martes, 13 de diciembre de 2011

Metiendo mi cuchara

Quisiera decir "a mis lectores" pero, ¿quedará alguno después de tanto no escribir aquí?

Visité la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 27 de noviembre. Era mi primera vez en el celebérrimo encuentro. Naturalmente, me dominó el asombro. Asombro ante el tamaño, sí, pero más ante la multitud. Herta Muller y Vargas Llosa estaban por ahí ese día. Si le sumamos que era domingo, queda más que claro el motivo de todos los estacionamientos abarrotados en la zona, los pasillos del recinto de exposiciones llenos... ¡incluso gente comprando libros!

Vale, lo digo con un poco de sarcasmo pero es que en verdad me asombró ver tantas personas. "¿Toda esta gente lee?", me pregunté al instante.

Me repetí la pregunta varias veces durante la semana. La formulé en voz alta cada que tuve oportunidad, funcionando como un buen pretexto para diálogos con interlocutores que alcanzan cierto mínimo de neuronas en activo. La respuesta definitiva a mi inquietud llegó contundente al domingo siguiente cuando me topé en Twitter con la reacción desatada por el tropiezo de Peña Nieto: "No, no toda esa gente lee. Ni siquiera la que presenta libros que supuestamente escribió."

Como suele suceder, con cada respuesta llegan nuevas preguntas. Y más cuando uno lee ciertas expresiones en el debate que el asunto provocó en Twitter o Facebook: desde las críticas feroces hasta las envalentonadas defensas, tanto de quienes argumentaban que no se requiere ser intelectual para gobernar (¿ser intelectuar es sinómimo de lector?) como de aquellos quienes señalaban a los críticos de hipócritas por ser peores lectores que el objeto de sus burlas (¿entonces no puedo juzgar a alguien de mal compositor si nunca he escrito una sinfonía?, ¿no puedo descalificar a un político si no ejerzo tal vocación?).

Reduccionismos, al fin. De esos que nos encantan. (Esos que incluso quizá se cuelen en estas reflexiones.)

De todo el vaivén que he leído, pongo en la mesa dos reflexiones. Una centrada en el affaire político. Otra, estrictamente literaria.

Va la primera, la trivial. Quienes hasta antes del incidente del priísta en la FIL habíamos escuchado alguna vez una entrevista suya en vivo, sin guión, no resultaba novedad reconocer el cantinflesco estilo del aspirante a presidente. Claro, el incidente de la FIL fue más allá del mero decir nada en muchas palabras, al incorporar en su contenido absolutas estupideces que hacían doblemente evidente que el señor pronunciaba palabras sin emitir ideas. El tropiezo, naturalmente, ha puesto nuevos reflectores sobre el ex-gobernador mexiquense, quien apenas nos dio una semana para bajarle a la euforia de la librería Peña Nieto cuando ya nos ha dado el material de esta semana con aquello de que admite no ser la señora de la casa (signifique lo signifique semejante burrada).

La participación de Peña Nieto en la FIL trajo como sana consecuencia para nuestra sociedad, una provocación para estar más atentos al discurso. Claro, una invitación que no llega a todos los mexicanos y que acaso será aprovechada por ciertas élites, a menos que nos comprometamos todos con mostrar al resto la gravedad del asunto. Pero el incidente trajo a mi parecer una segunda consecuencia, que ligo con mi segunda inquietud. En mi opinión, la ligereza del político al reconocer de alguna manera que ningún libro lo ha marcado, deja claro que para ser poderoso no hace falta leer. Vale, eso podría ser respetable... de no ser porque con ese cinismo se refuerza la resistencia de millones de mexicanos a una tradición que si bien no es la panacea, sí podría ayudar a una sociedad como la nuestra a superarse a sí misma.

Nadie le pidió a Peña Nieto que citara tres joyas de la literatura. El periodista se la puso fácil al acotar la pregunta: libros que hayan marcado su vida personal o política. Si el aspirante no quería apostar por citar un puñado de lugares comunes de la historia de la Literatura (como bien han sugerido algunos), existía la salida de citar algún clásico de la política, la filosofía, la sociología, la economía... o a algún pensador de estas disciplinas vigente en nuestros días. El que esta posibilidad no haya cruzado la mente del futuro candidato me parece alarmante. Nadie le pide que sea un intelectual, pero si el sujeto ostenta un título universitario y aspira a conducir el destino de una nación, no deberían sonarle títulos como El Príncipe de Maquiavelo o la República de Platón. ¿Habrá oído hablar de Hobbes, de Rosseau, de Voltaire. (¿Recuerdan cómo se vendieron ejemplares de Galeano cuando se supo que Obama estaba leyendo Las venas abiertas de América Latina?

Regreso al centro de mi inquietud: la ligereza con que terminó su participación en el evento y la futilidad con que lo defienden algunos alegando que los criticones somos poco menos que fariseos acusando a otros de nuestros pecados, solo termina por denostar el acto de leer... una costumbre de por sí vapuleada en nuestros días.

Termina de surgir así mi otra interrogante. ¿Por qué nos hemos aferrado en convertir a la lectura en una especie de imperativo moral? Espero no se me lea como un incongruente. Mi crítica a Peña Nieto no es una crítica al respetable acto de no-leer, el cual, siempre que sea libre, será legítimo. Hace más de una década que di mi primer clase de Lengua en el nivel de Secundaria, década que he dedicado a promover la lectura partiendo de un principio fundamental: nadie está obligado a leer nada. Lo digo convencido. Nada me enferma más (al menos en este terreno), que esa manía de insistir en que existen “lecturas obligadas”. ¿No leer a tal o cual clásico es malo? ¿Soy mejor persona si leo a sutano que si me privo de ese placer?

Nuestra férrea tradición de moralizar con todo, ha hecho que defendamos el acto de leer como si se tratara de un décimo primer mandamiento. ¿Y qué hay del derecho a no leer, magistralmente defendido por Juan Domingo Argüelles hace tiempo? No pretendo agotar aquí este tema que, a diferencia del primero, sí me entusiasma. Así que dejo aquí solo la primera piedra para dialogar conmigo mismo al respecto. (Por supuesto que son bienveidos otros interlocutores. Nomás es cosa de anotar un comentario o mandar algún tipo de mensaje.)

En una siguiente entrada quisiera compartir algo de lo que justamente en maestro Argüelles me ayudó a comprender hace unos años leyendo ¿Qué leen los que no leen? (Paidós, 2003). Justamente en la FIL compré Del libro, con el libro, por el libro... pero más allá del libro (mismo autor, Ediciones El Ermitaño, 2008), junto con otros ensayos construidos en torno al asunto de la lectura que espero estar comentando pronto.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Viva

Va un texto apresurado pero urgente, antes de que me quede sin internet. No habrá tiempo de revisarlo, pero va como me sale de la cabeza...

Para quienes me conocen bien no es un secreto que la noche del 15 de septiembre tiene un sentido especial en mi vida. Es una fiesta que desde hace muchos años celebro no solo con entusiasmo, sino con seriedad. No quiero decir que me ponga muy solemne —aunque a veces pueda sucederme—, me refiero a que me la tomo muy a pecho. Me gusta celebrar con la cabeza, reflexionando sobre mi País, sobre mi gente, sobre el futuro, sobre nuestro presente.

Me parece que hace un año no lo relaté aquí con calma, pues me encontraba en proceso de "bajar la cortina" (sí, hace un año que dejé de publicar sistemáticamente en este espacio, reservándolo solo para ocasiones muy particulares). Hace un año, decía, me tocó "dar el grito" en el Colegio donde trabajo actualmente. Fue una experiencia casi mística. 500 chamacos respondiendo a una arenga que con todo respeto decidí lanzar desde uno de los balcones del plantel. Muchos me dijeron que el acto les enchinó la piel. A mí me dejó temblando un rato. Gritar esos "vivas" y recibir los de mi comunidad, ondear la bandera sobre un montón de pequeños que agitaban las que habían elaborado un par de horas antes... Imposible describir lo que sentí. Esa combinación de dolor con esperanza.

Una combinación que hoy se repitió. Hoy, a un año de la fiesta bicentenaria, decidí dar el grito a nivel de cancha, entre los niños. Casi 600 este año. Igual que hace un año, a los "héroes de la Patria" les agregué algunas ideas paralelas. Hoy, antes del triple "viva México" gritamos un viva por el diálogo para construir la paz. No lloré porque me aguanté "como los hombres" (que no deberíamos aguantarnos). Pero al llegar a mi oficina las manos todavía me temblaban.

No soy capaz de describir las miradas de los más pequeños. Los de preescolar me miran siempre de una forma tan especial. Y hoy, con la bandera en mis manos, me veían como si estuviera el padre de la Patria a su lado. Sonreían con cada "viva", creyendo realmente en su grito. Hace unos días recibí un correo de mi hermana invitándome a una cadena de fotos en el Tumblr donde los participantes se cubrían la boca con una cinta que decía "Yo no grito". Me pareció interesante e incluso pensé sumarme. No lo hice porque no me dio tiempo. Pero anoche que preparaba la ceremonia de hoy, me di cuenta de que necesitaba gritar. Que quería gritar. ¿Qué hay de malo en hacerlo? No grito "viva México" para responder a la arenga del Presidente (a pesar de que incluso ese grito me parece válido, aunque cuestionable sin duda). No grito para decir que legitimo a nadie. Grito porque "viva México" es algo que siento y pienso. Pienso, sobre todo.

Mi amor a México no es un amor irracional, patriotero, fácil. Es un amor como pocos de mis amores. No es ciego. Sí es vital. Respeto y entiendo en buena medida a quien decide no gritar esta noche. Pero pienso que se vale gritar "viva México". Más todavía: pienso que cuando el grito es auténtico, no es solo válido, es necesario.

Y para mí cada mañana es una necesidad decir "viva México" como es también esencial decir "viva" tantas cosas. "Viva". "Viva".

sábado, 27 de agosto de 2011

Veinte años

1. EXT. TARDE - JARDINES DEL TEC DE MONTERREY CCM. ÉPOCA ACTUAL.

ERNESTO atraviesa los jardines del Campus, desde el estacionamiento techado hacia los Salones de Congresos. Pasa a un costado de la Biblioteca. La mirada se detiene unos segundos en la escultura del Rey del Ajadrez Cervantino diseñado por el maestro Miguel Peraza. Continua la marcha alrededor del "cenote sagrado" al centro de la explanada. Llega al edificio del Centro Estudiantil.

