La muerte y yo hemos llevado siempre una relación distante. No me he metido mucho con ella y ella ha sido recíproca conmigo. Esto puede sonar bien, el problema es que con el tiempo esa distancia se ha ido convirtiendo en una peligrosa indiferencia. Peligrosa porque no es real. Porque a ratos me despierto a media noche abrumado por el temor de que todas esas muertes que nunca he tenido cerca terminarán por acumularse y dejarse venir sobre mí de un solo golpe.
Mentiría si dijera que no tengo miedo a la muerte. El problema es que prácticamente nunca la he tenido lo suficientemente cerca. (Como con las reglas, hay una excepción a esta realidad. Una excepción que siempre me recuerda que es real. Intento escribir sobre ella y no lo consigo. Borro cada intento de línea ahora mismo. Y me queda claro que en algún momento tendré que hacerle frente y atreverme a describir esa partida que se llevó tantas cosas y que siempre he querido pensar que también dejó otras tantas.)
Decía, pues, que en general nunca la he tenido suficientemente cerca. De ahí que velorios y funerales siempre me han parecido rituales un tanto de ficción. Mi presencia en estos ha sido siempre ausente. Mi cuerpo asiste a los velorios cuando es necesario, pero mi alma suele quedarse a esperarle en la puerta. Quizá eso explica por qué me cuesta tanto trabajo narrar alguna anécdota funeraria.
Lo pienso y encuentro un funeral en el que quizá mi alma se hubiera animado a entrar, pero un océano estaba en medio y no pudo hacer sola tan largo viaje. Hace dos años y unos días murió la abuela. Yo estaba entonces en Barcelona y no fue posible asistir al servicio fúnebre con que se le despidió. Cuando volví a México visité, en medio de una de mis tantas crisis emocionales, el nicho donde se depositaron sus restos. Al día de hoy no puedo sino asumir como un acto de fe el que son sus cenizas las que están ahí y que no está escondida en algún lado intentando recuperar la soledad con la que vivió durante años.
Esa actitud de evasión que vivo frente a la muerte —actitud que por cierto parece dominar muchas otras dimensiones de mi vida— provoca que difícilmente me atreva a pensar en mi propio funeral. ¿Qué hacer y qué no hacer en él? Francamente me da un poco lo mismo. Me cuesta mucho trabajo hacer prohibiciones pues creo que al final lo que se hace o se deja de hacer en esas ceremonias es más para los vivos que para esos a los que están "despidiendo". Supongo que a través de esos rituales intentamos liberar una que otra culpa o tranquilizar en cierta medida nuestras conciencias. Así, pese a mi aversión a los protocolos, me viene dando lo mismo qué decidan hacer para darme ese "último adiós".
Ahora bien, si me apuran un poco y me obligan a lanzar alguna prohibición, creo que se resumiría así: durante mi funeral está prohibido quedarse con ganas de lo que quieran hacer. Quien quiera cantar que cante, quien quiera llorar que llore, quien quiera aplaudir que aplauda, quien quiera beber que beba, quien quiera gritar improperios a mis restos que no se censure, quien quiera vestir de negro no se oponga a quien elija portar un arco iris, quien busque silencio espero sea capaz de negociar momentos así con quien prefiera el jolgorio...
Quizá el único aspecto donde esta prohibición de no quedarse con las ganas pueda producir conflictos sea al momento de decidir qué hacer con mis restos mortales, pues uno no puede enterrarse de cuerpo entero 10 metros bajo tierra y a la vez ser arrojado en cenizas desde un cerro. Ante este posible dilema, solo puedo decir que preferiría la solución más ecológica posible. Aquello de mí puede reutilizarse, bienvenido un nuevo uso; si algo pudiera reciclarse para producir algo nuevo, adelante; lo que no sirva para un comino, que se reduzca pues a cenizas y ya está.
No hay comentarios:
Publicar un comentario