«Sueño. A veces pienso que es la única acción correcta que se puede hacer. Soñar, vivir en el mundo de los sueños… […] Pero no dura mucho. La vigilia siempre acaba apoderándose de mí.»
No puedo decir que no estaba advertido. La dedicatoria que J anotó en el ejemplar de Sputnik, mi amor, aquel jueves que la acompañé al aeropuerto, afirmaba contundente que se trataba de un regalo para acercarme a Murakami “bajo advertencia de que crea adicción”. Y, como se lo prometí ese día, esperé hasta este lunes para dejar que el escritor japonés acompañara parte de mi viaje.
Nunca antes había leído yo a Haruki Murakami. Pero lo cierto es que J no se equivocaba. Más allá de lo provocador que resultaba el primer párrafo de la novela, fue la acumulación de reflejos que se articulaba con cada página lo que me impidió soltar el libro antes de llegar al final.
Estoy convencido de que la magia de los auténticos descubrimientos radica en su carácter imprevisible. Puedo decir con orgullo que en estos meses he tenido oportunidad de experimentar todo tipo de encantamientos vinculados con esta clase de revelaciones. Y Murakami se ha sumado a la lista de un modo absolutamente inimaginable.
Este japonés no me ha dejado sólo con la necesidad de acercarme más a sus letras. Ha potenciado mi curiosidad por leer a Kerouac. Ha reforzado mi necesidad por alimentar con más regularidad mis instintos literarios. Y eso, una vez más, me deja en deuda con J. Gracias, pequeñuela.