ERNESTO (V.O.)
Mi amor por el Tec no es un amor ciego.
Mucho menos un amor rosa.
Tampoco se trata del amor filial o
fraternal, aunque sin duda comparte
con éstos algunos elementos.
Mi amor por el Tec se parece
más al amor que siento por mis amigos,
aunque tampoco es idéntico.
En todo caso, diría que es un amor crítico.
Que se resiste a la tentación de idealizar
el objeto de su afecto, pero lo defenderá
siempre como propio sin serlo.
Un amor agradecido siempre.
Un amor que busca la manera de devolver
lo recibido aún cuando el ser amado se
resiste a ello. Un amor que aspira a construir.
Un día lejos. Otro, quizá más cerca.


2. INT. TARDE - VESTÍBULO DE LOS SALONES DE CONGRESOS DEL TEC CCM.

ERNESTO ingresa al vestíbulo, decorado con una alfombra roja a la usanza de los festivales de cine. Una mampara anuncia "XX Aniversario Licenciatura en Comunicación"; con ella de fondo, un grupo de personas posa para una serie de fotografías; entre ellos: JESÚS MEZA, ARMÍN GÓMEZ, MIGUEL NÁJERA, ENRIQUE TAMÉS, ANA LUISA FONTES, JOSÉ ANTONIO UGALDE. ERNESTO se detiene y contempla un momento esa escena. Reconoce los rostros de los que son fotografiados y sonríe.

ERNESTO (V.O.)
Difícil resistirse a los clichés cuando
contamos con tantos para describir
momentos como éste.
Un "Parece que fue ayer", me viene a la
mente por más que le cierre la puerta
del pensamiento. Y es que así es.
La única evidencia contundente de que
han pasado más de quince años es el
cúmulo de experiencias vividas
desde entonces. Porque ni las arrugas
ni las canas por sí mismas son prueba
de nada que no sea pura biología.
Es lo que nos ha pasado y hemos sido
lo que no deja lugar a dudas...
Ha pasado un tiempo.


3. INT. NOCHE - SALÓN DE CONGRESOS I DEL TEC CCM.

Veinte mesas arregladas para una cena de gala. Ocupadas todas por entre 6 y 8 personas cada una. Un escenario tiene como fondo el mural "El hombre, la palabra y la técnica", pintado por Raúl Anguiano a finales de los años 1990 para el propio campus. A un costado una pantalla donde se proyecta una semblanza de 30 cortometrajes.

ERNESTO está sentado en una mesa acompañado de ALBA (LCC98) y FERNANDO (LCC99). También están a la mesa un EGRESADO JOVEN (LCC07)acompañado de dos jóvenes más. Al finalizar la proyección, conversan.

ERNESTO (a ALBA y FERNANDO)
¿Se imaginan cómo sería estudiar hoy LCC?
La mitad de mi carrera edité trabajitos
con dos videocaseteras VHS. Suena a viejito
pero "en nuestros tiempos" todavía
revelábamos e imprimíamos nuestras fotos
en el Laboratorio, ¿se acuerdan?

EGRESADO JOVEN
Algunos todavía llevan Foto Artesanal.

ERNESTO
¿Foto Artesanal?
¿Así le llaman ahora a eso?

(Ríen)

Podría seguir y casi reproducir línea por línea lo vivido anoche. Un recordatorio de tantas cosas. Más allá de las anécdotas del mundo digital contra el analógico que separa a algunas de nuestras generaciones, se trató de una renovación de mi declaración de amor por mi alma máter, en esa relación crítica que nos ha caracterizado estos 17 años, contando a partir de mi entrada a sus aulas. (Relación sobre la que hace un año algo escribí aquí, a raíz de la salida del Dr. Rafael Rangel.)

De todas las emociones de anoche, subrayo ahora dos. La primera: ver los rostros de maestros que significan tanto en mi biografía, muchos de ellos seguro sin saberlo. Eran pocos quizá, pero de alguna manera verlos fue contemplar también las miradas de muchos otros.

La segunda: ser testigo de una excelente muestra de producción de cortometrajes producidos en el campus a lo largo de dos décadas. Han sido sin duda cientos de cortos en esta historia. 30 fueron enviados para participar en una premiación "a lo mejor de la cinematografía" de 20 años de la licenciatura. La pequeña pero significativa semblanza permite identificar una importante curva de aprendizaje en el área de cine del campus. Como es natural, el lenguaje y las técnicas evolucionan. Pero al final, viendo tres cortos producidos en semestres recientes, queda claro que las inquietudes y el interés por explorar diferentes dimensiones de nuestra condición humana, las ganas de contar historias, son tan poderosas hoy como ayer.

Sin duda me hubiese gustado que el encuentro fuera más amplio y durara más tiempo. Pero a pesar de esos límites, se trató de una noche para el recuerdo. Y para el presente.

miércoles, 27 de julio de 2011

¡Felicidades, grandulones!

Hace dos años empecé a dar clases en un par de programas de Maestría en Ciencias de la Educación. A lo largo de estos dos años he combinado mis actividades ordinarias con algunos módulos de los programas del Instituto de Estudios Universitarios, en sus planteles del Distrito Federal y de Salamanca, Guanajuato. En ambos casos, he tenido la dicha de contar con maravillosos alumnos, que han conseguido obligarme a renovar constantemente mis compromisos como docente. En total, han sido cuatro generaciones con las que me ha tocado compartir las aulas. Dos de ellas han terminado ya su programa en Salamanca; por cuestiones de agenda, no pude ser testigo de sus ceremonias de terminación de cursos, cosa que sin duda me hubiera encantado. En el caso de DF, las circunstancias se dieron para que hoy pudiera acompañar en su ceremonia de clausura a una generación a la que tuve la dicha de acompañar los dos años de su Maestría, trabajando con ellos 4 seminarios de investigación y preparación de sus Tesis.

Son muchas las cosas que cruzaron por mi cabeza y mi corazón esta noche mientras los veía desfilar recibiendo sus diplomas. Hace dos años acepté una invitación de último minuto para impartirles el primer seminario de la serie. La forma en que se dieron las cosas se asemejaba mucho al modo en que conseguí mi primer trabajo como profesor hace casi doce años —docente de secundaria en aquel entonces—. "¿Puede empezar mañana?" Así, sin tener muy claro el contenido de la misión, terminé aceptando hace dos años como lo había hecho una década antes.

El grupo que recibí en 2009 y que hoy concluyó oficialmente su programa, resulta único como cualquiera de mis grupos. Pero tiene un elemento en común con las cuatro generaciones con las que he trabajado: en su mayoría, se trata de docentes que ejercen su labor en el sector público, en todos los grados de la Educación Básica —Preescolar, Primaria, Secundaria—. En todos ellos —como en mis alumnos de Salamanca y en el resto de mis alumnos del DF— he encontrado ganas de hacer mejor las cosas. Y en la mayoría de ellos me he topado con un auténtico compromiso como formadores.

Hoy, al ver a este grupo subir para recibir su reconocimiento tras dos años de estudio, no pude evitar preguntarme una vez más: ¿qué falla entonces? ¿Dónde está el origen de la tragedia de nuestro sistema educativo? No soy ingenuo. Sé bien los muchos elementos que se conjugan para tenernos hoy donde estamos. Pero no dejo de creer que existen miles de maestros en todo el País que están dispuestos a hacer mejor las cosas. Cambiar las cosas.

Hoy, mis 26 alumnos maestrantes —como los otros que he tenido en diferentes momentos—, llevan en sus manos nuevas responsabilidades, nuevos compromisos. Tienen la obligación de ir más allá de las ceremonias: les toca llevar a los demás parte de su propia transformación. Al final del acto académico tuve oportunidad de felicitar nuevamente a cada uno de ellos. Con cada abrazo quería decirles "No olvides que eres responsable de reproducir el compromiso que has descubierto", "No olvides este día y conviértelo en combustible para transformar a otros y transformar el mundo que hoy tenemos". Porque, como les dije en nuestra última sesión hace un par de semanas, creo que ninguno puede estar hoy conforme con el mundo en que vivimos.

Mientras los felicitaba, tuve también ocasión de ver los rostros de orgullo de sus familiares. Especialmente poderosas resultaban las miradas de sus mamás y papás, para quienes sin duda este logro de sus hijos representa mucho más de lo que muchos imaginamos. Confieso que me sentí identificado con ese sentir. Y es que igual que durante los últimos 12 años me he emocionado y sentido profundamente orgulloso de cada uno de los niños y adolescentes que he visto llegar a una meta, hoy me conmovió profundamente ver la satisfacción experimentada por mis nuevos colegas.

Con frecuencia mis alumnos más pequeños, los de preescolar y de los primeros grados de primaria, me preguntan si tengo hijos. Les respondo siempre que no pero sí: "No tengo hijos", les digo, "pero ustedes 500 —los 500 niños de la escuela— son como si lo fueran." Es cierto pero miento en el número. Porque durante 12 años son mucho más que 500. Y a esos sumo ahora grandulones como éstos que hoy me hicieron sentir auténticamente orgulloso.

Hoy mi mayor deseo es que ellos, como el resto de mis alumnos, conserven la perseverancia y el ánimo que les permitió llegar a esta meta. Que disfruten sus logros, pero que nunca abandonen los nuevos compromisos que adquieren con cada meta alcanzada. Así sea.

jueves, 21 de julio de 2011

¡Feliz cumpleaños Mac-Lujan!

Una inesperada sesión fuera de programa vino a coronar tres días de reflexiones aquella última semana de mayo. La gente abandonaba la sala del CCCB tras finalizar el panel "McLuhan, art and media", último evento oficial de la Conferencia McLuhan Galaxy: Understanding Media, Today, organizada por la Universitat Pompeu Fabra y el IN3.

Mientras el recinto quedaba vacío, permanecí unos minutos para intercambiar ideas con Sergio Roclaw, de Brasil, quien esa mañana había presentado un interesante trabajo sobre las ligas entre el pensamiento de McLuhan y la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. A punto de despedirnos, se acercó Robert Logan y con la espontaneidad a la que nos había acostumbrado en esos días preguntó si queríamos “acompañarlos” a cenar. No estaba claro quiénes formarían la comitiva, pero cenar con Bob, como lo llamaban todos en la conferencia, era en sí mismo una oportunidad difícil de rechazar.

