¿Me permites unas palabras desordenadas? ¿Un arrebato sin pies ni cabeza? Al menos eso podrá parecerle a algunos. Otros, quizá, se sentirán con los elementos suficientes para reunir las piezas y construirse una versión de lo que me trae hoy aquí. Unos cuantos quizá acierten en parte, pero sería difícil que alguien llegara a comprender del todo lo que yo mismo no tengo claro.
¿Puedo divagar unas líneas? Podría hacerlo en el Moleskine, cierto. Y es que estas palabras hoy no tienen un destinatario modelo. No esperan ser leídas y mucho menos contestadas por nadie, y menos por alguien en particular. Y, sin embargo, se resisten al anonimato eterno al que quedarían condenadas de ir a parar a una de las libretas que tengo en el buró.
Anonimato. He pensado tanto esta tarde en esa línea delgada que hoy separa nuestras vidas públicas de eso que llamamos todavía "intimidad". Algunos hemos apostado por convertir parte de nuestras vidas en material de dominio público. Vale, exagero un poco. Pero lo cierto es que quienes, como yo, hemos apostado por llevar parte de lo que somos a redes como ésta (y aquellas en las que termine apareciendo algún enlace para llegar hasta aquí), estamos con ello diluyendo esa sutil frontera.
Hace casi cuatro años que mi vida (o al menos parte de ella) ha venido quedando registrada en lugares como éste. Y en todos los casos, a la vista de cualquier curioso. (La excepción a ello es Facebook, donde por la naturaleza de la red he mantenido los filtros de privacidad en un mínimo necesario, que de cualquier modo no exenta de que uno quede relativamente expuesto a los ojos de decenas de "amigos" a los que no he visto en años o con los que apenas compartí una relación superficial.)
Esto no significa que en Twitter, Blogger y WordPress esté mi ser por completo, no es sencillo a partir de lo ahí expuesto reconstruir mis "generales" ni tener claridad absoluta de mi pasado. Pero hay algo que sí está a la vista de cualquiera. Creo que las ideas arrojadas a estas redes, incluso las exploraciones más crípticas, terminan desnudando quizá lo más íntimo que pueda tener un ser humano: el alma.
Claro que tal exposición es siempre relativa, pues muchas veces está sujeta a las interpretaciones del lector, quien, según conozca más o menos elementos de ciertas facetas de mi vida, podrá atar más o menos cabos que otros. Pero las piezas, me parece, están ahí, indiferentes ante el uso que quiera darles quien sea que decida recogerlas.
¿A qué voy con todo esto? No tengo idea. Sé que hoy, aquí, solo —como termino estando al final de cada día en este lugar que a veces siento tan lejos de todo—, siento la inmensa necesidad de un diálogo que me ayude a comprender. Y a falta de interlocutor, termino como siempre acudiendo al intercambio de ideas conmigo mismo, escribiendo.
Hoy se me han acumulado las lecciones. Frases que uno escucha a lo largo de toda su vida, se arremolinan y vienen a decirme algo así como "te lo advertimos". A algunas les doy la razón, a veces con satisfacción, a veces con dolor. A otras, las sigo sometiendo a mis eternas dudas. Prefiero enviarlas al cajón de esas afirmaciones tentativas que uno está dispuesto a esperar toda la vida para ver si puede rebatirlas. Muchas de esas lecciones se relaciona con aquellas máximas que nos enseñan a desconfiar del otro: el ser humano no es digno de confianza, así que habría que dudar siempre de sus verdaderas intenciones, so pena de caer en la ingenuidad y ser víctima de la maldad del otro. Lecciones de los herederos de Hobbes que verán siempre al hombre como lobo del hombre. Pero cuando uno es "rousseauniano", se empeña en creer que el ser humano es bueno por naturaleza.
No quiero sonar a profesor de moral. Lejos estoy de ser digno de decir qué es bueno y qué es malo, menos de juzgar la conducta de los demás. Contradicciones las tenemos todos. Pero hay conductas que hieren. Y hay heridas que nunca sanan. A mí, por razones que no estoy seguro de tener claras, me sucede en particular con las conductas que encierran deslealtad o traición. Me refiero a una cierta manera de mentir. Y entro a un terreno que puede llevar tratados explorar, pero me arriesgo.
Hace unos meses vi la película The Invention of Lying, que expone crudamente —y con extraordinario humor— de qué manera la mentira es esencial para la humanidad. La película no pretende ser una apología de la mentira: simplemente muestra las funciones que mentir puede cumplir en diferentes ámbitos. La mentira como nota distintiva del ser humano, frente a cualquier otra creatura sobre la tierra.
Y, sin embargo, hay de mentiras a mentiras. Y es aquí donde me cuesta trabajo seguir la argumentación, pues no consigo identificar los criterios que separarían a una mentira corriente de aquella que, por sus intenciones o por la forma en que se pronuncia sistemáticamente, conduce al desprecio por el otro. Intento ilustrar mi "argumento": la mentira de quien busca un beneficio personal a costa de un tercero; la mentira que lastima a quien entrega parte de sí en una relación; la mentira que alimenta ingenuamente una esperanza que se sabe infundada... En todos los casos, sé que existen ejemplos y contraejemplos. Pese a ello, creo que se entiende a qué tipo de mentira me refiero.
