
Me fui a dormir sin terminar de ordenar las ideas, con la esperanza de que la renovación propia de la noche de San Juan me hiciera amanecer con más claridad. Mientras intentaba conciliar el sueño, una pregunta revoloteaba en mi cabeza: ¿Por qué a algunos nos está resultando tan emotivo el graduar a esta generación?
Desperté con una posible respuesta. Sonará un poco cursi, extraño, pero para varios de nosotros, esta generación representaba, representa, algo así como la esperanza.
Cuando llegué al Colegio, en enero de 2006, la encomienda era clara: consolidar el proyecto de la preparatoria. Inició pronto un arduo proceso de reestructura que involucraba la revisión de planes de estudio, la renovación del equipo docente y, especialmente, el “reclutamiento” de los alumnos que formarían la nueva generación.
Como bien me lo recordaron ustedes hace unas semanas, la historia a partir de ese momento fue un tanto accidentada. La estadística del número de alumnos de su generación variaba notoriamente cada semestre. Unos se iban. Otros se integraban. Al final, son once los que llegan a este día. Saben bien que no me gusta mucho el futbol, pero me gustan las relaciones numéricas y los simbolismos. Y el hecho de que sean once me hace pensar inevitablemente en un equipo de balompié. Nuestra selección de la esperanza.
¿Esperanza en qué? Al inicio, era la esperanza de hacer de ustedes la generación que marcaría una nueva pauta. La primera generación que cursaría sus tres años completos bajo una nueva propuesta en el colegio. Sabíamos que eso implicaba riesgos, pero sabíamos también que seríamos capaces de superarlos.
Los tres años han concluido y aquí estamos. Haciendo una valoración autocrítica del trayecto, es evidente que, si bien hubo logros significativos, también pudimos haber hecho más. En momentos como éste me invade lo que suelo llamar el “Síndrome de Schindler”. ¿Recuerdan la historia? Óskar Schindler fue el empresario industrial alemán que, durante la Segunda Guerra Mundial, salvó a más de un millar de judíos del Holocausto perpetrado por los Nazis. Según el retrato fílmico que elabora Steven Spielberg de este personaje, en sus últimos momentos Schindler se lamentaba de no haber sido capaz de rescatar a unos cuantos más.
Así me siento. Con la sensación de que pudimos haber hecho mucho más. Pero también tengo claro que en cierto modo la insatisfacción resulta inevitable. De alguna manera, nunca es suficiente cuando se trata de contribuir a la formación de seres humanos. Y al mismo tiempo, siempre es necesario que, para que el menor de los esfuerzos fructifique, el alumno ponga algo de su parte. Más tarde o más temprano, ustedes lo han ido haciendo. La tarea que les queda por delante es aún larga. Espero que lo poco o mucho que hayamos sido capaces de hacer, abone a favor de cada una de sus misiones.
El día de nuestro modelo de Naciones Unidas, R. me decía que estábamos ante una muestra más de cómo son las cosas para los alumnos de nuestra escuela: nos hacen sufrir en el proceso, a veces no cooperan lo suficiente, pero al final las cosas salen bien. Es cierto. Pero, como se lo dije a él en ese momento, imagino cómo sería si nos esforzáramos todos un poco más mientras emprendemos una nueva tarea. Sin duda los resultados serían simplemente extraordinarios.
Esa sería mi invitación esta mañana. Esa intentaría ser mi aportación final, si me lo permiten. Invitarlos a hacer de cada momento algo extraordinario.
En su trabajo final de Filosofía, E. escribía lo siguiente:
«La vida tendrá momentos alegres y tristes, momentos para recordar y momentos que querremos olvidar, momentos de dudas y momentos de claridad, pero todo esto es lo que hace que la vida valga la pena.»
Estoy absolutamente de acuerdo contigo. Creo que este año ha dado a nuestra comunidad suficientes muestras de los altibajos de la vida. Los mismo nos hizo ver Aristeo, "Tito", a quien hoy también recordamos con infinito cariño.
Decías también, E., en tu texto, que la lucha diaria nos engrandece y los errores nos alimentan. La misma idea transmitías tú, R., cuando en la conclusión de tu ensayo autobiográfico escribías:
«Lo que aprendí de todo esto es si estas dispuesto a correr es riesgo de vencer esos obstáculos que te pone la vida lo puedes lograr por que la mente es muy poderosa y el corazón es un arma muy especial para poder ser un ser humano fuerte, lleno de coraje y con ganas de vivir.»
Pensando en todos ustedes, anoche me vino a la mente un libro del que leímos algunos fragmentos en clase durante este semestre. Me refiero a La Resistencia, de Ernesto Sabato —quien, por cierto, hoy cumple 98 años—. Quiero compartir con ustedes algunos párrafos de las páginas finales de este entrañable ensayo.
«Cada hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para siempre. Aquí reside la tensión de la vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se colme de instantes absolutos, de modo que, al mirar hacia atrás, el largo trayecto se nos aparece como el desgranarse de días sagrados, inscriptos en tiempos o en épocas diferentes.
Detener la vida, su inefable transcurrir, no sólo es imposible sino que, de hacerlo, caeríamos en la más negra de las depresiones; los días nos pasarían carentes de toda trascendencia, nos sobrarían y podríamos desperdiciarlos banalmente ya que nada esencial se jugaría en ellos. La vida del hombre se reduciría a la felicidad que pudiera acuñar, como si la más grande de las existencias fuese la que mejor se asemejase a un viaje de placer en un barco de lujo.
Creo que lo esencial de la vida es la fidelidad a lo que uno cree su destino, que se revela en esos momentos decisivos, esos cruces de caminos que son difíciles de soportar pero que nos abren a las grandes opciones. Son momentos muy graves porque la elección nos sobrepasa, uno no ve hacia adelante ni hacia atrás, como si nos cubriese una niebla en la hora crucial, o como si uno tuviera que elegir la carta decisiva de la existencia con los ojos cerrados.
[…]Desgraciadamente, por las condiciones inhumanas del trabajo, por educación o por miedo, muchas personas no se atreven a decidir conforme a su vocación, conforme a ese llamado interior que el ser humano escucha en el silencio del alma. Y tampoco se arriesgan a equivocarse varias veces. Y sin embargo, la fidelidad a la vocación, ese misterioso llamado, es el fiel de la balanza donde se juega la existencia si uno ha tenido el privilegio de vivir en libertad.»
Hoy egresa esta “selección” de la esperanza. De mi esperanza. Sé que cuentan con la entereza suficiente para ser fieles a su vocación de seres humanos; ser fieles a sus convicciones y al compromiso que, con mayor o menor grado de conciencia, tienen con los demás. Y sé que sabrán demostrarlo.
¡Enhorabuena!