Abro esta página y comienzo. O, mejor dicho, simulo que comienzo. Porque en realidad no digo nada. O al menos nada de lo que quisiera decir. Nada de eso que parece ya cortar las pocas sinapsis que operan con normalidad en mi sistema nervioso. ¿Qué escribo entonces? Esto. Escribo que quisiera escribir reflexiones surgidas de sonidos, imágenes, encuentros. Escribo que quisiera escribir sobre los pasos que caminamos —¡hace ya casi un mes!— sobre la delgada isla de los rascacielos que insisten en desafiar al cielo —y a los hombres— como si Babel ni siquiera una fábula —porque a los que mandan construir rascacielos las moralejas les dicen poco o, más probablemente, les resultan incomprensibles—. Escribo que quisiera escribir sobre la enorme y poderosa dosis de alimento que tuve la oportunidad de dar a mi espíritu en una nueva edición del Festival Internacional Cervantino —la cuadragésima en su historia, la cuarta consecutiva en mi biografía— y de la cual deriva una larga cadena de sentires que merecerían cada uno un par de las horas que ahora mismo consumo escribiendo que quisiera escribir sobre ello. Escribo también que quisiera escribir sobre las crisis pedagógicas que han acompañado mis pasos con particular énfasis en los meses recientes, crisis que han sido aderezadas por pequeñas pero significativas provocaciones que me mueven a un intento de diálogo que invariablemente se frustra ante la ausencia de un interlocutor que coincida conmigo en el mínimo necesario de tiempo y espacio para que que pueda materializarse.
Escribo que quisiera escribir sobre tantas cosas, pero los sesenta minutos de los que disponía cuando comencé a escribir esto, han sido interrumpidos una y otra vez. No han sido míos como ingenuamente anhele a llegar el primero. Y así, es hora de moverme de aquí. Hay, sin embargo, una luz. Una luz que dice que vendrán pronto algunos periodos semejantes a este que ahora termina de consumirse. Hay, pues, esperanza de venir a escribir sobre todo ello.