Pero, ¿quién es Bob Logan? Físico de formación inicial, Logan conoció a Marshall McLuhan a finales de la década de 1960, iniciando entonces una etapa de colaboración con el afamado profesor canadiense en torno a la ecología de medios y la evolución del lenguaje. Esa relación marcó para siempre la vida de Bob. O al menos eso se deduce de la forma en que evoca las memorias de poco más de una década compartida, etapa que concluyera con la muerte de McLuhan en 1980.

Pero el “nosotros” con el que compartiría la mesa esa noche resultaba más amplio: Cristina Miranda (de IN3), Steven Kovats (de Transmediale Berlin), Janine Marchessault y Bruce W. Powe (ambos de la Universidad de York) —así como las hijas de Bruce y Bob, quienes habían acompañado a sus padres en la travesía catalana—.

Mientras el peculiar grupo seguía a Bob a través del barrio del Raval, me preguntaba cómo se había producido semejante oportunidad. Llegamos a un acogedor restaurante en el que nuestro “guía local” —Logan— había cenado en visitas previas. Durante la noche, mientras se desarrollaban conversaciones cruzadas, paralelas, integradas y demás, no dejaba de sorprenderme la suerte de estar sentado a la mesa con mentes tan portentosas, entre ellas dos discípulos directos de McLuhan (Bob y Bruce).

Hablamos de comida: de tapas, gazpachos, vinos y membrillo (descubrí entonces que no existe traducción posible para describir con precisión el tradicional postre); hablamos de México: su magia y su inseguridad, de los siempre entusiastas deseos de los extranjeros por conocerlo, de los barrios de la Ciudad de México que Bob describió con gran precisión, refrendando la lucidez de genio que había mostrado en los días previos; por supuesto, hablamos de McLuhan, desde las anécdotas personales hasta algunos de sus conceptos célebres, incluido el tétrade, con el que jugamos un rato aplicándolo a fenómenos como Lady Gaga, aprovechando la oportunidad de explicar el funcionamiento de la propuesta Mcluhaniana a la hija de Bruce.

En un momento de la noche, Janine Marchessault hizo notar que, según nuestra lengua materna, los ahí reunidos pronunciábamos el apellido McLuhan de diferentes maneras, subrayando que le gustaba la fuerza que le imprimíamos los hispanoparlantes.
“Mac-Lujan”, expresó, marcando la /j/ con fuerza. Comenzó la ronda de pronunciaciones y de intentos por imitar a los demás. Al final, la mayoría coincidió con la apreciación de Janine y la atracción del /mac-lujan/ frente al contraído /mcluhn/ canadiense.

Esa noche de miércoles se cerraban tres días de intensas reflexiones y al mismo tiempo iniciaban muchas cosas. De camino a la residencia donde me hospedaba, me puse a reflexionar sobre el camino que me había conducido a McLuhan Galaxy.

A pesar de mi formación en Ciencias de la Comunicación, iniciada en 1994, tuvieron que pasar muchos años y muchos accidentes para que mi mente se ocupara de las ideas de Marshall McLuhan. El encuentro nació, curiosamente, desde la Pedagogía, y no en mi formación universitaria. A lo largo de la licenciatura el nombre del pensador canadiense surgió más de una vez, pero nunca profundizamos en él más allá de los lugares comunes, mismos que en la última década se han acrecentado en cantidad e intensidad. A veces pienso que McLuhan es de esos personajes a los que se les cita con exagerada frecuencia. Y se le cita sobre todo para afirmar que “adivinó el futuro”: internet, la globalización, las llamadas “redes sociales”. Se usan sus aforismos para describir una realidad que hoy es evidente y que hace tres décadas a muchos les sonaba a ciencia ficción.

Cierto es que McLuhan describió elementos de un mundo que no alcanzó a conocer en plenitud. Pero, ¿adivino? Al término de McLuhan Galaxy, Carlos Scolari, anfitrión del evento, publicó en su blog Hipermediaciones una contundente reflexión contra la "futurología" o el "McLuhan Nostradamus".

Puede sonar divertido y hasta a homenaje eso de calificar a alguien como profeta o adivino, pero resulta también un juego peligroso. Porque el adivino hace eso: adivina, sabe porque tiene un don o porque le ayuda la magia. Y sus dones no están al alcance del resto, los mortales comunes y corrientes. Por eso algunos preferimos pensar en McLuhan como un visionario que hizo mucho más que imaginar el futuro: leyendo el presente, construyó herramientas para que otros fuéramos capaces de hacer lo mismo que él. Claro: para igualarlo se requiere sensibilidad y talento. Pero no magia.

Pese a los argumentos de muchos de sus detractores, en el pensamiento de McLuhan hay una lógica innegable, una manera de aproximarse a la realidad. Verlo como profeta nos ata las manos: uno solo puede acreditar sus aciertos o criticar sus yerros. En cambio, asumirlo como el visionario que supo registrar sus ideas y construir con ellas pautas para mantenernos vigentes en la lectura del presente, nos obliga a asumir la responsabilidad de recuperar sus ideas, ponerlas a prueba, reformularlas cuando nos parezca necesario. Nos lleva a la acción.

Hoy, a cien años del nacimiento de McLuhan, me emociona retomar e imprimir fuerza a mi Tesis Doctoral, en la que sus ideas juegan un papel clave. Espero pronto estar escribiendo aquí algo de eso. Mientras, celebro a mi manera y comparto mi texto “Educación y Lenguaje de las Pantallas”, con reflexiones detonadas por mi lectura de Understanding Media hace un par de años y publicado hace unos meses en Virtualis, revista electrónica del Tec de Monterrey dedicada a la Sociedad de la Información y del Conocimiento.

¡Feliz centenario, Mac-Lujan!

jueves, 7 de julio de 2011

Por Amaya Con Amaya Contra el Cáncer

Amaya sigue adelante. Hace unos meses empezó a generarse una cascada de apoyo para ella. Hoy, se busca que el apoyo vaya más lejos, para respaldar a madres jóvenes con cáncer. Folio 50075 en Iniciativa México. Durante julio, la manera de apoyar es respaldando y difundiendo la iniciativa en redes sociales.

martes, 5 de julio de 2011

Explorando...

¿Me permites unas palabras desordenadas? ¿Un arrebato sin pies ni cabeza? Al menos eso podrá parecerle a algunos. Otros, quizá, se sentirán con los elementos suficientes para reunir las piezas y construirse una versión de lo que me trae hoy aquí. Unos cuantos quizá acierten en parte, pero sería difícil que alguien llegara a comprender del todo lo que yo mismo no tengo claro.

¿Puedo divagar unas líneas? Podría hacerlo en el Moleskine, cierto. Y es que estas palabras hoy no tienen un destinatario modelo. No esperan ser leídas y mucho menos contestadas por nadie, y menos por alguien en particular. Y, sin embargo, se resisten al anonimato eterno al que quedarían condenadas de ir a parar a una de las libretas que tengo en el buró.

Anonimato. He pensado tanto esta tarde en esa línea delgada que hoy separa nuestras vidas públicas de eso que llamamos todavía "intimidad". Algunos hemos apostado por convertir parte de nuestras vidas en material de dominio público. Vale, exagero un poco. Pero lo cierto es que quienes, como yo, hemos apostado por llevar parte de lo que somos a redes como ésta (y aquellas en las que termine apareciendo algún enlace para llegar hasta aquí), estamos con ello diluyendo esa sutil frontera.

Hace casi cuatro años que mi vida (o al menos parte de ella) ha venido quedando registrada en lugares como éste. Y en todos los casos, a la vista de cualquier curioso. (La excepción a ello es Facebook, donde por la naturaleza de la red he mantenido los filtros de privacidad en un mínimo necesario, que de cualquier modo no exenta de que uno quede relativamente expuesto a los ojos de decenas de "amigos" a los que no he visto en años o con los que apenas compartí una relación superficial.)

Esto no significa que en Twitter, Blogger y WordPress esté mi ser por completo, no es sencillo a partir de lo ahí expuesto reconstruir mis "generales" ni tener claridad absoluta de mi pasado. Pero hay algo que sí está a la vista de cualquiera. Creo que las ideas arrojadas a estas redes, incluso las exploraciones más crípticas, terminan desnudando quizá lo más íntimo que pueda tener un ser humano: el alma.

Claro que tal exposición es siempre relativa, pues muchas veces está sujeta a las interpretaciones del lector, quien, según conozca más o menos elementos de ciertas facetas de mi vida, podrá atar más o menos cabos que otros. Pero las piezas, me parece, están ahí, indiferentes ante el uso que quiera darles quien sea que decida recogerlas.

¿A qué voy con todo esto? No tengo idea. Sé que hoy, aquí, solo —como termino estando al final de cada día en este lugar que a veces siento tan lejos de todo—, siento la inmensa necesidad de un diálogo que me ayude a comprender. Y a falta de interlocutor, termino como siempre acudiendo al intercambio de ideas conmigo mismo, escribiendo.

Hoy se me han acumulado las lecciones. Frases que uno escucha a lo largo de toda su vida, se arremolinan y vienen a decirme algo así como "te lo advertimos". A algunas les doy la razón, a veces con satisfacción, a veces con dolor. A otras, las sigo sometiendo a mis eternas dudas. Prefiero enviarlas al cajón de esas afirmaciones tentativas que uno está dispuesto a esperar toda la vida para ver si puede rebatirlas. Muchas de esas lecciones se relaciona con aquellas máximas que nos enseñan a desconfiar del otro: el ser humano no es digno de confianza, así que habría que dudar siempre de sus verdaderas intenciones, so pena de caer en la ingenuidad y ser víctima de la maldad del otro. Lecciones de los herederos de Hobbes que verán siempre al hombre como lobo del hombre. Pero cuando uno es "rousseauniano", se empeña en creer que el ser humano es bueno por naturaleza.

No quiero sonar a profesor de moral. Lejos estoy de ser digno de decir qué es bueno y qué es malo, menos de juzgar la conducta de los demás. Contradicciones las tenemos todos. Pero hay conductas que hieren. Y hay heridas que nunca sanan. A mí, por razones que no estoy seguro de tener claras, me sucede en particular con las conductas que encierran deslealtad o traición. Me refiero a una cierta manera de mentir. Y entro a un terreno que puede llevar tratados explorar, pero me arriesgo.

