When I grow up, I will run away and join the circus.
Una peculiar curiosidad aderezada de entusiasmo se adueñó de mí hace unas semanas cuando, sobre una de las principales avenidas de esta ciudad, vi que se anunciaba el inicio de una “corta temporada” del Circo Atayde. Al instante consideré que debería darme oportunidad de ir. Compartí mi propósito con algunos pero debieron pensar que no hablaba en serio. Terminé desistiendo de divulgar mis intenciones, que pese a ellos permanecieron intactas en mi interior.
Hace poco más de una semana ese deseo de aceleró de repente cuando al pasar por el terreno donde el mítico circo se había instalado vi la lona que sentenciaba: “Lunes, última función”. ¡Diablos! ¡Y justo es fin de semana estaba lleno de compromisos en la agenda! Me resigné y me prometí que la próxima vez no lo pensaría tanto.
El domingo pasado, sin embargo, después de un gran fin de semana, cuando ya mis compromisos estaban cubiertos, pasé por la avenida en cuestión y vi en el otro lado de la calle a la gente que ya hacía fila para entrar a la última función del día —y una de las últimas en la visita de los Atayde en la ciudad—. ¿Y si lo intentaba? La función era a las 7:30 de la tarde y en ese momento eran… ¡las 7:30 de la tarde! Tardé en dar vuelta sobre el bulevar y, justo cuando ingresaba al terreno que funcionaba como estacionamiento, caí en cuenta de que solo llevaba 150 pesos en efectivo. ¿Cuánto costaría la entrada? ¿Aceptarían tarjetas de crédito?
Me estacioné y mientras la fila de gente ingresaba a la carpa por una pequeña división en los tráilers que hacen las veces de fachada, me dirigí hacia la ventanilla de la taquilla. Mientras caminaba, sentía que me hacía más joven. Vi el cartel que anunciaba los precios: 400, 300, 200 y 100 pesos. “¿Acepta tarjeta?”, pregunté a la mujer tras la rejilla. Nada, solo efectivo. “Me da entonces uno de 100 pesos, por favor”. A cambio de mi dinero recibí un pequeño boleto de cartón, de esos que solían usarse también en el cine hace años y que aún se utilizan en los juegos de algunas ferias.
Fui de los últimos en ingresar a la carpa. El cartoncito me daba acceso a la sección de luneta general. Subí una pequeña escalera y… ¡ya estaba ahí! ¡La pista, los pequeños palcos a su alrededor, los trapecios en lo alto, la cortina al fondo anticipando la entrada de los artistas! A esas alturas yo ya tendría unas 7 u 8 años. Y, aunque la carpa me parecía enorme, la pista estaba a solo unos metros, la visibilidad era perfecta. Agradecí que los cien pesos hubieran valido lo mismo que cuatro veces eso. Pasó un chico ofreciendo golosinas y gasté el poco dinero que me quedaba en unas palomitas y una botella de agua. (Creo que esa botella evidenciaba que aunque me sentía de siete años tenía en realidad cinco veces esa cantidad.)
Mi entusiasmo no tenía límites. Ansiaba el inicio de la función. Solo una cosa lamentaba: la poca cantidad de espectadores que me acompañaban. Acaso la cuarta parte de las butacas estaban ocupadas. Y, sin embargo, la gente que estaba se veía igual de emocionada que yo. Sobre todo, por supuesto, los niños. Pero había también parejas y algunos grupos de jóvenes que habían caído en la tentación de pasar el ocaso del domingo contemplando las gracias y piruetas de los cirqueros. ¿Acaso somos solo unos cuantos nostálgicos los que nos aferramos todavía a una tradición que se aferra a la vida después de haber sido testigo de dos cambios de siglo?
Mientras divagaba en estas ideas, se apagaron las luces y la música anunció el inicio de una presentación que resultó mágica, inesperadamente inolvidable.
Difícil, si no imposible, transmitir con palabras lo que viví. Las risas acompañando a un músico payaso que fue nuestro guía durante la noche; las miradas expectantes ante las hazañas de malabaristas y acróbatas que con un ritmo imparable iban llenando la carpa con sus aros, sus bolos, sus trapecios, sus trampolines, sus piruetas, sus contorsiones; los rostros incrédulos que siguieron paso a paso la rutina de los mentalistas, intentando descifrar su truco en algún momento; la fascinación ante caballos y elefantes realizando suertes y bailes con inmejorable precisión… Al final, el inevitable desfile de todos los artistas hasta llenar el círculo en torno al cual los espectadores volcamos nuestras risas y aplausos —y, al menos en mi caso, alguna lágrima—.
Salí con una sonrisa que tardó varios días en disolverse. Mientras me alejaba del lugar, recuperaba mis años, pero conservaba intocable el espíritu de ese pequeño de 7 u 8 años que fui durante dos horas gracias a los 100 pesos mejor invertido en mucho tiempo.
El martes por la tarde recorrí la avenida donde se había instalado la carpa. Cuando vi el terreno baldío nuevamente vacío resultó inevitable un profundo suspiro.