Después del acto cívico que organizamos en el colegio cada año para conmemorar el 16 de septiembre, mientras decenas de niños corren por el patio, se me acerca sonriente Emilio, que cursa segundo de Primaria.
"Me gustó mucho cómo diste el grito."
"¡Gracias!" respondo, entre sorprendido y emocionado. "Es que me motiva verlos tan entusiasmados."
Con los ojos brillando —con la misma intensidad con la que brillaban minutos antes los de la mayoría de sus compañeros mientras respondían a mi arenga con sus "¡Viva!"— sonríe todavía más y me pregunta: "¿Te inspiramos?"
Trato de responder con un claro: "Sí, me inspiran", pero me traiciona la misma lágrima que ahora, mientras lo escribo. Alcanzo a pronunciar el "Sí" y sonriendo le sacudo el cabello, como hago con los pequeños cuando quiero acompañar un gesto de afecto.
Emilio vuelve al patio a jugar. Y yo me quedo con ese "Sí, me inspiran" y lo completo con un: "Me inquieta pensar en lo que les estamos legando, pero al mismo tiempo me llenan de esperanza."
Camino de vuelta a mi oficina pensando en esa macabra tentación que ronda las aulas de cualquier escuela: dejarles el futuro a ellos, como si el presente resultara irremediable.
viernes, 14 de septiembre de 2012
lunes, 10 de septiembre de 2012
Quienes amamos la delicada experiencia de perderse en las letras... quienes estamos dispuestos a todo en la travesía irrepetible que significa perseguir la palabra justa —esa que tan pocas veces se deja atrapar—... quienes ansiamos en cada conversación —por trivial que parezca— la irrupción de algún vocablo perdido, un vocablo capaz de arrojarnos al abrasador abismo donde el alfabeto construye mundos infinitos a nuestras espaldas. Nosotros, todos, lo echaremos mucho de menos, Don Ernesto.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)