Hace unos meses vi la película The Invention of Lying, que expone crudamente —y con extraordinario humor— de qué manera la mentira es esencial para la humanidad. La película no pretende ser una apología de la mentira: simplemente muestra las funciones que mentir puede cumplir en diferentes ámbitos. La mentira como nota distintiva del ser humano, frente a cualquier otra creatura sobre la tierra.

Y, sin embargo, hay de mentiras a mentiras. Y es aquí donde me cuesta trabajo seguir la argumentación, pues no consigo identificar los criterios que separarían a una mentira corriente de aquella que, por sus intenciones o por la forma en que se pronuncia sistemáticamente, conduce al desprecio por el otro. Intento ilustrar mi "argumento": la mentira de quien busca un beneficio personal a costa de un tercero; la mentira que lastima a quien entrega parte de sí en una relación; la mentira que alimenta ingenuamente una esperanza que se sabe infundada... En todos los casos, sé que existen ejemplos y contraejemplos. Pese a ello, creo que se entiende a qué tipo de mentira me refiero.

Supongo que de alguna manera todos mentimos y quizá a diarios. Supongo que es parte de garantizar cierto mínimo de estabilidad en la convivencia. Pero no todos engañamos o traicionamos, o no al mismo nivel. ¿Es más tolerable un engaño que otro? No tengo idea. Pero, sin ánimo de caer en un falso ejemplo de moralidad, pienso que sí hay fronteras y que, sobre todo cuando se habla de relaciones con personas a las que queremos o por las que sentimos cierto afecto y respeto. En estos casos, me atrevo a decir que existe cierto consenso sobre la necesidad de que exista un nivel mínimo de honestidad y sinceridad.

Conecto aunque sea indirectamente con el asunto de la vida pública que algunos exponemos en estos espacios. La dimensión pública de mi vida, me ha ayudado a valorar la honestidad como algo preciado, difícil de construir.

Desde que tengo memoria, me he conducido cuidando un imperativo moral muy claro: asumir responsabilidad plena de cuanta palabra pronuncie o escriba. En otras palabras: nunca decir no escribir nada que no esté dispuesto a sostener en cualquier contexto. Se trata, lo admito, de un imperativo complicado y, como tal, seguramente más de una vez lo he traicionado. Pero incluso en esos casos, me atrevo a decirlo, he terminado aceptando mis responsabilidades frente a quienes han sido afectados, directa o indirectamente, por mis palabras.

Ingenuamente, vivo mi vida creyendo que ese imperativo es categórico y rige la vida de cuantos me rodean. Y muchas veces he tomado decisiones sin dudar de la palabra de los demás. ¿Por qué habría de dudar?

He dado muchas vueltas. Y quizá no he dicho nada, pero intento ayudarme a procesar cosas que han salido a flote en los últimos días y horas, mostrándome que quizá tienen razón quienes critican mi romántica ingenuidad y mi confianza a priori en los demás. Y, a pesar de la dolorosa realidad, a pesar de contar con evidencia de la manera en que a mis espaldas y en mis narices se ha fraguado en contra de la verdad que se me enuncia, a pesar de contar con evidencia del modo en que a mis espaldas y en mis narices se han reído de mí y me han calificado de imbécil, de ciego, de acomplejado, de soberbio, de intolerante..., a pesar de contar con evidencia de cómo a mis espaldas y en mis narices se ha dicho x cuando en el cara a cara se afirma y... A pesar de todo, no puedo sino seguir creyendo, porque la vida desconfiando permanentemente del otro, me parece una vida indigna.

Duele. Sí. Duele que de un modo así uno tenga que sacudirse la cabeza y reconocer que regalar su confianza puede exigir un precio alto. No obstante, en mi propia naturaleza está, supongo, seguir apostando a poner esa confianza incondicional de entrada. Porque la confianza bajo condiciones nunca será confianza. O al menos eso he creído siempre. Y asumo que eso seguirá generándome costos. La diferencia hoy es que soy un poco más consciente de ello. Supongo que eso representa un avance.

Hoy, probablemente en algún lugar alguien ríe y celebra que ha logrado lastimarnos. En nosotros, en las manos de cada uno, está la posibilidad de hacer de esa conciencia una oportunidad para sobreponerse y perdonar, evitando caer en las redes del rencor y el resentimiento.

Todos —o casi todos—, en el discurso defendemos las leyes de la justicia —humana o divina—. Y todos —o casi todos—, ante ciertas injusticias dudamos de nuestras propias afirmaciones y estamos dispuestos a tramar el modo de apoderarnos de tal justicia y hacerla operar en nuestras manos, convirtiéndonos en amos y señores de la verdad. Hoy no quiero jugar ese papel. Quiero perdonar y pedir perdón. Pero descubro lo difícil que son ambas acciones cuando nuestro interlocutor no está en la misma disposición. Me dicen que no hace falta, que lo importante es sanarnos nosotros mismos. Pero vaya que duele sanar de ese modo.

Quizá venir aquí a divagar de este modo sea una manera de purificarme. Duele, pero me siento tranquilo. Hoy, sigo siendo capaz de mirar a los ojos a cualquiera y mantener mis palabras, asumir responsabilidad sobre ellas. Eso me permite caminar ligero. Me siento en paz. Eso no quita, por supuesto, que me gustaría recuperar los costos que se han generado en el camino. Pero no quiero atarme al pasado. Quiero mirar hacia adelante y vivir en plenitud mi presente.

El tiempo, dicen, cura todo. Supongo que es cierto. En las manos del tiempo encomiendo las heridas de mi espíritu. Y en mi voluntad reafirmo mi compromiso con trabajar, como hasta hoy, por la congruencia y la integridad a las que todos de alguna manera aspiramos.

jueves, 26 de mayo de 2011

A favor de la indignación y contra la indiferencia

«Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivos de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa gran corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero.»
Stéphane Hessel, ¡Indignaos!

No es casual que los manifestaciones en las plazas de España hayan encontrado en el adjetivo de "indignados" su común denominador. La indignación ha sido siempre el motor de la resistencia, como señala Hessel en su alegato en contra de la indiferencia, publicado originalmente en Francia hace apenas unos meses y que en castellano ha merecido al menos ya cinco impresiones desde su publicación inicial en febrero pasado.

No voy a extenderme aquí todo lo que quisiera. Pero sí quiero retratar —consciente de toda mi subjetividad, derivada de la empatía que he sentido con los indignados en Barcelona— mi breve experiencia al recorrer el domingo 22 de mayo la acampada que lleva ya varios días en Plaça Catalunya.

Es probable que la primera impresión al acercarse a la plaza sea de cierto rechazo ante la saturación de mantas y consignas colocadas por doquier; es posible que cierta sensación de suciedad o desorden 'contamine' la percepción inicial. Sin embargo, basta dar unos pasos, sumergirse en el espíritu de la denuncia, para sentirse identificado con más de una frase. Inicia así el camino hacia el reconocimiento de cuando menos una parte de uno mismo entre los manifestantes. Una vez iniciado ese proceso, no hay marcha atrás.

"Aquesta és la plaça del poble!", reza una de las primeras consignas con las que me he topado. Y la historia de Plaça Catalunya lo corrobora. Sí: su explanada ha sido testigo de mucho más que las celebraciones de los triunfos del Barça.

Acostumbrado a las manifestaciones que suelen darse en México, una de las primeras cosas que me llama la atención es que nadie se ha apropiado del movimiento. "Lo han intentado algunos", me dice uno de los indignados, "pero no los han dejado. Esta lucha no es una sola lucha, son todas las luchas, y no es la de un grupo o persona. Ya se han reunido las agrupaciones socialistas y trosquistas de Barcelona para ver cómo beneficiarse de esto, pero no es posible, no los van a dejar. Algunos han intentado subir sus discursos, pero en cuanto la gente detecta eso, los callan, los abuchean. No dejan que nadie se apropie del movimiento o hable en nombre de todos con consignas particulares." Uno tiene la impresión de estar ante un tipo diferente de manifestación. El testimonio de uno de los que se han sumado a los jóvenes ayuda a corroborar esa idea: "Yo que estoy siempre en las manis, veo que esto es otra cosa. Ha salido el pueblo. En las manis somos siempre los mismos, aquí no, esto es distinto."

La acampada se ha organizado en comisiones permanentes cuyos miembros son todos los que quieran cuando quieran. Nadie tiene monopolio de nada. Si uno quiere ser parte de algo se apunta y ya está. Los más involucrados son quienes terminan hacia la tarde organizando la Asamblea General que sesiona todas las noches. Durante la jornada, subcomisiones y comisiones sesionan democráticamente, formando círculos en diferentes áreas de la plaza. Se proponen contenidos, se debaten, se llevan registros. Se votan las propuestas y se llevan al siguiente nivel, hasta la Asamblea General.

Recorro algunas de las sesiones y encuentro constantes. La mayoría de los participantes son jóvenes, pero hay también personas mayores que emocionados piden la palabra para decir lo que siempre quisieron decir y para lo que nadie les había prestado oídos en mucho tiempo. Algunos de los mayores dicen lo que tienen que decir y se marchan sonriendo, con una peculiar satisfacción en el rostro, como diciendo "he puesto mi parte" o agradeciendo la posibilidad de que los jóvenes les escuchen realmente. Otros se quedan durante las sesiones completas. Algunos más van de paso y, tras observar la dinámica de los indignados, se acercan a ellos para felicitarlos, para animarlos a seguir, para manifestarles una suerte de solidaridad y respaldo que en todo momento es acogida con entusiasmo multiplicador por los manifestantes.

En una de las comisiones no me han dejado hacer una foto. Una señora se me ha acercado respetuosamente: "Los chicos han pedido que no se tomen fotos en la sesión, temen que las fotos se usen después para identificarlos y tomar medidas de represión en su contra", explica para justificar la restricción que carece de sentido. De igual modo acepto su petición y una señora a mi lado es quien reacciona alegando a la primera que debería haber libertad de hacer esas fotos: "Si no están haciendo nada malo, ¿qué temen? Nadie los va a reprimir." La primera trata de insistir en su argumento sin éxito.

