Las primeras veces siempre se producen rodeadas de emociones, aunque éstas pueden ser tantas y tan distintas que pretender identificar un patrón resulta por lo menos ingenuo, cuando no ridículo.
El 1 de julio tendrá lugar una de mis primeras veces: será mi primer participación como funcionario de casilla en un proceso electoral. Las circunstancias que han permitido que esto suceda son muchas y el simple hecho de narrarlas sería en sí mismo suficiente para escribir por lo menos un par de cuentos. Pero no son esas aventuras las que me traen hoy aquí, sino reflexiones que aunque resultan menos alegres, considero necesario compartir antes del día de la votación.
Este texto surge a partir de la capacitación que he recibido del IFE en preparación para la jornada. Ya saben, a mí cualquier cosa me deja pensando y mis divagaciones suelen de pronto llevarme quizá demasiado lejos. El caso es que tras la capacitación llegué a dos conclusiones iniciales. La primera: estoy convencido de que los procedimientos y el diseño en general de la jornada es muy claro, preciso y, estando en manos de ciudadanos bien intencionados –como son en lo general todos los funcionarios nombrados– ofrece condiciones más que suficientes para garantizar una elección limpia. Pero (siempre hay un pero, que en este caso corresponde a mi segunda conclusión), creo que esa misma calidad y precision del proceso, va ligada a una cierta fragilidad que los partidos políticos fácilmente pueden aprovechar para poner en riesgo la limpieza o la transparencia del proceso, operando a través de personas que no necesariamente tienen la neutralidad de la mayoría o que, más aún, trabajan movidos por incentivos e intereses particulares muy cuestionables.
Quizá, víctima de mi habitual paranoia, estoy alucinando de más, pero mientras recibía la capacitación para la jornada y al revisar a detalle mi manual de funcionario, no podía evitar pensar en cómo los partidos políticos pueden operar (y seguramente operarán) durante y después de la jornada, para que el trabajo de miles de ciudadanos y la votación emitida por millones más, se pongan en duda o se modifiquen en su favor. Y lo pienso no por unos u otros, lo afirmo exactamene igual para todos los partidos.
Mientras escuchaba y analizaba los procedimientos a seguir ese día, pensaba en miles y miles de funcionarios de casilla que trabajarán ese domingo en comunidades marginadas (urbanas y rurales) de nuestro País. Por más didáctico que sea el material (y vaya que sí lo es), por más claros y amigables que sean los formatos (y vaya que sí lo son), el peligro está ahí, latente. La buena voluntad de un funcionario de casilla puede dar pie al abuso de un representante de partido vestido con piel de oveja.
Si para un elector promedio puede resultar confuso el tema de marcar casillas cuando piensa votar por un candidato postulado en coalición, ¿podrán los miles de escrutadores aplicar adecuadamente los criterios para separar los votos y decidir cuáles han de anularse? El material de los funcionarios para clasificar los votos es casi a prueba de cualquier carencia neuronal, pero, ¿es eso suficiente? ¿No se pone en riesgo la imparcialidad de unos funcionarios cuando su falta de entereza les haga dudar y aceptar la ayuda del que amablemente les diga que sí sabe cómo y les sugiera amablemente alguna decisión en su favor?
Les confieso: la presencia de representantes en todas las casillas me parece cada día más un arma de dos filos. Ya veo a uno representante asignado a un distrito donde las encuestas no son favorables a su color: observa, deja pasar las irregularidades silenciosamente, quizá incluso proponga alguna acción que se desvíe del procedimiento oficial y, si no hay observadores neutrales y firmes o representantes de su color rival, insisto, deja pasar... Total, tiene cuatro días para impugnar y propiciar la anulación de la casilla.
Voy a un ejemplo extremo, quizá ridículo, pero perfectamente posible: los funcionarios de casilla se reúnen a las 7:45. Saben que la jornada inicia a las 8:00, pero una callada aspiración de parecerse a los ingleses les ha invitado a ser religiosamente puntuales. Están todos listos minutos antes de la hora. Pero no solo ellos: también hay electores a los que se les quedó tatuada aquella enseñanza de sus abuelas según la cual "al que madruga, Dios le ayuda". Un malicioso representante de partido completa el cuadro. A la gente le dijeron que la jornada iniciaba a las 8:00 y alguno de los votantes se sorpende de ver que los funcionarios no han armado ni sus mamparas. Ese votante ignora que el procedimiento marca que nadie mueve un dedo antes de la hora marcada; el ciudadano en cuestión se molesta pues quería ser el primero y tenía ya planes previstos para las 8:15 lejos de ahí. Se queja con los que van llegando y el representante de partido sugiere a los funcionarios que abran, total, faltan nada más tres minutos y, en cambio, ya hay gente haciendo fila. Los funcionarios de casilla no recibieron la puntual formación de parte de mi capacitadora y... se doblegan. A las 7:58 se comienza la instalación y así se asienta en el acta. Nadie dice nada y la vida sigue. La gente vota, los ciudadanos respetan el resto de los procedimientos y la jornada acaba felizmente con el conteo de sufragios y el llenado de actas. Todo bien, excepto la hora. Porque la jornada debía iniciar a las 8:00 (ni un minuto antes) con la instalación de la casilla. Y eso podría ser suficiente para que, tras formalizar su impugnación unos días después, los resultados de esa casilla pudieran cancelarse –anularse– con todo lo que ello implica.
¿Suena tonto? Quizà. Pero pienso que no lo es. Y es que como éste, un sinnúmero de detalles pueden ser causales de anulación de los resultados de una casilla. ¿Se imaginan el peligro que eso significa en una casilla donde los funcionarios sean gente sencilla, espantadiza, insegura, que se deje dominar por la seducción de gente con ganas de tener elementos para pedir la anulación en caso de que los resultados no sean favorables a sus intereses? A mí, me aterra. Me aterra porque un proceso bien diseñado, con reglas claras y materiales adecuados –pero también con muchas minucias– se puede manipular si no estamos atentos y solidarios los muchos que somos de buena fe... Esos muchos que somos, sin duda, más.
Todo esto me ha puesto a pensar pero me obliga también a actuar. No me importa por quién vayas a votar o qué pienses hacer dentro de la mampara con tu boleta electoral antes de convertirla en sufragio. Creo que al margen de lo que decidas en ese instante, todos estamos obligados a velar por la limpieza de la jornada y evitar que el voto de millones y la labor de miles de ciudadanos que fungirán como funcionarios de casilla, se eche por la borda.
Por mi parte, me propongo publicar acá en un par de días, una lista de sugerencias de cosas que electores, funcionarios y observadores electorales, convendría cuidemos ese día. Sí, serán consejos, y aconsejar no es lo mío, pero a veces creo que se vale. Se aceptan por supuesto objeciones, pues mis ninguna de mis palabras ha pretendido jamás ser la última. Ya tú decidirás si alguno de mis consejos merece ser difundido.
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