Supongo que de alguna manera todos mentimos y quizá a diarios. Supongo que es parte de garantizar cierto mínimo de estabilidad en la convivencia. Pero no todos engañamos o traicionamos, o no al mismo nivel. ¿Es más tolerable un engaño que otro? No tengo idea. Pero, sin ánimo de caer en un falso ejemplo de moralidad, pienso que sí hay fronteras y que, sobre todo cuando se habla de relaciones con personas a las que queremos o por las que sentimos cierto afecto y respeto. En estos casos, me atrevo a decir que existe cierto consenso sobre la necesidad de que exista un nivel mínimo de honestidad y sinceridad.
Conecto aunque sea indirectamente con el asunto de la vida pública que algunos exponemos en estos espacios. La dimensión pública de mi vida, me ha ayudado a valorar la honestidad como algo preciado, difícil de construir.
Desde que tengo memoria, me he conducido cuidando un imperativo moral muy claro: asumir responsabilidad plena de cuanta palabra pronuncie o escriba. En otras palabras: nunca decir no escribir nada que no esté dispuesto a sostener en cualquier contexto. Se trata, lo admito, de un imperativo complicado y, como tal, seguramente más de una vez lo he traicionado. Pero incluso en esos casos, me atrevo a decirlo, he terminado aceptando mis responsabilidades frente a quienes han sido afectados, directa o indirectamente, por mis palabras.
Ingenuamente, vivo mi vida creyendo que ese imperativo es categórico y rige la vida de cuantos me rodean. Y muchas veces he tomado decisiones sin dudar de la palabra de los demás. ¿Por qué habría de dudar?
He dado muchas vueltas. Y quizá no he dicho nada, pero intento ayudarme a procesar cosas que han salido a flote en los últimos días y horas, mostrándome que quizá tienen razón quienes critican mi romántica ingenuidad y mi confianza a priori en los demás. Y, a pesar de la dolorosa realidad, a pesar de contar con evidencia de la manera en que a mis espaldas y en mis narices se ha fraguado en contra de la verdad que se me enuncia, a pesar de contar con evidencia del modo en que a mis espaldas y en mis narices se han reído de mí y me han calificado de imbécil, de ciego, de acomplejado, de soberbio, de intolerante..., a pesar de contar con evidencia de cómo a mis espaldas y en mis narices se ha dicho x cuando en el cara a cara se afirma y... A pesar de todo, no puedo sino seguir creyendo, porque la vida desconfiando permanentemente del otro, me parece una vida indigna.
Duele. Sí. Duele que de un modo así uno tenga que sacudirse la cabeza y reconocer que regalar su confianza puede exigir un precio alto. No obstante, en mi propia naturaleza está, supongo, seguir apostando a poner esa confianza incondicional de entrada. Porque la confianza bajo condiciones nunca será confianza. O al menos eso he creído siempre. Y asumo que eso seguirá generándome costos. La diferencia hoy es que soy un poco más consciente de ello. Supongo que eso representa un avance.
Hoy, probablemente en algún lugar alguien ríe y celebra que ha logrado lastimarnos. En nosotros, en las manos de cada uno, está la posibilidad de hacer de esa conciencia una oportunidad para sobreponerse y perdonar, evitando caer en las redes del rencor y el resentimiento.
Todos —o casi todos—, en el discurso defendemos las leyes de la justicia —humana o divina—. Y todos —o casi todos—, ante ciertas injusticias dudamos de nuestras propias afirmaciones y estamos dispuestos a tramar el modo de apoderarnos de tal justicia y hacerla operar en nuestras manos, convirtiéndonos en amos y señores de la verdad. Hoy no quiero jugar ese papel. Quiero perdonar y pedir perdón. Pero descubro lo difícil que son ambas acciones cuando nuestro interlocutor no está en la misma disposición. Me dicen que no hace falta, que lo importante es sanarnos nosotros mismos. Pero vaya que duele sanar de ese modo.
Quizá venir aquí a divagar de este modo sea una manera de purificarme. Duele, pero me siento tranquilo. Hoy, sigo siendo capaz de mirar a los ojos a cualquiera y mantener mis palabras, asumir responsabilidad sobre ellas. Eso me permite caminar ligero. Me siento en paz. Eso no quita, por supuesto, que me gustaría recuperar los costos que se han generado en el camino. Pero no quiero atarme al pasado. Quiero mirar hacia adelante y vivir en plenitud mi presente.
El tiempo, dicen, cura todo. Supongo que es cierto. En las manos del tiempo encomiendo las heridas de mi espíritu. Y en mi voluntad reafirmo mi compromiso con trabajar, como hasta hoy, por la congruencia y la integridad a las que todos de alguna manera aspiramos.