Decido ir a otra sesión y la segunda mujer me acompaña durante unos metros: "Esta gente no tiene trabajo porque no quiere. Deberían estar estudiando, además. Ahora son los exámenes y aquí están. Han acondicionado un lugar para estudiar y solo había tres chicos". Tiene razón, al menos en parte. Pero estos chicos no reclaman trabajo a secas. Es otra cosa. Les indigna un sistema injusto que les ofrece trabajo a cambio de valores que ellos —o al menos algunos, con quienes me identifico plenamente— consideran superiores. ¿Estudiar? La argumentación de la mayoría de ellos en las comisiones y asambleas demuestra que estudian bastante. No sé si sea en la universidad o dónde, pero estos chicos leen y piensan, discuten, debaten, proponen. En la comisión de economía se ha debatido con seriedad sobre la filosofía del decrecimiento, mientras en educación me ha tocado escuchar —además de todo el romanticismo propio de los educadores— propuestas concretas con miras a garantizar una revisión de la orientación de la currícula y una mínima continuidad en los programas del sector.

Cierto, también hay otros que han querido hacer de la acampada una fiesta. "La Revolución no es Botellón", dice una manta en la parte centra de la plaza. Otros carteles son más claros: "Esto no es un puto botellón". Pese a ello, los paquis se pasean entrada la tarde con su inconfundible pregón de "Cerveza, Beer... Cerveza, Beer...".

Algunas pinceladas más de la jornada. Espacios para que los niños jueguen y hagan manualidades. "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar", reza una manta gigantesca de cara al Corte Inglés. Presentaciones culturales para todas las edades. "Democracia Real, Ya" se lee en varios carteles. La impecable organización de los voluntarios en el área de cocina. "Yes, we camp", es el lema que han ido adoptando con miras a dar proyección global al movimiento. Alrededor de las fuentes se ha empezado a trabajar con el pasto y se ha cercado ya un huerto. "La vida la marcan las oportunidades, y ésta es una." El micrófono en la plaza centra está siempre abierto; quien tiene algo que decir va y lo dice. "El conocimiento nos hace responsables." Una pequeña zona de biblioteca ha ido creciendo durante la jornada; ya se van catalogando los libros donados. Llega gente a donar también alimentos. Una camioneta trae equipos diversos: impresoras, escritorios... un refrigerador que es aplaudido a su paso. La comisión de difusión tiene, además de los portales en internet, estaciones de radio transmitiendo en la red y en tres frecuencias de radio libre. La logística es casi impecable. Más importante aún, es una logística espontánea, surgida de las necesidades y la indignación. Esa logística ha ido improvisando el equipo para las asambleas generales. Se mezclan altavoces, consolas, micrófonos. No hay equipos profesionales. Con lo que se tiene a la mano se logra improvisar algo suficientemente digno para que la asamblea se lleve a cabo cada noche con éxito.

A las nueve de la noche en punto, la cacerolada. Veinte minutos de cacerolas, botes, llaves, aplausos. Después, la gente se empieza a sentar para la Asamblea General. Han trazado con cinta pasillos de emergencia que van dejando libres para el tránsito de las personas. Se presentan las propuestas. Se definen siguientes pasos. Se decide que la acampada se prolonga indefinidamente.

El movimiento crecerá, sin duda. Me cuesta trabajo saber en qué dirección. He escuchado muchas lecturas e interpretaciones. Muchas tiene lógica, pero admito que pocas me convencen. Los ejercicios de democracia real que se viven hoy en las plazas son una lección para el mundo. ¿Cuánto tiempo más podrán mantenerse con ese carácter? Ya surgen las primeras complicaciones logísticas y, de ellas, derivan poco a poco dificultades ideológicas. Parece que en algún momento harán falta liderazgos formales. Si llega a ser ese el caso, el movimiento enfrentará serias dificultades. Hay quien sugiere que los indignados lograrán mantener su democracia de consensos sin necesidad de cabezas visibles. Cuando una lucha es por todas las luchas, el riesgo está en lo que de incompatible pudiera haber entre algunas de ellas. Son todas las luchas, pero debe haber un factor común. ¿La indignación? Sí, pero la indignación concreta ante algo.

Yo también estoy indignado. Y como la gente que hoy acampa en diferentes plazas de España, encuentro el origen de mi indignación en un modelo perverso que, basado en el consumo y el crecimiento económico como valores supremos, ha dejado de lado la vida misma. No estoy seguro de cuál sea la mejor solución, pero coincido por completo con Hessel cuando afirma que la peor actitud es la indiferencia, pues solo de la indignación puede surgir el compromiso auténtico. Por ahí empiezan las cosas, pues, por indignarse.

Nota. En este álbum público en mi perfil de Facebook puedes encontrar algunas imágenes de mi recorrido por la acampada el 22 de mayo.

domingo, 22 de mayo de 2011

¿A qué vine a Barcelona?

Marshall McLuhan fue un visionario investigador que, entre muchas ideas, acuñó la idea de los medios como extensiones del ser humano. A él debemos también una anticipada lectura de lo que hoy es nuestra aldea global, además de un gran número de aforismos que han alcanzado el título de "clásicos" entre los estudiosos de la comunicación, como aquel de "El medio es el mensaje". Dos de sus obras clave son The Guntenberg Galaxy y Understanding Media, publicados originalmente en 1962 y 1964, respectivamente. En unas horas inicia en Barcelona la conferencia internacional McLuhan Galaxy 2011 — Understanding Media, Today.

McLuhan es uno de los pensadores clave en mi propuesta para la tesis doctoral. De ahí mi entusiasmo por asistir a este evento durante los próximos tres días. La ocasión sirve también para ver en persona a mi directora de Tesis y comentar con ella algo sobre mis primeros pasos en el proyecto.

Mi estancia ha coincidido además con la acampada de "indignados" en Pl. Catalunya. Estuve este domingo ahí prácticamente toda la jornada. Muchas imágenes y, sobre todo, muchas ideas para poner aquí, sobre mi humilde mesa digital.

Ambos temas (McLuhan y la #acampadabcn) tienen conexiones importantes. Sobre ambas cosas estaré comentando aquí y en Twitter en los siguientes días.

domingo, 15 de mayo de 2011

León no merece este Teatro

[Nota. He leído con calma lo que escribí y admito que puede molestar cierta pose elitista en mi texto. Es posible que alguien encuentre en mis palabras, además de una postura sibarita, un desprecio por la gente de esta ciudad en la que hoy paso los más de mis días. Admito que hay en mis afirmaciones ciertas generalizaciones que bien admiten excepciones. Mi única intención es dar salida a una inquietud personal que, seguramente, bien puede rebatirse o ponerse en duda.]

Triste, dolorosamente, anoche volví a pensarlo: esta ciudad no se merece su Teatro del Bicentenario.

Pasé prácticamente todo el sábado en el Forum Cultural Guanajuato, en León. Un espacio que siempre me ha parecido pertenece a otra dimensión.

En la mañana llegué al Auditorio Mateo Herrera para la transmisión de La Valquiria, cerrando la temporada 2010-2011 de el Met en vivo y HD. Un detalle técnico en la complicada máquina sobre la que se construye la nueva producción del Ciclo del Anillo dirigida por Robert lapage para el Met de NY, provocó el retraso de la función, que inició poco antes del medio día. Cinco horas y veinte minutos en los que la obra de Wagner me condujo por todos los rincones del alma. Debora Voigt, Eva-Maria Wesbroek, Stephanie Blythe, Jonas Kaufmann, Hans-Peter Köing y Bryn Terfel, bajo la conducción del maestro James Levine, imprimieron a la partitura de Wagner la fuerza necesaria con una dosis de realidad y emotividad que solo los grandes consiguen.

Fue mi primera vez en el Mateo Herrera, y quedé gratamente complacido. Sus terrazas y salas tipo lounge resultan cómodas alternativas para los intermedios, que pueden completarse con vino y bocadillos que ofrece la cafetería.

En el público de una sala para 260 personas, menos de un centenar —varios de ellos extranjeros— disfrutaba la transmisión. Así es: en una ciudad con casi un millón y medio de habitantes y cuya zona metropolitana disputa con Toluca la quinta posición entre las más grandes del país, menos de cien personas decidieron esa mañana ir a la ópera. Mi sorpresa se acentuó, quizá, al estar acostumbrado a las abarrotadas transmisiones que esta misma temporada presencié en el Auditorio Nacional.

Pero mi sorpresa —mi tristeza— aumentó en la noche, al asistir al Teatro del Bicentenario a un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, cuyo programa incluyó la Suite Orquestal de "El Cid" de Massenet, selecciones de "Carmen" de Bizet y las "Danzas Sinfónicas" de "West Side Story" de Bernstein.

Hace un par de meses tuve oportunidad de asistir a un concierto con la Orquesta Filarmónica de Jalisco en el mismo recinto, entonces casi recién inaugurado. Me sorprendió entonces el casi lleno total. En cambio, anoche estaban ocupadas quizá la mitad de las 1,500 butacas del que ha sido presumido por el Estado como "el mejor teatro del País en 100 años". Recordé entonces que los leoneses tienden a abarrotar todo lo que es nuevo... claro, mientras es nuevo.

La OSUG ofreció una destacada interpretación de Massenet, mientras la batuta de Eduardo Álvarez, director huésped, alternaba entre dirigir a los músicos y contener los aplausos de parte del público que insistía en celebrar cada movimiento. Apareció después la soprano mexicana Violeta Dávalos para ofrecer un aria de "El Cid" y, tras un interludio de "Carmen", dos de las piezas más representativas de esta ópera de Bizet: la Seguidilla "Préz de ramparts de Séville..." y la Habanera "L'amour est un oiseau rebelle...".

Dávalos, Álvarez y los músicos de la OSUG lograron cautivar a pesar de los teléfonos celulares —que no solo sonaban, sino que ¡eran contestados! durante la función—, aunque la acústica del teatro no fuera suficiente para lidiar con los espectadores que encontraban cualquier momento propicio para comentar el programa, sus impresiones o cualquier otra inquietud que al instante atravesara su mente.

Tras el intermedio vino el momento que yo más ansiaba: las "Danzas Sinfónicas" que Leonard Bernstein estructuró a partir de los principales temas de su tragedia "West Side Story". La interpretación de la OSUG fue intensa y emotiva, destacando su sección de vientos —maderas y metales— y sus percusiones. En una variación a la presentación tradicional de las Danzas, Violeta Dávalos se incorporó en el adagio "Somewhere" para interpretar una versión vocal de la pieza. En general, la OSUG consiguió provocar todas las emociones que transitan a lo largo de la partitura de Bernstein. El movimiento final me atrapó ya con las lágrimas. El aplauso general me hace pensar que no fui el único emocionado.

