Me arriesgo una vez más, compartiendo algunas divagaciones producto del debate librado conmigo mismo en las últimas horas. Y digo que me arriesgo porque siempre he sido muy crítico con esa costumbre tan arraigada entre nosotros de opinar acerca de todo.
Esta vez el tema me parecía simplemente ineludible, quizá por estar ligado a una cuestión que ha sido parte de mi entorno de manera casi permanente desde hace varios años. Me refiero al dichoso tema del plagio, tan sonado en estos días a raíz del escándalo Alatriste. Mi interés por explorar un poco algunas ideas al respecto, surge de un par de declaraciones leídas en horas recientes: la primera, una frase de la carta de renuncia de propio Sealtiel; la segunda, una declaración que —en defensa de su amigo editor— publicó Guadalupe Loaeza en Twitter.
No voy a negar que la falta que se me atribuye sea cierta. Niego sin embargo que éstos, mis artículos, sean producto de un plagio, lo sustancial de ellos parte de ideas y recuerdos propios, con un estilo personal que se puede rastrear en toda mi obra, y si en los casos señalados refieren algo ya escrito, investigado o conocido, no constituyen la médula de mi argumentación, y el propio sistema universal del derecho de autor lo admite como una conducta lícita, apuntando que la falta se limita a no haber entrecomillado o citado la fuente, sobre todo si ésta se realiza fuera del campo educativo o de la investigación científica.
Los destacados en negritas son míos y a ellos me remito. Si esa ausencia de entrecomillado o cita no conduce al plagio, ¿cómo deberíamos llamar a tal conducta? ¿Qué criterio habría de servir como referente para otorgar a esa omisión el nombre de plagio? Líneas más adelante Alatriste agrega que no medró nunca con esos párrafos. Admitiendo que la Real Academia define el plagio como el acto de presentar una obra ajena como propia, ¿presentar fragmentos hace que la falta desaparezca? ¿Existe un término para esa suerte de infracción "menor"?
Hace 12 años empecé mi labor como profesor, misma que desde entonces he ejercido ininterrumpidamente impartiendo clases en diferentes niveles, desde secundaria hasta posgrado. En todos los casos, he advertido a mis alumnos sobre las graves consecuencias que derivan de lo que en las normas académicas de algunas instituciones llamábamos "fraude académico" y que coloquialmente nombrábamos plagio. ¿Era incorrecta la expresión? El tristemente famoso "copiar-pegar", ¿debe o no calificarse como plagio?
Mientras leía la carta del hasta hace unos días responsable de Difusión Cultural en la UNAM, imaginaba a mis estudiantes en el futuro defendiendo sus "copy-paste", sus "citas" sin referencia, parafraseando —en ese caso sí, con todo el crédito necesario— al galardonado escritor exigiendo: "no anule mi trabajo, profesor, mi falta se limita a no haber entrecomillado o citado la fuente".
Mi confusión aumentó horas después de leer la carta de Alatriste, cuando en mi línea del tiempo en Twitter aparecieron un par de trinos de la opinadora Guadalupe Loaeza. (Quizá sea irrelevante, pero diré en mi defensa que esos tuits aparecieron en mi TL a través de los RT de algunos amigos; yo jamás seguiría a esa señora en medio alguno, ni por morbo, vamos.) En el primero de los citados tuits, la articulista declaraba: "Estoy con Sealtiel Alatriste y desde Valle de Bravo le mando con mucho cariño un abrazo". Tal muestra de solidaridad se entiende, por supuesto, si recordamos que la propia Loaeza fue víctima también de Guillermo Sheridan hace unos años —aunque muchos no se enteraron y otros pronto lo olvidaron, permitiendo que a la fecha se mantenga a flote como pseudointelectual, de esas que comentando todo como si fueran expertos en la materia—.
El otro tuit iba más lejos, sentenciando: "El que no haya plagiado en su vida que tire la primera piedra, estoy con Sealtiel". ¿Perdón? A ver, primer asunto, ¿en qué quedamos? Lo que hizo su amigo, ¿es o no es plagio? El propio Alatriste alega que no, pero su amiga lo define así y bajo ese concepto incluso lo defiende. Fue esa provocación de la Loaeza lo que me trajo a escribir estas líneas: yo estoy libre y me siento con la legitimidad para arrojar mi piedra, pequeña quizá, inofensiva seguramente, pero piedra al fin. No identifico en mi biografía alfa que pudiera considerarse plagio, ni siquiera de niño, cuando era tan socorrido el copiar-pegar artesanal (ese copiar a mano o con máquina de escribir los textos de monografías o artículos de enciclopedia).
Confieso que hace unos años, enterarme de la tendencia al plagio de Loaeza, no me sorprendió. Pero con Alatriste mi reacción fue distinta. Admito mi ignorancia y lejanía frente a la grilla intelectual a la que Jairo Calixto hace referencia en un sensato artículo publicado en Milenio, pero lo cierto es que más allá de cualquier simpatía, Alatriste ocupa un lugar notorio en la historia reciente de nuestra industria editorial, no solo como escritor sino como impulsor y directivo de diferentes empresas del ramo. Un fraude de esta naturaleza en una opinadora como Loaeza, me parece sin duda lamentable, pero una falta semejante en quien ha dirigido organizaciones editoriales del más alto nivel, resulta infame y detestable.
Creí que había dicho todo, pero uno de los usuarios que sigo en Twitter tuvo a bien retuitear un comentario de Jorge Castañeda que afirmaba que "a todos nos puede pasar" lo de Sealtiel. ¡Qué tal! ¡Ahora cometer plagio es algo que "nos pasa"! Nos pasan accidentes, nos pasa aquello que no involucra nuestra voluntad. Pero hacer que un texto de otros pase por propio, es algo que se hace con libertad, implica una decisión consciente o, en todo caso, una omisión ignorante (imperdonable, por cierto, para un editor serio). El plagio le pasa al que es víctima del mismo: me plagian si me reproducen sin citar, eso sí no puedo evitarlo; pero afirmar que a quien plagia eso "le pasa", es un sinsentido indefendible.
Pienso en muchas consecuencias que derivan de un affair como este. Me detengo en una que siempre me ha inquietado: ¿cómo sobrevive el valor de la confianza a estos incidentes? La confianza ha ido perdiendo valor notablemente en nuestras comunidades, hemos aprendido a desconfiar, a dudar de todo y de todos. Nos regimos por la sospecha. Como docente, los casos de plagio académico siempre me han producido un enorme malestar, sobre todo porque me molesta descubrirme dudando de todo texto que esté razonablemente bien escrito. Basta encontrar un ensayo con dos párrafos sin mácula para ir a Google para descartar que sea producto de un "copiar-pegar". Cuando eso sucede, empiezo por lamentar el tiempo que invierto buscando la trampa, pero me aflige aún más darme cuenta que parto del principio del engaño. Triste asunto, por donde se mire.