Admito que, más allá de lamentar la falta de audiencia, por momentos me molestó mucho el ruido que hacía el público y el cinismo con el que alargaba sus conversaciones a pesar de los gestos de incomodidad que manifestábamos algunos. Quizá con cierta de soberbia, pero no sin convicción, llegó un momento en que recordé que nadie da lo que no tiene. ¿Por qué sorprenderme de las butacas vacías o de los celulares a media función, si estoy en la misma ciudad donde hace una semana, tras días de largas filas para conseguir entradas, la afición abarrotó su estadio de fútbol para terminar dando una de las más lamentables muestras de incivilidad deportiva? Para eso sí estamos buenos. O para invertir millones en la construcción y remodelación de un nuevo palenque que bien remite a una suerte de circo romano del siglo XXI. Ni el futbol ni el palenque tienen nada en sí mismos que los hagan denostables, pero no solo de futbol y palenque vive el hombre.

"Esta ciudad no merece este Teatro", volví a pensar mientras caminaba por la explanada del Forum al salir del concierto. "O quizá sí, quizá lo necesita justamente para que algún día los leoneses vean más allá del estadio y del palenque".

martes, 10 de mayo de 2011

¿A qué estamos jugando?

Ayer León Karuze soltó en Twitter un par de preguntas que pronto se instalaron en mi cabeza y la pusieron a dar vueltas. La pregunta de León derivaba a su vez de una nota publicada por Animal Político en la que se relataba el modo en que una familia capitalina jugaba en el parque a “los ejecutados”. A partir de ahí, León preguntó a sus seguidores en Twitter si la violencia había formado parte de sus juegos de infancia. El tema también fue parte de su pregunta del día en Hora 21 de Foro TV, indagando si uno observa cambios en los juegos de los niños en el contexto que hoy vivimos.

El tema me rondó tanto que sentí la necesidad de volcar algunas ideas por escrito.

Primero, una reflexión lingüística. Toda lengua tiene sus límites al momento de intentar abarcar la realidad. Algunos idiomas resultan a veces más adecuados que otros para referirse a ciertas ideas. Del mismo modo, ciertas cuestiones resultan con frecuencia más allá de las fronteras de cualquier código lingüístico, obligándonos a esfuerzos a veces francamente inútiles para lograr producir una mínima imagen común de ellas.

Al hablar del juego, la lengua española, como otros idiomas sin duda, encuentra una de esas peculiares limitantes. La acción de jugar y el juego como hecho son dos realidades que muchas veces coinciden en una misma definición, pero no necesariamente. No siempre jugar significa participar en un juego, pero las palabras para ambas ideas tienen la misma raíz.

En inglés no sucede lo mismo: la acción de jugar (to play) se distingue lingüísticamente del juego en el que se participa (a game). Esta distinción tiene pocas implicaciones en el caso específico que me ocupa, pero me ayuda a introducir una variante importante que existe en el término anglosajón play.

En castellano, si bien la Real Academia Española de la Lengua admite una amplia cantidad de acepciones para el verbo jugar, su uso tiende a centrarse en la connotación lúdica o en otras cercanas a ésta. En la lengua inglesa, el verbo to play tiene, además de la connotación ligada al juego, acepciones ligadas estrechamente al ámbito de la acción y la representación, en particular a la representación teatral. Play, como sustantivo, refiere, entre otras cosas, al texto y a la representación teatral.

Es este sentido de la palabra el que me interesa para de examinar el papel del juego.

Jugar es, en buena medida, representar una parte de la realidad. El juego es representación simbólica de un fragmento del mundo. Cuando juega, el niño interpreta un personaje, asume un rol al amparo de ciertas reglas que ordenan y dan sentido a su representación.

El juego implica en lo general un mínimo de reglas, incluso cuando una de éstas puede ser la negación de las mismas. Al jugar, suponemos una serie de condiciones que dan significado a las acciones de quienes participan en el juego. Algunos juegos son explícitamente simbólicos: cuando jugamos a “la escuelita”, a “policías y ladrones”, con muñecas, estamos representando ciertos roles y relaciones que recrean y transforman la realidad. Lo anterior es válido en prácticamente cualquier variante del juego: un encuentro deportivo, un juego de mesa, un video-juego, una ronda infantil.

A través del juego el niño —y la persona en general— desarrolla diversas dimensiones de su humanidad. La complejidad del juego está ligada con la inteligencia, la motricidad, la sociabilidad, la afectividad… Entre las muchas implicaciones y consecuencia del carácter simbólico del juego, tres me parecen altamente significativas al momento de reflexionar sobre los juegos de nuestros niños en el contexto que hoy vivimos.

Primero. Como representación de la realidad, el juego se enraíza en la cultura. Nuestros juegos viven una relación dialéctica con la realidad, son causa y consecuencia se la realidad en donde se desarrollan. Bajo esa premisa, considero estéril discutir bajo un limitado esquema de causa y efecto si la violencia del medio (y la violencia “pre-cargada” en ciertos juegos) hace violentos a los niños. El juego del niño nace y se produce en y con la comunidad a la que pertenece, y este hecho influirá necesariamente en las características del juego mismo.

Segundo. Durante siglos se ha debatido la naturaleza de la violencia en el ser humano. Ridículo de mi parte sería pretender resolver esa cuestión en unas cuantas líneas. Natural o cultural, la violencia existe y el juego ha sido históricamente una vía de expresión de la misma. Desde que en sus reglas aparece la idea de triunfo de unos y derrota de otros, la lucha se vuelve elemento constitutivo de no pocos juegos. En este sentido, el juego puede ser señalado como una vía cultural y socialmente legítima para canalizar nuestra violencia.

Tercero. El carácter simbólico y representacional del juego nos permite que éste se convierta en un terreno para poner a prueba ciertas conductas, ideas y valores. El territorio del juego es fértil para experimentar las diferentes dimensiones de la condición humana en circunstancias relativamente controladas. Por supuesto, esta experimentación tienen sus límites, de modo que extender el experimento fuera de ellos puede tener consecuencias terribles, de ahí la relevancia de las reglas que ayudan a delimitar y separar el juego de la “realidad”.

Concluyendo, al menos provisionalmente: a la luz de estas reflexiones, me parece que el juego como representación puede considerarse, en términos generales, un espacio adecuado y legítimo para la construcción del futuro. De ahí que minimizar o soslayar el papel cultural del juego sería lamentable, mientras que asumir conciencia de sus posibilidades, nos ayudaría sin duda a construir un mundo más humano.

El error el discurso de la Marcha Nacional

Tres breves apuntes previos.

Uno. El título de este texto, lo admito, pretende provocar. De ninguna manera me considero juez válido para calificar lo que es correcto y lo que no en el discurso de nadie. Me valgo de esta provocación para presentar mi opinión sobre algo que —desde mi entera subjetividad— no comparto con el discurso del movimiento encabezado por Javier Sicilia.

Dos. Pese a mi divergencia con el poeta en una de las premisas que encuentro en su llamado, comparto ampliamente su sentir —y buena parte de su pensar— con respecto a la realidad que hoy vive nuestro País. Tener una diferencia no significa que descalifique o mucho menos que me oponga a la necesidad de honrar a nuestros muertos y, sobre todo, actuar a favor de nuestros vivos.

Tres. Si algo ha vuelto a poner en evidencia la Marcha Nacional encabezada por Sicilia la semana pasada, es la dolorosa fragmentación de nuestra sociedad, el triste maniqueísmo con el que seguimos reaccionando ante las opiniones que difieren de las propias. Asumo, no sin lamentarlo, que esas divisiones harán que mi opinión sea descalificada a priori por muchos y rebatida —espero al menos con cierta racionalidad— por algunos. Es mi deseo que, de haber alguna respuesta, entre en ese terreno cada vez más olvidado donde gobiernan la argumentación y el diálogo.

Entrando, pues, en materia.

Diré primero que no estuve en la marcha. Desde que supe de los preparativos me pareció loable, pero nunca tuve intención de asistir. Admito que con el paso de los días —sobre todo una vez iniciada la caminata en Morelos, ciertas declaraciones de Javier Sicilia y el posterior entusiasmo de muchos a través de Twitter— estuve tentado a incorporarme al menos en algún tramo. Sin embargo, fueros las mismas reacciones desde Twitter las que terminaron haciendo que desistiera y, por el contrario, prefiriera dejar de estar pendiente del avance del movimiento y su conclusión final en el Zócalo capitalino.

El “movimiento ciudadano” de Javier Sicilia pronto desató en las redes sociales digitales un agitado debate entre los pros y los contras de la marcha. En ambos lados encontré argumentos razonables, expuestos con también razonable actitud, pero pronto fue evidente que esos razonables eran los menos. Las descalificaciones reduccionistas, los maniqueísmos y los insultos, pronto dominaron mi línea de tiempo virtual. Cuando los argumentos mesurados empezaron a ser respondidos sistemáticamente sin mayores razones e incluso con violencia, me pareció evidente que más me convenía desconectarme. Y eso hice.

Al día siguiente leí y escuché los discursos pronunciados en la Plaza de la Constitución. Simpaticé con algunos planteamientos y disentí con otros. De cualquier modo, en términos generales, al promediar las crónicas emocionadas de muchos participantes con los discursos de los organizadores, mi balance fue positivo. No obstante, algo me incomodó. No fue una afirmación concreta, sino de algo más genérico detrás de la manifestación. Algo casi abstracto, me atrevería a decir.

Intentaré explicar ese algo en las siguientes líneas, partiendo de una convicción personal que asumo como premisa en mi argumentación: considero que cada persona percibe y construye la realidad desde su propia experiencia. Esto implica que no me atreva a afirmar que las cosas son de tal o cual modo, y menos ante una realidad tan compleja como el fenómeno de la aborrecible inseguridad que padece hoy este País.

Desde ese supuesto, me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido.

Muchas ideas en el discurso promovido por la Marcha Nacional son suficientemente abiertas y plurales como para que cualquier buen ciudadano pueda identificarse con ellas. Sin embargo, esa misma amplitud imprime al discurso un carácter de ambigüedad que permite a cualquiera incorporar adjetivos (y sustantivos y verbos) derivados de visiones concretas y específicas (y subjetivas) de la realidad.

Nada de malo habría en que todos los sectores de nuestra sociedad pudieran agregar al discurso de Sicilia sus propias visiones… siempre y cuando todas esas visiones pudieran coexistir en armonía. Sicilia, me parece, ha sido cuidadoso en términos generales al definir los alcances de su propuesta, pero ese mismo cuidado ha abierto la puerta para que muchos se cuelguen de su movimiento y busquen naturalmente réditos para satisfacer determinados intereses personales.

[En este sentido, una excepción en los planteamientos de Sicilia, desde mi punto de vista, fue la inesperada —al menos para algunos— solicitud de remoción del Secretario de Seguridad Pública. A diferencia de otros planteamientos que bien podían dirigirse a toda la clase política del país, en ese caso Sicilia hizo un señalamiento que, al identificar un nombre, alimenta la rentabilidad política para ciertos sectores o grupos políticos específicos.]

Al final, creo que son muchos los bonos que la Marcha Nacional suma a favor de la sociedad civil. Pero son también muchos los riesgos. Apunto dos, que de alguna manera ya han quedado sugeridos líneas arriba.

Uno, el lucro que ciertos actores políticos buscarán hacer a partir del discurso del domingo. Tengo la impresión de que más de uno de los destinatarios del mensaje de Sicilia, se colgará de sus palabras para enarbolar la bandera de la “ciudadanía”. Y Sicilia y los suyos se verán obligados a desmentir o desmontar de su tren a alguno que otro.

El segundo riesgo, mucho más delicado —me parece—, es la manera en que se procesa un discurso como el de la Marcha Nacional en una sociedad cuyo tejido social se ha descompuesto a través de los años y tiende cada vez más a la fragmentación. Para los defensores radicales del discurso de Sicilia, quien lo cuestione puede ser identificado como un mal ciudadano; concordar con alguna pieza —por mínima que sea— de la “estrategia del Presidente”, lo convierte a uno en traidor, en vendido, en poco inteligente. ¿Así de simple? Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.

Javier Sicilia lo ha dicho más de una vez, y en ello concuerdo con él por completo: es urgente reconstruir el tejido social en nuestro País. La alternativa de la descalificación sistemática abona poco en ese camino. En mi perspectiva, el diálogo razonable es la única alternativa viable.

sábado, 30 de abril de 2011

Hasta siempre, tocayo

Dicen que la primera página de un libro es pieza clave para que el lector decida el tipo de relación con lo que vendrá después. Sabato debía tenerlo tan claro que no se arriesgaba a que el lector acabara la primera página: bastaba el primer párrafo, a veces la primera frase, para saber que el texto que uno tenía entre manos valdría la pena.
«Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.»
Así inicia el relato de El túnel, novela que mostró al mundo la genialidad de su pluma cuando el siglo XX casi completaba su primera mitad. No puedo ser objetivo al referirme a esta obra: quienes mejor me conocen saben bien que es mi novela de cabecera y que de cuando en cuando vuelvo a ella para recordarme el significado de vivir atravesando mi propio túnel.

Es de sobra conocido el reconocimiento público de Albert Camus a esa primer novela de Sabato. No es gratuito que el autor de El extranjero y La peste reconociera de inmediato el angustioso existencialismo contenido en el relato del argentino. En la novela y en el ensayo, Sabato supo explorar la condición humana como pocos: con claridad, profundidad, contundencia y belleza.
«Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo Mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia Alejandra. Luego (aunque, lógicamente, no se puede precisar el lapso transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego.»
Así inicia Sobre héroes y tumbas, una novela que en muchos aspectos no podría ser más distinta a El túnel y, sin embargo, refleja las mismas inquietudes universales ligadas a la existencia del hombre.

El pesimismo que algunos descubren en su narrativa, suele compensarse con el optimismo de muchos de sus ensayos. Como evidencia de ello, baste citar el bellísimo párrafo que abre La resistencia, publicado en 2000:
«Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días.»
Líneas más adelante escribe una de las frases más sencillas y poderosas que he leído jamás:
«Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre.»
Suelo usar esas primeras páginas de La resistencia en mis clases, igual con chicos de secundaria o bachillerato como con estudiantes de maestría. El llamado de esas palabras me resulta siempre tan urgente.

El 19 de septiembre de 2008 publiqué en mi primer blog un texto titulado "Valentía y Resistencia". Hoy lo releo y trato de buscarle nuevo sentido en medio del dolor que sigue —en muchos modos con más fuerza— aquejando a mi País. [Y mientras recupero la urgencia de esa capacidad para resistir y crear encuentro la nota que entonces dejó Jake en mi entrada, relatando el envidiable mensaje mecanografiado que recibió de Sabato ante la declaración de "amor intelectual" que ella le había enviado previamente.]

Otro ejemplo de la urgencia de ese llamado contenido en La resistencia: el 24 de junio de 2009, cuando Sabato cumplía 98 años, tomé un fragmento de su ensayo como núcleo de mi mensaje de graduación a la generación que terminaba la preparatoria en el colegio donde trabajaba entonces.
«Cada hora del hombre es un lugar vivo de nuestra existencia que ocurre una sola vez, irremplazable para siempre. Aquí reside la tensión de la vida, su grandeza, la posibilidad de que la inasible fugacidad del tiempo se colme de instantes absolutos...»
En una de esas horas de esta madrugada murió Sabato a los 99 años. Hacía unos cuantos que esa muerte se volvía cada vez más impostergable y él lo sabía. Se reconocía decepcionado del mundo que le rodeaba y en su hogar, en Santos Lugares, se dedicaba a pintar. Santos Lugares. No se me ocurre mejor nombre de un lugar para morir. Poco debe sorprender una muerte a los 99 años. Y aún así, la muerte aunque no sorprenda siempre duele.

Tocayo, se te echará de menos.

sábado, 16 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (II)

La temporada perdida

Tosca, Aída, Turandot, Carmen y Hamlet fueron las producciones del Met que, pese a contar con entradas pagadas, me perdí durante las transmisiones de la temporada 2009-2010, como consecuencia de mi traslado al Bajío. Algunas porque tenía que impartir clase en Salamanca, otras porque tenía que atender como alumno a mi Diplomado en Filosofía para Niños. Repartí los boletos a gente cercana que sabía podría disfrutar de las transmisiones y me conformé con sus reseñas.

Llegó entonces el anuncio de la temporada 2010-2011 y el calendario para las emisiones en HD. Para el primer semestre mis clases sabatinas impedían nuevamente cualquier intento, pero mi firme decisión de descansar de las aulas los fines de semana durante un semestre me permitían aventurarme a comprar boletos para algo entre enero y abril. Y así lo hice, comprando para las tres producciones que tenía certeza podría atender con relativa seguridad, lo cual afortunadamente se logró sin contratiempos. Aquí, las micro-reseñas de estas tres experiencias con un bonus: una referencia a la transmisión 3D de Carmen producida por la Royal Opera House de Londres.


El hallazgo de Gluck

Sí. Quizá confesarlo evidencie lo realmente lejos que estoy de ser un experto, pero debo admitir que hasta hace unos meses ignoraba la genialidad de Gluck y su cercanía con músicos cuyas partituras admiro inmensamente. El atractivo para asistir a la trasmisión de Iphigénie en Tauride era el cartel encabezado por Susan Graham acompañada de Plácido Domingo. La experiencia fue casi mística, tanto por la fascinante música como por las portentosas interpretaciones de Graham y Domingo —quienes, según nos advertían al inicio de la función, atravesaban sendos resfriados ese medio día—. Un apunte sobre el tenor español: no imaginé que pudiese resultar tan convincente la interpretación que un septagenario en el papel de un personaje con la juventud y la fuerza de Orestes; sorprendente la frescura que conserva su voz después de tantos años. Una auténtica leyenda viva.


La locura encarnada

Natalie Dessay siempre me ha parecido el rostro del desequilibrio mental. Lo digo en serio. Desde que la vi por primera vez en alguna grabación, quedé cautivado por su forma de interpretar globalmente a sus heroínas. Sé que los más ortodoxos suelen criticar algunos de sus atrevimientos y tropiezos vocales. Sin embargo, la manera en que la soprano francesa encarna sus personajes me parece realmente única. La producción de Mary Zimmerman para Lucia Di Lammermoor es soberbia. En su temporada de estreno, fue parte de las transmisiones HD con Anna Netrebko. En aquella versión, además del montaje impecable, engalanaba la función también el excelente tenor Piotr Beczala. La Lucía de la Dessay no consigue, por supuesto, la sensualidad que le imprimía la soprano rusa, pero sí atrapa con un magistral recorrido desde la frágil Lucía enamorada y temerosa de su entorno hasta la pérdida de la razón y su desenlace fatal.


Paréntesis: Sexy-Carmen-3D

No recuerdo con claridad cómo supe de las funciones de la producción Carmen 3D que la Royal Opera House lanzaba a diferentes recintos cinematográficos. Lo cierto es que fui, compré mi boleto y fui uno de los menos de 30 que ocupamos la sala de Cinépolis en León destinada a tal fin. La producción muy bien lograda en lo general. A destacar, el carisma y la interpretación —vocal y sobre todo histriónica— de los protagonistas. La heroína que da título al clásico de Bizet nunca antes me había parecido tan convincente. Quizá fuera la sensualidad desbordada de la pantalla a través de las gafas que juegan con nuestros sentidos para hacernos creer que los objetos proyectados realmente tienen volumen. Y ahí quizá mi única objeción para esta transmisión: ¿realmente hacía falta la tercera dimensión? Personalmente me sigo resistiendo al cine en 3D, no consigue atraerme ni motivarme lo suficiente, me parece engorroso, incómodo y me suele provocar jaquecas. Supongo que el sello 3D llevaría la intención de acercar a un público más joven a la Ópera. No sé si tal propósito se cumpla en otros lares, porque en León, no.


El Conde Flórez

Para El Conde Ory, mi principal motivación era el cartel. La ópera cómica de Rossini me resultaba completamente ajena, pero Juan Diego Flórez, Joyce DiDonato y Diana Damrau eran suficiente pretexto para asistir. ¡Y vaya que valió la pena! Por más de una razón, por supuesto. Valió por la bella producción imitando un escenario medieval y una obra dentro de la obra. Valió por la frescura de una gran comedia en medio de tanta muerte y engaño al que uno suele acostumbrarse en la ópera. Valió por la ingeniosa manera de proponer algunas escenas que, sin duda, demandaban una gran precisión vocal y actoral a los protagonistas, que en todo momento enfrentaron con éxito. Y valió, claro está, por el talento de todos los que se pararon sobre el escenario. Damrau interpretando al paje de Ory, con quien pelea el amor de la condesa Adèle, excelente. La química que además consigue con esta última, interpretada impecablemente por DiDonato, es maravillosa. Y el carisma que envuelve la portentosa voz del tenor peruano Juan Diego Flórez es muy difícil de describir. Durante casi tres horas reí y disfruté inmensamente la calidad en todos los sentidos de una producción que ya ansío se distribuya en video para poder disfrutarla una vez más.


Y...

Quedan tres transmisiones de la temporada en HD. Capriccio, de Staruss y protagonizada por Renée Fleming me la perderé inevitablemente pues andaré de vago. En el caso de Il Trovatore de Verdi, ya planeo comprar entradas para el Fórum Cultural en León. Y para cerrar, en el caso de La Valquiria, en su nueva producción para el Met, no me decido aún, pues me hubiera encantado ver hace unos meses la transmisión de estreno de la primera parte de la tetralogía Wagneriana. De cualquier modo, se ha anunciado ya el programa de la temporada 2011-2012. Promete. Y bastante.

domingo, 10 de abril de 2011

Ópera en pantalla grande (I)

Hace unas semanas un amigo me preguntó, auténticamente intrigado, sobre el origen de mi afición por la ópera. Al responderle, noté que se trata de uno de tres géneros musicales que nunca sonaron en mi casa y a los que ningún amigo cercano me empujó (los otros son el jazz y el tango). Al reflexionar sobre ello, resultó curioso encontrar que en los tres casos, la semilla para explorar sus territorios se sembró desde el cine (y curiosamente los tres en mis años de universitario).

En el caso particular de la ópera, dos bandas sonoras produjeron la chispa que poco a poco me llevaría a adentrarme en ese mundo que a ratos se me antojaba distante pero que siempre terminaba conservando mi curiosidad por alguna razón. Las grabaciones a que me refiero pertenecen a Age Of Inocence y The Fifth Element, dirigidas por Martin Scorsese y Luc Besson respectivamente. Dos películas que no podrían ser más dispares entre sí pero que algo tienen en común: en ambas hay un momento decisivo para la trama que tiene como fondo la partitura de una ópera. En el primer caso, una brevísima escena del Fausto de Gounod; en el segundo, la primera parte de la escena de locura de Lucia de Lammermoor de Donizetti. Los dos momentos aparecen en las respectivas bandas sonoras de las citadas películas. Desde mi absoluta ignorancia del mundo del bel canto, me fascinaba escuchar esos fragmentos una y otra vez.

Hasta que en 1998 una obra de teatro terminó empujándome a romper mis miedos. Me refiero a Master Class, pieza del dramaturgo Terrence McNally que narra magistralmente un oscuro fragmento de la biografía de Maria Callas, que en México fue interpretada la primera actriz Diana Bracho. Durante el montaje, se escuchaban algunos fragmentos de piezas del repertorio tradicional de la Diva. Al día siguiente fui a una tienda de discos a comprar una antología de la llamada Voz del Siglo y empecé a explorar sus grabaciones poco a poco.

Por fin meses después terminé asistiendo por primera vez a una función de ópera en el Palacio de Bellas Artes. Se trataba de La Boheme, de Puccini. Imposible describir lo que viví. Con el tiempo vinieron ya las investigaciones, la adquisición de grabaciones, la asistencia cuando era posible a una función en vivo.

Hace un par de años, la posibilidad de seguir adentrándome en este fascinante mundo llegó nuevamente a través de una pantalla, esta vez cuando supe de las transmisiones que la Metropolitan Opera de Nueva York estaba realizando en vivo y alta definición hacia diferentes recintos del mundo, entre ellos, el Auditorio Nacional en la Ciudad de México. Mi primera función en HD fue otra obra de Puccini: Madama Butterfly, en la bellísima producción de Anthony Mingela. Meses después, en el verano, pude ver la retransmisión de La Boheme en la mítica producción de Franco Zeffireli para el Met.

Ambas transmisiones me condujeron a un par de conclusiones contundentes. Primero, corroborar la maestría de Giacomo Puccini para musicalizar emociones y hacer que lo invadan a uno desde los oídos hasta recorrer el sistema circulatorio por completo. Segundo, la maravillosa oportunidad que ofrece la tecnología para acercarnos a manifestaciones artísticas que usualmente las limitaciones materiales y temporales nos impiden disfrutar como quisiéramos. Me propuse entonces no perderme en lo posible las futuras transmisiones desde el Met. Se anunció la temporada 2009-2010 y de inmediato compré boletos para 4 funciones.

Y entonces, semanas antes del arranque de la temporada... me fui a vivir a León, Guanajuato.

En la siguiente entrega: un breve relato de mis frustraciones con la temporada 2009-2010 y el poderoso reencuentro con la temporada 2010-2011 del Met de Nueva York, además de un apunte acerca de las transmisiones de la Royal Opera House de Londres.

sábado, 2 de abril de 2011

Volver al Circo

When I grow up, I will run away and join the circus.

Una peculiar curiosidad aderezada de entusiasmo se adueñó de mí hace unas semanas cuando, sobre una de las principales avenidas de esta ciudad, vi que se anunciaba el inicio de una “corta temporada” del Circo Atayde. Al instante consideré que debería darme oportunidad de ir. Compartí mi propósito con algunos pero debieron pensar que no hablaba en serio. Terminé desistiendo de divulgar mis intenciones, que pese a ellos permanecieron intactas en mi interior.

Hace poco más de una semana ese deseo de aceleró de repente cuando al pasar por el terreno donde el mítico circo se había instalado vi la lona que sentenciaba: “Lunes, última función”. ¡Diablos! ¡Y justo es fin de semana estaba lleno de compromisos en la agenda! Me resigné y me prometí que la próxima vez no lo pensaría tanto.

El domingo pasado, sin embargo, después de un gran fin de semana, cuando ya mis compromisos estaban cubiertos, pasé por la avenida en cuestión y vi en el otro lado de la calle a la gente que ya hacía fila para entrar a la última función del día —y una de las últimas en la visita de los Atayde en la ciudad—. ¿Y si lo intentaba? La función era a las 7:30 de la tarde y en ese momento eran… ¡las 7:30 de la tarde! Tardé en dar vuelta sobre el bulevar y, justo cuando ingresaba al terreno que funcionaba como estacionamiento, caí en cuenta de que solo llevaba 150 pesos en efectivo. ¿Cuánto costaría la entrada? ¿Aceptarían tarjetas de crédito?

Me estacioné y mientras la fila de gente ingresaba a la carpa por una pequeña división en los tráilers que hacen las veces de fachada, me dirigí hacia la ventanilla de la taquilla. Mientras caminaba, sentía que me hacía más joven. Vi el cartel que anunciaba los precios: 400, 300, 200 y 100 pesos. “¿Acepta tarjeta?”, pregunté a la mujer tras la rejilla. Nada, solo efectivo. “Me da entonces uno de 100 pesos, por favor”. A cambio de mi dinero recibí un pequeño boleto de cartón, de esos que solían usarse también en el cine hace años y que aún se utilizan en los juegos de algunas ferias.

Fui de los últimos en ingresar a la carpa. El cartoncito me daba acceso a la sección de luneta general. Subí una pequeña escalera y… ¡ya estaba ahí! ¡La pista, los pequeños palcos a su alrededor, los trapecios en lo alto, la cortina al fondo anticipando la entrada de los artistas! A esas alturas yo ya tendría unas 7 u 8 años. Y, aunque la carpa me parecía enorme, la pista estaba a solo unos metros, la visibilidad era perfecta. Agradecí que los cien pesos hubieran valido lo mismo que cuatro veces eso. Pasó un chico ofreciendo golosinas y gasté el poco dinero que me quedaba en unas palomitas y una botella de agua. (Creo que esa botella evidenciaba que aunque me sentía de siete años tenía en realidad cinco veces esa cantidad.)

Mi entusiasmo no tenía límites. Ansiaba el inicio de la función. Solo una cosa lamentaba: la poca cantidad de espectadores que me acompañaban. Acaso la cuarta parte de las butacas estaban ocupadas. Y, sin embargo, la gente que estaba se veía igual de emocionada que yo. Sobre todo, por supuesto, los niños. Pero había también parejas y algunos grupos de jóvenes que habían caído en la tentación de pasar el ocaso del domingo contemplando las gracias y piruetas de los cirqueros. ¿Acaso somos solo unos cuantos nostálgicos los que nos aferramos todavía a una tradición que se aferra a la vida después de haber sido testigo de dos cambios de siglo?

Mientras divagaba en estas ideas, se apagaron las luces y la música anunció el inicio de una presentación que resultó mágica, inesperadamente inolvidable.

Difícil, si no imposible, transmitir con palabras lo que viví. Las risas acompañando a un músico payaso que fue nuestro guía durante la noche; las miradas expectantes ante las hazañas de malabaristas y acróbatas que con un ritmo imparable iban llenando la carpa con sus aros, sus bolos, sus trapecios, sus trampolines, sus piruetas, sus contorsiones; los rostros incrédulos que siguieron paso a paso la rutina de los mentalistas, intentando descifrar su truco en algún momento; la fascinación ante caballos y elefantes realizando suertes y bailes con inmejorable precisión… Al final, el inevitable desfile de todos los artistas hasta llenar el círculo en torno al cual los espectadores volcamos nuestras risas y aplausos —y, al menos en mi caso, alguna lágrima—.

Salí con una sonrisa que tardó varios días en disolverse. Mientras me alejaba del lugar, recuperaba mis años, pero conservaba intocable el espíritu de ese pequeño de 7 u 8 años que fui durante dos horas gracias a los 100 pesos mejor invertido en mucho tiempo.

El martes por la tarde recorrí la avenida donde se había instalado la carpa. Cuando vi el terreno baldío nuevamente vacío resultó inevitable un profundo suspiro.